jueves, 8 de diciembre de 2011

El final

Todo tiene un final en esta vida, empezando por nosotros mismos. Pero bueno, no es ésa la despedida por la que estoy aquí. 101 historias llega a su fin. Pues sí, todo tiene un final, por suerte, porque alargar las cosas así porque sí, pues no tiene sentido. En los últimos tiempos he hecho méritos suficientes para que la cosa fuera acabando. Digamos que lo que empezó con mucho ímpetu ha terminado con poca chicha. Quizás por eso de que las cosas se empiezan con la fuerza de la novedad, como si fuera una metáfora de la juventud, para luego acabar arrastrándote por ellas como si fuera un motor gripado. En mi caso, todavía puedo tener una miserable excusa ya que si hay algo que tenía claro con respecto al blog, es que tendría fecha de caducidad, es decir, serían 101 historias clavaditas, ni una más ni una menos.

101 historias me lo propuse como un pequeño reto. La idea era tener un sitio donde poner cosas pequeñas (suelo ser extensivo en general, nobody is perfect) y que la gente pudiera leerlo. Estaba harto de mandar mis pequeños escritos por correo electrónico a los amigos, sintiendo que invadía casa ajena, o molestaba. Así que la tecnología (y las redes sociales), para lo bueno y lo malo, nos permiten este pequeño milagro, imposible hace una década, de poder compartir con el mundo lo que te sale del teclado. Y uno lo hace por amor al arte, aunque para qué les voy a engañar, ojalá viviera de ello.

En estos últimos meses escribir para el blog me ha costado bastante, y a eso se ha unido, además, estos tiempos oscuros que invitan a hacer poco, la verdad. Pero en general debo decir que ha sido una experiencia bastante gozosa, sobre todo por el aspecto narrativo. Digamos que he podido salirme del esquema al que estoy habituado, es decir, el guión. Lo he disfrutado en muchos momentos y, encima, mi egotrip ha quedado satisfecho, como debe ser, por otra parte.

Quería contar pequeñas historias, pero también quería señalar, pero también quería reflexionar, pero también quería viajar, pero también quería soñar, pero también quería recordar, pero también quería desbarrar, pero también quería molestar, pero también quería ensalzar, pero también quería inventar, pero también quería insultar, pero también quería piropear, pero también quería filosofar, pero también quería divertir, pero también quería emocionar. Todo ello se ha intentado. Por suerte he podido llegar al final con esta última historia (la 101), que no es más que una despedida, unos créditos finales, un epílogo, un “adieu”, un “auf wiedersehen”, un “say goodbye, my friends”... This is it.

En estos cuatro años he escrito auténticas mierdas, y otras no tanto. Algunas de ellas han gustado mucho, otras nada de nada, la mayoría me han salido largas, alguna incluso corta y algunos me han recomendado que me dedique a escribir para las cajeras del DIA, lo cual es un principio. Alguno me acusó de noño, otros me señalaron que era un poco animal, seguramente alguno se indignó, quizás unos cuantos querían historias más a menudo, y puede que unos pocos se hayan reído, pero espero que uno o dos se hayan emocionado. Todos ellos, para lo bueno o para lo malo, pues tienen razón. Es el público soberano, y no se escribe (al menos yo) para saciar onanismos, que para eso ya tengo otras cosas. Lo que está claro es que no se puede gustar a la mayoría, ni se puede alcanzar todo, aunque yo aspiro a tener una mesa de ping pong algún día. La pena es que ahora que tengo más visitas, me piro. Como dice un amigo: no se puede calentar la tetera y luego no servirla. No tengo remedio.

Poco puedo añadir, han sido 101 historias de todo tipo que espero hayan disfrutado, y si alguno tiene interés futuro, por aquí se quedará en la Red de redes, como una especie de fósil que se irá desgastando con el paso del tiempo y, dentro de unos años, seguramente será infumable. Así que, como esta despedida ha tenido poco de historia (es lo que tienen las despedidas), debería intentar contar algo, aunque sea en los últimos párrafos. Pero como me he vuelto vago, dejado, perezoso, desencantado, ocioso, cínico, asocial y demás lindezas que puedan imaginar, voy a usar las palabras de otro (mucho más brillante que yo, obviamente) que, además, me parecen muy adecuadas como despedida. Me refiero a David Torres, novelista y columnista por el que siento cierta cercanía, en especial por su forma oscura, y algo cínica, de ver las cosas.

En su novela “El gran silencio”, Roberto Esteban (ese ex boxeador con maneras de pistolero crepuscular, que también protagoniza la magistral “Niños de tiza”, otra de las novelas de David) se encuentra en el bar que regenta su amigo Sebas. Ambos se ponen a hablar de recetas de cócteles famosos. El ex campeón (por si no lo saben, se dedica en la vida a dar hostias por dinero) le pide al barman que le recuerde una famosa anécdota sobre el creador del dry martiny. Y entonces, Sebas le cuenta una pequeña historia que, obviamente, tiene su moraleja, para que cada ustedes (gentes pensantes) puedan meditarla lo que gusten:

Sebas seguía limpiando vasos tras la barra, flaco y calvo, silencioso y displicente, tal y como se supone que debe ser un barman. Entonces tropecé con un nombre en la carta.

- Sebas, ¿cómo era esa anécdota que me contaste sobre el tipo que inventó el dry martini?

Sebas se acercó y se puso frente a mí.

- Es una anécdota falsa, probablemente una fábula. Por lo visto el dry martini lo inventó un barman cubano o español, no recuerdo bien. Se llamaba Martínez y de ahí lo de dry martini. Bien, en su vejez, el dueño de un local francés muy famoso quiso comprarle la receta. Le ofreció una millonada. Una estupidez, por otra parte, ya que el cóctel era famoso en todo el mundo y nadie podía cambiarle el nombre. De haber aceptado, Martínez se hubiera forrado. Era pobre y murió en la miseria, pero ¿sabes lo que le contestó al francés?

Negué con la cabeza.

- No se puede vender la luna, monsieur.

(Me despido con esta épica y suicida canción de ese geniecilla pelirroja llamada Florence + The Machine)

Hasta nunca... esto fue 101 historias.

martes, 1 de noviembre de 2011

Carta de Archibaldo Haddock

Castillo de Moulinsart, 1 de noviembre 2011


Estimados zuavos:

Me solicita un hombrecillo con gafas y con pinta de beduino interplanetario, que dice tener no sé qué rayos de blog, que escriba unas líneas ahora que por fin se ha estrenado una película sobre Tintín y sus aventuras. He rechazado todas las ofertas al respecto, empezando por esos lechuguinos de Jean-Loup de la Batellerie y Walter Rizzoto del “París Flash”, que me hicieron la vida imposible cuando ese ciclón ambulante de la Castafiore se presentó de imprevisto aquí en Moulinsart. ¡Que la lleven los demonios, qué recuerdos más estremecedores! De nada sirve que busquen sensibilizarme con eso de haber inspirado a millones de personas, o con el lado humanista de nuestras aventuras, o con los exóticos lugares que he visitado. ¡Mil millones de mil millones de naufragios! ¡Si yo lo único que quiero es que me dejen en paz, malditos coloquintos de grasa de antracita!

