sábado, 25 de diciembre de 2010

Cuéntame una historia, chico

Imaginen un mundo en el que no existieran las historias. O lo que es peor, imaginen un mundo en el que existieran, pero que no pudieses tener acceso a ellas. Nunca sabrías si Ulises llegó a su Ítaca añorada, o sucumbió al dulce canto de las sirenas. No tendrías conocimiento de si aquel tipo de la triste figura fue derrotado por ruedas de molino. Desconocerías el destino final de Long John Silver, ese pirata de pata de palo. No habría noticias de un monstruo milenario que cruzó océanos de tiempo para satisfacer su sed de sangre. Ni conocerías las aventuras de un genio, adicto a la cocaína y a tocar el violín para sobrellevar su existencia, mientras deduce por simple observación el más enrevesado de los misterios. No recorrerías el Misisipi en una balsa, huyendo de la incomprensión y la ignorancia. No lucharías contra una temible ballena blanca, ni sobrevivirías flotando sobre un ataúd en alta mar. No empuñarías una espada en compañía de otros tres para defender al rey de conspiraciones oscuras. Nunca visitarías el Perú buscando a un amigo secuestrado, en compañía de tu perro fiel y un borracho barbudo capaz de elevar a categoría de arte el insulto.

Hoy es la última entrada del año, no sabía muy bien que contar en ella. Dudaba si escribir sobre una ley de descargas de la que todos hablan, todos opinan, pero que nadie entiende, y que dicen es la garantía de futuro para los que intentamos contar historias; o dudaba si cerrar el año escribiendo sobre una crisis de la que no salimos nunca, en la que cada vez se hunde más gente, y que cada vez es más oscura; o escribir sobre un megalómano que se quiere mucho mirándose al espejo, del que todos hablan para no hablar de otras cosas, y que entrena al equipo de mi vida. Pero no se me da bien elucubrar sobre esas cosas, así que voy a contarles una historia, o mejor, recomendarles una para acabar el año.

Ayer, tras los fastos, cenas, sidras, vídeos de bodas pasadas y recuerdos de un año complejo, cuando ya todo el mundo se retiró, me puse un tazón de cola cao caliente con un chorro de coñac, como hago siempre, y decidí esperar al alba de la mejor manera que conozco: viendo una película. En concreto escogí una que había visto en su momento en el cine, que me perturbó, pero que curiosamente luego olvidé. Ayer decidí revisitarla, quizás porque tenía la sensación de que la película en el fondo me gustó mucho. Es un producto típico de la factoría de esos dos hermanos judíos con cara de estibadores de Baltimore que se apellidan Weinstein. Sus películas parecen pensadas para ganar oscars de Hollywood, y generalmente los suelen conseguir. Sus historias suelen tener un mensaje con claro trasfondo universal. Algunas son meros productos, pero algunas otras se han convertido en clásicos imperecederos. Ésta en concreto también acaparó premios y fue una de las que se llaman “películas del año”.

Premios aparte, que nunca debe ser motivo para movilizarse y ver algo, la película la dirige un tipo que nunca me produjo grandes sensaciones con sus dos películas anteriores. Primero aquella del niño bailarín, que la tengo casi olvidada, salvo la impresión de que al final de la historia quería reventarle una silla en la cabeza al niño de marras. Después hizo un tostón en el que di unas cuantas cabezadas sobre varias historias contadas en épocas distintas, pero en horas parecidas, donde destacaba la interpretación de un grande de nuestro tiempo como es Ed Harris. Ambas películas recibieron multitud de premios y su director, Stephen Daldry, en seguida fue reconocido como uno de los narradores a seguir. A mí, sin embargo, no me produjo nada especial, por lo que el visionado de su nueva obra, “El lector” (The reader), no me hacía esperar algo demasiado bueno.

Es una película basada en la novela escrita por un juez alemán llamado Bernhard Schlink en la que, entre otras cosas, narra los juicios a personas involucradas en los crímenes del Holocausto. Esa etapa de la Historia (de las muchas de ese tipo que ha habido y seguirá habiendo) en la que los lobos decidieron acabar con el ganado, mientras los pastores miraban hacia otro lado. El libro fue un éxito planetario, traducido a multitud de idiomas, y llevado finalmente al cine en inglés, como no podía ser menos.

No se puede contar mucho de ella porque sería desvelar mucho de ella. Sólo les digo que es una historia sobre la dignidad que todos tenemos y hasta donde te puede arrastrar el intentar mantenerla. Es una película que habla de la culpa en proporciones bíblicas, del descubrimiento de la carne, de la vergüenza en su grado más extremo, de la búsqueda del perdón. Creo que es una historia perturbadora, demoledora en algunos momentos, con una actriz en estado de gracia, una especie de Bardem con tetas que se deja el pellejo en cada papel. No les puedo contar más. Si la han visto ustedes, y opinan como yo, bienvenidos sean. Si la han visto, y les parece una mierda, ya saben eso de los gustos y los culos, así que allá ustedes. Y si no la han visto, no deberían tardar en hacerlo, para que, al terminar la proyección, comprendan mi introducción.

En todo caso, en estos tiempos oscuros, de futuros inciertos, donde se debate si una ley puede o no regular la cultura del futuro, donde las empresas cierran y echan a más gente a la calle, donde no valen los jóvenes ni los menos jóvenes para ningún trabajo, donde se contrata barato, donde nadie se queja y nadie se une, donde los políticos sólo miran el rédito electoral y no el bienestar general, donde los ricos son más ricos que nunca, donde se siguen leyendo noticas de muerte en fronteras de forajidos de leyenda, donde los don nadies siguen siendo anónimos en las necrológicas, donde suicidas criados en la miseria, convencidos en más allá lujuriosos, siguen llevando la muerta allá donde pueden, donde desvelar secretos es perseguido. En un panorama así, donde se podría vislumbrar en el horizonte a los cuatro jinetes del apocalipsis cabalgando sonrientes, no está de más decir lo que esa revisora de tranvía, llena de dignidad y vergüenza, le dice a su amante adolescente: cuéntame una historia, chico.

Feliz Navidad.

domingo, 5 de diciembre de 2010

El actor

La primera vez que le vi en una pantalla hacía de novio chulo putas celoso de, en aquel momento, una prometedora y bella Ariadna Gil. Luego siguió su carrera en papeles muy ligados a personajes macarras, marginales, degenerados o yonkis. Quizás le daban esos papeles por su peculiar careto. Su timbre de voz en aquellos tiempos era espantoso y apenas se le entendía cada vez que soltaba un diálogo, pero su físico tenía cierto magnetismo y ante todo una presencia poderosa. Con los años fue corrigiendo sus problemas de dicción y empezabas a ver a un intérprete que te lo creías en todos los registros, y que intuías se entregaba hasta el desfondamiento para hacer auténticos a sus personajes. Años después, es uno de los actores más celebrados del planeta. También es de los más odiados, en especial por estos lares, pero por motivos que tienen que ver con su constante posicionamiento en cuestiones políticas.

El caso es que ayer fui testigo de lo que, desde mi punto de vista, es una los mejores esfuerzos interpretativos que he visto en los últimos tiempos (obviamente hay otros muchos que también me han impresionado, se me ocurre ahora el Daniel Day-Lewis de Pozos de ambición). Así que, en un día histórico como el de hoy, en el que los tipos de camuflaje y botas con refuerzos han tenido que salir para mandar a currar a unos señores con sueldos de ejecutivo, quería hablar de otra peculiar profesión, no tan vital como la de controlador, pero que tiene su aquél ya que también se encuentra en el escaparate de la crítica: estoy hablando de los cómicos, esos a los que a veces se les conoce como titiriteros (cuando se les quiere insultar), a veces como faranduleros (cuando se les quiere trivializar), pero especialmente conocidos como actores (cuando sencillamente se les debe definir por hacer su trabajo).

Todo esto lo hago después de ver la desgarrada y emotiva interpretación de Javier Bardem en la última tragedia del siempre irregular, pero poderoso visualmente, Alejandro González Iñárritu, ese director intenso que trata de mostrarnos la vida en su lado más crudo, pero que siempre olvida que sí, que la vida es así, pero que incluso en esas situaciones debería haber algo de humor, aunque sea negro, porque tanta intensidad casi te obliga a pensar que mejor nos tiramos todos por un puente. Supongo que su pose de artista profundo le impide hacerlo, o quizás simplemente no sabe poner una nota de humor a ningún tema, salvo aquel mendigo existencialista que se reía con peculiar ironía de aquellos dos pijos que se querían matar entre sí en “Amores perros”, aunque aquello lo escribió Guillermo Arriaga.

Los actores son una especie singular. Gente cuyo oficio no es imprescindible, pero cuya labor merodea durante nuestra existencia, nos guste o no. Es un oficio tan antiguo como el otro oficio más antiguo del mundo. De hecho, algo tienen en común: ambos se desnudan a su manera... y lo hacen por dinero. Es muy complejo mostrar ciertos sentimientos ante miles o millones de personas. Hay que tener un cuajo importante para hacerlo, ya sea llorando, riendo, follando o matando. Al mismo tiempo, es uno de los trabajos más privilegiados del mundo. Eso de un día ser un tipo con sombrero y látigo que huye delante de una bola gigantesca, otro día un tipo duro que lleva un bar allá en África, y al siguiente un tipo que recorre la Galaxia con una espada láser, son los deseos que tendría cualquier mortal que desea huir de su anodina realidad.

Durante años he compartido trabajo con ellos cuando trabajaba en series de ficción en la tele, pero apenas tenía relación o contacto, es lo que tiene llevar exteriores, o hacer la producción por delante del resto del equipo. Obviamente, ahora que ya he dirigido unas cuantas cosas, aunque sean pequeñas, y que es el objetivo que me he marcado en la vida (además de inventar historias sobre el papel, obviamente), he descubierto de cerca el apasionante proceso de trabajo que significa recrear a otras personas, a otros oficios, a otras vidas. Hacerlo real, creíble, como si la cámara sólo fuese un testigo anónimo que observa de manera indiscreta los vericuetos de la vida de unos personajes que tienen la responsabilidad de dar la cara por una historia, por infinitas historias. Cuando lo que ves en la pantalla desparrama verdad, entonces te da igual que el tipo que está ahí pegando tiros, soltando un monólogo o mascando su soledad ante un espejo, al terminar el último plano de la jornada se pire a su casa como cualquier otro hijo de vecino; cuando lo que ves te hace olvidar durante dos horas que el tipo que pone cara a una persona irreal se llama fulanito, es actor, encima es famoso, y puede que hasta te caiga mal; cuando todo eso pasa, y pasa bastantes veces, sencillamente no hay sinfonía, ni libro, ni oda que lo supere. Cuando una mirada en primer plano muestra desgarro, alegría, furia, dolor, tristeza, sólo te preguntas cómo lo pueden hacer, cómo pueden elevar a categoría de arte algo que se hace con la única herramienta que poseen: su propio cuerpo.

