domingo, 19 de octubre de 2008

La rosa de los vientos

(Hace un año por estas fechas escribí un texto con motivo de la repentina muerte de Juan Antonio Cebrián, el conductor de ese fascinante programa llamado "La rosa de los vientos", que se emite en las madrugadas de los sábados y domingos en Onda Cero. Creo que era necesario que estuviese aquí porque, en parte, gracias a él puse en marcha estas 101historias. Espero les mole)

Interrumpimos la emisión.

Para el que no lo sepa, La Rosa de los Vientos es un círculo que tiene marcados alrededor los rumbos en los que se divide la circunferencia del horizonte. Su sola observación invita a viajar, o soñar con viajar, hacia ese horizonte, siguiendo la estela de aventureros pasados.

El sábado regresé a casa algo cansado tras una noche previa algo turbulenta, y tras tres semanas de no parar ni un minuto, así que mi única intención era tumbarme en la cama, pillar un libraco, encender el trasto de radio que heredé de mi anciana madre, y esperar para agarrar desprevenido a mi viejo amigo el sueño. Entonces dieron una noticia que me sobresaltó, me impresionó, me dejó mal cuerpo hasta el día de hoy.

La radio es y será, aparte de muchas cosas, un recurso para los insomnes de mi calaña, gente rarita que se tumba en la cama y no consigue cerrar un ojo; los libros, los cómics, las pelis, pero muy en especial la radio, son el sostén que evitan sentirte el tipo más solitario del mundo cuando el resto duerme a pierna suelta. A veces es simplemente una melodía, o un run run de fondo, que te hace coger el compás del sueño, pero otras veces, demasiadas seguramente, llega a hacerte olvidar ese padecimiento y se convierte en disfrute, por la simple magia que sale del milagroso transistor. La radio, en especial la radio nocturna, se inventó para hablar bajito, acurrucarse en la cama, soñar despierto. Siempre detesté la radio vespertina, acompañada de desgracias, malas noticias y crispación, mientras en la noche uno podía imaginar: un pequeño estudio lleno de humo, un locutor con una lámpara, un guión, un micro, la magia de su voz mientras, afuera, el invierno y el frío acechan las calles solitarias. Si no fuese por el cine, mi mundo sería la radio nocturna.

He escuchado todo tipo de programas nocturnos, de todo tipo de cadenas, desde las comerciales hasta las piratas, de los deportivos hasta los de confidencias, de los concursos hasta los de terror. Hace unos años, un buen amigo que se perdió por amor en un país lejano y exótico, me hablaba con pasión de “Los pasajes de la historia”, unos relatos radiofónicos que narraban distintas épocas de la Historia, o de personajes que la poblaron. Este amigo se los bajaba de Internet (un avanzado) y los llevaba camino del trabajo, mientras otros iban al compás del mejor ritmo. No era un amigo que necesitase más cultura, porque siempre la tuvo, pero la voz del hombre que contaba esas historias, y la forma como lo hacía, le tenían subyugado. Ese hombre se llamaba Juan Antonio Cebrián, tenía un programa nocturno que se llama “La Rosa de los Vientos”, donde se habla de muchos y variados temas, entre ellos esos pasajes de la historia. Con semejante presentación, una rapaz nocturna como yo buscó con afán por el dial hasta que una noche, por fin, lo encontré, en la frecuencia de Onda Cero; entonces me convertí en esposo fiel.

Los pasajes eran pequeñas historias contadas por este tipo de voz serena, cálida y cercana, que con una melodía de acompañamiento y algún efecto de sonido, te hacía encontrarte en el Paso de las Termopilas luchando junto a Leónidas y sus 300 a la sombra de las flechas persas; o yéndote de putas, bebiendo y pintando junto a Toulouse Lautrec en el París Bohemio de mitad del XIX; o acompañando en su último delirio a Poe, acechado por los fantasmas a los que sólo él supo poner verso; o volar con el Barón Rojo, o conquistar junto al gran Alejandro, o navegar con el cruel Barba Azul, o aguantar junto a William Wallace la embestida inglesa, o componer con Janis Joplin, ya muerta de tristeza, o descubrir las Montañas de la Luna, o sufrir el Holocausto... Todas esas historias acudían a tu cama, no tenías que salir de ella, sólo imaginar que estabas a tiempo de embarcarte en el barco donde el timonel era la voz de Juan Antonio Cebrián, porque, como él mismo decía, de noche no se oye la radio, se escucha.

