lunes, 25 de abril de 2011

Una mota de polvo

Al caer la noche, la sala de televisión era para sadomasoquistas. O te untabas bien de repelente, o los mosquitos te devoraban vivo. Dependía de tu capacidad de aguante, o mejor, de la dureza de tu piel, para no ser traspasada por esos diminutos vampiros alados. En mi caso, de piel blanca y fina, suelo ser objetivo predilecto, un buen bouquet que llevarse a la boca, o en este caso, la trompa. Una vez a la semana, en la repleta sala de descanso de una residencia en Pollensa (Mallorca), en el lugar donde pasé tres veranos de mi adolescencia, asaeteado por los mosquitos trompeteros, era uno de los muchos seguidores ensimismados de una serie en la que nos dimos cuenta de que, quizás, no estamos tan solos en ese negro, frío e infinito lugar que es el universo.

A principios de los ochenta, en aquellas noches estivales mallorquinas, mientras me rascaba las picaduras de los tobillos, disfrutaba en la tele con el tono pausado de un divulgador que sirvió de inspiración a otros que luego siguieron su camino, entre ellos, nuestro respetado Punset. Se llamaba Carl Sagan, fue muchas cosas y estudió otras muchas: arte, física, geología, bilogía, astronomía y astrofísica. Colaboró con la NASA, impulsó el envío de sondas al espacio (Voyager 1 y 2) por si hubiera alguien (o algo) escondido en algún rincón inhóspito del espacio con quien contactar. Fue él quien pensó que podrían estar escuchando ahí fuera, y que lo mejor era resumir todo el conocimiento humano, todo lo bueno que alguna vez fuimos (la música, el arte, la literatura, el pensamiento) en un disco de oro. También ayudó a viajar a Venus mediante otra sonda espacial, y fue el primero que dio el aviso sobre la capa de Ozono y el cambio climático. Se podría decir que fue una especie de iluminado, un geniecillo con la mirada perdida en el espacio, por si alguien osaba responder a su llamada a cobro revertido espacial.

Pero, aparte de todas esas facetas que bastan para completar una vida plena, el mundo siempre le recordará porque, a principios de los años 80, nos regaló una serie televisiva de divulgación científica que marcó una época. Se llamaba “Cosmos”. Era una miniserie de trece episodios que se hizo en un tiempo en donde la mierda la encontrabas donde realmente debía de estar: en el váter. Hoy en día, esta lógica reflexión, o enunciado, puede ser puesto en duda, ya que sólo hay que encender el aparato catódico (hoy, digital) para comprobar que la caca no está sólo en el retrete. Gracias a nuestros respetados ejecutivos que mandan en la tele (esos que junto a los directivos de los bancos dictan las reglas del juego del nuevo mundo) uno pone en duda incluso en que haya inteligencia hollando este planeta.

Fueron trece episodios cargados de divulgación científica, conocimiento e investigación, y, por supuesto, llenos de entretenimiento, por mucho que digan los genios de hoy que el conocimiento o la cultura no entretienen. Pero, además de eso, cada episodio estaba cargado de sabiduría, sentido común e, incluso, poesía. Con una voz prodigiosa (aunque nosotros vimos la versión doblada), este hombre de apariencia frágil, culto, elegante, con un cierto toque british, pese a ser gringo, nos contaba cada semana lo que somos, de dónde venimos, de lo que estamos hechos (polvo de estrellas, según él) y del misterio hacia el que vamos. Nos mostraba nuestras debilidades, nuestras miserias, nuestra capacidad de autodestrucción, pero también nuestro afán por crear y conocer.

Hace poco, y por casualidad, buceando por la red de redes, descubrí un vídeo sobre él, uno en el que pone voz de fondo al panorama que se veía desde la sonda espacial Voyager 1, a su paso por Neptuno, cuando giró la cámara hacia atrás e hizo una foto para retratarnos en medio de la inmensidad oscura. Y sus palabras, con una musicalidad propia del mejor poema, subrayan una realidad inapelable: si alguien está ahí fuera, sea quien sea, si nos ve o nos escucha, por favor, sólo esperamos que se dé cuenta de que sólo somos una mota de polvo.