jueves, 29 de mayo de 2008

El perro

Era un perro noble y valiente. Un pastor alemán de mirada clara que llamaba la atención a todo el mundo, al igual que sus saltos imposibles franqueando las vallas del parque. Mi padre lo trajo cuando sólo era un montón de pelo oscuro que resbalaba en el parquet. Luego, durante años, la esquina de la sala de estar se convirtió en el hogar de aquel animal que nos observaba a la familia mientras veíamos la televisión, atento a que nada malo ocurriese, emulando a esos antepasados que defendían el ganado de los lobos más fieros. No perdía detalle de ninguno de nosotros, dispuesto a impedir cualquier peligro, con su respiración profunda y su larga lengua colgando de aquel morro lleno de babas. Se llamaba Yako, y un día desapareció, o mejor dicho, se lo llevaron. Y sólo me quedó el recuerdo de su silueta en aquella esquina de la sala de estar.

Me diagnosticaron un asma crónico con tan sólo diez años. Durante un mes sólo escuchaba los pitidos sibilantes que hacían de mi respiración todo un concierto de graves y agudos. Respirar se convertía en algo obligatorio, como si de los odiosos deberes de verano se tratase: inspirar-espirar, inspirar-espirar, y así hasta el amanecer. El médico de cabecera me recetó un jarabe pensando que era una simple bronquitis. Pero los pitos continuaron y ya el asunto pasó a ser todo un dilema: ¿dormir o respirar? Obviamente, opté por respirar.

Entonces mi padre me llevó al hospital, consciente de que esto era algo más que una simple bronquitis. Tras pasar por varios médicos, a uno se le ocurrió que el asunto podría ir sobre alergias, así que me pincharon durante días, colocando toda clase de líquidos sobre los pequeños puntos de sangre que manaban de mi antebrazo. Durante varios minutos la piel se convertía en una hilera de ronchas, a cada cual producía más picor, que hacía del simple roce del algodón para retirar los dichosos líquidos, en un goce que lindaba con el éxtasis. Los resultados dieron positivos en todo lo que estuviese relacionado con el polen, estaba claro que la primavera me sentaba muy mal, pero el caso es que el asma me empezó en pleno invierno, así que no tenía demasiado sentido y decidieron también pincharme para probar el pelo de los animales. El resultado fue definitivo: el pelo de Yako era el causante de mi asma, y entonces el médico fue tajante: o el perro o el chaval. Y mi padre lo tuvo claro.

Trataron de explicarme que Yako se tenía que ir de casa por mi bien, que de esa forma mis noches dejarían de ser un esfuerzo constante de respiración, que dejaría de oír esas notas agudas que producían mis bronquios, que dejaría de escupir mucosa con forma de lombrices transparentes. Pero a mí todo eso me daba igual, el perro era uno más de la familia. Lloré, berreé, pateé..., pero de nada me sirvió. Un día, cuando regresé del colegio, Yako había desparecido.

Mi padre, que era hombre de pocas palabras, se acercó y me dijo que yo era su único hijo, y que por mucho que quisiera a Yako, no quería poner en peligro mi vida. De hecho, se sentía responsable por traerlo, y si había alguien que quisiese al chucho, ése era él. Aun así, me prometió que había dejado el perro en buenas manos, que se había asegurado de regalárselo a alguien de confianza, a alguien que le quisiera tanto como nosotros. Por supuesto, no creí a mi padre.

Durante una semana apenas dije un par de palabras. Odiaba a mi padre y a mi madre, pero en especial a mi padre. Intuía que al perro le había pasado algo malo. Entonces, un día, mientras hojeaba con desgana un Superhumor, mi padre entró en la habitación con un sobre en las manos. Era una carta. Me la entregó y me animó a leerla, informándome que traía noticias de Yako. Todavía recuerdo aquellas primeras palabras.

Estimado Paco (que así se llamaba mi padre):

Te escribo tal y como te prometí para darte cuenta del estado de ese hermoso perro que has tenido a bien regalarme. Sé que tu hijo anda preocupado por el destino de Yako, pero espero que estas líneas sirvan para tranquilizarle. El perro está bien y se ha adaptado a la finca perfectamente. En breve comenzaremos con el adiestramiento. Tenías razón, tiene madera para ser un gran perro policía. Dile a tu hijo que no se preocupe, que estará orgulloso de él.