Los domingos a la una comenzaba esa música de cabecera, que no era otra que la de la película “El inglés que subió a la colina”, para anunciar varias horas del mejor entretenimiento, la mejor cultura. No había nada mejor para comenzar la jodida semana que la tertulia de las 4C, donde Juan Antonio Cebrián, Jesús Callejo, Bruno Cardeñosa y Carlos Canales debatían apasionadamente sobre conspiraciones, ovnis, inventos científicos, cambio climático, misterios, o lo que se terciara. Luego venía el mencionado pasaje de la historia, para después dar paso al cine, donde José Antonio Escribano daba un repaso a los últimos estrenos; allí él y Cebrián adoraban a Kaurismaki y sus rarezas, o la última de Michael Mann. También había tiempo para los cómics (los sábados por la noche), donde Raúl Shogún, al que hace pocos días reconocí en una tienda de cómics por su voz, le contaba las últimas novedades a este hombre que no podía ver, de hecho, a pesar de esa limitación, parecía una especie de superhéroe capaz de conocer al detalle todo sobre Spiderman, Batman o Hulk, o bien la línea clara de Tintín, o las genialidades de Alan Moore o Frank Miller. Al final de la noche, cuando ya el sueño te daba igual, quedaba tiempo para la música donde repasaba del rock más alternativo a la rareza más peculiar: de Héroes del Silencio, Cranberries o Radiohead a alguna locura de baile hortera, pero sobre todo y por encima de todo, ensalzaba la música épica e intimista, propia del mejor cine, donde Lisa Gerard y su voz acompañaban al general romano que acariciaba el trigo recordando su casa antes de la batalla, cuyo lema era la frase favorita de Cebrián: ¡Fuerza y honor! Ése era el programa “La Rosa de los Vientos”, la que nos guió a muchos en las noches en blanco.

Cuando el pasado sábado dijeron por la radio que Juan Antonio Cebrián había muerto de un infarto, primero pensé que era una broma, porque este tipo de personajes nunca se pueden (deben) morir, a ellos no les puede pasar eso, ellos deberían estar siempre ahí, pero parece ser que no es verdad, todo es mentira, o todos mienten, que diría House. Y sientes que somos demasiado frágiles, sientes que no somos ná, que diría aquél, sientes que la Parca, cruel y caprichosa, no tiene reparos, ni escrúpulos, ni conciencia, ni agenda. Ya lo decía William Munny, el ex asesino de niños y mujeres, que sobrevivía criando cerdos en la eterna “Sin perdón”: “Cuando matas a un hombre le quitas todo lo que tiene y todo lo que podía a tener”. A Juan Antonio Cebrián, con tan sólo 41 años, le han quitado un hijo pequeño, una mujer, 17 libros escritos, miles de oyentes y, por lo que dicen de él, múltiples amigos. A nosotros, a los noctámbulos, a los del otro lado, nos han quitado la mejor voz de la radio, pero sobre todo, nos han quitado todos los pasajes de la historia que nos quedaban por descubrir, aquellos con los que ya no podremos navegar de noche. A partir de hoy mis insomnios serán más tristes.

Devolvemos la emisión.

Espartaco Vs. Craso


(Aquí les dejo dos de sus inmortales pasajes, dos grandes historias: Espartaco y Ana Frank. Disfruten de este señor único)

miércoles, 8 de octubre de 2008

El hombre tranquilo

Se llama Antonio y es el hombre tranquilo. Los que no le conocen les sonará a chino. Normal, no es ningún personaje de película, tampoco es un héroe, ni un escritor, ni un músico, ni un actor conocido. Es simplemente un hombre corriente, pero él tenía que estar en estas 101 historias, porque él es una historia, mejor que ninguna otra.

Le conozco desde hace miles de años, y desde ese mismo tiempo le admiro, y cualquiera de ustedes lo harían si le conocieran. ¿Y por qué? Fácil, por su forma sosegada, calma y justa de ver la vida, lo contrario de lo que representa mi absurdo ser, tendente al calentón, a la ira, a la gresca, a la pelea. A lo mejor él admira de mí precisamente eso, pero lo dudo, es demasiado juicioso.

Todas mis historias, o las que me salen, o las que quiero que me salgan, siempre tienen un personaje así: discreto, abstraído, cuyos silencios hablan y cuyas miradas callan, que abre la boca para decir lo justo, lo correcto, lo necesario, lo que todos estaban esperando que alguien diga. Un héroe callado en un mundo lleno de gritos. Si volviésemos al tiempo de los griegos, sería un hombre sabio. Si volviésemos a cualquier tiempo, sería un hombre justo.

Con él he viajado bastante, con él he visto amaneceres en lugares remotos, con él bebido mucho, con él he hablado de amores y desamores, con él me he desahogado, con él he sido sincero, y con él siempre obtuve la misma respuesta sensata, la misma paciencia para escuchar, esa virtud propia del carácter de un hombre templado.

Él siempre estuvo allí, pasaran los años, los amigos, los lugares, las tormentas en el desierto. Sus eternas gafas de metal, sus eternos náuticos, sus eternas camisas de cuadros y su eterno aspecto despistado, nunca necesitaron ni de la moda ni de las tendencias para conquistar, su tranquilidad y sensatez bastaban para seducir.