De todas maneras he accedido a escribir unas líneas porque aquí, el grumetillo con gafas, se ha ganado mi simpatía presentándose en Moulinsart con una botella de Loch Lomond añejo. Luego se ha dejado ganar una partidita de “guerra de barcos”, ese ocio que practicó mi antepasado el gran Francisco de Haddoque. Ha sabido llegar a mi corazón oxidado de viejo lobo de mar. Así que me pondré a ello y escribiré sólo por esta vez. Ésta será mi única y última declaración, y luego, ¡qué me lleven los demonios si no es así!, no quiero volver a saber del mundo en otras treinta centurias.

Me cuentan que, al parecer, estáis todos sumidos en una profunda crisis económica provocada por esos autócratas acaparadores y chupatintas que manejan los mercados, y por la complacencia consumista de todos vosotros, alcornoques de baratillo, que os dejasteis vuestros ahorros en casas con paredes de patata llenas de muebles hechos por suecos. ¡Los suecos hacen muebles! ¡Mil truenos! ¡¿Esos paniaguados visigodos se están forrando haciendo muebles?! Lo que hay que ver. ¡Aaaah, y que a ningún cretino de los Cárpatos se le ocurra decir que yo poseo un castillo! ¡Al demonio con eso! Me jugué las barbas y el pellejo entre tiburones para conseguir el tesoro de aquel pirata de carnaval llamado Rackham El Rojo ¿Es que ya lo habéis olvidado, calabacines diplomados?

En vez de quedaros en casa jugando a no sé qué demonios de consolas, o comprando a todas horas, pequeños mercaderes de alfombras, haber viajado por medio mundo como hice yo acompañando a ese fenómeno con tupé de truenos y relámpagos. Haber surcado mares en mercantes oxidados para salvar a un grupo de negros de las garras de unos traficantes de carne humana; haber recorrido selvas infestadas de mosquitos y peligros en busca de un templo perdido lleno de incas de carnaval; haber atravesado desiertos llenos de sed en busca de traficantes de opio; haber viajado a la luna en una especie de cigarro ambulante inventado por el ostrogodo de Tornasol; haber luchado contra espías a las órdenes de un Mussolini de carnaval que quería hacer añicos el planeta; haber volado hasta una isla perdida para ser abducido por alienígenas macrocéfalos entre las brasas de un volcán en activo; o haber escalado montañas imposibles y rescatado al bueno de Tchang de las garras de ese oso mal peinado llamado el Yeti. ¿Qué decís a eso, eh? ¿Qué hicisteis vosotros en todo ese tiempo, tontos de capirote, logaritmos del ladrillo a la nuez de coco?

Espero que esto os sirva de lección, mil truenos. Yo ya cumplí con mi parte y ahora sólo quiero una buena pipa, un buen whisky, los periódicos de la mañana y mi paseo diario. Cuando hagáis una mínima parte de lo que yo he realizado, cuadrilla de bachi-buzuks, entonces juro que me afeito la barba. Mientras tanto aquí estaré, en mi retiro, hasta el final de los tiempos si es necesario, salvo que aparezca ese fenómeno de Tintín y me haga levar anclas en busca de aventuras, ya sea para encontrar alguna baratija perdida, ya sea para luchar contra algún sátrapa de mala semilla que nos busque las cosquillas. ¡Y no! ¡No sé dónde está Tintín! No lo preguntéis más veces. Aunque lo supiera, no me lo sacaríais ni con tortura medieval, especie de residuos de ectoplasmas.

Ejem, poco más, me despido de todos vosotros deseando de todo corazón que recuperéis la cordura (si alguna vez la tuvisteis), queridos majaderos individualistas. Sirvan estas líneas como despedida, y espero que no oséis molestarme nunca más, mil millones de rayos y truenos.

Se despide de todos Uds.

Archibaldo Haddock
(Capitán retirado de la marina mercante)

(Sólo el Maestro podía adaptar al Genio...)

martes, 20 de septiembre de 2011

El sentido de la vida

¡Oh, Señor!

¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué tanto misterio? ¿Por qué tanto secreto?

¿Por qué somos padres? ¿Por qué somos madres? ¿Por qué somos hermanos? ¿Por qué somos hijos?

¿Por qué odiamos a nuestros hermanos? ¿Por qué los amamos? ¿Por qué queremos a nuestros padres? ¿Por qué los abandonamos?

¿Por qué nos enseñan a confiar? ¿Por qué nos enseñan a amar? ¿Por qué nos enseñan a perdonar?

¿Por qué nos enseñan a desconfiar? ¿Por qué nos enseñan a pelear? ¿Por qué nos enseñan a odiar?

¿Por qué abusamos de los débiles? ¿Por qué despreciamos al diferente? ¿Por qué tememos al de fuera?

¿Por qué ayudamos al desconocido? ¿Por qué apreciamos al huido? ¿Por qué comprendemos al incomprendido?

¿Por qué somos crueles? ¿Por qué no perdonamos? ¿Por qué somos orgullosos? ¿Por qué somos los primeros?

¿Por qué somos gentiles? ¿Por qué perdonamos? ¿Por qué somos humildes? ¿Por qué somos los últimos?

¿Por qué amamos? ¿Por qué no amamos? ¿Por qué sentimos? ¿Por qué deseamos?

¿Por qué mentimos? ¿Por qué codiciamos? ¿Por qué traicionamos? ¿Por qué somos leales?

¿Por qué decimos? ¿Por qué callamos? ¿Por qué reímos? ¿Por qué lloramos?

¿Por qué cruzamos mares? ¿Por qué levantamos muros? ¿Por qué surcamos cielos? ¿Por qué quemamos tierras?

¿Por qué quitamos vidas? ¿Por qué las salvamos? ¿Por qué abandonamos? ¿Por qué auxiliamos?

¿Por qué morimos de hambre? ¿Por qué damos de comer? ¿Por qué unos tienen tanto? ¿Por qué muchos no tienen nada?

¿Por qué somos violentos? ¿Por qué somos pacíficos? ¿Por qué somos tiranos? ¿Por qué somos esclavos?

¿Por qué construimos? ¿Por qué destruimos? ¿Por qué avanzamos? ¿Por qué nos paramos?

¿Por qué somos poetas? ¿Por qué somos guerreros? ¿Por qué creamos belleza? ¿Por qué creamos destrucción?

¿Por qué triunfamos en la vida? ¿Por qué fracasamos? ¿Por qué ganamos? ¿Por qué perdemos?

¿Por qué recordamos? ¿Por qué olvidamos? ¿Por qué nos olvidan? ¿Por qué estamos tan solos?

¡Oh, Señor!

¿Por qué te creamos? ¿Por qué matamos en tu nombre? ¿Por qué te adoramos? ¿Por qué te abandonamos?

¿Por qué buscamos el sentido de la vida?