Por supuesto que hay actores pésimos, y por supuesto que se endiosan (quién no lo haría si todos los días te ven millones de personas). Por supuesto que tratar con algunos de ellos a veces es complejo, por no decir que insufrible. Algunos abren la boca y sólo saben decir chorradas, o cosas obvias. Algunos son capaces de ir por la vida como si les hubieran metido un palo por el culo, convirtiéndoles en unos gilipollas integrales. Todo eso es así, y pasa a menudo. Pero incluso cuando todo esto pasa, pero el resultado de su trabajo es creíble, lo compensa todo. Claro que también son muchos los que respetan su trabajo al máximo, que lo ven como lo que debe ser: un oficio difícil, complejo, inseguro, temerario y trascedente al tiempo. Su vida consiste en hacer felices a los demás, y lo hacen frente a todos y frente a todo, sin la ayuda de nadie.

Ayer fui testigo de un momento así. Generalmente me da igual que el actor sea del método, que se lleve el personaje a su casa, que sufra todo el proceso, o que simplemente use tres o cuatro artificios para hacer su trabajo. Si el espectador (porque yo sigo siendo ante todo un espectador) cree todo lo que ve, se convence de que esa persona de la pantalla es real como la vida misma. Es entonces cuando se produce un fenómeno único, un fenómeno en el que el tipo sentado en la butaca le da la mano al tipo que se proyecta a través de un halo de luz,y le susurra al oído: “te sigo hasta el infierno si es necesario, ya seas un asesino legendario, un oficinista trepa solitario, o un ex-asesino de niños y mujeres en el viejo Oeste. Te creo, me creo lo que haces, me creo lo que dices, y siento lo que tú sientes, y por ello te acompañaré hasta el final, sea éste el que sea”. Cuando eso pasa, cuando el personaje cobra absoluta realidad, se puede decir que no hay oficio más sublime en este mundo.

Ayer, al menos yo, le di la mano al desgarrado tipo al que le quedan dos telediarios y recorre una Barcelona oscura, violenta, cruel, creíble, pero curiosamente hermosa (al contrario que la postal-estafa que trataron de vendernos Roures y Allen), intentando atar los cabos de una vida que se le escapa entre los dedos de las manos como si fuera la arena de la Barceloneta. Ayer olvidé el nombre del actor al que unos odian por lo que dice tras una pancarta, o por la mujer (también actriz) con la que comparte su vida. Ayer vi a alguien real que sólo quería sobrevivir, el único motivo por el nos movemos en este mundo cruel. Ayer vi a un actor inmenso haciendo su trabajo.


sábado, 20 de noviembre de 2010

Oda a un don nadie

En esta vida sólo hay dos hechos que son ciertos y demostrables: todos nacemos solos y todos moriremos solos. Son dos verdades como dos templos. Nadie estará a tu lado cuando la Parca, esa revienta-fiestas legendaria, decida llamarte. Nadie te salvará en el último instante, ni tenderá su mano para que te agarres, ni te esperará al otro lado. La cosa no pinta demasiado bien, la verdad, pero dicen las malas lenguas que, al menos, queda el consuelo del camino que uno recorre entre la salida y la meta. Dicen esas malas lenguas que es lo interesante, lo que merece la pena, lo que compensa tan terrible y solitario final. Pero qué ocurre cuando ese camino inicialmente apasionante se convierte en un valle oscuro, inhóspito y cruel.

Hace ya unos días leí un reportaje que fue portada de un conocido periódico. Imagino que alguien que lea estas líneas le sonará la historia si lo leyó como hice yo. No sé la impresión que pudo causar a cada uno lo que allí se contaba. Supongo que le parecería terrible durante unos instantes, pero luego a otra cosa mariposa, que la vida son dos días. A mí me dejó durante un rato con la cabeza gacha, negando con ella, meditando si realmente esto merece la pena. Tras leer la noticia, me propuse que, al menos por mi parte, la cosa no iba a caer en el olvido. Que esta historia sería una más de este blog, que al menos aquí quedaría registrada, que yo no la olvidaría y que me acompañará siempre.

Se llamaba Ramiro Álvarez. No deja de ser un nombre más, vulgar, corriente y moliente. En principio podría ser la historia de cualquiera de ustedes, de un hombre normal con una vida rutinaria, con sus sueños, sus desventuras, sus anhelos, sus recuerdos, sus amores, sus desamores, sus amistades, sus desencuentros, sus tristezas, sus alegrías, sus nostalgias, sus secretos, sus verdades, sus mentiras. Debería ser la vida de uno más de nosotros, de un común y vulgar ser humano lleno de virtudes, defectos e imperfecciones. Debería serlo y así lo fue hasta que, con cuarenta años, el destino, el azar, o el tramposo que organiza todo esto, decidieron que su vida sufriría un giro de 360 grados.

A principios de los años noventa, cuando el rey ladrillo abrió el mercado de la mascarada y todos acudieron a comprar como si la vida les fuera en ello, Ramiro sufrió el primer revés del que nunca se recuperó. El cruel azar hizo que su mujer le abandonase fruto de un ataque al corazón, siendo joven y madre de dos hijos. Como las desgracias nunca vienen solas, al año siguiente cerró la fábrica de piezas de coche donde trabajaba. Con la peligrosa edad de cuarenta años, la vida se tornó en azul oscuro tirando a muy negro para Ramiro. Consumido el dinero de la indemnización, sin un trabajo que le sacase del agujero, sin un porvenir, tomó la senda que sólo toman unos pocos, esos a los que la sociedad no considera y que pueblan las esquinas, los cajeros, los bancos, las alcantarillas. Da igual que quien les mire sea más facha que el bigote de Millán Astray o más rojo que las gafas de Carrillo. Ninguno de ellos se atreverá a mirar de frente a un tipo tirado en la calle. Si alguien toma esa senda se convierte en el último peldaño de la escala alimenticia, se convierte de la mañana a la noche en un desaparecido en vida, en un hombre invisible que rebota con las paredes, en un don nadie.

A pesar de todo, algunos de ellos, en ese camino hacia el cementerio de elefantes viejos e inútiles se llevan consigo lo único que un hombre tiene al nacer, que a veces se fomenta, que se promueve en ocasiones, y que no suele usarse muy a menudo. Es el único bien no material que uno esculpe a lo largo de la vida y que te acompañará a la tumba. Se llama dignidad. Imagino que muchos no estarán de acuerdo. Dirán que no es cierto, que tomar esa senda es el camino fácil, que hay que luchar hasta el final, que la vida no regala nada, que hay que enfrentarse a ella, que hay dejarse la piel, aunque sea por lo hijos. Probablemente tengan razón. Pero a veces las cosas no son tan fáciles. Las puertas se cierran, el teléfono deja de sonar, la gente te olvida en una vida que va demasiado deprisa.

Ramiro pensó que tomaría ese camino, esa senda, que sería un invisible más, pero antes decidió que su dignidad le impedía arrastrar a sus hijos con él, que no pagarían sus errores, o al menos que tendrían una oportunidad. Los dejó en buenas manos y luego desapareció. Nunca pidió nada, nunca se quejó, nunca reclamó una ayuda. Es cierto que se la ofrecieron, pero él no quiso aceptarla, salvo la de su anciana madre que le ayudaba con dinerillo suelto, como si fuera un niño, para que pudiera comprar tabaco. Incluso cuando ésta murió, no acudió al entierro por miedo a lo que le dijeran, a que se apiadaran de él. Vivió su dolor en solitario, en algún descampado, en algún puente lejano. Se convirtió en una sombra más de las que se aferra a un tetra brik con el que pasar los días, un anónimo que esquivamos con nuestra mejor cintura cada mañana al ir al trabajo, al que no queremos mirar a los ojos, quizás por miedo a vernos en un espejo con un reflejo demasiado oscuro, a darnos cuenta de que más dura será la caída y que nos puede pasar a cualquiera.

Su hijo, Luis Ramírez, delineante que se acerca a la treintena, un día de hace semanas tuvo la curiosidad de teclear el nombre de su padre en un buscador de internet. Llevaba mucho tiempo sin saber de él y quién sabe lo que la Red de redes te puede ofrecer. Y lo que obtuvo fue la certeza de que su padre había muerto de un infarto en la calle, meses atrás, con sesenta años. Murió solo, como había vivido los últimos veinte años. Nadie fue a su entierro. El caso salió a la luz hace poco y fue una de las noticias del día. Las autoridades tiraron balones fuera. Nadie sabe qué pasó. Nadie sabe quién no quiso, u olvidó, preguntarse si ese tipo que murió en la calle podría ser conocido de alguien, o si tenía algún ser querido que le añorase. Es lo que tiene ser una sombra: como tal vives, como tal mueres.

No será la primera vez que algo así suceda y seguramente no será la última. Imagino que es más habitual de lo que pensamos. Nadie puede reprochar nada al hijo, ni a la familia, que intentaron ayudar a un hombre que había tomado una decisión dura y difícil: convertirse en uno más de los muchos don nadies que cada vez con más frecuencia deambulan a nuestro alrededor sin que apenas nos demos cuenta.

Nadie sabe el destino que nos espera. La zancadilla que te puede poner. Nadie sabe nada, que decía el sabio. El caso es que yo no puedo dejar de pensar en ello. Lo pienso cuando camino por la calle y veo a esos ancianos encorvados e imposibilitados, olvidados de sus familias, acompañados por desconocidos de tierras lejanas que, también convertidos en don nadies, huyeron de su mísero presente para sobrevivir en un mundo que no es mejor que el suyo; lo pienso cuando veo al harapiento barbudo que me encuentro cada día a la salida del metro y me mira con su cara de iluminado, esbozando una sonrisa del niño que alguna vez fue, como si conociera un secreto que yo desconozco; lo pienso cuando veo a todos los desesperados que se pasean por los vagones del metro, soltando un discurso con el que subes el volumen de tu pequeño aparato de música; lo pienso cuando veo la foto de un periódico donde un tipo importante del FMI pasa junto a un desarrapado que desde su esquina alza una lata para pedir una moneda, una imagen que es una incómoda metáfora del mundo actual.

La vida es una broma demasiado pesada. No nos dejan ver el prospecto antes de participar en ella. Es un hilo muy delgado en el que hay hacer equilibrio para no caer al vacío. Ni siquiera don nadie se escribe con mayúscula. Así que hoy, en un día oscuro, frío, denso, triste, quiero recordar a alguien que se llamó Ramiro Álvarez, que una vez tuvo un trabajo que perdió, una mujer a la que amó, dos hijos a los que abrazó, unos sueños que anheló, unos momentos que disfrutó, unos amigos con los que rió y una familia que no le olvidó. De don nadie a don nadie.



(Su disco Funeral es un monumento y esta canción iba con el trailer de ese oscuro y magistral cuento llamado "Where the wild things are". Creo que es lo más adecuado para acompañar la triste historia de hoy. Siempre nos queda el consuelo de pensar que, alguna vez..., fuimos niños).

jueves, 28 de octubre de 2010

Perdición

Cuando empecé este blog hace ya casi tres años, me propuse que sería un portal independiente al mundo que me ocupa tantas horas, que no es otro que escribir para una pantalla, o al menos intentarlo. Quería tener un lugar donde poder contar historias que no tuviesen relación con mi posible “producción fílmica”. Un lugar donde hablar de cine (especialmente), pero también de libros (cuando surge), de cómics (a veces), de series de TV (en ocasiones) y siempre de la vida en general. Un lugar donde contar pequeñas y grandes historias, reales, inventadas, o una mezcla de ambas. Decir lo que me salga del entrecejo en forma de idea, exabrupto, o relato, con un estilo claro, directo, emotivo, políticamente incorrecto y, por qué no, provocador.

