Hace nueve años, por estas fechas, trabajaba en la tele, ganaba mi dinero, tenía piso, tenía coche, miraba
preocupado al futuro y veía mucho cine en los huecos que me dejaba el curro, siendo mi único respiro. Era tan depravado que si una película me gustaba, era
capaz de verla varias veces en un mismo mes. Y eso fue lo que me ocurrió con
esta pequeña historia de dos personajes solitarios, perdidos en una ciudad de
luces sin fin, mitad locura, mitad Blade Runner, donde las palabras se perdían
en la traducción y las miradas en los detalles. Creo que tras verla de
madrugada, junto a unos pocos más, en los Renoir de Cuatro Caminos, quedé tan fascinado que repetí otras tres veces en el mismo mes, arrastrando a gente para convencerles de lo que se estaban
perdiendo. Scarlett, por aquellos tiempos,
estaba más gordita y más bella, se acurrucaba junto al ventanal del
hotel con la ciudad futurista a su pies, abandonada por un marido cool, hiperactivo y
gilipollas; Murray, por aquellos tiempos, era alguien olvidado por el cine y
quizás por eso puso tanta amargura en la mirada, interpretando a alguien
cansado de todo: de su esposa, de su carrera, de él mismo.
Llevaba siglos sin verla, ha
llovido mucho, ha pasado de todo, pero el otro día hojeando un libro de viajes a ciudades escrito por un joven periodista deportivo (pues sí, hay buenos
escritores en ese sector del periodismo), donde hablaba con pasión de lo que le marcó
esta historia y cómo siguió su rastro en su estancia profesional en Tokio, me volví a acordar de esta película, que supuso el despegue definitivo de su directora. De hecho, hace nueve años, tras haber visto
algo de mundo en viajes lejanos (lo que tenía ganar un dinero), me marqué Tokio
como siguiente destino. Pero todo cambió: decisiones personales, cracks inmobiliarios,
estafas financieras. Nueve años después, sigo sin pisar Tokio, así que me he
acercado al DVD, preocupado por si volvería a tener la misma sensación de cuando la vi en aquellos
tiempos. Ahora soy nueve años más viejo, unos agujeros de cinturón más
gordo y tengo más kilos de descreimiento a mis espaldas. Ya no trabajo en la tele, no tengo un duro,
no tengo piso, no tengo coche, hago lo que "supuestamente" quiero y sigo mirando
preocupado al futuro, pero ésta vez sí que hay motivos suficientes, porque todo está más negro
que el sobaco de un escarabajo. Sigo siendo un depravado, pero ya no puedo ir a
ver la misma película varias veces, bastante hago con ir entresemana
aprovechando las ofertas. Nueve años después, tras verla en mi
portátil que funciona a pilas, he vuelto a tener esa misma sensación de antaño, en aquella madrugada en los cines Renoir de Cuatro Caminos, acompañado de unos pocos. He vuelto a tener la necesidad de perderme en la traducción, en un mar de luces nocturnas, en templos budistas, en hoteles que se elevan al cielo, en el oído de alguien al que susurrar algo, en un karaoke futurista donde cantar borracho More
than this.
A la tan frecuente pregunta de dónde eres, siempre quise contestar lo que Bogart le suelta al nazi que le interroga, mientras comparte una copa con él en su garito: "soy borracho". A lo que apostilla con una sonrisa su coleguita Claude Rains: "ciudadano del mundo". Lamentablemente no soy Bogart, y me gustaría tener un coleguita como Claude Rains, y un garito como Ricks, pero la hostelería es muy sacrificada.
Soy guionista, estudié una carrera absurda que en mi gilipollez terminé, y de lo que no me arrepiento. Así que por título soy politólogo, que es como un proctólogo, pero sin salida laboral. La verdad es que he sido barrendero, camarero, aparcacoches y hasta profesor de universidad. De hecho no pude entrar en la Facultad de Imagen por la nota media, pero luego acabé dando clases de guión... ¡Toma Moreno!
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