Me quedé sorprendido, casi boquiabierto, pero no terminaba de creer a mi padre. Yo quería pruebas. Entonces sacó del bolsillo de su chaqueta una foto. En ella, un tipo grande con boina tenía sentado a sus pies a un pastor alemán, orgulloso, mirando de frente a la cámara, con esa enorme lengua sobresaliendo del morro afilado. No había duda alguna, allí estaba Yako, convertido, de repente, en todo un héroe de acción. Y ahí comenzó todo.

A la semana siguiente, mi padre entró en casa con una carta en sus manos. Yo esperaba ese momento con ansiedad, estaba nervioso sobre cómo le habría ido al perro en su primera misión, y ese sobre contenía la respuesta. Y el amigo de mi padre nos relató que en su primera misión habían decomisado, gracias a su olfato y arrojo, un alijo de drogas que unos narcos intentaban pasar por barco. Y adjuntaba la carta con varios recortes del periódico, y en él se veía la foto de un policía que abría un contenedor, y junto a él un pastor alemán. Y supe que Yako había pasado su prueba de fuego y se había convertido en un k-9, la élite de los perros policía.

Y entonces, cada semana, puntualmente, mi padre me traía noticias de las hazañas de nuestro perro, como si fuese aquel tío aventurero que había recorrido medio mundo, y que te enviaba puntualmente una postal de cada puerto que pisaba. Y el amigo de mi padre nos informaba de las misiones que cumplía como servidor público: unas veces eran unos terroristas, otras unos contrabandistas, incluso misiones de rescate. Y entonces, un día, mi padre llegó con una gran sonrisa en los labios. Leyó emocionado el contenido de otra carta, en la que su amigo nos contaba que se habían llevado a Yako a un país lejano, donde un terremoto había arrasado toda una ciudad y mucha gente había quedado atrapada. Y se llevaron a los mejores perros del mundo, entre los que se encontraba, por supuesto, el nuestro. Y junto a la misiva había un recorte de prensa en el que se informaba, con todo lujo de detalles, del rescate con vida de un niño que aguantó durante dos días bajo los escombros. Y gracias a los perros, se pudo llegar hasta él. Y en la foto salía la gente exultante que sacaba al niño en camilla, y al fondo, en segundo plano, yo pude apreciar una mancha oscura y peluda, con su inconfundible lengua colgante, mirando al frente, orgulloso. Y luego vinieron más rescates, si no era en edificios derrumbados, era en montañas, o si no en cuevas.

Pasaron los meses. Ya me había acostumbrado a la marcha del perro, y todos los recortes con las hazañas de Yako cubrían el corcho que adornaba la pared de mi habitación. Fue un martes, lidiaba aburrido con el libro de literatura, preparando el examen del día siguiente, pero con un ojo en la última novela de Sandokán. Mi padre entró muy serio y me pidió que le acompañase al salón. Allí estaba mi madre, también muy seria. Entonces vi que en la mesa del salón había un sobre, ya rasgado. Mi padre me sentó en una silla y se agachó junto a mí. Conteniendo su emoción me comunicó que algo muy triste había sucedido. Y entonces me dijo que Yako había muerto. Me quedé callado, incapaz de hacer un gesto, incapaz de hablar. Y me leyó la carta de su amigo que, con palabras solemnes, nos contaba que nuestro perro había caído en combate en un país muy lejano, del que yo ni siquiera había oído hablar. Gracias a él se salvaron las vidas de varios soldados que patrullaban una zona muy peligrosa. Al parecer, Yako se topó con una mina, la detectó con su olfato, pero él no se pudo librar. Le despidieron con honores, y en una tumba anónima de un país remoto, descansaba el bueno de Yako. No pude llorar.

Pasaron los años. Mi asma remitió, pero el cáncer se cebó con mi padre. Resultaba desalentador comprobar cómo un hombre poderoso se quedaba convertido en nada. Pasé con él su última noche. Y recordé entonces aquellas noches en blanco siendo niño, luchando contra aquellos malditos pitos, sintiendo como nadie el padecimiento de mi padre. Unas semanas después de su entierro, mi madre me pidió que le ayudase a limpiar su armario, que ella se sentía incapaz de hacerlo. Me pidió que me quedara con la ropa de mi padre que me pudiese venir bien. Le dije a mi madre que no se preocupase, que así lo haría, aunque la realidad es que llevé la ropa a un hospicio, quizás por algún tipo de aversión a eso de heredar la ropa de los difuntos. Mientras vaciaba el armario de mi padre, en cuyo interior se encontraba una notable colección de sellos, descubrí un pequeño arcón de madera. Estaba cerrado con llave, así que desistí de abrirlo allí mismo y me lo llevé a mi casa. No quise decirle nada a mi madre, ya bastante preocupada en olvidar todo lo que le recordase a mi padre.

