viernes, 15 de marzo de 2013

More than this

Hace nueve años, por estas fechas, trabajaba en la tele, ganaba mi dinero, tenía piso, tenía coche, miraba preocupado al futuro y veía mucho cine en los huecos que me dejaba el curro, siendo mi único respiro. Era tan depravado que si una película me gustaba, era capaz de verla varias veces en un mismo mes. Y eso fue lo que me ocurrió con esta pequeña historia de dos personajes solitarios, perdidos en una ciudad de luces sin fin, mitad locura, mitad Blade Runner, donde las palabras se perdían en la traducción y las miradas en los detalles. Creo que tras verla de madrugada, junto a unos pocos más, en los Renoir de Cuatro Caminos, quedé tan fascinado que repetí otras tres veces en el mismo mes, arrastrando a gente para convencerles de lo que se estaban perdiendo. Scarlett, por aquellos tiempos,  estaba más gordita y más bella, se acurrucaba junto al ventanal del hotel con la ciudad futurista a su pies, abandonada por un marido cool, hiperactivo y gilipollas; Murray, por aquellos tiempos, era alguien olvidado por el cine y quizás por eso puso tanta amargura en la mirada, interpretando a alguien cansado de todo: de su esposa, de su carrera, de él mismo.

Llevaba siglos sin verla, ha llovido mucho, ha pasado de todo, pero el otro día hojeando un libro de viajes a ciudades escrito por un joven periodista deportivo (pues sí, hay buenos escritores en ese sector del periodismo), donde hablaba con pasión de lo que le marcó esta historia y cómo siguió su rastro en su estancia profesional en Tokio, me volví a acordar de esta película, que supuso el despegue definitivo de su directora. De hecho, hace nueve años, tras haber visto algo de mundo en viajes lejanos (lo que tenía ganar un dinero), me marqué Tokio como siguiente destino. Pero todo cambió: decisiones personales, cracks inmobiliarios, estafas financieras. Nueve años después, sigo sin pisar Tokio, así que me he acercado al DVD, preocupado por si volvería a tener la misma sensación de cuando la vi en aquellos tiempos. Ahora soy nueve años más viejo, unos agujeros de cinturón más gordo y tengo más kilos de descreimiento a mis espaldas. Ya no trabajo en la tele, no tengo un duro, no tengo piso, no tengo coche, hago lo que "supuestamente" quiero y sigo mirando preocupado al futuro, pero ésta vez sí que hay motivos suficientes, porque todo está más negro que el sobaco de un escarabajo. Sigo siendo un depravado, pero ya no puedo ir a ver la misma película varias veces, bastante hago con ir entresemana aprovechando las ofertas. 

Nueve años después, tras verla en mi portátil que funciona a pilas, he vuelto a tener esa misma sensación de antaño, en aquella madrugada en los cines Renoir de Cuatro Caminos, acompañado de unos pocos. He vuelto a tener la necesidad de perderme en la traducción, en un mar de luces nocturnas, en templos budistas, en hoteles que se elevan al cielo, en el oído de alguien al que susurrar algo, en un karaoke futurista donde cantar borracho More than this.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

El instante

Hubo un tiempo en que los gestos significaban algo.

Hubo un tiempo en que la dignidad no tenía precio.

Hubo un tiempo en que un instante de valor podía salvar a todos.

Ayer murió un señor que permaneció sentado en su sitio cuando empezó a llover una ensalada de tiros a diestro y siniestro. Quién sabe, probablemente era sabedor de que sería el primero al que le darían el paseíllo como forma vengar tiempos pasados en los que le acusaban de hacer exactamente lo mismo con tantos y tantos del bando contrario. Tenía más motivos que nadie para decir eso de “¡tierra trágame!”, pero aun así permaneció sentado en su sitio, mientras la mayoría de sus compañeros de profesión ponían el culo mirando al Cielo, a la Meca, o a Cuenca, según la tendencia o el gusto de cada culo. Puestos a intentar entender el gesto del señor que murió ayer, probablemente barruntó para sus adentros que, ya que iba a pirarse al otro barrio, al menos no lo haría con el culo mirando a Murcia, aunque sólo fuera por el qué dirán amigos, enemigos, o simplemente los que le eligieron para que les representara.