(141 minutos de poesía en imágenes)

miércoles, 29 de junio de 2011

Un tipo huraño

Siempre me han atraído los tipos huraños, asociales, gruñones, enfadados, solitarios, alejados, apartados, acabados, cansados, antipáticos. No sé, debe ser que con los años, uno ha dejado de ser mitómano de esa gente y realmente se ha convertido en uno de ellos. O imagino que son etapas de la vida, si bien para alguno de ellos es una actitud voluntaria desde siempre, lo que les hace más interesantes. Gente que no necesita la compañía de otros para estar bien, o que no tienen que seguir a la masa para ser aceptados. Y no es que la cosa sea meritoria, ni que tengan que sentirse superiores al resto por tener esa actitud vital. Simplemente eligieron ese camino.

Imagino que ser padre de familia, tener mujer, hijos, mascotas e, incluso, suegra, conlleva la misma responsabilidad que tener un superpoder. Pelear cada día en un trabajo con gente a la que desprecias, en un ambiente insoportable y con un jefe asesinable, tiene un mérito impagable. Encontrar nuevas aficiones que te hagan la vida llevadera, aunque nunca se te pasara por la cabeza escalar montañas a pelo, coleccionar sellos del Kurdistán, tirarte de cabeza por un puente o correr maratones a los cuarenta, son el bálsamo que te permiten no perder el equilibrio. Ser un social desde luego es meritorio en estos tiempos que corren.

Por eso el otro día, viendo la estimable película argentina “Un cuento chino”, me di cuenta de que incluso aunque uno elija la actitud existencial de la soledad, el destino puñetero parece que no te va lo va a permitir. Si bien la cagan con dar una explicación racional sobre la actitud del huraño protagonista (un impagable Darín, como siempre) ante la vida, la película te cuenta que por mucho que uno se refugie en su cueva, siempre vendrá alguien a joder la marrana. En este caso, nuestro protagonista, que colecciona todo tipo de objetos y cuenta tornillos (tiene una ferretería) para luego montar un quilombo al proveedor por mandarle de menos, se va a cruzar en su destino con un chino que le cae del cielo (nunca mejor dicho), sin tener ni idea de hablar una sola palabra de su idioma.

Y es que la historia parece darnos a entender que, te guste o no, uno debe ser social e interrelacionarse. O quizás, que en el fondo, los huraños, los asociales, los que mandaron al cuerno al mundo, son los más solidarios, como es el caso de este mal encarado ferretero que se apiada de un chino desamparado.

De unos años a esta parte se puede decir que allá, en La Pampa, se hace un cine extraordinario. El nivel narrativo de sus historias es magistral, los guiones excelentes, los directores magníficos y variados en lo formal y en las temáticas, por no hablar de los actores que pueblan sus pantallas, herederos de aquel Hollywood clásico donde hasta el último secundario es un genio anónimo. Además, no se quejan, no lloran y no maman por ayudas públicas. Hacen coproducciones, curiosamente muchas con algún ínclito productor-director de estos lares que, cuando hace cine autóctono, no le duran ni dos semanas en pantalla la película. En definitiva, siendo una industria más pequeña, regalan cada año producciones de un nivel superior, y siempre mirando al público, lo que no quiere decir que cuenten historias facilonas. De hecho, a uno le entran ganas de empezar a decir “vos” y “recontraputa”, y largarse para allá.

Así que ya saben, si empiezan a sentir una especie de cosquilleo interno en el cuerpo, o una vocecita les dice en su cabeza que mandes al cuerno a la esposa, niños, mascotas, suegra, jefe, compañeros de trabajo y amigos, vayan primero a documentarse con esta magnífica película.


martes, 24 de mayo de 2011

El patio de colegio

Erase una vez un patio de colegio. Con sus maestros, sus curas, o sus funcionarios de la ESO, como ustedes gusten, según los tiempos, o la generación. Allí, como en la granja de Orwell, se decide el destino de sus habitantes y su futuro, además del carácter que siempre llevarán consigo. Allí, asistimos en primera persona a una lección de supervivencia, como si fuera un documental de bichitos de La 2. Allí, en el patio, los enrrollaos, o sea los poderosos, dominan el cotarro. Los enrrollaos (también conocido como "malotes"), a veces lo son por eso de la infancia asilvestrada. Aunque no siempre es así. En su mayoría, los llamados "malotes", en realidad son buenos, aplicados, de brillantes notas, y con un papá al quite, por si las cosas se tuercen.

Los enrrollaos, a los que llamaremos “el poder establecido”, son niños que se definen por una personalidad incipiente, controladora, carismática, e, incluso, arrolladora, aunque si se complica la cosa, ya vendrá papá para resolver el tema. El poder establecido se dedica a hacer la vida imposible al pringao (los raritos, o los pequeños) por diversos y variados motivos que van desde su cara, o su fealdad, o sus orejas prominentes, o sus gafas de banda ancha, o sus actitudes extrañas (no jugar al fútbol), o sus olores corporales, o la peculiar profesión del padre o, por supuesto, la consabida clase social, por no olvidar el origen étnico, religioso o de raza.

A veces ni siquiera hay un motivo claro para hacerle la vida imposible a un pringao. Puede ocurrir que éste no le ría las gracias al poder, o puede que no le siga en sus aventuras, o no le admire y pelotee lo suficiente. O incluso puede ocurrir simplemente que al poder le ha dado por ahí. Puede que el pringao no cumpla ninguno de los requisitos para ser un apestado, que simplemente la cagó en el momento más inoportuno.

Y eso es lo que le ocurrió al pobre Héctor, nuestro pringao imaginario, y que nos sirve de ejemplo para ilustrar esta pequeña historia. Un día, Héctor, siendo un niño de EGB, se cagó en los pantalones. Probablemente por un problema gástrico, o porque algo le sentó mal, o simplemente porque se fue de tripas. El caso es que Héctor se cagó estando en clase y ahí empezó su calvario.

Durante años, el bueno de Héctor fue humillado, vejado, maltratado, arrinconado, obviado, y demás participios que se les ocurran. Incluso ya siendo mayores, seguía siendo objeto de diversión por parte del poder establecido. Incluso cuando le cambiaron de clase, el poder establecido decidió ir a buscarle a la nueva clase para burlarse de él y conseguir que sus nuevos compañeros también le marginasen. Era una especie de internacionalización de la repulsa, o mejor de globalización, para que ustedes lo capten.

¡Pobre Héctor! Los enrrollaos manejan, dirigen, manipulan e, incluso, ordenan el cotarro. Es así, y será así por siempre, salvo que alguien empiece a decir “no”, o algún loco se levante. Como es obvio, los poderosos del patio no suelen mancharse las manos. Su futuro nunca se torcerá: heredarán el negocio de papá, o bien, un puesto en la empresa, o bien, un enchufe en un puesto influyente. Sus esbirros se encargarán del trabajo. Son la carne de cañón, los que hacen el trabajo sucio, la fuerza bruta, los sacrificables. Nada ha cambiado desde Roma. Los pretorianos les mantienen, aunque éstos últimos sólo alcanzarán un piso en las Tablas, decorado en la tienda sueca por la que pasan todos los fines de semana. Las casas con parcelas del poder establecido tienen otras tiendas, de más nivel, y altos muros de separación.

¿Y qué hacen los demás mientras tanto? ¿Cómo actúa el patio cuando el poder establecido abusa de los demás? ¿Alguien defiende a Héctor? ¿Se unen los más débiles para ayudarse entre ellos? ¿Alguien alza la voz, se rebela, levanta el puño contra la injusticia?