101historias es una especie de confesor sin sotana antediluviana ni aliento a café barato. Una Fortaleza de la Soledad donde refugiarse y reflexionar, o quizás ser irreflexivo, que también. Un lugar lejano donde todos son bienvenidos y ninguno invitado. No es un país para viejos ni un mundo feliz, aunque intenta ser una habitación con vistas. Una frontera en la que no hay restricciones ni aduanas, sólo reflexiones, principios, algún código de honor, y muchas inquietudes.

¿Y cuáles son esas inquietudes? Pues las mismas que un día me movieron a lanzarme de cabeza a esa esta extraña locura que es el cine como oficio. Desde pequeño fui un peliculero que empezó dibujando las historietas de Tintín como si me sintiera el mismísimo Hergé, o copiando historias de guerra de las “Hazañas bélicas”, o recreando “grandes evasiones” y “desafíos de las águilas” con figuritas de plástico, cajas de cartón y un par de dados. Sin darme cuenta, en mi absurda y anhelada inconsciencia infantil, ya estaba contando historias. Sin darme cuenta, me estaba liando con una dama perversa con la que mantengo una impúdica, lujuriosa, pasional y compleja relación desde hace muchos años.

Otras han pasado por mi vida en forma de oficio, intentando convencerme de que ellas eran lo mejor para mí. Me ofrecían estabilidad y un futuro más despejado, y yo las hacía caso, las escuchaba y las seguía en su camino. Luchaba por llevar una vida normal, es decir, tener un horario de oficina, una nómina regular y unas vacaciones pagadas. Todo iba bien, aparentemente, hasta que siempre ocurría lo mismo: un canto de sirena se percibía desde una Ítaca lejana y revolvía mi interior. Como si fuera un zombi sediento de sangre, acababa volviendo a los lascivos brazos de esa misteriosa y oscura dama de mirada felina.

Es ella y sólo ella la que me trae de cabeza, me hace sufrir, me hace vibrar, me lleva al éxtasis pleno. Juega conmigo, me abandona a mi suerte, desaparece sin dejar rastro tras usar mi cuerpo y mi mente, para luego volver traviesa, enfilándome con sus ojos de gata libidinosa, sonriendo con la comisura de sus labios, agarrando con fuerza mis partes, insinuando que “tú no te escaparás nunca”, diciéndome al oído que soy sólo suya y que siempre lo seré.

Cuando creo haber huido, vuelvo a caer en su juego, en su tela de viuda negra, en el perfume de su depravación. Olvido a las demás, sus buenas intenciones de estabilidad, de hacerme hombre de provecho, de tener un futuro más sensato. Pero mi lujuria siempre me vence. Vuelvo a caer en una aventura sin un porvenir definido, sin un claro final.

Hoy estreno el objeto de una libidinosa historia que ha llevado unos años consumar. Ha costado lo suyo, pero ha merecido la pena. No sé adónde me llevará, pero que me quiten lo bailao, que dicen los castizos. Hace cinco años la pérfida dama volvió a visitarme, esta vez con un ajustado vestido negro que definía sus formas hasta el infinito, se había puesto una fragancia especial para la ocasión, una de esas que permanece por siempre en los entresijos de la memoria. Se acercó mirándome fijamente, con esos ojos felinos hipnotizadores, acerco su boca a mi oído y su profunda voz me prometió el éxtasis pleno. Me conduciría al paraíso del placer, pero me advirtió que no sería fácil, que me lo podría más difícil que nunca para poseerla de todas las formas posibles, que jugaría conmigo hasta el final.

Y así fue: he sufrido como un cabrón, arrastrado como un sumiso, pero al final he disfrutado como el peor de los viciosos. He llegado a la cima, estoy con una sonrisilla post-orgasmo de gilipollas, observándola a ella, admirando sus pecaminosas formas que nunca envejecen. Respirando profundamente, empapado en sudor, la veo sonreír como una niña traviesa, mientras me mira con sus ojos de gato. Al final, se ha incorporado, se ha vestido y me ha dicho al oído que lo disfrute, que ahora se marcha, pero que me preparé porque regresará, sin avisar, como siempre, con mayor imaginación, con más perversiones que cumplir.

Estoy tumbado echándola de menos, dudando si regresar con alguna otra que me haga sufrir menos, que me asegure un futuro, que me haga sentir una persona normal. Voy a hacerlo... Aunque sé que soy un hombre débil al que siempre vence una mirada felina.


(Hoy estrenamos Tchang)

lunes, 4 de octubre de 2010

La conjetura de Perelman

Nadie consiguió solucionarlo en cien años. Ni los más sabios, ni los más preparados. Era una de las suposiciones más anheladas de resolver por genios de cada esquina planetaria. Incluso había una recompensa millonaria estilo “western” para aquel ser de otro mundo capaz de deducirlo.

Ayer venía un impresionante reportaje en “El País” sobre un genio indescifrable llamado Gregory Perelman. Hace ya un siglo, otro iluminado de las matemáticas, un francés llamado Henri Poincare, desarrolló una serie de problemas a los que fue dando solución, desarrollando de esta forma una rama de la ciencia conocida como Topología, que es la ciencia que, básicamente, te explica que entre una taza de café y una rosquilla hay pocas diferencias, o llegando más allá, entre un triángulo y una circunferencia, por el hecho de que uno se puede transformar en el otro, sin necesidad de romperse o rasgarse. El caso es que para uno de los problemas, Poincaire no fue capaz de encontrar solución, concretamente para las cuatro dimensiones, es decir, los objetos dotados de un agujero. Para el común de los mortales, entre los que me encuentro, todo esto nos suena a chino, pero al parecer la resolución de este problema de matemática abstracta permite descubrir la forma del universo, y todo lo que ello supone como es ir encontrando una respuesta a este sinsentido en el que un día nacemos, y entonces nos planteamos ¿quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos?

De niño fui un desastre con las matemáticas, sin embargo, admiro a los matemáticos. Si el mundo fuese lógico, Dios sería matemático. La Biblia y El Corán serían un manual de trigonometría lleno de fórmulas, en lugar de cartas a los corintios o yihad enfurruñadas. Lamentablemente eso no ocurre y usamos el lenguaje de la moral, con lo que ello supone de definir si una cosa es blanca o negra, según ponga el culo en dirección a un lugar para orar. Las matemáticas son el único lenguaje universal, da respuestas a las preguntas, no hay blancos ni negros: o es cierto, o no es cierto; no engaña, no es deshonesta, no existe el blanco y el negro, ni circunloquios, ni eufemismos. Es un lenguaje puro. Por este motivo, Gregory Perelman, un iluminado llegado de otra dimensión, decidió mandar a recoger cebollinos a todo el mundo cuando se apropiaron de su trabajo. Lo peor de todo es que quienes lo intentaron fueron sus propios colegas matemáticos, y fue entonces cuando el mundo para Perelman se derrumbó. De golpe y porrazo lo que consideraba el único oasis honesto de una humanidad deshonesta, el mundo de las matemáticas, se fue al traste. Cuando Perelman resolvió el problema y lo colgó en la red de redes en tres fases, fueron otros los que se abalanzaron como hienas a decir que ellos habían sido los listos de turnos. El mundo perfecto en el que se había refugiado no existía como tal.

Dicen que Perelman vive apartado de todo y de todos junto a su madre, que rechaza los premios que le dan, entre ellos un millón de dólares por resolver la conjetura, que no responde a entrevistas, que lleva el pelo largo, barba y pinta de vagabundo. El otrora violinista que no fue un niño prodigio, como le ocurrió a otros genios, y que desarrolló su genialidad poco a poco y con esfuerzo, dicen ahora que sufre el síndrome de Aspergen, es decir, una falta de comunicación total con el mundo, como lo sufrieron Bobby Fisher o J.D. Salinger. Sin embargo, sus vecinos mantienen lo contrario, que el huraño Perelman sale de casa y es cordial con la gente.

Su maestro Ruksín lo explica en el artículo de “El País”: "Para comprender a Perelman, imagínese que el teorema es como su hijo, que en la infancia pasó por una enfermedad grave, durante la cual no sabía si sobreviviría o no. Mientras no has demostrado el teorema, mientras continúa siendo una conjetura, es como tu hijo enfermo. Y Grisha estuvo junto a la cabecera de ese hijo nueve o 10 años, luchando por su vida y cuidándolo día y noche. Por fin, el niño sanó, creció, es fuerte y hermoso; pero te lo quieren robar y te lo secuestran. Para Grisha fue como un secuestro cuando trataron de apropiarse del resultado de su trabajo. No pudo aceptar que un teorema pudiera ser comprado, vendido o robado".

Lo dicho: el único Dios verdadero y puro ya no existe, también lo matamos... por un millón de dólares.



(está en inglés, pero se entienden algunas cosas... espero les ilumine...)

martes, 21 de septiembre de 2010

El mañana me pertenece.

Todos tenemos nuestras lagunas. Yo reconozco no haber leído “El Quijote”. Quizás se me nota mucho, así que algún día resolveré tal afrenta a la literatura. No es el único, algún que otro incunable no ha pasado por mis manos, si bien he devorado mamotretos más grandes e, incluso, debo haber sido de los pocos capaces de leer las más de mil páginas de “Los siete pilares de la sabiduría” de T.H. Lawrence. Les garantizo que es mejor ver la peli de David Lean, o sea “Lawrence de Arabia”. Y hablando de pelis incunables, o clásicos irredentos, también debo decir que alguna se me ha escapado, aunque no voy a dar los nombres para no mostrar mis puntos débiles.

Trato, pues, de recuperar clásicos en ambas facetas y curiosamente acabo de ver una película que nunca me atrajo demasiado, aunque trascurriese durante una época de la que sí he leído mucho, y que no puedo negar me atrae, quizás por lo oscura de ella. Supongo que el hecho de ser un musical no ayudaba para que me resultase atractiva. Además, su protagonista (Liza Minnelli) siempre me produjo cierta grima, pese a los genes que portaba (el gran Vincent Minnelli). Ciertamente son pocos los musicales que me enloquecen, quizás por el hecho de no entender que un tío se ponga de pronto a cantar sin venir a cuento. Me gustó algo “West Side Story”, quizás por el atrevimiento de ser la primera película de este género rodada totalmente en exteriores naturales, como era el caso del Bronx neoyorkino. También disfruté con “Cantando bajo la lluvia”, película que podría considerarse una comedia musical. Me inquietaron, pero no fascinaron, “Chicago” y “Sweeney Todd”, ésta última del freak de Tim Burton, tipo que no me resulta demasiado simpático y del que sólo me gustan “Mars Attack” (por su mala leche) y “Sleepy Hollow” (por su oscuridad).

El caso es que nunca había visto “Cabaret”, y ahora que pasamos por una crisis económica que recuerda a aquellos tiempos convulsos, y que no puedo gastarme un duro en una de mis perversiones favoritas como es comprar cine (las otras son libros y cómics, además de alguna más, claro está, pero éste no es el marco adecuado), me tengo que conformar con revisitar títulos ya vistos, o hacerme con los que hoy en día regalan los periódicos a precio de saldo. Gracias a mi anciana madre, y su diaria compra del periódico conservador de las tres letras, pude hacerme con este clásico que ya tiene 37 años. En su momento ganó ocho Oscars de Hollywood que, aunque pueda sonar a motivo suficiente para lanzarse a ella, ni siquiera me llamaban la atención para echarle un visionado. Pero por fin solventé la pereza de años y me propuse verla.