No fue el único que hizo tal gesto. Hubo otros dos señores que hicieron lo mismo. El primero, más joven, de hecho gobernaba, pero casi todos le odiaban. El odio de unos era por su pasado con camisa azul, el odio de los otros era por ser traidor a esa camisa azul. Un lío, ya ven, eso de que te odien todos. El otro señor que permaneció en su sitio, e incluso se levantó, era un anciano que solía vestir de uniforme. Quizás por ello se levantó como un resorte y fue directo a por el tipo bigotudo vestido de verde que acababa de entrar pistola en mano en el lugar en el que la soberanía popular está representada. El valiente bigotudo con ideología de barra, y modales de carajillo mañanero-cuartelero, trató de hacerle por la espalda, y a traición, una llave de jiu-jitsu sacada de un gimnasio cutre de barrio; pero ni con esas maneras macarriles pudo derribar al anciano tenaz y respondón. Hay que saber ser un matón de mierda.

Todos ellos, el señor que murió ayer, y los otros dos, venían de un pasado lejano no tan lejano, de épocas oscuras, de tiempos sobre los que todos opinamos, pero que nunca vivimos y de los que hablamos de oídas, como si dictáramos dogmas de fe. Curiosamente el señor que murió ayer, y el señor mayor al que quisieron aplicar la llave de jiu-jitsu, lucharon uno frente al otro en una guerra lejana y cruel entre hermanos, y de la que hoy en día sólo se habla para recordar que protagoniza muchas de nuestras películas, como si ello fuera algo malo. El Destino, ese bromista aficionado al orujo de hierbas, quiso juntar en la misma sala a esos dos señores mayores que en el pasado fueron enemigos (allí les recluyeron, aislándoles de los compañeros que permanecían con el culo al alza), pero que en ese instante para la eternidad, cada uno con sus ideas, se mantuvieran firmes cuando el país volvía a caer cuesta abajo y sin freno hacia el abismo.

Sé que a muchos esto les suena a historias de viejunos, incluso algunos pensarán que fue una ficción, o incluso una película de VHS gastada por el tiempo. Puede ser, los que entramos en la madurez (o insensata inmadurez tardía) somos así: nos molestan los ruidos, nos molestan las voces, nos molestan los pelos traicioneros que salen en el borde de la oreja, pero especialmente nos molestan los más jóvenes. Eso es porque ya olvidamos la dulce fragancia del primer tercio de la vida, la absurda arrogancia que conlleva no saber lo suficiente, así que en nuestro cinismo contraatacamos con batallitas sobre gestos dignos de tipos duros cuyas crisis fueron guerras, exilios, soledades y miserias.

Y resulta que ahora que las cosas van mal de verdad, tras años en los que nuestra máxima preocupación era elegir el color del sofá Havestromenauer de IKEA, ahora que le vemos las orejas al lobo, tras años de absurda felicidad artificial, ahora que son muchos los que levantan voz por injusticias presentes, resulta que ahora toda la responsabilidad final de nuestras miserias actuales las tienen aquellos a los que les tocó lidiar con la más fea en una época en la que si no se escuchaba el sonido de los sables en los cuarteles, resonaban los ecos norteños de las 9mm parabellum.

No sé si fueron peores o mejores tiempos que los actuales. Creo que fueron peores, básicamente porque había gente que seguía siendo asesinada por pensar de manera diferente, ya fuera de un bando o de otro. En aquellos tiempos yo sólo era un niño preocupado porque sus orejas de Dumbo sobrevivieran cada día en un patio lleno de joputas y ensotanados, pero al que sus mayores encima inquietaban con viejas historias de otros patios, y otras épocas, poblados de joputas aún peores que hicieron correr la sangre por doquier, dejándo el país horadado de surcos llenos de odio. Y aunque los tiempos han cambiado, y cada vez hay más sensatos, o eso creo, todavía hoy vuelven a resurgir a un lado, y a otro, los que siempre braman, o incluso rebuznan, para que lleguemos de nuevo a las manos, para vuelvan las hostias por doquier, ya que al parecer nos aburríamos demasiado, que florezcan esos viejos surcos cargados de bilis, aunque ahora estemos en el patio de la civilizada Europa, la cual, como ya hizo en el pasado, no tendrá ningún problema en abandonarnos a nuestra suerte si nos tenemos que volver a matar, como ya hicimos en el pasado.