Para que puedan poner una imagen, o que se hagan una idea de cómo representarle, él sería Atticus Finch (Gregory Peck) diciendo a sus hijos que no se puede matar a un ruiseñor, porque eso es lo mismo que matar a la inocencia; él sería Graco (Charles Laughton), el sabio senador romano que elige con calma un cuchillo con el que acabar su justa vida, antes de caer en manos de los iluminados de siempre, en “Espartaco”; él sería el juez Dan Haywood (Spencer Tracy) intentando comprender en Nuremberg por qué el hombre es un lobo para el hombre, en “Vencedores y Vencidos”; él sería Eddie “Scrap Iron” Dupris (Morgan Freeman), golpeando con una sola mano al chuloputas que abusa de un pobre idiota en “Million Dólar Baby”; pero sobre todo, él siempre será Sean Thorton (John Wayne), el hombre sereno y pacífico que regresa a Innisfree.

Cuando las cosas se joden, cuando sólo vale el ¡sálvese quien pueda!, cuando ruge la jauría, cuanto todos huyen, cuando muchos gritan, cuando nadie escucha, cuando vienen mal dadas, cuando se acerca el abismo, cuando no hay nada más por decir, cuando la violencia asoma, cuando apenas queda sensatez, ahí está el hombre tranquilo.


En estos momentos difíciles y duros para el hombre tranquilo, sirva de homenaje la nana que Javier Navarrete compuso para la BSO de la oscura y luminosa “El laberinto del Fauno”, que encaja con su forma de ser.

sábado, 4 de octubre de 2008

Yo soy Kong

“Y entonces la bestia miró el rostro de la bella. Y detuvo su mano asesina. Y desde ese día, estuvo destinado a morir”.
(Proverbio árabe)

Yo era un rey en mi mundo hasta que la conocí a ella. Vivía en una isla perdida rodeado de criaturas olvidadas que me temían. Vivía tras un muro que los habitantes de la isla construyeron huyendo de mi ira. Y bien que hicieron al construirlo esos innobles cobardes que cada cierto tiempo me ofrecían a alguien de los suyos en sacrificio. Me temían porque vivía sin ataduras y sin normas, me temían porque era libre de elegir cómo vivir y cómo morir.

Yo era un rey en mi mundo hasta que un día un barco de un país lejano atracó en la bahía, y ése fue el principio del fin. Acudí al sonido de los tambores y extendí mi poderoso brazo buscando la presa, cuando entonces me encontré con ella, con su pelo rubio, con su piel pálida, con su hermosa mirada, y enseguida mi corazón se estremeció. Entonces empezó una persecución temeraria por toda la isla. Me intentaron atrapar, pero acabé con casi todos ellos, sino lo hizo la isla antes.

La llevé conmigo a mi guarida, soñando que la convencería, que se quedaría para siempre, que nunca más estaría solo, pero su mirada era de terror y me rechazaba. Fue entonces cuando huyó de mí y se encontró con dos dinosaurios feroces que decidieron probar su carne delicada. Mi ira estalló y me enfrenté a los dos. Les destrocé sus poderosas mandíbulas, les machaqué, les trituré y lamentaron la osadía de hacerle algo a ella, de haberme desafiado. Y fue entonces cuando ella intentó complacerme, pero estaba demasiado agotado, necesitaba curar mis heridas. Y mientras dormía, uno de ellos, uno de los cobardes que había sobrevivido, se acercó sigilosamente a mi guarida, y la arrebató de mis manos.

Les perseguí desesperado por toda la selva, destrocé el muro a puñetazos, me enfrenté de nuevo a ellos que me esperaban con sus cobardes armas, pero caí en la trampa, estúpido de mí. Cuando huían en sus botes, me durmieron con un veneno que tenían preparado, y entonces me llevaron a su mundo y me convirtieron en una atracción de feria.

Allí, delante de miles de personas que me miraban entre asustados y divertidos, comprendí que nunca más volvería a mi isla, pero me daba igual, yo sólo quería estar con ella. Y entonces la volví a ver, volví a ver su pelo dorado, su piel blanquecina, su mirada transparente, y destrocé las cadenas, destrocé su teatro, y conseguí recuperarla para llevarla al lugar más alto del mundo.

Pudimos estar solos nuevamente, y contemplamos juntos un último amanecer, y vimos los confines del mundo, y ella me sonrío por fin, antes de que me atacasen de nuevo, ahora con inventos voladores que me mordían por todo el cuerpo y que fueron mermando mis fuerzas poco a poco. Pude acabar con algunos de ellos, pero apenas podía aguantar, apenas podía sostenerme, ya no podía luchar más. La miré por última vez, observé que se la llevaba el mismo que la arrebató de mis manos, allá en mi guarida. Y entonces caí al vacío para siempre.

Yo era un rey en mi mundo hasta que la conocí a ella. Yo soy Kong.



Ya sé que no es el Kong ni la selva a la que están ustedes habituados, pero es el que tengo más a mano y, además, cuando das una palmada, canta "la Macarena", así que...