viernes, 5 de marzo de 2010

Nadie se queda atrás



Hace ya casi cinco años perdí el poco juicio que me queda. Dejé un trabajo estable, una casa de alquiler y un viejo coche, y me monté en un autobús de línea rumbo a Granada. La ciudad que una vez iluminó el mundo y que sirvió para hacer llorar a un rey que no supo defenderla como hombre.

¿Y qué se me había perdido en tan bella ciudad, aparte de visitar su fastuosa Alhambra y pasearme por las angostas calles del Albaicín? Pues una historia, una más de las muchas. Ese veneno que me carcome y envenena más que la mescalina o cualquier otro entrañable vicio. El caso es que hace cinco años, un buen amigo que ha dejado de ver las cosas a través del cristal, me mandó un artículo de El País donde se contaba la historia de dos montañeros vascos con antecedentes penales por pertenencia a ETA, y alrededores, que habían sido rescatados por miembros del SEREIM (Servicio de Rescate e Intervención en Montaña) de la Guardia Civil de Granada. El rescate se produjo en la cara norte del Mulhacen, la montaña más alta y peligrosa de la península. Una vez les localizaron, tuvieron que pasar la noche en un refugio ya que las condiciones hacían imposible el rescate por aire. A la mañana siguiente, cuando el tiempo mejoró, el helicóptero pudo por fin evacuarlos. Todo fueron agradecimientos sinceros por parte de los montañeros hacia sus salvadores. Cuando los rescatadores fueron a hacer el informe, cruzaron los datos de los montañeros con la base de datos del Cuartel General, descubriendo el pasado de ambos. También comprobaron que las veces que fueron detenidos por la Guardia Civil, siempre denunciaron torturas.

No dudé un segundo. Como ya me había pasado en otras ocasiones, noté que algo me atrapaba, que la historia inundaba mis fantasías, que me la llevaba a la cama, de paseo, al cine, a comer. Sin darme cuenta se había convertido en una especie de amante, de ésas que te hacen disfrutar y padecer al mismo tiempo. Así que, tras abandonar el trabajó que me ocupó durante seis años de mi vida en una conocida productora televisiva, saqué un billete hacia la antigua capital del reino de Granada y de esta forma poder documentarme con la ayuda de uno de esos montañeros del SEREIM que salvan vidas, incluso la de sus posibles verdugos.

Cinco años después, cuento las horas para marcharme a Sierra Nevada y empezar el rodaje en exteriores de una historia que se llama “Tchang”, título sacado de un personaje de las historietas de Tintín: un chico joven de nacionalidad china, amigo del intrépido periodista, al que éste último salva la vida en las montañas del Himalaya, en la que para mí es la obra maestra de Hergé: “Tintín en el Tibet”.

Por supuesto, el mediometraje (sí, mediometraje, aunque suene raro) es una obra de ficción, inspirada en el hecho real, en lo que ocurrió, pero sólo eso, inspirado. Los personajes son inventados completamente y llevados al extremo, con un desenlace duro que alguna gente que lo lee no entiende, o simplemente no le gusta, pero que para mí es fundamental. Es una historia de aventuras, de supervivencia, de superación, de amistad y, sobre todo, de redención; pero también se habla de la violencia y el odio ancestral al enemigo. Sobre el tema vasco se han contado muchas historias y de todos los colores, pero no me hubiese lanzado al vacío si no fuera por el contexto en el que se desarrolla ésta.

Apenas me queda tiempo para nada, me esperan días duros y unos meses de mucho curro para ver todo realizado. Finalmente aquel viaje en autobús se convierte en el trabajo de más de 30 personas, todas ellas por amor al arte, por intentar contar historias que enganchen a la gente, por vivir de este extraño oficio. Y es entonces cuando recuerdo algunas de las cosas que me han contado los montañeros con los que he hablado en este tiempo, sobre esa dura y peculiar vida en la que ven de cerca y de frente al tipo de la guadaña. Para ellos lo importante es el equipo, el grupo: “Vamos al ritmo del peor del grupo”, me decía un duro montañero que trabajó muchos años en “Al filo de lo imposible”. “En este oficio no se puede tener miedo a nada”, me comentaba otro montañero pequeñito, de mirada picarona y piel agrietada por ventiscas heladas de parajes lejanos.

Subiendo junto a ellos, azotados por un viento helador, en el paisaje ártico que parece el Peñalara en invierno, con la intención de ayudar a los actores a comprender la vida de gente tan extrema, descubrimos precisamente eso... que nadie se queda atrás.