Hoy he visto (o leído) en ese patio de vecinas llamado Facebook, alegrarse y brindar a algunos por la muerte de este señor, fuera malvado o no en su pasado, como hace pocos meses vi a otros cuantos alegrarse y brindar por la muerte de otro señor de esa época, pero del bando contrario, o incluso hace dos noches me crucé en la Puerta del Sol con otros tantos que brindaban por la dimisión  de una señora (espero que fuera ésa la causa del festejo improvisado, y no otras personales que ha sufrido en forma de enfermedad) que ha gobernado Madrid de manera nefasta y populista, pero que yo sepa no ha asesinado a nadie. Pero así somos, un país de brindis, pero no al sol, que al menos tiene su gracia, si no de brindis por las desgracias ajenas, en especial si son del enemigo al que hemos decidido que mueve, ahora y siempre, la veleta que señala a todos nuestros males, aunque esos mismos los provoquemos nosotros. No, nunca tendremos la culpa de nada, es lo bueno de tener siempre como excusa al malvado, insidioso y pérfido enemigo. Así que, seguiré siendo un tipo absurdo, incluso singular, al que le gusta brindar por los logros propios, aunque sean escasos, pero propios. A Unamuno le dolía España, creo a mí a veces me pasa un tanto de lo mismo, aunque quizá por motivos muy diferentes de los suyos. En mi caso, cuando la palma alguien de una ideología (o de la otra), resoplo de vuelta a casa porque sé que me va a doler España más que nunca, ya que, aunque pasen generaciones y generaciones, el dogmatismo, el odio, el sectarismo y la mediocridad, permanecerán.

Por mi parte, aunque no comulgase con él, aunque no me gustase su pasado, aunque el señor que murió ayer tuviera una forma de ver el mundo muy distinta a la mía, no puedo más que estarle agradecido porque hace muchos años, un niño acojonado y en pijama, con aparato en los dientes, orejas de Dumbo y gafapasta ochenteras pegadas a la pantalla de la tele, pudo ser testigo del gesto digno y único de un hombre, del momento sereno a la altura de las circunstancias, del instante de valor que nos salvó a todos.


(Lo que acaban de leer es una entrada especial del 101historias, eso no quiere decir que vaya a repetir... o quizás, sí)

jueves, 8 de diciembre de 2011

El final

Todo tiene un final en esta vida, empezando por nosotros mismos. Pero bueno, no es ésa la despedida por la que estoy aquí. 101 historias llega a su fin. Pues sí, todo tiene un final, por suerte, porque alargar las cosas así porque sí, pues no tiene sentido. En los últimos tiempos he hecho méritos suficientes para que la cosa fuera acabando. Digamos que lo que empezó con mucho ímpetu ha terminado con poca chicha. Quizás por eso de que las cosas se empiezan con la fuerza de la novedad, como si fuera una metáfora de la juventud, para luego acabar arrastrándote por ellas como si fuera un motor gripado. En mi caso, todavía puedo tener una miserable excusa ya que si hay algo que tenía claro con respecto al blog, es que tendría fecha de caducidad, es decir, serían 101 historias clavaditas, ni una más ni una menos.

101 historias me lo propuse como un pequeño reto. La idea era tener un sitio donde poner cosas pequeñas (suelo ser extensivo en general, nobody is perfect) y que la gente pudiera leerlo. Estaba harto de mandar mis pequeños escritos por correo electrónico a los amigos, sintiendo que invadía casa ajena, o molestaba. Así que la tecnología (y las redes sociales), para lo bueno y lo malo, nos permiten este pequeño milagro, imposible hace una década, de poder compartir con el mundo lo que te sale del teclado. Y uno lo hace por amor al arte, aunque para qué les voy a engañar, ojalá viviera de ello.