Ya en casa, me hice con un destornillador y forcé la cerradura. Al abrirse, también se abrió una ventana al pasado, o mejor, un golpe seco que me iba a hacer despertar. Todo estaba lleno de papeles, de periódicos y de revistas, pero al observarlos con más atención, descubrí que esos papeles contenían informaciones relacionadas con rescates en países lejanos, donde habían ocurrido terremotos, o cualquier otra desgracia natural. Recortadas, y cuidadosamente seleccionadas, había noticias sobre guerras, sobre rescates en montaña, sobre operaciones antidroga. Y en todos los artículos, sólo una palabra aparecía subrayada: perro. Y abrí y cerré los ojos varias veces porque no creía lo que estaba viendo. Y al fondo del arcón, en un pequeño portafolios, descubrí un fajo de sobres atados por varias gomas. Todos tenían como destino nuestra dirección, y los remitentes eran de lugares lejanos. Al sacar las cartas, observé que los folios estaban llenos de correcciones y tachaduras, de alguien que se lo había pensado muchas veces. Y la letra me resultaba familiar porque ya la había leído en el pasado. Y entonces recordé aquellas palabras solemnes del amigo de mi padre que se llevó a Yako. Y me fijé en su letra que, tras el paso de los años, tras verla mil veces ya siendo adulto, comprobé que no era la letra del amigo de mi padre, sino la letra de mi propio padre. Y finalmente vi la foto, aquella que mi padre sacó del bolsillo de la chaqueta, con aquel tipo grande con boina que tenía sentado a sus pies a un pastor alemán. Pero al mismo tiempo también descubrí una revista donde hablaban del adiestramiento de los perros, y allí había más fotos del amigo de mi padre que, en realidad, no era policía, sino un soldado americano sonriente. Y si te fijabas bien, descubrías que había algo raro en la foto: si la rasgabas con la uña, comprobabas que debajo del pastor alemán, había un perro de otra raza, mucho más pequeño. Y entonces sí, muchos años después, por fin me eché a llorar como un niño.

Cuando visito la vieja casa y me siento en la sala de estar junto a mi madre, ya anciana, y vemos la televisión juntos, siempre tengo la misma sensación: noto una respiración profunda, y entonces vuelvo la cabeza hacia la esquina de la habitación y, por unos instantes, creo percibir la silueta de un perro que nos observa vigilante, atento, orgulloso, por si vienen los lobos.


(Sirva el presente relato como despedida durante unas semanas por motivos laborales...)



martes, 27 de mayo de 2008

La cabeza de un genio

Es inevitable, debo hablar de ello, debo hablar de él. Por este blog ha pasado la mejor serie de todos los tiempos, Lost, y el gran John Locke, el hombre de fe (ayyyyyy, que esta semana se acaba). Y también he escrito sobre el gran Tony Soprano. Y he mencionado a Aaron Sorkin, probablemente uno de los mejores guionistas de siempre en la tele, y su Ala Oeste de la Casa blanca. Y algún día hablaré de otra gran serie llamada Battlestar Galactica: sí, basada en aquella serie tan hortera de los ochenta, con Starbuk y sus cortes de pelos imposibles; sí, pero que ahora es probablemente una de las mejores metáforas sobre la situación mundial que vivimos y contada con un realismo increíble, teniendo en cuenta que su género es la ciencia ficción (recomendable el episodio de la primera temporada que trata de la tortura de un Cylon). Pero hoy debo hablar de otro de mis héroes de ficción favoritos, de una serie que, probablemente por su estructura, no llama la atención, y sí lo hace por el carácter iconoclasta de su protagonista. Sí, señores, hablo de House (genial interpretación de Hugh Laurie, un tipo que toca la guitarra, el piano, escribe, conduce motos, en fin...), el cabronazo más grande de la tele, el drogata misántropo e insoportable, pero con un don propio de privilegiados, vamos, un tipo genial.