Algunos lo piensan, pero temen a los enrrollaos. Sus pretorianos dan miedo, incluso al traspasar los muros del patio. En la calle incluso son más peligrosos. ¿Qué se puede hacer frente a ello? La mayoría viven como pueden en el ecosistema del patio. Hay que sobrevivir y, a ser posible, pasarlo bien. Los deportes son una alternativa: el fútbol (sobre todo), pero también el baloncesto es una buena opción. Según la estación del año, tienen las canicas, el yoyó, o las chapas. Además de comentar los programas y series de la tele, que les hipnotizan por la noche, y sirven de consuelo.

Eso es la mayoría silente. Los niños que no quieren líos. Mejor miramos a otro lado, no vaya a salpicar, piensan. Pero también existen los que aprovechan para unirse a los enrrollaos, conseguir su plácet, estar cerca del poder, ser algún día uno de ellos, aunque sólo sea en sueños. Son los lacayos, los que ríen las gracias, los que se burlan de Héctor para que certificar que ellos pueden ser también unos enrrollaos. Los que pisan a quien sea por conseguir un objetivo. Los que usan la sonrisa en su rostro, pero en realidad están usando la daga para calumniar y manipular de manera traicionera.

Así es el día a día en el patio del colegio. La rutina de un día cualquiera, en una patio de cualquier colegio. Un sistema en el que o te adaptas, o estás fuera de él, con lo que ello supone para el futuro de cualquiera. Es curioso, pero ya siendo adultos, muchos de los que fueron niños recuerdan con cariño ese patio, aunque vivieran abusos o injusticias. Resulta ser un peculiar síndrome de Estocolmo, como si lo ocurrido no hubiese sido tan malo, que es lo que se dicen entre ellos. Quizás porque siguen llevando dentro de ellos a ese niño que una vez fueron, aunque el implacable borrador de la memoria los va borrando como tiza de una pizarra.

¿Y qué fue de Héctor? ¿Qué ocurrió con su destino? ¿En que se convirtió?

Al final tuvo que abandonar la escuela, harto de tanta presión, convenciendo a sus padres de que no podía seguir así. Y fue a otro colegio, donde al menos le dejaron en paz. Y pudo terminar sus estudios. Y empezó una carrera que terminó. Y se casó. Y tuvo hijos. Y ahora tiene un piso en Las Tablas, donde es feliz, y va cada sábado con su mujer a la tienda sueca, y el domingo a las multisalas de cine. Paga sus impuestos y vota cada cuatro años. Es un hombre satisfecho que olvidó ese patio de colegio en el que tanto sufrió. Trabaja en una gran empresa, donde alcanzó cierto estatus. Y no tiene escrúpulos en contratar con condiciones basura a los más jovenes, o despedir a los más viejos si no garantizan productividad, o simplemente por que la cagan alguna vez. No le tiembla la mano, no duda un instante. Es un hombre de su tiempo. Por fin encontró su lugar en el patio del colegio.

Y colorín colorado...



(Iba a poner el discurso televisado de V for vendetta, pero no dejan incrustarlo en ninguna parte, por qué será, así que les dejo el trailer... Remember, remember...)

lunes, 25 de abril de 2011

Una mota de polvo

Al caer la noche, la sala de televisión era para sadomasoquistas. O te untabas bien de repelente, o los mosquitos te devoraban vivo. Dependía de tu capacidad de aguante, o mejor, de la dureza de tu piel, para no ser traspasada por esos diminutos vampiros alados. En mi caso, de piel blanca y fina, suelo ser objetivo predilecto, un buen bouquet que llevarse a la boca, o en este caso, la trompa. Una vez a la semana, en la repleta sala de descanso de una residencia en Pollensa (Mallorca), en el lugar donde pasé tres veranos de mi adolescencia, asaeteado por los mosquitos trompeteros, era uno de los muchos seguidores ensimismados de una serie en la que nos dimos cuenta de que, quizás, no estamos tan solos en ese negro, frío e infinito lugar que es el universo.

A principios de los ochenta, en aquellas noches estivales mallorquinas, mientras me rascaba las picaduras de los tobillos, disfrutaba en la tele con el tono pausado de un divulgador que sirvió de inspiración a otros que luego siguieron su camino, entre ellos, nuestro respetado Punset. Se llamaba Carl Sagan, fue muchas cosas y estudió otras muchas: arte, física, geología, bilogía, astronomía y astrofísica. Colaboró con la NASA, impulsó el envío de sondas al espacio (Voyager 1 y 2) por si hubiera alguien (o algo) escondido en algún rincón inhóspito del espacio con quien contactar. Fue él quien pensó que podrían estar escuchando ahí fuera, y que lo mejor era resumir todo el conocimiento humano, todo lo bueno que alguna vez fuimos (la música, el arte, la literatura, el pensamiento) en un disco de oro. También ayudó a viajar a Venus mediante otra sonda espacial, y fue el primero que dio el aviso sobre la capa de Ozono y el cambio climático. Se podría decir que fue una especie de iluminado, un geniecillo con la mirada perdida en el espacio, por si alguien osaba responder a su llamada a cobro revertido espacial.

Pero, aparte de todas esas facetas que bastan para completar una vida plena, el mundo siempre le recordará porque, a principios de los años 80, nos regaló una serie televisiva de divulgación científica que marcó una época. Se llamaba “Cosmos”. Era una miniserie de trece episodios que se hizo en un tiempo en donde la mierda la encontrabas donde realmente debía de estar: en el váter. Hoy en día, esta lógica reflexión, o enunciado, puede ser puesto en duda, ya que sólo hay que encender el aparato catódico (hoy, digital) para comprobar que la caca no está sólo en el retrete. Gracias a nuestros respetados ejecutivos que mandan en la tele (esos que junto a los directivos de los bancos dictan las reglas del juego del nuevo mundo) uno pone en duda incluso en que haya inteligencia hollando este planeta.

Fueron trece episodios cargados de divulgación científica, conocimiento e investigación, y, por supuesto, llenos de entretenimiento, por mucho que digan los genios de hoy que el conocimiento o la cultura no entretienen. Pero, además de eso, cada episodio estaba cargado de sabiduría, sentido común e, incluso, poesía. Con una voz prodigiosa (aunque nosotros vimos la versión doblada), este hombre de apariencia frágil, culto, elegante, con un cierto toque british, pese a ser gringo, nos contaba cada semana lo que somos, de dónde venimos, de lo que estamos hechos (polvo de estrellas, según él) y del misterio hacia el que vamos. Nos mostraba nuestras debilidades, nuestras miserias, nuestra capacidad de autodestrucción, pero también nuestro afán por crear y conocer.