En estos últimos meses escribir para el blog me ha costado bastante, y a eso se ha unido, además, estos tiempos oscuros que invitan a hacer poco, la verdad. Pero en general debo decir que ha sido una experiencia bastante gozosa, sobre todo por el aspecto narrativo. Digamos que he podido salirme del esquema al que estoy habituado, es decir, el guión. Lo he disfrutado en muchos momentos y, encima, mi egotrip ha quedado satisfecho, como debe ser, por otra parte.

Quería contar pequeñas historias, pero también quería señalar, pero también quería reflexionar, pero también quería viajar, pero también quería soñar, pero también quería recordar, pero también quería desbarrar, pero también quería molestar, pero también quería ensalzar, pero también quería inventar, pero también quería insultar, pero también quería piropear, pero también quería filosofar, pero también quería divertir, pero también quería emocionar. Todo ello se ha intentado. Por suerte he podido llegar al final con esta última historia (la 101), que no es más que una despedida, unos créditos finales, un epílogo, un “adieu”, un “auf wiedersehen”, un “say goodbye, my friends”... This is it.

En estos cuatro años he escrito auténticas mierdas, y otras no tanto. Algunas de ellas han gustado mucho, otras nada de nada, la mayoría me han salido largas, alguna incluso corta y algunos me han recomendado que me dedique a escribir para las cajeras del DIA, lo cual es un principio. Alguno me acusó de noño, otros me señalaron que era un poco animal, seguramente alguno se indignó, quizás unos cuantos querían historias más a menudo, y puede que unos pocos se hayan reído, pero espero que uno o dos se hayan emocionado. Todos ellos, para lo bueno o para lo malo, pues tienen razón. Es el público soberano, y no se escribe (al menos yo) para saciar onanismos, que para eso ya tengo otras cosas. Lo que está claro es que no se puede gustar a la mayoría, ni se puede alcanzar todo, aunque yo aspiro a tener una mesa de ping pong algún día. La pena es que ahora que tengo más visitas, me piro. Como dice un amigo: no se puede calentar la tetera y luego no servirla. No tengo remedio.

Poco puedo añadir, han sido 101 historias de todo tipo que espero hayan disfrutado, y si alguno tiene interés futuro, por aquí se quedará en la Red de redes, como una especie de fósil que se irá desgastando con el paso del tiempo y, dentro de unos años, seguramente será infumable. Así que, como esta despedida ha tenido poco de historia (es lo que tienen las despedidas), debería intentar contar algo, aunque sea en los últimos párrafos. Pero como me he vuelto vago, dejado, perezoso, desencantado, ocioso, cínico, asocial y demás lindezas que puedan imaginar, voy a usar las palabras de otro (mucho más brillante que yo, obviamente) que, además, me parecen muy adecuadas como despedida. Me refiero a David Torres, novelista y columnista por el que siento cierta cercanía, en especial por su forma oscura, y algo cínica, de ver las cosas.

En su novela “El gran silencio”, Roberto Esteban (ese ex boxeador con maneras de pistolero crepuscular, que también protagoniza la magistral “Niños de tiza”, otra de las novelas de David) se encuentra en el bar que regenta su amigo Sebas. Ambos se ponen a hablar de recetas de cócteles famosos. El ex campeón (por si no lo saben, se dedica en la vida a dar hostias por dinero) le pide al barman que le recuerde una famosa anécdota sobre el creador del dry martiny. Y entonces, Sebas le cuenta una pequeña historia que, obviamente, tiene su moraleja, para que cada ustedes (gentes pensantes) puedan meditarla lo que gusten:

Sebas seguía limpiando vasos tras la barra, flaco y calvo, silencioso y displicente, tal y como se supone que debe ser un barman. Entonces tropecé con un nombre en la carta.

- Sebas, ¿cómo era esa anécdota que me contaste sobre el tipo que inventó el dry martini?

Sebas se acercó y se puso frente a mí.