Debo decir que no me ha disgustado, es más, algunos de sus momentos han quedado impregnados en mi memoria, en especial del que ahora hablaré y que da nombre al "glorioso" título de entrada. Por supuesto, una de las cosas que hacen imperecedera esta obra es la interpretación del inconmensurable Joel Grey como “maestro de ceremonias”. Su personaje irreal, cuyas apariciones sólo son durante los números musicales, y en algunos momentos fantasmales que presagian el oscuro futuro por venir, es lo mejor de la película. Pese a mi grima inicial, hay que reconocer que Lizza Minelli borda el personaje principal de la película, la corista sensible y desinhibida que canta eso de que “la vida es un cabaret desde la cuna hasta la tumba”, y bien que es cierto. El atípico triángulo amoroso sorprende, por lo peculiar y por la época en la que se hizo la película, tiempos en los que la bisexualidad ni siquiera estaba en el diccionario. Los números musicales, universalmente conocidos incluso por los que no han visto la película, ya han pasado a la historia, pero no por sus coreografías espectaculares, sino más bien por lo contrario: por la sencillez de ellas. Es allí donde un notable Bob Fosse demostró tener el culo pelado como coreógrafo. También debo reconocer que me aburren otras tramas secundarias como la historia de la mujer rica judía y su pretendiente, ciertos momentos cuando se aleja la acción del Kit Kat Klub y, por supuesto, Michael York, la nariz más curiosa de la historia del cine.

Pero, temas musicales aparte, lo que me atraía de esta película era el contexto histórico en el que se desarrolla, del que tanto se ha escrito, y que fue el origen del Monstruo, además del fin de una ciudad (Berlín) que, a principios de los años 30, fue ejemplo de liberación y vanguardia. Hay una escena que creo merece un sitio en el museo por los siglos de los siglos, amén. Ya sólo por ese momento de celuloide, el señor Fosse tendrá siempre mi gratitud y mis respetos. Una escena arriesgada, valiente, políticamente incorrecta, como se debe esperar de un GRANDE del cine. De hecho, quizás por ello, esta secuencia estuvo censurada en Alemania durante décadas, porque no había valor para reconocer toda la verdad que contiene. Es una escena que resume todo lo que ocurrió en aquel país, que cuenta en unos minutos la semilla que tuvo como fruto el momento más oscuro de la historia de la humanidad. En ella se nos muestra a gente corriente y moliente uniéndose a cantar por los tiempos gloriosos que perdieron, se nos enseña que el inicio de la sinrazón no es obra sólo de unos pocos locos y malotes tipo Fu-ManChú, sino que parte de gente normal que hace su trabajo, ama a su esposa, besa a su madre, cuida a sus hijos, paga sus impuestos y ayuda a los ancianitos.

Todo transcurre en un día soleado, en un paraje hermoso, verde y fastuoso. En las mesas exteriores de una taberna alemana, la gente pasa un agradable día en el campo. Las familias beben y comen, los niños corretean y juegan. Bryan (Michael York) y el honorable Maximilian (Helmut Griem) beben vino y se desean con la mirada. Es entonces cuando de fondo se oye una dulce voz. En primer plano vemos a un joven rubio, inmaculado, casi angelical, que entona una hermosa melodía. Las gentes dejan de comer y beber, se paran a escuchar, a observar al chico que, con nostalgia y emoción, da voz a las estrofas de la canción. Es una letra que rememora paisajes y lugares perdidos. De pronto, la cámara que nos ha mostrado la plácida forma de cantar del muchacho, baja desde su rostro inocente hasta la camisa parda que viste, junto a una esvástica que envuelve su brazo. La canción, que rememoraba lugares hermosos de su tierra, cobra ahora un tono imperial donde se anhelan glorias invisibles y tormentas por llegar. Poco a poco, al muchacho se le unen jóvenes, adultos, niños y familias enteras. Todos ellos ciudadanos normales que se levantan emocionados para cantar al unísono. Sólo un anciano se revuelve incómodo en su sitio, como si previere en esas estrofas lo que está por llegar. Es una escena hermosa que, incluso, llega a emocionar, lo que la hace más inquietante y, por ende, genial.

El caso es que si a un tipo como yo, al que no le gustan los musicales y las patrias, se le erizan los pelos con este momento, como sería en aquellos tiempos donde la gente corriente buscaba recuperar el mañana que, supuestamente, les pertenece.



(observen, vean, analicen, reflexionen...)

domingo, 12 de septiembre de 2010

Gente corriente

Hoy me he levantado con el colmillo atravesado. No es que yo sea Mister Simpatía, pero hay días en que la gente me cae especialmente gorda y en la que comprendo los sentimientos de asesinos en serie tipo Lecter o Jason. También me he dado cuenta que llevo tiempo sin escribir por aquí, quizás porque estoy enfangado en un relato enorme que quiero publicar por partes, para aburrir al personal y que luego se quejen y digan que es muy largo. Así que como hoy tengo un día atravesado, y quiero escribir para el blog, y no tengo ideas, voy a hacer algo que me produce especial placer: meterme con la humanidad.

Ayer, en una fiesta de cumpleaños, ya con unas cervezas de más, deseando largarme, aburrido como estaba de decir chorradas absurdas y estériles, en conversaciones absurdas y estériles, hubo un momento en que la cosa se puso un poco interesante, quizás porque aproveché para sacar ese lado oscuro (que uno tiene oculto a lo Hyde), en el que me gusta provocar al contrario palpándole la bolsa escrotal, o lo que comúnmente se conoce como tocar los cojones, vamos. Generalmente la gente rehúye el conflicto, es normal y lógico, estamos acomodados, ya no necesitamos pelear para sobrevivir y lo tenemos todo fácil. Ante todo somos civilizados, políticamente correctos, unas ONUS con patas. Lo civilizado es largar del contrario por la espalda, como Tomahawks preventivos, mientras no nos ensuciemos y quedamos superbién y superguay del Paraguay.

A veces, son muy escasas, hay gresca y te encuentras con la horma de tu zapato, con otro/a que recoge el guante de la provocación, y entonces responde. Algunos lo hacen de manera brillante, otros calentándose, lo que caldea el ambiente. En esas escasas situaciones, los contendientes suelen separarse cuando la cosa llega a extremos, diciendo eso tan manido y políticamente aceptable de “respeto tu opinión, pero no estoy de acuerdo” (¿Y si tu opinión es un coñazo, o una gilipollez, o una mierda, colega?). Pocas veces termina el asunto con violencia física, aunque puede darse el caso, sobre todo si hay alcohol de por medio y el de enfrente tiene una vena poligonera. Así que mi recomendación a los que lleven gafas como yo, y quieran ir provocando por la vida, es quitárselas a tiempo, que el mundo de la Optometría se ha puesto por las nubes. Todo ello salvo que seas de los que golpean primero, algo que no suele ser el caso si eres un gafotudo, y fuíste más bien de los que reciben primero, para lo otro hay que tener mucha calle. Pero como digo, estas situaciones son excepcionales, generalmente todo queda en una gresca dialéctica, más o menos brillante, más o menos caliente, más o menos absurda.

Toda esta cháchara viene a cuento de que ayer saqué el lado provocador en un instante de la noche en el que me aburría. Fue con una chica que en principio no me cayó mal, pero la conversación, por obra de otros, derivó hacia preguntas sobre el mediometraje que estamos a punto de estrenar, y del que he comentado alguna cosa por aquí. Ella me dijo algo que me suelen decir muchos: que es demasiado largo para ser un corto. Yo le respondí que es un mediometraje, porque para eso dura casi media hora, y que todo depende de cómo esté contado: si es un coñazo, entonces la media hora parecerán las cinco horas del “Napoleón” de Gance, una obra indispensable, por otra parte. Ella no entendía bien el concepto mediometraje, e insistía en que había hecho un cortometraje demasiado largo, algo que me suelen decir con frecuencia. Suelo defenderme con un absurdo argumento que evoca nuestra memoria pasada. Siempre hablo de esa obra imperecedera llamada “La cabina”, aquella historia para televisión donde un tipo corriente y moliente se queda encerrado en una cabina. Todos enseguida recuerdan, todos enseguida afirman que era cojonuda, y nadie se acuerda de que era un mediometraje, e incluso película, si uno mira la definición de Wikipedia. El caso es que todo ello nos hizo llegar a otra discusión sobre el cansancio que le provocaban las películas de más de dos horas y que estaba harta de historias tan largas.

Como digo, la chica en cuestión no me cayó mal, pero de pronto soltó ese argumento que ya había escuchado en tantas y tantas ocasiones, un cliché que me sonaba, un Deja Vu dialéctico que ya había vivido, y eso fue la luz roja para buscar la vena, la provocación dialéctica. Argumenté, ya pasado de rosca, que era una pena que ya no se hiciesen películas de cuatro o cinco horas, quizás sólo por el regusto de escuchar a la gente bufar en desaprobación como si fueran búfalos en celo. Le argumenté que ya todo lo queremos trillado, facilón, mascado. Las películas tienen que durar dos horas, o menos, los libros 400 páginas, o menos. Los iPhones, los iPad y el resto de “íes” de la marca de la manzanita, nos lo ponen todo fácil. Curioso mundo éste donde el dedito índice ha cobrado tanto protagonismo, mientras que en el pasado sólo servía para hurgarse la napia en el semáforo o hacer un tacto rectal. Y no digo que estén mal, pero nos pesa el culo para someter a nuestro cerebro a algo más que una pantalla táctil. Básicamente le dije que nos habíamos vuelto una cuadrilla de gilipollas. Ella no estaba de acuerdo, porque si todo el mundo hace lo mismo, eso debe significar que tan malo no es y hay que innovarse. Puede ser, pero si algún día se pone de moda hacernos el tacto rectal en los garitos, espero ser un fugitivo más buscado que Han Solo.

Ya no se escriben libros de 1000 páginas, salvo que seas un loco, y tu editor otro parecido. Por no hablar de películas de más de tres horas, salvo que seas otro pirado, y tu productor un tanto de lo mismo. Todo tiene que ser trillado, convencional, corriente, pero no sólo la ficción, TODO: el trabajo, las hipotecas, las opiniones, las amistades, la familia, los amigos, las vacaciones, los amores, las conversaciones, las casas, los juegos, los principios. Si te sales de la medida (y de la media), si escribes 1000 páginas, si haces una peli de cuatro horas, si mantienes una opinión estrambótica, si nos eres políticamente correcto, si no quieres pareja, familia, hijos, hipoteca, vacaciones, si te sales de la tangente, si polemizas o levantas la voz cuando te pisan la moral, o el callo, eres un freak parecido al de la “Parada de los monstruos”, aquella peli de Todd Browning donde unos pobres enanos de circo eran manipulados por una rubia hija de la gran puta.

Supongo que la chica pensó que tampoco era cuestión de polemizar sobre algo tan banal, quizás pensó que soy un talibán conceptual, algo que suelo escuchar a menudo en boca de gente cercana a mí, quizás porque no merecía la pena discutir sobre ello, el caso es que finalmente concluyó el debate estando de acuerdo conmigo en la estupidez generalizada que nos rodea. Digamos que nunca se convirtió en una pelea dialéctica, sólo fue un intercambio de opiniones para volver a ser corrientes y molientes y empezamos de nuevo a hablar de naderías gilipollescas. Una pena, me volví a aburrir mucho, y al final me acabé marchando.