Hace poco, y por casualidad, buceando por la red de redes, descubrí un vídeo sobre él, uno en el que pone voz de fondo al panorama que se veía desde la sonda espacial Voyager 1, a su paso por Neptuno, cuando giró la cámara hacia atrás e hizo una foto para retratarnos en medio de la inmensidad oscura. Y sus palabras, con una musicalidad propia del mejor poema, subrayan una realidad inapelable: si alguien está ahí fuera, sea quien sea, si nos ve o nos escucha, por favor, sólo esperamos que se dé cuenta de que sólo somos una mota de polvo.


miércoles, 16 de marzo de 2011

El viento y el odio

Dicen que las palabras se las lleva el viento, aunque lo escrito permanece, es eterno. También los amores vuelan de nuestra memoria, al igual que los buenos momentos, las promesas hechas, las sonrisas que soltamos, los amigos que tuvimos, los recuerdos perdidos. Es un viento sin piedad que se lleva todo lo bueno que el ser humano trajo consigo cuando un buen día decidió ponerse a caminar, y luego reflexionar que caminaba. Transcurrieron décadas y siglos, pasaron generaciones y civilizaciones, cayeron diluvios universales, temblaron las entrañas de la tierra, los mares arrasaron con todo y los vientos se llevaron lo que encontraron a su paso. Sin embargo, hay algo que subsiste, que nunca desaparece, que nada se lo lleva, que ha decido quedarse hasta el final. Ese algo nació de la mano del ser humano, le acompaña siempre, es parte de él, de su existencia. Es fácil reconocerlo porque, a su paso, apenas queda nada. Tiene muchos nombres, pero sólo una sensación cuando aparece. Es una sentimiento que todos reconocemos, que todos tenemos, aunque lo neguemos. Es el odio que permanece siempre con nosotros.

Así comienza el primer plano de una película desgarradora: con la imagen del viento agitando una enorme palmera, en un paisaje bello y sosegado. La cámara se desliza hacia un interior, atravesando una ventana, mientras seguimos observando el movimiento de las ramas mecidas por el aire. Entonces empezamos a escuchar los acordes de “You and whose army?” de Radiohead. La cámara, poco a poco, en un movimiento que parece ir acorde al ritmo de la música, se adentra en una sala donde unos hombres, con botas militares y kalashnikov colgando de sus hombros, escoltan a un grupo de chavales. Hombres y niños tienen rasgos árabes. Los niños hablan entre sí con cierta tranquilidad. Los hombres fuman y observan. En medio de la estancia, uno de los milicianos, de aspecto rudo y tosco, afeita impunemente la cabeza de uno de los niños, mientras los demás esperan su turno. El objetivo de la cámara ahora se acerca lentamente al rostro del crío, a unos ojos que miran de frente, sin apenas parpadear, severos, inquietantes, cargados de odio.

Incendies” es una película basada en un libreto teatral escrito por Wajdi Mouawad, autor canadiense de origen libanés, que causó honda impresión en el director Denis Villeneuve, también procedente del país de la hoja de arce. Tras ver la obra, este hombre que no es árabe, que nunca ha estado en una guerra, que no ha sufrido las consecuencias de la violencia en sus carnes, se propuso a sí mismo, como cineasta, y quizás también como ser humano, que algún día mostraría en primer plano hasta donde puede conducir la espiral del odio. Da igual que el paisaje sea de un país de Oriente Próximo al que nunca cita (aunque todos intuimos que es el Líbano de los años setenta); podría estar mostrando la Yugoslavia de los noventa, la España de los años treinta, la Irlanda de los ochenta, o el Afganistán actual. El paisaje es lo de menos, de lo que se habla es del abono para la ira visceral, la justificación para que cualquier afrenta conduzca a una represalia que será, a su vez, otra afrenta para el del enfrente que, a su vez, dará contestación debida, y así en una espiral imparable.

Dos hermanos mellizos reciben un encargo terrible de parte de su madre muerta. Es un mandado hecho por una mujer que, al final de sus días, todavía refleja en sus ojos las distintas caras del horror. El encargo es buscar a un hermano y a un padre perdidos en un país lejano. Si cumplen con esta última voluntad, evitarán que sea enterrada boca abajo, de espaldas al mundo, sin una lápida que identifique su nombre. Todo ello como una forma voluntaria de expiar sus pecados, hasta que sus hijos la rediman. Y éste es el comienzo de un viaje en el tiempo a un país al que la violencia, la guerra y la ira rompieron en mil pedazos. A un lugar que podría ser cualquiera en el que una vergüenza familiar se convierte en una afrenta de sangre. Y una afrenta de sangre en el abandono maternal que, con los años, y el azaroso destino como juez burlón, convertirá al inocente en verdugo despiadado.

No es una película fácil, no sales con una sonrisa, sino más bien arrastrando los pies, pensando en ella. No hay blancos ni negros, sino una terrible gama de grises. El final es una hostia en la cara bien fuerte, así, con todas las palabras. Te agita la conciencia, te remueve las entrañas, te deja en el asiento, te hace mirar al abismo. Es una historia de imágenes poderosas, magnéticas y violentas. Es una película de tiempos contenidos y elipsis prodigiosas, con los mejores flashbacks desde los tiempos de aquel otro magistral retrato del paisaje de la guerra llamado “El paciente inglés”.

Y a lo largo de esta historia que, curiosamente, habla de incendios y humos negros, lo que tiene una presencia constante es el viento, el sonido del aire que no consigue llevarse ese mal que azota al ser humano desde tiempos inmemoriales, aquellos en los que siendo un simple mono disputó una charca a otro mono. Y todo aquello trajo como consecuencia la primera afrenta de muchas. Y desde entonces ya tuvimos la certeza de que el odio permanecerá... siempre.


miércoles, 9 de febrero de 2011

¿Quién se acordará de nosotros cuando hayamos muerto?

Siempre le veía venir con una gorra de béisbol que le cubría grotescamente las orejas, resbalándole hasta las cejas, abrigado por su inseparable plumas, abrochado hasta el cuello, aunque hiciese calor o estuviésemos en primavera. Reconocías su delgadez al verle regresar a casa, con sus gafas de empollón de otra época, su deambular tranquilo, a pasitos cortos, como si no tuviese prisa en llegar a ningún sitio, incluso a su propia muerte. Pasaba desapercibido para todos, como si eso hubiese sido lo habitual en su anónima vida como persona, como vecino, como profesor. La última vez que le vi, apenas mes y medio, le pregunté, incómodo y forzado, por su salud. Él era optimista, un trasplante de médula parecía la solución a ese puñetero cáncer que le diagnosticaron años atrás y al que había combatido con quimioterapia y radioterapia.

Supongo que a ustedes esto que les cuento le sonará a chino, entre otras cosas porque no conocen de nada al tipo. Y supongo que se la pelará, entre otras cosas porque es lo mismo que cuando alguien te cuenta que ha muerto un conocido, pero que tú no sabes de su existencia. La muerte es algo demasiado probable como para mentarla, o merodearla, conscientes como somos que, más tarde o más temprano, la inmortal Parca (aunque parezca un chiste el juego de palabras) llamará a la puerta sin avisar de su visita.

Ésta no deja de ser la crónica de una muerte anunciada de un hombre al que el ínclito azar decidió tocar con la siniestra mano de la enfermedad. Supongo que son muchas las muertes de este tipo que se producen a diario, aquí y allá, que nos tocan profundamente si son familiares, amigos, amores, o personas conocidas a las que reconocemos o admiramos por algo que han hecho, dicho o protagonizado. Sin embargo, y como es lógico, pasan desapercibidas si las protagonizan seres anónimos. Así que narrar la historia de un anónimo difunto que luchó agónicamente hasta el final, y que tuvo la esperanza de superar a la perra bicha, no deja de ser una historia más que pasa cada día.