- Es una anécdota falsa, probablemente una fábula. Por lo visto el dry martini lo inventó un barman cubano o español, no recuerdo bien. Se llamaba Martínez y de ahí lo de dry martini. Bien, en su vejez, el dueño de un local francés muy famoso quiso comprarle la receta. Le ofreció una millonada. Una estupidez, por otra parte, ya que el cóctel era famoso en todo el mundo y nadie podía cambiarle el nombre. De haber aceptado, Martínez se hubiera forrado. Era pobre y murió en la miseria, pero ¿sabes lo que le contestó al francés?

Negué con la cabeza.

- No se puede vender la luna, monsieur.

(Me despido con esta épica y suicida canción de ese geniecilla pelirroja llamada Florence + The Machine)

Hasta nunca... esto fue 101 historias.

martes, 1 de noviembre de 2011

Carta de Archibaldo Haddock

Castillo de Moulinsart, 1 de noviembre 2011


Estimados zuavos:

Me solicita un hombrecillo con gafas y con pinta de beduino interplanetario, que dice tener no sé qué rayos de blog, que escriba unas líneas ahora que por fin se ha estrenado una película sobre Tintín y sus aventuras. He rechazado todas las ofertas al respecto, empezando por esos lechuguinos de Jean-Loup de la Batellerie y Walter Rizzoto del “París Flash”, que me hicieron la vida imposible cuando ese ciclón ambulante de la Castafiore se presentó de imprevisto aquí en Moulinsart. ¡Que la lleven los demonios, qué recuerdos más estremecedores! De nada sirve que busquen sensibilizarme con eso de haber inspirado a millones de personas, o con el lado humanista de nuestras aventuras, o con los exóticos lugares que he visitado. ¡Mil millones de mil millones de naufragios! ¡Si yo lo único que quiero es que me dejen en paz, malditos coloquintos de grasa de antracita!

De todas maneras he accedido a escribir unas líneas porque aquí, el grumetillo con gafas, se ha ganado mi simpatía presentándose en Moulinsart con una botella de Loch Lomond añejo. Luego se ha dejado ganar una partidita de “guerra de barcos”, ese ocio que practicó mi antepasado el gran Francisco de Haddoque. Ha sabido llegar a mi corazón oxidado de viejo lobo de mar. Así que me pondré a ello y escribiré sólo por esta vez. Ésta será mi única y última declaración, y luego, ¡qué me lleven los demonios si no es así!, no quiero volver a saber del mundo en otras treinta centurias.

Me cuentan que, al parecer, estáis todos sumidos en una profunda crisis económica provocada por esos autócratas acaparadores y chupatintas que manejan los mercados, y por la complacencia consumista de todos vosotros, alcornoques de baratillo, que os dejasteis vuestros ahorros en casas con paredes de patata llenas de muebles hechos por suecos. ¡Los suecos hacen muebles! ¡Mil truenos! ¡¿Esos paniaguados visigodos se están forrando haciendo muebles?! Lo que hay que ver. ¡Aaaah, y que a ningún cretino de los Cárpatos se le ocurra decir que yo poseo un castillo! ¡Al demonio con eso! Me jugué las barbas y el pellejo entre tiburones para conseguir el tesoro de aquel pirata de carnaval llamado Rackham El Rojo ¿Es que ya lo habéis olvidado, calabacines diplomados?

En vez de quedaros en casa jugando a no sé qué demonios de consolas, o comprando a todas horas, pequeños mercaderes de alfombras, haber viajado por medio mundo como hice yo acompañando a ese fenómeno con tupé de truenos y relámpagos. Haber surcado mares en mercantes oxidados para salvar a un grupo de negros de las garras de unos traficantes de carne humana; haber recorrido selvas infestadas de mosquitos y peligros en busca de un templo perdido lleno de incas de carnaval; haber atravesado desiertos llenos de sed en busca de traficantes de opio; haber viajado a la luna en una especie de cigarro ambulante inventado por el ostrogodo de Tornasol; haber luchado contra espías a las órdenes de un Mussolini de carnaval que quería hacer añicos el planeta; haber volado hasta una isla perdida para ser abducido por alienígenas macrocéfalos entre las brasas de un volcán en activo; o haber escalado montañas imposibles y rescatado al bueno de Tchang de las garras de ese oso mal peinado llamado el Yeti. ¿Qué decís a eso, eh? ¿Qué hicisteis vosotros en todo ese tiempo, tontos de capirote, logaritmos del ladrillo a la nuez de coco?