No sé, quizás los freaks de hoy son las Belén Esteban del mundo, manipuladas por ejecutivos de televisión, rubios o no rubios hijos de la gran puta que, algún día, cuando estén suficientemente forrados, las tirarán al cubo de basura de donde proceden, para buscar algo nuevo que ofrecer a la gente que no quiere complicarse la vida. Quizás en un futuro el dedo índice pasará a la historia, quizás lo táctil sea otra cosa, quizás el tacto rectal se hará con la mente y quizás cagaremos por la oreja, quizás todos estaremos de acuerdo en todo y así no habrá discusiones banales, quizás las películas duren media hora y los libros te los contará una maquina. Quizás sea un mundo feliz. Con seguridad será un mundo lleno de gente corriente.



(No sois vuestro trabajo, no sois vuestra cuenta corriente, no sois el coche que tenéis, no sois el contenido de vuestra cartera, no sois vuestros pantalones. Sois la mierda cantante y danzante del mundo...)

miércoles, 4 de agosto de 2010

La playa perfecta

Es una línea del horizonte que se pierde en un mar azul, una playa de arena fina, un cubo de playa color rojo y en medio de todo ese cuadro una niña que escarba en la arena, recoge montoncitos y desliza sus millones de granitos entre sus dedos, como si los contara uno a uno, como si analizase su composición, su forma, su estructura, contenido o composición. Ésta sería la descripción de la playa ideal para Miguel Gallardo, dibujante de cómics. Es el lugar soñado por él, el lugar donde su hija María, que padece autismo, sería siempre feliz, contando la arena, como si sólo ella, en su universo especial, fuera la única que conoce un secreto inalcanzable para el resto de mentes convencionales.

El otro día pude ver por fin el documental, o más bien la película documental, “María y yo”, dirigido por Félix Fernández de Castro, basado en el cómic del mismo nombre, uno de los mejores de los últimos años, premiado en innumerables sitios, y que ratifica esa Edad de Oro por la que pasa el cómic español. No me considero especialista en el tema, pero sí aficionado y debo decir que historias como “Arrugas”, “El arte de volar”, “El vecino” y la ya mencionada “María y yo”, engrandecen este género en el que todos nos adentramos de niños, y en el que unos cuantos nos quedamos, pese a que nos miren raro.

En la película se nos cuentan las peripecias de una peculiar pareja: un dibujante de cómics, que entre otras cosas es autor de “Makoki”, historieta mítica de los ochenta, y su hija autista de 14 años. Uno podría esperar un humanista, dramático y comprometido documental que muestra la tragedia del autismo y el aislamiento social de los que lo padecen. Muy al contrario, si algo sorprende de esta maravillosa historia, que ya lo era en el cómic, es su optimismo vital y su espacial sentido del humor, mostrado sobre todo a través de las animaciones y viñetas del propio Gallardo.

Conmueve escuchar a este hombre decir que en una sociedad avanzada como la nuestra, donde se tiende a la igualdad por decreto, donde todos deben tener las mismas oportunidades y ser igualitos, con su curro, su hipoteca, sus vacaciones, él sólo desea que su hija sea diferente. No quiere que la integren, no quiere que la enseñen a subir folios del cuarto piso al octavo y a decir buenos días, que todos sonrían y pongan cara de políticamente correctos e integradores. Él sólo sueña con que su hija sea feliz tal y como es, con su propio mundo, especial, único, lleno de granitos de arena, de listas interminables de nombres, de papelitos de colores con los que estampar el suelo de los aviones.

María y yo nos cuenta las vacaciones de Gallardo y su hija en un Resort de Canarias, lleno de guiris gordos color salmón que bailan al borde de la piscina y que comen sin parar gracias a pulseritas que evitan “a los peligrosos nativos”. En medio de ese enjambre de vikingos tostados, de manera surrealista, una pareja especial repite cada día una rutina con la que hacer sentirse cómoda a la niña, y que no hay que saltarse ni un milímetro: desayuno, paseo (siempre por los mismos sitios), piscina, buffet, playa, cena y, antes de coger el sueño, repetir nombres y nombres de personas que pasaron por su vida. También nos muestra la red de cariño que Miguel y May (la madre) han tejido alrededor de la niña: familiares, vecinos y amigos de Barcelona y Canarias de los que María recuerda cada uno de sus nombres, sin fallar en ninguno. Su padre les pone cara a todos ellos en cuadernos de alambre donde los dibuja y que sirven de biblia particular al universo de su hija.

Por su profesión, Miguel Gallardo reside en Barcelona, pero son constantes sus viajes a Canarias donde vive María con su madre y el resto de la familia. El documental nos muestra también cómo educan a María en una escuela especial y sus avances desde los dos años. Nos cuenta la angustia inicial de la madre cuando decía, y nadie la creía, que el bebe que habían tenido le ocurría algo, que no daba ni mostraba muestras de cariño alguno, que se escondía en un rincón de la cuna. Pero son momentos solamente ya que toda la historia está contada con un gran sentido del humor y subrayada con una magnífica banda sonora, como el conmovedor baño del padre y la niña en la piscina del Resort, con la música de la banda Antonia Font y su “Batiscafo Katiuscas”.

Imagino que todos ustedes estarán muy ocupados tumbados a la bartola en una playa, o con una sangría en la mano, o un mojito, cogiendo el tono gamba del que luego presumirán en septiembre. Lo entiendo, yo haría lo mismo si pudiera. La peli no está en muchos cines y no tengo ni idea si se ha estrenado en toda Apaña. Pero si tienen la oportunidad de encontrarla y están hasta las cejas de la playa, los niños, la suegra, la abuela, y en especial de su pareja, les animo a ver esta pequeña joya. Además, también sale una playa... y es perfecta.


lunes, 12 de julio de 2010

El Reino de los Cielos

No sé ni qué título poner. Tengo resaca y estoy poco inspirado. Cuarenta años tardé en verlo, casi tantos como aquél tardó en morirse. En el fondo ha costado sangre, sudor y lágrimas. La sangre derramada como consecuencia de los golpes barriobajeros de unos que se hacen llamar futbolistas. Las lágrimas de un portero con vocación de salvador, al que pusieron en duda, olvidando que los héroes de la calle siempre vuelven. Sus lágrimas al final ponían los pelos de punta, por no hablar de ese beso, merecedor de ser el final de una gran película, de un clásico imperecedero. El sudor de una especie de Tarzán que ha corrido y corrido sin parar, como si la vida le fuera en ello. Es su sudor, el de sus compañeros, el de todos, el que he transpirado en este mes, en este día, cuando a cuatro minutos del final pensé que el puñetero azar, destino, o como quieran llamarlo, se lo tenía que devolver a unos holandeses que hubo un tiempo en el que jugaban al fútbol, como si fueran los últimos románticos, pero que hoy sólo han sido once macarras peligrosos.

Creo que el título debería ser “justicia poética”, porque el fútbol ha ganado, porque un pequeño poeta, genial y malabarista ha marcado el gol decisivo, como debía de ser, aunque no le elijan mejor jugador del torneo unos gordos que deciden estas cosas. Da igual, que la chupen, que la sigan chupando, que den el premio a guaperas que les queda mejor el uniforme de una multinacional. El mundo, las empresas, los gobiernos, las multinacionales, están dirigidas por absurdos gilipollas y eso hace tiempo que lo sabemos.

Pero creo que ya sé cómo voy a llamar a esta historia, a estas líneas que tocan el cielo, que nunca pensé que podría escribir. Como en todo momento de gloria, uno debe recordar a muchos, porque para llegar hasta aquí, hay que mirar hacia atrás y recordar a tantos. Quizás nunca tantos debieron tanto a tan pocos.

Así que lo de ayer nos debe hacer recordar a los que ya no están, a los que nos dejaron, a los que no pudieron verlo. A los de aquella otra fecha que también cayó en once, pero que fue un once infame y sangriento, que nos heló el corazón para siempre. A los miles de olvidados en las cunetas de una guerra injusta y cruenta, que rompió un país en dos, cuya brecha nunca pensamos sería salvada. A los cazados por los lobos iluminados, los fanáticos, los del odio, que por ellos también va.

A los que no tienen trabajo, a los humildes, a los que no tienen nada, a los que se arruinaron, a los que robaron un futuro, a los que tienen un destino incierto. A los que desesperan, a los que hacen cola en busca de un trabajo, a los que madrugan, y a los que no, a los que curran con sus manos, con sus mentes, con su espíritu.

A nuestros abuelos, que nunca lo vieron. A nuestros padres, que nunca lo creyeron. A nuestros hermanos, que nunca lo soñaron.

A los que creen que con la belleza también se gana, y si no se gana, al menos se intenta, sin perder un estilo, sin perder una forma de vivir.

A los sensatos, a los que no levantan la voz, a los hombres tranquilos con bigote que, cuando van mal las cosas, se mantienen firmes, serenos, mientras el resto grita.

A los héroes anónimos, a los que caen y se levantan, a los que persisten, a los que en el pasado lo intentaron pero que fueron derrotados, a veintitrés tipos que cuando salen al campo sólo saben y quieren jugar.

A los poetas.

Porque de todos ellos será El Reino de los Cielos.



(Pues ale, recuerden siempre este día, este momento, esta narración, este gol)

martes, 6 de julio de 2010

Fútbol

No tuve nada en común con mi padre. Hablábamos poco, no me gustaban sus ideas políticas, ni su oficio de milico, de aquellos que hicieron que su forma de pensar dividiese a todo un país. Le respeté, pese a las muchas veces que quise mandarle al carajo a él y a los suyos. No me impuso su forma de pensar ni una línea a seguir, si bien nunca estuve seguro de si realmente le interesaba el camino que tomé en la vida, un camino extraño e inhóspito, poco ortodoxo, nunca recorrido por nadie de la familia. Creo que al final lo entendió, o así espero que fuera, aunque no pudo ver los resultados. Sus últimos años fueron tranquilos y apacibles, ya alejado del ejército; sus últimos meses fueron una agonía, rehén de una enfermedad que dejó su cuerpo de armario convertido en guiñapo. Lo único que nos unió durante tantos años, lo único de lo que hablábamos cuando estábamos juntos, lo único que vimos juntos en la sala de estar siendo yo un niño era una sola cosa... fútbol.

El pasado sábado se produjo algo inédito en mi vida, algo de lo que nunca pensé sería testigo, algo que era una especie de quimera que te contaban otros de hablas distintas a la tuya. Tras años llenos de desgracias, gafes, malas fortunas, injusticias, o como se le quieran llamar, tras años de frustraciones, lágrimas infantiles, oportunidades perdidas, por fin, el cielo se abrió y pude ver a una selección española pasar de esa maldita maldición que parecía cosa de vudú: los cuartos de final de un Mundial.

Es algo absurdo, lo sé, mi vida no va a cambiar, no voy a ganar más dinero, no voy a encontrar trabajo, no me voy a ligar a una rubia libidinosa, no me va a llamar Spielberg para preguntarme dónde había estado escondido todos estos años. Es algo inútil, grosero por todo el dinero que mueve, incluso inmoral, si lo quieren ver así. Sin embargo, para millones personas a nivel global es algo único, algo en lo que les va la vida, los sueños, los anhelos, las frustraciones. Quizás porque para entender todo esto hay que entender qué es el fútbol, que es como decir qué es la vida, aunque suene pedante o exagerado.