Pero quizás por ello debo contarla, sobre todo porque el tipo en cuestión era un vecino con el que me cruzaba, amigo de la familia, pero con el que había tenido trato de vez en cuando. Y, sin embargo, era él quien se acercaba afable a mí, como si en el fondo fuésemos amigos de verdad, o como si lo fuéramos de toda la vida. Siempre me preguntaba por mis historias, mis rodajes, mi mundo que tanto le llamaba la atención, como si yo fuera un Alien llegado de una galaxia lejana. Me insistía en que un día me invitaría a una cerveza y que, a cambio, le contaría mis absurdas y estúpidas tribulaciones por la vida contando historias. Y siempre le decía que sí, como quien le da la razón a un niño, o a un tonto. Le esquivaba con un “a ver si tengo algo de tiempo”, aunque lo tuviese; o un “a ver si encuentro un hueco”, aunque lo encontrase; sabedor, como era, que no iba a ocupar ni cinco minutos de mi vida contándole mis logros creativos, si es que se les puede llamar de alguna manera.

Por fin, un día, por casualidad, me topé con él en el bar de abajo, portando su gorra que le hacía parecer un yonqui aferrado a la metadona, con la que ocultaba su cabeza horadada por la química. Me acababa de despertar y sólo quería tomar un café a solas, pensando en mis problemas, escrutando mis sueños absurdos. Ésta vez no pude evitarle. Me tropecé con él en la barra, aunque ni siquiera me percaté de su anónima figura cuando entré en el bar. Y entonces, por fin, ya a la fuerza, pude escuchar su historia, que siempre pensé sería anodina, convencional y rutinaria. Y así lo era, o así me la contó, pero también me ilustró con su ilusión y optimismo hacia el futuro, su ansia por retirarse de la docencia, su anhelo por descansar de niños vociferantes. Fue su profesión e, imagino, su ilusión durante mucho tiempo, pero nunca le llenó, entre otras cosas porque no siempre es cinematográfica la relación entre el maestro y esas pequeñas bestias que somos cuando las hormonas palpitan y las neuronas apenas hacen acto de presencia. Él siempre lo pasó mal, pese a sus esfuerzos, y veía su enfermedad como una salida, como una forma de ver crecer a su hija, la que tuvo con una mujer de color a la que conoció por casualidad y que cuidaba ancianos, entre ellos a su propia madre, como otros muchos inmigrantes hacen, mientras nos ocupamos de nuestras estresadas vidas.

Y entonces le entendí y le comprendí. Escuché a ese ser anodino, anónimo, ese vecino pesado que insistía en tomar una caña conmigo para contarme su cotidiana y rutinaria vida. Imagino que bastó un café para darme cuenta de lo mezquina que resulta mi estupidez, mi falta de atención, mi forma de etiquetar al mundo. No creo en nada, ni en el más allá, pero quizás algún día lo pague y seguramente lo merezca.

La última vez que le vi, le animé de manera forzada, le dije que le pagaría esa cerveza una vez saliera del hospital. Nunca lo pude hacer. Ya hace semanas que las noticias no eran halagüeñas. No tuve cojones de ir a verle en sus últimos días, en su agonía final, con esa excusa de que realmente no era alguien tan conocido ni tan cercano. No era más que el vecino que insistía en que le contase mi vida como contador de historias, mientras nos tomábamos una cerveza. Quizás mis remordimientos me superaban, o quizás quería recordarle así: con su gorra calada hasta las orejas, su plumas, su optimismo ante el futuro.

Se llamaba Rafa. Supongo que eso a ustedes se las traerá al pairo. Y en parte es lógico. Era docente, como otros muchos docentes. Estaba enfermo, como otros muchos enfermos. Era más o menos joven, como otra gente joven que nos deja de manera prematura. Tenía una hija pequeña, una mujer que vino del Nuevo Mundo a buscarse la vida, una anciana madre que apenas se sostiene en pie, unos hermanos, unos compañeros que le recordarán, a pesar de su anonimato, su discreción, su anodina existencia. Pero si hay que ser justo, ésta no es más que la historia de un héroe anónimo, de los muchos que hay, de los que tanto me gusta escribir y que yo nunca seré. El tipo que intentó enseñar, aunque no le hicieran ni puto caso; el que ayudó a su madre, a pesar de ya estar enfermo; el que se casó en su agonía con su compañera, a la que garantizó una pensión y un futuro. Encima me invitó a un desayuno. Yo le debo una cerveza, pero como no puedo pagarla de vuelta, sólo se me ocurre recordarle en mi memoria.



(Les dejo con el inmortal Morricone... In memoriam)

domingo, 30 de enero de 2011

Hombres libres

(El pastor verdadero nunca abandona al rebaño cuando viene el lobo)

Me crié junto a ellos durante muchos años. Eran tipos con sotana y tendencia a soltar la mano. Era tímido y callado, pese a ello me reventaron la cara alguna que otra vez sin saber muy bien por qué. Me llevé más en el patio, donde los lobos abundaban. Si a eso le unes una familia católica, apostólica y de extremas derechas, la consecuencia no puede ser otra: una especie de retortijón interior que me obliga a levantar la voz cuando me encuentro en un lugar donde abunda el monólogo mental, ideológico o religioso. Una sensación de gritar y buscar bronca allá donde todos asienten inmaculados. Un ateísmo y descreimiento por casi todo y en casi todos. Sí, qué le vamos a hacer, pero bueno, no hay marcha atrás, no me voy a hacer cura a estas alturas del partido, ni me voy a convertir en Emilio Aragón y hacer humor blanco e inmaculado, ni voy a hacer la pelota ni restregar espaldas para que alguien me ayude o esté junto a mí. Supongo que debo vivir con ello y sus consecuencias. Es lo que hay.

Pese a todo, siempre había algún que otro ensotanado al que hubiese salvado de una imaginaria revolución sangrienta. Siempre había algún tipo que era consciente de la importancia de su labor pedagógica con edades donde se forman los futuros caracteres de las personas. Tipos que no miraban la chequera de papá y que podían llegar a entender que no todos salen igual ni todos pueden ser iguales. Que si algún chaval salía conflictivo no era solución machacarle todavía más. Que no todos tenían familias ejemplares y estables. Eran muy pocos, lamentablemente, y no solían tener fuerza. Lo normal era hundir en la miseria a todo aquel que se saltase el paso, o no marcase la línea señalada como lo que “debe ser la vida”, que dicen algunos.

Todo eso pasaba por mi mente cuando me senté a ver la película francesa “De dioses y hombres” de Xavier Beauois, una de las pelis más laureadas del año, aunque también de las más vilipendiadas por algunos de los guays de siempre, acusándola de católica, apostólica y romana. El otro motivo para ir a verla era la presencia de un actor que es una especia de leyenda andante y que, ahora en su senectud, sigue dando recitales de interpretación. Uno de esos secundarios que han hecho del cine un motivo de salvación. Se llama Michael Lonsdale, ha trabajado con los más grandes de su país (Truffaut, Malle, Annaud) y de fuera de su país (Spielberg, Zinnemann). Ha protagonizado el mejor cine en francés e inglés del último medio siglo pasado y principios de éste (incluso fue villano en “Moonraker”, una peli de James Bond, lo que ya me hizo rendirme a sus pies).