Espero que esto os sirva de lección, mil truenos. Yo ya cumplí con mi parte y ahora sólo quiero una buena pipa, un buen whisky, los periódicos de la mañana y mi paseo diario. Cuando hagáis una mínima parte de lo que yo he realizado, cuadrilla de bachi-buzuks, entonces juro que me afeito la barba. Mientras tanto aquí estaré, en mi retiro, hasta el final de los tiempos si es necesario, salvo que aparezca ese fenómeno de Tintín y me haga levar anclas en busca de aventuras, ya sea para encontrar alguna baratija perdida, ya sea para luchar contra algún sátrapa de mala semilla que nos busque las cosquillas. ¡Y no! ¡No sé dónde está Tintín! No lo preguntéis más veces. Aunque lo supiera, no me lo sacaríais ni con tortura medieval, especie de residuos de ectoplasmas.

Ejem, poco más, me despido de todos vosotros deseando de todo corazón que recuperéis la cordura (si alguna vez la tuvisteis), queridos majaderos individualistas. Sirvan estas líneas como despedida, y espero que no oséis molestarme nunca más, mil millones de rayos y truenos.

Se despide de todos Uds.

Archibaldo Haddock
(Capitán retirado de la marina mercante)

(Sólo el Maestro podía adaptar al Genio...)

martes, 20 de septiembre de 2011

El sentido de la vida

¡Oh, Señor!

¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué tanto misterio? ¿Por qué tanto secreto?

¿Por qué somos padres? ¿Por qué somos madres? ¿Por qué somos hermanos? ¿Por qué somos hijos?

¿Por qué odiamos a nuestros hermanos? ¿Por qué los amamos? ¿Por qué queremos a nuestros padres? ¿Por qué los abandonamos?

¿Por qué nos enseñan a confiar? ¿Por qué nos enseñan a amar? ¿Por qué nos enseñan a perdonar?

¿Por qué nos enseñan a desconfiar? ¿Por qué nos enseñan a pelear? ¿Por qué nos enseñan a odiar?

¿Por qué abusamos de los débiles? ¿Por qué despreciamos al diferente? ¿Por qué tememos al de fuera?

¿Por qué ayudamos al desconocido? ¿Por qué apreciamos al huido? ¿Por qué comprendemos al incomprendido?

¿Por qué somos crueles? ¿Por qué no perdonamos? ¿Por qué somos orgullosos? ¿Por qué somos los primeros?

¿Por qué somos gentiles? ¿Por qué perdonamos? ¿Por qué somos humildes? ¿Por qué somos los últimos?

¿Por qué amamos? ¿Por qué no amamos? ¿Por qué sentimos? ¿Por qué deseamos?

¿Por qué mentimos? ¿Por qué codiciamos? ¿Por qué traicionamos? ¿Por qué somos leales?

¿Por qué decimos? ¿Por qué callamos? ¿Por qué reímos? ¿Por qué lloramos?

¿Por qué cruzamos mares? ¿Por qué levantamos muros? ¿Por qué surcamos cielos? ¿Por qué quemamos tierras?

¿Por qué quitamos vidas? ¿Por qué las salvamos? ¿Por qué abandonamos? ¿Por qué auxiliamos?

¿Por qué morimos de hambre? ¿Por qué damos de comer? ¿Por qué unos tienen tanto? ¿Por qué muchos no tienen nada?

¿Por qué somos violentos? ¿Por qué somos pacíficos? ¿Por qué somos tiranos? ¿Por qué somos esclavos?

¿Por qué construimos? ¿Por qué destruimos? ¿Por qué avanzamos? ¿Por qué nos paramos?

¿Por qué somos poetas? ¿Por qué somos guerreros? ¿Por qué creamos belleza? ¿Por qué creamos destrucción?