Noventa minutos en un campo de fútbol representan, a pequeña escala y resumido, los momentos por los que un mortal pasa por la vida: esfuerzo, inteligencia, estupidez, sudor, dolor, frío, calor, barro, violencia, sangre, coraje, cobardía, trabajo, suerte, épica, frustración, alegría, mediocridad, fealdad, belleza, arte, leyenda... seguramente inmortalidad. Siendo como es un deporte antinatural, se juega con los pies, extremidad que sirve para sostenerse lo mejor que se puede al suelo (como para ponerse a hacer virguerías con un balón), resulta aún más admirable que despierte pasión en todo el planeta. Son muchos los que juegan, y otros tantos los que se dejan llevar y, al ver una lata, le dan un puntapié con el mejor estilo posible. Ya lo dijo Bill Shankly, el mítico entrenador del Liverpool: “Algunos creen que el fútbol es solo una cuestión de vida o muerte, pero es algo mucho más importante que eso".

Estos días, en algunas redes sociales en las que me muevo, es decir, personas de las denominadas instruidas, amantes del cine y la cultura, de las lecturas y las reflexiones, han tocado las trompetas de Jericó para declarar lo deplorable, inculto, obsceno y aborregado que es el fútbol. Se excusan en el dinero que mueve, en que los futbolistas son millonarios, en el patrioterismo rancio que despierta en el pueblo.

Yo soy poco o nada de banderas, y menos de camisetas con símbolos o escudos, pero habría que analizar el asunto. En otros tiempos la gente de izquierdas solían despreciar, y con razón, la bandera que les había ganado una guerra. Pasado el tiempo, y aunque durante años el color rojigualda fue la identificación de la derecha más carpetovetónica, ahora se puede ver que, durante un mes de campeonato, esos colores acompañan la indumentaria de personas con ideologías dispares que, con total naturalidad, ven los partidos juntos, se emocionan y sufren unidos ante la adversidad, saltan y dan brincos cada vez que el Espiri González asturiano marca. Incluso ocurre algo inimaginable en otro tiempo, como ver la bandera española compartir lugar con la bandera multicolor del Orgullo Gay, otros de los oprobiados en el pasado por los rancios portadores de la raza ibérica. Todo esto ha sido conseguido por el fútbol, el maldito e inculto fútbol, el opio del pueblo.

El motivo por el que algunos detestan lo que el resto ama, creo pasa por no haber dado nunca una patada a un balón. Por supuesto, hay gente que ha jugado a este deporte alguna vez y eso no significa que obligatoriamente se hagan aficionados, pero quizás por ello no lo desprecian, no tildan de borregos a los que lo siguen. Quizás la pose del rebelde guey que odia el fútbol sigue quedando bien, aunque deberían saber que incluso Albert Camus, un gurú de la intelectualidad europea del s. XX y que escribó "El extranjero", jugó al fútbol, y encima de cancerbero. “Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”, llegó a decir el narrador e intelectual francés.

Dan igual los argumentos a favor o en contra, si alguien odia este deporte lo seguirá haciendo, así que no me voy a poner a convencerles, que les den, o mejor, que la chupen, que la sigan chupando, que diría aquél, si bien me jode que me llamen borrego, pese a que admiro su tranquilo modo de vida. En mi caso, hace miles de años que no juego al fútbol, es lo que tiene ser un peculiar gafapasta del cine, pero recuerdo que hasta los 18 años mi mundo giraba en torno a él, a partidos eternos jugados en un campo de tierra, a equipos a los que bautizamos como “buenos” y “mantas”, pero donde los mantas podían ganar, a balones de plástico duro que hacían más daño que un puñetazo de Tyson, a sueños donde tiraba una falta y marcaba el gol decisivo. Todavía hoy, ya adulto, a veces sueño con el tacto de aquellos balones de cuero, con jugadas, con dar patadas a un balón, con tener unas botas de fútbol y el sonido de los tacos antes de salir al campo.

El pasado sábado la gente explotó de alegría, ahora que son malos tiempos para la lírica. No sé qué mal hay en ello y por qué no puede ser compatible con un buen libro, una gran película, una buena música o una mejor reflexión. Como siempre el sectarismo y el odio cainita hacen su aparición. Hubo incluso alguno que lloró, como un buen amigo, enorme y fuerte él, pero emocionado como un niño. Le entiendo completamente, el fútbol es eso, un reflejo de la vida, una metáfora de ella, y cuando un día se alcanza la cima que tanto ha costado subir, y que pensabas que nunca llegaría, las emociones afloran. El fútbol, el destino y la vida a veces son justos, aunque la mayoría de las veces no existe la justicia poética. En mi caso, curiosamente, tras los botes iniciales y las cervezas bebidas, tuve un pensamiento: mi padre nunca llegó a ver esto.



Es probablemente el mayor gilipollas planetario, sin embargo de futbolista fue capaz de hacer esto, algo que explica qué es el fútbol... Baudelaire estaría de acuerdo)

viernes, 25 de junio de 2010

El arte de volar

Es el nombre de un tebeo, bueno de un cómic, o lo que ahora se conoce en plan culto como novela gráfica. Probablemente es la historia más desgarradora que he leído en los últimos tiempos. Es la obra de un veterano guionista llamado Antonio Altarriba, pero también es la obra de un hijo llamado Antonio Altarriba, que resultan ser la misma persona. Y digo esto porque, presentado como un cómic, se nos cuenta la vida del padre de Altarriba que, a la edad de 91 años, decidió tirarse desde la ventana del cuarto de piso de la residencia geriátrica donde estaba internado. El propio autor lo narra en el prólogo de su obra: “mi padre tardó 90 años en caer de la cuarta planta”.

¿Qué lleva a un anciano al que apenas le queda un suspiro de vida a tomar tan drástica decisión? Si quieren descubrir la respuesta, sólo tienen que leer “El arte de volar”, probablemente el cómic, yo diría el libro, que mejor ha retratado el último siglo de la triste historia de un país al que muchos llaman España, y yo la conozco como Apaña.

Los dibujos de esta pequeña obra de arte han sido realizados por Kim, al que todos reconocerán como el cachondo mental creador de “Martínez el facha”, el facineroso bigotudo malhumorado con cara de Sazatornil, que desde hace años hace reír a los seguidores de esa joya satírica conocida como “El jueves”. Aquí se ha puesto serio, sino lo ha sido siempre. Por sus trazos descubrimos la época de la Dictadura de Primo de Rivera, el auge de la Segunda República, la Guerra Civil Española, el exilio a Francia, la Segunda Guerra Mundial, los oscuros años del Franquismo, y la nueva democracia. Todo un siglo visto a través de los ojos de una persona que, como dice en un momento del cómic, sólo quiere trabajar y vivir en paz. Es la crónica de un hombre que resulta ser víctima de las circunstancias sociales e históricas que le tocaron vivir.

Algunos pensarán que es la típica historia sobre la Guerra Civil, con su carga política, su rollo ideológico, su carácter maniqueo. Y aunque hay de todo ello un poco, no se puede negar que la historia de este país siempre ha tenido un poco, o un mucho, de todos estos aspectos, pero ante todo es la historia de un fracaso absoluto, de los sueños arruinados de alguien que una vez pensó que otro mundo era posible.

Casi siempre he rehuido de este tipo de historias. Cada vez que sale una película, o un libro, que tiene como contexto la Guerra Civil, o el Franquismo, huyo con pies ligeros. Como si no quisiera saber nada, aunque el motivo muchas veces se encuentra en la calidad de obras que suelen dejar mucho que desear (un ejemplo la adaptación de “Los girasoles ciegos”, un inmenso libro y una patética película), más preocupadas en soltar el mensaje o la perorata, que en contar algo que guste a un público general, pese a lo peliagudo que supone siempre enfrentarse a esa parte de nuestra historia.

En mi caso el motivo de huida es sencillo, vengo de los vencedores. Mi familia, no toda, pero una parte importante, son de los que presumieron de eso que se llamó “La Gran Cruzada Española”. Quizás por ello, quizás por el rechazo a lo que vi y me contaron de niño, quizás por mirar hacia otro lado, huyo de esas historias. Todavía recuerdo con apenas 15 años mi primer viaje transoceánico, una de mis obsesiones con las que martilleaba a mis padres con la excusa de estudiar inglés, pero cuyo objetivo era viajar al lugar de donde procedían esas películas que alumbraban mis sueños, conocer esas calles, esos coches enormes, esos billetes de dólar que, después de dos siglos, son iguales a los que manejaban los pistoleros. Y fue allí, en concreto en la Costa Oeste, donde me di de bruces con la realidad de un pasado que yo desconocía, o del que no quería saber.

Para mí los rojos fueron los malos, los pérfidos que quemaban iglesias, los de la matanza de Paracuellos, los que querían hundir España. Fue allí donde la familia americana que me acogía me llevó a pasar un día con una comunidad de españoles que vivían en esa parte de California. Y fue allí donde descubrí a unos ancianos que añoraban su tierra, su sol, incluso el hambre que pasaron. Fue allí donde oí por primera vez a alguien mentar a la madre del cabrón de Franco. No lo podía creer, pero era así. Esos eran los perdedores de aquella guerra que nunca me interesó, a la que no presté atención salvo en un antiguo juego de tablero que me hizo pasar tardes gloriosas, el preámbulo de la Segunda Guerra que inundó mis lecturas.

Muchas veces he pensado en ese momento, en ese encuentro con exiliados. Y con los años uno imagina la nostalgia que tuvieron que arrastrar todos esos que huyeron. Sin embargo, hubo otros muchos que se quedaron, que durante cuarenta años permanecieron callados, que vivieron una vida que no fue la suya. De eso trata “El arte de volar”, de la historia de un hombre que nunca pudo vivir la vida que quiso. Es una historia dura, triste, muy triste, que, al terminar de leerla, te hace sentir un vacío enorme. Y uno entiende el homenaje de Altarriba a su padre y las preguntas que le debieron surgir para intentar comprender el suicidio de su progenitor. Son las mismas dudas que yo sigo teniendo para entender el maldito odio cainita que, a fecha de hoy, sigue existiendo en este país. Me cansan las posturas inflexibles de unos y otros, me da igual que unos piensen que tenían más razón que los otros, esa verdad absoluta es algo que no existe, es tan real como Obi Wan Kenobi con el sable láser. La única verdad absoluta fueron años de penuria, de oscuridad, de familias divididas, de hijos y nietos que todavía intentan averiguar dónde están los suyos, de cómo se pudo llegar a esa locura, de cómo un anciano con 91 años decidió echar a volar.





miércoles, 16 de junio de 2010

Greatest hits

Pues nada, se acabó la Feria del Libro, empieza el Mundial, la hemos cagado en el primer partido, como siempre, quizás por tanto bocas que nos daba campeones antes de tiempo, así que he decidido hacer escapismo y recordar los grandes momentos de la Feria del Libro 2010. El cuarto año que trabajo en ella para ganarme unos cuartos mientras sigo peleando por ser cuentista algún día, aunque debería meditar ser trompetista. Pero bueno, mientras ello llega, aquí les dejo con los grandes momentos, los grandes personajes, las grandes preguntas, las grandes afirmaciones, las grandes respuestas de un lugar incomparable y privilegiado de Madrizz que, durante 17 días, está lleno de libros:

Grandes personajes de ayer y hoy en la Feria del Libro: un señor viejuno, montando una bicicleta, con un uniforme mezcla guardabosques y militar de los 70, una gran bandera de Apaña, un megáfono y un cartel "Antonio es necesario"... su lema al megáfono: Cataluña es Apaña... y algo más que decía, pero al alejarse sólo pillé lo de “hubo un tiempo...