Para los que no lo sepan, la historia cuenta el desgarrador drama de ocho monjes cistercienses en la Argelia de 1996, es decir, en aquel tiempo en el que los lobos, ya fuesen barbudos iluminados o uniformados del ejército gubernamental, arrasaban a sangre y fuego unos de los países más grandes y despoblados del mundo.

Estos monjes basan su vida monástica en la Biblia, según la Regla de San Benito (siglo VII), por la cual optan la mayor parte del tiempo por el silencio, no practican el proselitismo ni tratan de evangelizar, oran siete veces al día, viven de lo que les da la tierra, albergan al prójimo y comparten lo que tienen con él, en especial si es pobre y extranjero. Fomentan las relaciones con los vecinos, sobre todo durante periodos de inseguridad y restricción. Y eso es precisamente lo que esos monjes, que fueron reales, practicaron en tiempos oscuros, en una tierra extraña para ellos, donde convivieron con musulmanes y ayudaron, incluso, al lobo que les amenazaba con morderles el cuello.

La película, de ritmo lento y parsimonioso, acorde a la meditación y oración que rige la vida de estos tipos, sin embargo, tiene momentos de verdadera emoción. Nos cuenta la duda existencial que atormenta las conciencias de unos hombres de paz que, como haríamos todos, quieren conservar el pellejo, estando acosados por unos y otros, sabedores de que les quedan dos telediarios como se queden allí. Cualquiera de nosotros, seres de consumo racionales, hubiésemos tomado las de Villadiego. Al parecer eso mismo pensó toda la sociedad francesa tras enterarse de lo que allí ocurrió. Nadie entendió la decisión de estos anacrónicos seres a los que no les invade la codicia ni el consumo. Nadie comprendió que, pese a los avisos y advertencias, pese a las sugerencias de los gobiernos francés y argelino, no abandonasen el barco.

Hay un momento sublime de la película (uno de ellos) en el que uno de los monjes, durante una de las reuniones que tienen para tomar una decisión que ha de ser conjunta sobre si marchar o no (nada de que cada uno decida lo que quiera), sabedores como son de que el pueblo junto al monasterio depende de ellos, de su consulta médica, de su huerto; como decía, en una de esas reuniones, uno de ellos dice una frase que puede resultar absurda y kamikaze, pero que no deja de ser honesta, épica y clarividente: “el pastor verdadero nunca abandona al rebaño cuando viene el lobo”. Pero no crean que la película trata de magnificar esa decisión suicida que tomaron estos ocho monjes en medio de la tempestad; al contrario, la narración nos cuenta las terribles dudas existenciales que acucian la conciencia de estos hombres humildes, la necesidad que tienen todos ellos de vivir, aunque hayan elegido una vida de retiro, silencio y meditación. La escena de la cena, con los monjes riendo y recordando sus vidas en silencio, conocedores de su destino, con la música de “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky de fondo, pone un nudo en la garganta, por muy machote que uno sea, incluso estando atufado de calor como estaba yo en esos infames cines con nombre de insigne compositor de ópera.

Pero si hay una escena con la que me tengo que quedar, ésa es la que protagoniza, cómo no, mi venerado Michael Lonsdale. Es un diálogo en el que Luc, el cura anciano y asmático que a su vez es médico, expone a Christian (Lambert Wilson), el prior, su intención de quedarse en el monasterio. Y entre otras cosas le confiesa resignado que a esas alturas de su vida (él que tuvo que lidiar con el mismísimo diablo, es decir, los nazis), no teme a terroristas y ejércitos, ya poco le pueden hacer, entre otras cosas porque se siente un hombre libre y, por tanto, ni la muerte ya le asusta.

En fin, ya saben, como dice el hombre sabio: esto es como todo y para gustos los colores. Pueden quedarse en sus casas con el culo acomodado bajando películas y viendo televisión para gilipollas, o bien pueden levantarse y hacer muchas otras cosas, entre ellas ver esta magnífica, dura y emotiva película que les permitirá sentirse, aunque sea durante un rato, hombres libres.


domingo, 2 de enero de 2011

La infancia recuperada

De niño sufrió el divorcio de sus padres, lo que le obligó a crear un amigo imaginario para poder superar el trauma de una separación que, como en otros casos parecidos, es incapaz de ser asimilada por mentes que todavía no se han abierto a un mundo en el que nadie avisa de su complejidad. Eso le dejó marcado para el resto de su vida, así que emuló al excéntrico James Stewart en la genial “Mi amigo Harvey”, y creó para sí mismo un ser imaginario (no un conejo de dos metros como Harvey) que le permitió de alguna manera sobrellevar una infancia solitaria. Lo que no sabía ese niño es que su amigo imaginario, años después, se convertiría en realidad en forma de celuloide, y que esa realidad conmovería para siempre a millones de personas a través del planeta, pasando de generación en generación, como si fuera el legado de un mesías. Como otros muchos genios a lo largo de la Historia, se vio abocado a rememorar aquellos tiempos que tanto le marcaron y que, de alguna forma, le convirtió en una de esas mentes superiores incapaces de convertirse en adultos, pero capaces de cambiar el mundo. De alguna forma, esos personajes únicos se ven obligados a recuperar su infancia de manera eterna, mientras el resto navega por la vida olvidando a los niños que una vez fueron.

Tras los fastos de la despedida de año, recorriendo una ciudad ebria que se balanceaba camino de casa, observaba las distintas formas que tenemos para celebrar que seguimos un año más entre los vivos. Unos iban cantando agarrados como si fueran viejos camaradas, otros iban dando patadas a las persianas de las tiendas, intentando mostrar, estupidez aparte, un lado rebelde que sólo sale cuando van hasta las cejas. Mientras veía a la gente salir de las distintas fiestas que pueblan la ciudad, reflexionaba sobre los propósitos de enmienda que todo el mundo se plantea por el mero hecho de escuchar unas campanadas a media noche de un día determinado; o bien sobre las buenas intenciones futuras tras la ingesta de doce uvas que nos harán ver la luz sobre las cosas de la vida que no nos gustan y que deseamos cambiar. Pensamos que todo va a ser distinto, que vamos a ser mejores, que encontraremos trabajo, que adelgazaremos milagrosamente ocho o nueve kilos, que se curarán vicios que arrastramos desde siempre, que seremos mejores personas y que nunca más nos dejaremos llevar por la ira, la envidia, el egoísmo, la arrogancia y la vanidad.

Y pensaba que cualquier otro día del año sería el adecuado para llevar a cabo esos propósitos, aunque ya se sabe eso de que nadie cambia, sólo nos volvemos más viejos, más lentos y más cansados. Reflexionaba todo eso mientras regresaba a casa en un autobús que recorría la ciudad de una punta a otra. Resguardado por mi música, en una esquina de la última fila, mirando por la ventana los rostros de la gente que a esas horas poblaban la urbe. Y me fijé en una chica morena, joven, bella, con ojos vidriosos y tristes que, seguramente, tendría una explicación en algún tema sentimental; o en la cabeza gacha de aquel hombre con las manos en los bolsillos, solitario, con la mirada perdida en el suelo, absorto en su mundo, pensando en que quizás no hay futuro, o que quizás sí; o el del peculiar travesti chino que se sentaba a mi lado, con la mirada traviesa, burlando las miradas de todas y todas, como si el futuro para él/ella fuese siempre el mismo, el de la incomprensión y la burla por una postura vital.