¿Por qué triunfamos en la vida? ¿Por qué fracasamos? ¿Por qué ganamos? ¿Por qué perdemos?

¿Por qué recordamos? ¿Por qué olvidamos? ¿Por qué nos olvidan? ¿Por qué estamos tan solos?

¡Oh, Señor!

¿Por qué te creamos? ¿Por qué matamos en tu nombre? ¿Por qué te adoramos? ¿Por qué te abandonamos?

¿Por qué buscamos el sentido de la vida?


(141 minutos de poesía en imágenes)

miércoles, 29 de junio de 2011

Un tipo huraño

Siempre me han atraído los tipos huraños, asociales, gruñones, enfadados, solitarios, alejados, apartados, acabados, cansados, antipáticos. No sé, debe ser que con los años, uno ha dejado de ser mitómano de esa gente y realmente se ha convertido en uno de ellos. O imagino que son etapas de la vida, si bien para alguno de ellos es una actitud voluntaria desde siempre, lo que les hace más interesantes. Gente que no necesita la compañía de otros para estar bien, o que no tienen que seguir a la masa para ser aceptados. Y no es que la cosa sea meritoria, ni que tengan que sentirse superiores al resto por tener esa actitud vital. Simplemente eligieron ese camino.

Imagino que ser padre de familia, tener mujer, hijos, mascotas e, incluso, suegra, conlleva la misma responsabilidad que tener un superpoder. Pelear cada día en un trabajo con gente a la que desprecias, en un ambiente insoportable y con un jefe asesinable, tiene un mérito impagable. Encontrar nuevas aficiones que te hagan la vida llevadera, aunque nunca se te pasara por la cabeza escalar montañas a pelo, coleccionar sellos del Kurdistán, tirarte de cabeza por un puente o correr maratones a los cuarenta, son el bálsamo que te permiten no perder el equilibrio. Ser un social desde luego es meritorio en estos tiempos que corren.

Por eso el otro día, viendo la estimable película argentina “Un cuento chino”, me di cuenta de que incluso aunque uno elija la actitud existencial de la soledad, el destino puñetero parece que no te va lo va a permitir. Si bien la cagan con dar una explicación racional sobre la actitud del huraño protagonista (un impagable Darín, como siempre) ante la vida, la película te cuenta que por mucho que uno se refugie en su cueva, siempre vendrá alguien a joder la marrana. En este caso, nuestro protagonista, que colecciona todo tipo de objetos y cuenta tornillos (tiene una ferretería) para luego montar un quilombo al proveedor por mandarle de menos, se va a cruzar en su destino con un chino que le cae del cielo (nunca mejor dicho), sin tener ni idea de hablar una sola palabra de su idioma.

Y es que la historia parece darnos a entender que, te guste o no, uno debe ser social e interrelacionarse. O quizás, que en el fondo, los huraños, los asociales, los que mandaron al cuerno al mundo, son los más solidarios, como es el caso de este mal encarado ferretero que se apiada de un chino desamparado.

De unos años a esta parte se puede decir que allá, en La Pampa, se hace un cine extraordinario. El nivel narrativo de sus historias es magistral, los guiones excelentes, los directores magníficos y variados en lo formal y en las temáticas, por no hablar de los actores que pueblan sus pantallas, herederos de aquel Hollywood clásico donde hasta el último secundario es un genio anónimo. Además, no se quejan, no lloran y no maman por ayudas públicas. Hacen coproducciones, curiosamente muchas con algún ínclito productor-director de estos lares que, cuando hace cine autóctono, no le duran ni dos semanas en pantalla la película. En definitiva, siendo una industria más pequeña, regalan cada año producciones de un nivel superior, y siempre mirando al público, lo que no quiere decir que cuenten historias facilonas. De hecho, a uno le entran ganas de empezar a decir “vos” y “recontraputa”, y largarse para allá.

Así que ya saben, si empiezan a sentir una especie de cosquilleo interno en el cuerpo, o una vocecita les dice en su cabeza que mandes al cuerno a la esposa, niños, mascotas, suegra, jefe, compañeros de trabajo y amigos, vayan primero a documentarse con esta magnífica película.