Grandes sorderas de ayer y hoy en la Feria del Libro:
-Espero que tengas "Nuestro tiempo"...
-Sí, bueno, la verdad es que si llueve es una putada...
-Eh, no, si yo me refiero a la revista.
-Ya, ya.

Grandes búsquedas de ayer y hoy en la Feria del Libro:
-Oígame, ¿tiene números atrasados de Dirigido por?...
-Sí, creo que tengo alguno...
-Verá, es que yo busco de los primeros, concretamente de 1938...
-Eeeeeeh, así media hora.

Citas bíblicas de ayer y hoy en la Feria del Libro: y los cielos se abrieron y la furia del Señor se desató, diluviando durante siete días con sus sietes noches. El agua lo cubrió todo sofocando el terrible calor. Todo quedó arrasado, salvo una caseta con revistas indescifrables y un hombre con barba y gafas que exclamó: ¡¡¡gracias, coño, ya era hora!!!

Grandes imbéciles de ayer y hoy en la Feria del Libro: un individuo desconocido se acerca y entonces...
-Hola, qué tal, ¿me guardas el casco en tu caseta?
-No.
-Es por no tener que cargar con él por toda la Feria...
-Si te suscribes a una revista, entonces... quizás.

Grandes utopías de ayer y hoy en la Feria del Libro:
-Verá, buscamos una revista para regalar a un amigo...
-¿De qué tipo?
-De política...
-De esas hay muchas, verá tiene El viejo topo, Utopías...
-No, no, una que enseñe a ser un buen político...
-Eeeeeeeeeeeeeh... y así dos días.

Grandes reflexiones de ayer y hoy en la Feria del Libro: "¡¡cómo coj... se cambia el pu... rollo de la mie... del datáfono de los co...es ¿¿¿Por qué no entras puñ...ro ca... azo malp...ido??? ¡¡¡Me ca... en la pu... madre del bas... hijo pu... que lo inventó!!!

Grandes momentos de ayer y hoy en la Feria del Libro:
-¡Mire, usté!, yo soy el mejor poeta y cantante de Apaña, mejor que el Miguel Bosé ése...
-Sí, bien, ¿pero le interesa alguna revista?

Grandes anarquías de ayer y hoy en la Feria del Libro:
-Oye, perdona, ¿tenéis alguna revista sobre el caos en general??
-Eeeeeeeeh... así una hora.

Grandes preguntas de ayer y hoy en la Feria del Libro:
-Oyeees, ¿tienes revistas de hip hop?
-Nop, tengo de música barroca, motherfucker.

Grandes respuestas de ayer y hoy en la Feria del Libro:
- Oiga, ¿la Feria hasta cuándo está?
- La Feria es eterna, señor mío.



jueves, 27 de mayo de 2010

Gracias

En la madrugada del pasado lunes 24 de mayo de 2010 ocurrieron dos cosas:

Empecé el que era mi último día de rodaje de Tchang, tras tres largos meses de rodajes espaciados, con sus respectivas pre-producciones y lo que ello supone de trabajo.

Terminó la que ha sido y será por el momento la madre de todas las series. Sí, Los Soprano, Battlestar Galáctica, The wire y Band of brothers son obras maestras incontestables, pero para mí hay un antes y un después de Lost. Y también sé que la turba cabreada busca a Lindelof y Cuse guadaña en mano para hacer justicia por no dar respuestas a tantas incognitas, respuestas que, por otra parte, nunca hubieran estado a la altura si hubiesen decidido intentarlo. A pesar de todo ello, imagino que conseguir hacer del final de una serie un momento global en términos de emisión, convirtiéndose en un hito sin precedentes, debe significar algo.

No podía dejarlo pasar. Ya he escrito aquí sobre ella y ahora que ha terminado y me ha dejado un poco huérfano, no podía pasar la ocasión de despedirme, como toda gran amante se merece. Uno siente una especie de vacío, y como dice el gran Hernán Casciari, suena al final de una relación al que se le fue el amor de tanto usarlo. Uno siente esa misma nostalgia del amor terminado, apagado, roto. La melancolía te invade, te arrastras por los lugares, te mueves por tu rutina como si fueras un muerto viviente, todo lo que ves y que te rodea, te recuerda a ella.

Casciari, en su último artículo sobre esta serie que ya es parte historia de la ficción de todos los tiempos, menciona ocho tipos de espectadores que han surgido tras la visión de “The end”. Por supuesto, un porcentaje muy alto es de los escépticos y cabreados, pero también hay un grupo, entre los que yo creo encontrarme, que desde hace cinco años se baja puntualmente cada episodio por internet (gracias al inmejorable trato con el que nuestra inefable televisión pública emitió la serie al principio... tampoco es que los guays de Cuatro la hayan tratado bien en su emisión, pero al menos la han promocionado bien) y que la he visto en inglés, con sus subtítulos, como debe ser. Contando los días para la premiere de cada final de enero, sintiéndome solo con cada finale de mediados de mayo. Somos el grupo de los agradecidos, de gente también escéptica con todo, que le vemos defectos y problemas, que somos conscientes de que una serie no puede cambiar el mundo, pero que también sabemos del poder de la ficción y que, en este caso, ha sido capaz de paralizar el planeta, crear foros de opinión, aparte de amigos y enemigos que se suman a uno u otro bando de la misma manera que el humo negro y Jacob se ganan adeptos.

Me enganché a ella por casualidad, como casi siempre con estas cosas, una tarde en el que estaba tirado en el salón de la casa de mi madre, mientras mi hermana planchaba con la compañía de la televisión. Recuerdo que era un domingo de principios de verano y emitían un episodio de la primera temporada. Había oído hablar de su estreno y el impacto que había causado en USA el episodio piloto dirigido por un tal JJ Abrams. Pero la historia de unos náufragos en una isla perdida, recordando la película de Tom Hanks, se me hacía imposible para una serie de larga duración, por no decir cansino. Craso error el mío.

Fue un momento, un personaje, lo que me atrapó. Ese personaje era un calvo que en sus flashbacks iba en silla de ruedas y al que la vida había tratado a patadas. Un tipo gris y solitario que se quería valer por sí mismo y que odiaba que le dijesen lo que podía hacer. Un hombre dispuesto a demostrar su valía y que tenía un destino y un motivo por el que había venido al mundo. Y ya con eso me ganó y conquistó la muy golfilla. No necesitó una caída de ojos, ni una sonrisa picarona. Se valió de John Locke, el hombre de fe, el hombre que le contaba a un niño al principio de la serie la clave de todo, resumida en las piezas de un juego más antiguo incluso que el ajedrez, conocido como Backgammon. Decidí ver más episodios, y ya enganchado a ella, volví a los primeros.

Entonces descubrí una serie de aventuras, con personajes ambiguos, todos ellos con pasados oscuros; descubrí una serie que se atrevía a romper el ritmo narrativo televisivo con constantes flashbacks; descubrí innumerables claves, secretos y misterios que recuperaban los mejores folletines clásicos de aventuras, como si hubiera vuelto a Tintín, a Sandokan, a Verne; descubrí que los guionistas eran capaces de acabar con sus protagonistas y que los finales no eran felices; descubrí la inmensa y conmovedora música de Michael Giachinno.

Había sido un flechazo, ahora sólo se podía esperar pasión y más pasión. Luego llegaron los altibajos, los cabreos, las pequeñas rupturas, los celos, las envidias porque también veía otras series, pero al final siempre volvía a ella, la muy ladina de mirada misteriosa. La cosa terminaba con más pasión, si cabe. Las otras eran tentadoras, pero no desprendían el misterio que ocultaba esa mirada. Vivimos nuestro amor al límite, sabiendo que un día no muy lejano, todo ello se acabaría.

Y así ha sucedido. Tras una irregular temporada con una trama temporal alternativa que a mí, particularmente, me ha parecido fascinante, como todos los flashbacks y flashforward de anteriores temporadas, con una trama isleña que se emponzoñó al principio con un ridículo Fumanchu en un templo de cartón de piedra, por fin llegó la esperada finale. Algunos estaban al acecho, cuchillo en mano, esperando sus puñeteras respuestas. Por mi parte, yo me acerqué a ella con la misma sonrisa de bobalicón enamoradizo, como cada noche que me bajaba un episodio.

Era la última noche que íbamos a pasar juntos, y ahora que iba ser el final, no podía ser menos. Creo que no me ha decepcionado, pese a los limbos y al tapón en el centro de la isla. La forma en que cada uno de los personajes ha recordado su pasado, me parece un momento cumbre en la historia de la televisión; y el final del héroe moribundo, que tantas veces ha llenado el cine y la literatura universal, cayendo muerto pero con la misión cumplida, terminando igual que empezó, con ese ojo que se cierra, son dignos de recordar para siempre.

Y las respuestas, qué pasa con las respuestas. Ni idea, hace tiempo que dejé de buscarlas, aquí y en la vida en general. Todos aquellos que buscan tantas respuestas son los mismos que no desean el viaje. Quieren llegar a destino sin saber que el verdadero puerto es el camino a él. Como ya han apuntado algunos, la propia vida, el misterio por el que estamos aquí, es una gran pregunta sin respuesta que probablemente nunca llegaremos a descubrir. Lo importante es el camino. Y eso es Lost. Por encima de una excepcional historia de aventuras y supervivencia, de una vuelta a la ciencia ficción clásica, de una historia sobre la oscuridad y la luz, el bien y el mal, la ciencia y la fe, Lost es el viaje de unos personajes en busca de su destino, sin saber que ese destino es precisamente eso: el propio viaje, la isla. Pero además es una historia de redención, quizás uno de los temas más grandes tratado desde siempre por los trovadores de todos los sitios. Es la historia de gente perdida, sin rumbo fijo, atados a un pasado, a unos errores. Es la purgación de sus pecados, la de ellos, la del resto del mundo. En definitiva, la historia de todos nosotros.

Gracias.




(Hasta siempre)

miércoles, 12 de mayo de 2010

El camino

¿Sabían ustedes que soy huérfano? No, no vayan a pensar que no tuve padres. Sí, eso sí tuve, como casi todo el mundo. Prefiero no imaginar lo duro que debe ser crecer con ese sentimiento orfandad, aunque también es cierto que dependiendo del tipo de progenitores que te toque en suerte, es casi mejor ser huérfano. Pero en líneas generales nadie desea crecer en el mundo de forma tan desvalida. Debo matizar: simplemente he sido un huérfano intelectual, o emocional, o espiritual, que queda menos pretencioso. Me explico: digamos que nunca tuve un referente, un guía al que seguir, un ejemplo que me inspirase. Hablo de alguien de carne y hueso.