El cielo se puso azul con una luna en cuarto menguante espectacular que hacía tiempo no vivía. Por una vez no me tropecé con alguna reyerta camino de casa, tan propia de mi barrio y de esa noche, si bien la sangre del suelo que había junto a mi portal indicaba que faltó poco para presenciar un suceso chungo. Llegué a mi casa casi de día y apenas pude conciliar unos pocas horas de sueño. Comí un poco e hice algo que llevo tanto tiempo sin hacer, pero que de alguna manera me hizo recordar navidades de infancias perdidas: encendí el televisor. Con las cadenas que tenemos y, sobre todo, con los mercaderes que las manejan, uno no puede esperar encontrar rastro alguno de épocas pasadas que, guste o no, en algunas cosas eran mejores. Sorpresivamente me encontré con que uno de los canales, ése que ahora ha sido adquirido por la infame cadena amiga, había programado dos obras maestras imperecederas que una vez pergeñó la mente de un hombre que nunca ha dejado de ser un niño.

La he visto millones de veces, aunque no la pude ver en cine en su día cuando se estrenó y yo era un niño. Es la historia de un extraterrestre cabezón, feo y perdido que sólo desea regresar a su casa. Pero también es la historia de una amistad con un niño solitario e incomprendido por la madre y el resto de críos y hermanos. Nadie me llevó a verla porque no era algo que se barajase demasiado en mi familia, eso de ir al cine, quizás por eso no podía ser de otra forma que las veinticuatro imágenes por segundo pueblen mi mundo y mi subconsciente. Ya más adulto pude verla en vídeo, en aquel formato de tres letras que con el tiempo se gasta por el paso de los cabezales sobre la cinta. Ya la habían puesto otras navidades, pero yo era más joven, y puede que más optimista ante las cosas de la existencia vital. Y me sorprendí enganchado a ella, a pesar de las interrupciones publicitarias. Eso sí, cambié el idioma de proyección, ya que me resulta imposible escuchar la superchería del doblaje, aunque me haya criado con él.

Todavía a día de hoy hay gente que le niega el pan y la sal a este niño barbudo con gafas y gorra de beisbol que ha regalado al mundo una decena de obras maestras. No sólo ha hecho feliz a varias generaciones con películas para todos los públicos, sino que también ha narrado como nadie el lado oscuro del ser humano. Sólo él pudo mostrarnos lo que se siente en una ducha antes de que te vayan a gasear por tu origen religioso, en aquel infame lugar cuyo lema en la puerta de entrada era “el trabajo os hará libres”; sólo él podía mostrar el final de la inocencia de un niño en un campo concentración y mostrar el apocalipsis atómico; sólo él podía mostrar la infamia de la esclavitud y la dignidad del hombre; sólo el podría mostrar en primer plano el horror antes de entrar en combate y la carnicería humana en una playa donde hombres hechos y derechos llamaban a sus madres con las tripas fuera; sólo él podría contar las pesadillas que pueblan las mentes de carniceros a los que han encargado vengar al pueblo que decían era el elegido, su propio pueblo, por otra parte.

No hace mucho, en un curso del paro al que asisto desde hace unos meses, y que me hace poner los pies en la tierra para aprender cualquier cosa que me saque del arroyo, si al final no consigo ganarme la vida gracias al cine, tuve que aguantar a un tipo que decía llamarse profesor y que nos iba a hablar de cine documental. Por lo pronto, lo infame fue descubrir que el personaje, de origen cubano, se había preparado la clase memorizando unas citas de autores profundos, para hacernos ver lo retórico e intelectual de su existencia. Todo muy bonito, pero sin noticias de cómo estructurar y contar una historia, de explicar qué es un total o un plano recurso, de cómo hacer una escaleta o el sentido de la narración en off, y las distintas formas de lenguaje documental que hay.

El genio cubano se dedicó a hablarnos de sus gustos, obviamente todos antiguos, como si todo lo que tenga un sabor moderno fuera una hez inmunda, como si estuviera ante un tertuliano de Garci. Sólo existen autores europeos, soviéticos u orientales, según él. Independientemente de gustos, que indudablemente son respetables, no pudo faltar la cansina coletilla que tardaba en llegar: “Ah, y que les quede claro, yo detesto el cine comercial y Spielberg es una mierda”. Los presentes en la clase, los que quedaban porque el pavo había largado a la mitad ante lo absurdo y espeso de su sistema pedagógico, se callaron, básicamente porque a todos lo del cine les daba igual y bastante hacían con aguantar el truño de clase que estaba soltando el pariente lejano de Cabrera Infante. Por desgracia para él, en la misma aula había un tipo con gafas de aspecto tranquilo, pero espíritu de bronca tabernaria.

En mi subconsciente se paseaba una imagen mía amartillando la cara del individuo sin piedad, esperando la expulsión de la escuela super guay a la que asisto. Fue sólo mi subconsciente oscuro, pero obviamente no me iba a callar ante algo así. En cuanto escuchó eso de que estaba ahí para dar clase y que a lo mejor la única mierda eran sus gustos, la cara le cambió y empezó a justificarse y mirar su chuleta donde tenía cuatro garabatos con los que cubrir el expediente y luego cobrar. Por suerte, el individuo sólo dio clase un solo día de cinco horas. Enseguida regresó el honrado titular, competente y serio, que siguió explicando los intríngulis de la gestión de bases de datos, alejada de Tarkowsky y Vertov, pero que puede que nos dé de comer un día.

Terminé de ver la película, resacoso y cansado, pero igual de conmovido de cuando la vi siendo un imberbe que soñaba con contar historias. Revisitar esa escena de ranas huyendo de la muerte y un niño borracho besando a una chica mayor que él, sigue siendo un ejemplo de imaginación, poesía y puesta en escena.

Un gordo inglés, un judío autriaco ácido e irónico (que huyó de su país para contarnos, entre otras muchas, la inmortal historia de un oficinista trepa que descubre la dignidad) y el eterno niño barbudo que no desea crecer, como si fueran en un avión y yo fuera a contar un chiste, representan quienes me hicieron tomar una decisión peligrosa e inconsciente en mi vida. En especial gracias a éste último debo la vida que tengo, para bien o para mal; a él, y a unos pocos más, les debo mi manera de ver la vida y de moverme por el mundo. Sus películas fueron el amigo imaginario que me han acompañado mientras mascaba mi soledad, y que todavía a día de hoy lo siguen haciendo. Cada vez que leo su nombre en un proyecto, sé que, me guste más o menos, no me lo puedo perder. Cada vez que escucho los acordes de la música creada por otro genio universal, y que siempre acompañan sus películas, quien está contemplándolas es un niño con gafas, asmático, miedoso y tímido que, de alguna manera, sueña con historias imposibles.

Feliz año.