Suele ser habitual encontrar un ejemplo inspirador, una persona que te ayudó en un momento crucial, o te enseñó el camino que tomar, o te resolvió ciertas dudas existenciales. Alguien al que admiraste. En ocasiones ese ser inspirador puede tener forma de padre (o madre), de amigo, de compañero, de maestro. Éste último suele poblar el subconsciente emocional de mucha gente. La gente recuerda profesores que le sirvieron de inspiración para elegir un camino en la vida. Alguien cuyas enseñanzas despejaron la espesa selva que es el recorrido de la vida. Maestros, profesores, personas que te recogen en el momento crucial, cuando sólo eres un saco de hormonas lleno de dudas y miedos.

Sin embargo, en ocasiones, esa inspiración no llega, esa guía no se encuentra, esa mano amiga no aparece. Uno va a ciegas, no conoce el camino, no hay una luz amiga que te diga “por aquí sopla”. Dudas si te equivocarás, si elegirás bien, si no la cagarás. ¿Qué haces en esos casos? Lo más fácil es seguir a la manada. Si ellos van por allí, yo debo ir por ahí porque será lo correcto, lo suyo, lo marcado, lo normal.

No tuve ejemplos inspiradores que yo recuerde, nadie del que a día de hoy pueda decir: “joder, recuerdo a este tipo y lo que decía”. Me siento como un discapacitado de la nostalgia. Nadie me guió y por tanto seguí un extraño camino. Sabía lo que quería hacer, pero no me atrevía a expresarlo, supongo que como tantos otros. Quería contar historias en imágenes, pero cómo se lo dices a un padre con forma de armario y que viste de militar de otra época. También comprendo que debe ser complejo para alguien que desea lo mejor para su vástago que te llegue y te diga: “quiero hacer cine”. Yo ni siquiera me atreví a decirlo directamente, sino que usé el eufemismo de querer estudiar imagen y sonido, una extraña carrera donde se supone empiezan todos los que desean hacer algo parecido a cine.

Mi padre no me dio un “no” por respuesta a tan peculiar forma de ganarse la vida. Curiosamente fue el sistema, o mejor las notas, los que me dijeron “va a ser que no, chaval”. Luego, frustrado por no obtener la media necesaria, busqué otras opciones privadas, pero al ver los precios fue entonces cuando mi padre sacó a relucir esa frase tan universal y que revolotea por ciertas familias en las que los polluelos empiezan a caminar: “estudia una carrera seria y ya tendrás tiempo para esas cosas”.

Esas cosas, tiene gracia. Es lógica la respuesta. No justifico la ceguera de mi padre, se entiende ese tipo de reacción, sobre todo viviendo en otros tiempos pretéritos. Luego, de una forma o de otra, uno acaba haciendo lo que quiere si realmente lo quiere y lo desea. Pero de aquel periodo, de aquella decisión, de aquel camino que tomé en el bosque, eché de menos un guía, una inspiración, un farol al que seguir. Ni siquiera sé por qué me empezó a gustar tanto el cine, ni el catalizador, ni cómo llegué a ello, pero sí el día que me dije a mí mismo “a la mierda con todo, tengo que intentarlo”.

Cuento todo esto porque el otro día volví a ver “El club de los poetas muertos”. Peli de finales de los ochenta, inspiradora para tanta gente, pero que también es denostada por unos cuantos, que es lo que suele ocurrir cuando se ha hecho algo grande. Hacía tiempo que no la veía. Ese épico final del “¡oh, capitán, mi capitán! (de los que se suben a la mesa me sentí orgulloso del gafotas que moquea y que es objeto de burla durante toda el metraje, ¡¡con dos eggs!!) me sigue emocionando igual que cuando era jovencillo, lo mismo que me pone la carne de gallina la música de gaitas del gran Maurice Jarre y la despedida de Keating (Thank you, boys... Thank you). Creo que la película no envejece y por lo que leí en internet sobre ella, en comentarios y críticas, sigue resultando inspiradora para generaciones que desconocían su existencia. Particularmente creo que por eso la película del gran Peter Weir es ya un clásico, una especie de leyenda del celuloide.

Hay muchos momentos reconocibles y que todos recordamos, del carpe diem del principio a Todd (Ethan Hawke) superando su timidez y mostrando su alma de poeta frente a toda la clase. Para mí hay dos instantes (aparte del final, obviamente) que me dejaron ciertamente marcado y que no sé si a los demás les llama tanto la atención. El primero es ese Todd (el personaje con el que me identifiqué enseguida porque yo también fui una ameba de joven) sentado en el suelo con un juego de escritorio que le han regalado sus padres por su cumpleaños. El mismo regalo que le hicieron el año anterior. Es cuando Neil (Robert Sean Leonard) le ayuda a lanzarlo al vacío. Digamos que es el momento catarsis de un gran personaje, acomplejado bajo la sombra de su hermano, un tímido irredento.

El otro momento es cuando Keating (un inmenso Robin Williams, en forma tras “Good morning, Vietnam”) se lleva al patio a todos sus alumnos y les enseña eso tan difícil de entender y llevar a cabo: tener voz propia, pensar por sí mismos, aunque eso suponga alterar la voz dominante de la manada. “Dos caminos divergían en un bosque y yo tomé el menos transitado de los dos. Y aquello fue lo que cambió todo”. Keating menciona a Robert Frost, un poeta americano del XIX, que le sirve de apoyo para que sus alumnos comprendan lo que es seguir un camino diferente al que sigue la masa, ser un librepensador, algo que resulta difícil de reconocer en ciertos ambientes donde todos balan hacia el mismo lugar.

Así que, a falta de una guía de carne y hueso, me valí de lo único que tuve a mano: todo el cine que pude ver. Probablemente me he nutrido de gente irreal, de pura ficción, pero lo preferí a cierta realidad poco recomendable. Llegué al bosque y vi la encrucijada. Dudé, pensé, tuve miedo. Nadie va por allí, reflexioné. Entonces recordé a Keating y su cita de Frost. Da igual si el camino es oscuro y ni dios pasa por ahí. Si uno siente que hay que tomarlo, no debe dudar un instante porque la peor nostalgia que uno puede padecer es aquella de todo lo que se pudo hacer y ni siquiera se intentó. Y sólo porque el camino era el menos transitado.


lunes, 3 de mayo de 2010

El paciente gallego

No recorrió el desierto en busca de pinturas rupestres. No tuvo un tórrido romance con una noble inglesa. No fue un espía nazi a las órdenes del Zorro del Desierto. Tampoco le cuidó en sus últimos días una abnegada enfermera canadiense, allá en un monasterio de La Toscana italiana. No, su vida no tuvo esos elementos de película o de novela, ni millones de personas se emocionaron con su historia. Su existencia no la glosó un conocido escritor canadiense llamado Ondaatje, ni la llevó al cine un fallecido director inglés llamado Minghella, que creó un clásico imperecedero. No, no es una historia como la del explorador húngaro al que confundieron con un paciente inglés. Lo que les voy a contar es algo más simple que eso. La vida de la que voy a escribir apenas ocupó unas líneas en los diarios. Es la historia de un hombre que nació, vivió y murió en un mismo lugar, allá en un hospital perdido de Galicia. Por darle un tono más emocionante, digamos que es la historia del paciente gallego.

Uno, con el tiempo, coge el periódico con cierta pereza y escepticismo. Lee sin interés lo que ocurre alrededor y lo que pasa más allá. Sin embargo, superada la actualidad de las primeras páginas, es en el interior donde uno halla la mejor materia para encontrar noticias curiosas, donde se encuentran las mejores crónicas. Páginas perdidas que supuestamente a nadie interesan, pero que es donde se encuentra el mejor poso de auténticas historias.

Hace unos días, en la sección de Sociedad del periódico que loa las virtudes de la monarquía a través de una grapa, encontré una pequeña noticia que enseguida llamó mi atención. La reseña informaba del fallecimiento en el hospital provincial de Pontevedra de Agapito Pazos Méndez, a los 79 años de edad.

¿Y quién era este hombre para que su deceso llamase la atención del periódico? ¿Qué tenía de interesante su historia que no tengan las de centenares de personas que fallecen cada día? Probablemente nada si pensamos que toda muerte es el epílogo de una historia, una de las muchas que conforman este mundo que poblamos. Y seguramente para familiares, amigos y conocidos, siempre son especiales, pero sólo para ellos. Así que, ¿por qué algunas merecen la pena que todo el mundo las conozca? ¿Por qué ciertas vidas han ser contadas en imágenes, palabras o notas musicales? Quizás porque ellas dan sentido a la pregunta que todos nos hacemos desde siempre: ¿qué hacemos aquí?

Agapito nació en el año 1931 y fue abandonado a los tres años de edad en un cajón. Fue recogido por el personal del centro hospitalario en el que murió hace unos días. Enseguida se le detecto espina bífida, es decir, una putada genética que te impide mover como cualquier persona normal. En el caso de nuestro paciente gallego se vio condenado a una silla de ruedas, algo con lo que poder solventar de alguna forma la atrofia en cuatro de sus extremidades. Y fue así como el hospital se convirtió en su único hogar y el personal del mismo en su única familia.

Al parecer, durante los 79 años de su vida, Agapito se dedicó a trabajar en el centro sanitario, a pesar de sus claras limitaciones. Guardaba las llaves de la gaveta de medicamentos y vigilaba a los pacientes con la misma atención con la que le vigilaron a él en su momento. En todo ese tiempo nunca salió del hospital y sólo en una ocasión lo hizo. Fue a los 60 años, cuando uno de los trabajadores del centro se lo llevó para ver el mar.

Casi un siglo ante sus ojos: guerras civiles, guerras mundiales, revoluciones, masacres, dictaduras, democracias, descubrimientos, avances, viajes más allá de Orion. Y todo eso lo contempló Agapito desde su silla de ruedas, en su pequeño rincón del mundo. Y también vio pasar a los que allí trabajaban, que luego marchaban, mientras él permanecía. Y pacientes que llegaban, se recuperaban, morían, mientras él persistía. Según cuenta la noticia, el día de su sepelio, no faltó nadie. Todos le acompañaron en su último viaje. Por fin abandonaba el único lugar que pudo conocer.

¿Ahora ya comprenden lo especial de esta noticia? ¿Ahora entienden la grandeza de estas pequeñas historias? Hagan todos, por un momento, un ejercicio de memoria: recuerden su pasado, su infancia, su adolescencia, su juventud, su madurez. Todos esos momentos vitales unidos a distintos lugares. Incluso aunque hayan vivido siempre en la misma ciudad, los recuerdos irán unidos a casas, calles, parques, plazas, todos ellos sitios diferentes. Y si nunca viajaron es porque así lo decidieron. Ustedes pudieron elegir, mientras que Agapito nunca lo pudo hacer. Ahora póngase en su lugar por un instante, imaginen por un momento: recuerdos atados a los mismos pasillos, a las mismas paredes, a la misma visión desde una ventana.

En la noticia se leía que era una historia enternecedora, no exenta de dureza. Puede ser. Yo prefiero pensar que Agapito nunca sintió nostalgia por lugares a los que no pudo ir, ni mundos que pudo descubrir, ni mares que pudo navegar. Quiero imaginar que siempre fue feliz entre los muros de ese edificio y que nunca sintió la necesidad de tener que usar la imaginación para huir de ellos. Quiero creer que ojalá fuera así.