Y tengo que hablar de él, o mejor de la serie, porque el otro día se emitió en USA el final de la cuarta temporada, mermada de episodios, al igual que otras series, por la huelga de guionistas. Como otras veces, el capítulo fue doble, y debo decir que es una genialidad igualable al final de la primera temporada, con aquel episodio titulado “Tres historias”, donde descubríamos por qué House cojea (un recurso narrativo facilón para definir a un personaje, pero que en este caso encaja a la perfección), y que fue elegido por algunos expertos como uno de mejores episodios de televisión de todos los tiempos, de hecho se llevó un Globo de oro al guión. Si hay justicia divina, que no, pero bueno yo la exijo porque soy así de chulo, tendrán que darle de nuevo un premio al guión de este episodio doble, cuya primera parte roza lo sublime.

Y es que, como sabrán los que sigan esta serie, la estructura dramática es bastante sencilla: cada historia empieza con un enfermo que tiene algo muy raro, House y su equipo (emulando a Holmes y Watson, que es una de las inspiraciones de esta serie; la otra son unos artículos del New York Times sobre enfermedades raras) investigan y husmean para encontrar la causa, House reparte leña a diestro y siniestro, el enfermo está a punto de palmarla en el último tercio del episodio, y en un giro de guión le viene la inspiración al gruñón incorregible, cual Da Vinci galeno, y salva al enfermo. Todo se salpica con alguna sub-trama personal, generalmente con Wilson, el amiguete, o Cuddy, la directora del hospital, como protagonistas.

Pues bien, en esta “finale”, el capítulo arranca con House en un local de striptease: sangrando, borracho, y sin recordar por qué llego hasta allí. Sólo sabe que alguien va a morir pero no recuerda quién. Y House sabe que va a morir alguien porque tiene flashes en los que recuerda haber visto a esa persona con un síntoma mortal. Y entonces el médico sale del local y se encuentra con el caos de un autobús volcado en plena calle, y heridos en la acera, y ambulancias que llegan. Y es que se ha producido un accidente y House iba en ese autobús. ¿Por qué? Pues la respuesta a esa pregunta se puede encontrar en este episodio doble y garantizo, palabrita de guionista, que les va a dejar con la boca abierta como a mí. ¿Por qué? Pues porque al igual que con “Tres historias”, el episodio empieza con bastante humor y grandes dosis del cinismo que caracteriza a este cabrón genial, pero a medida que avanza la historia, aumenta el dramatismo, llegando a algún momento ciertamente emocionante. Además, los giros del guión son imprevisibles, como en aquel caso de “Tres historias”, y es un episodio que juega con temáticas tan atractivas y cinematográficas como los recuerdos, la hipnosis, las fantasías, los sueños. Temas que muy pocos saben abordar bien desde un punto de vista dramático.

Todo el episodio vale la pena, pero hay dos secuencias (una de humor y otra dramática) digna del mejor cine de siempre. La primera es un striptease, amigos, y si son listos se imaginan de quien y en las fantasías de quien. El otro es la secuencia del accidente: genial, dramática, hiperrealista y emotiva.

Pues nada más, David Shore y los suyos lo han vuelto hacer, y, además, el título del episodio le viene como anillo al dedo: “House’s head”... Y es que las cabezas de los genios, son indescifrables.


domingo, 25 de mayo de 2008

El sombrero

Por una carretera polvorienta el convoy se detiene en la entrada de unas instalaciones militares. Un grupo de soldados, con cara de pocos amigos, se bajan de los camiones. Los vigilantes de la puerta dicen que las instalaciones están en desuso y no se puede pasar. Un tipo rocoso se baja y hace que se cuadren, luego se agacha, y sus soldados acribillan a los vigilantes. El convoy llega junto a un hangar enorme. Del coche principal se apea el tipo rocoso y un par de tipos más. De otro vehículo se baja una mujer de ojos azules y rasgos felinos. Un par de tipos abren el maletero. Sacan a un tipo gordo que se queja del trato recibido. Después, del mismo maletero, extraen un sombrero arrugado y lo tiran al suelo con desprecio. Finalmente sacan a otro tipo, con chupa de cuero, al que tiran al suelo. Un montón de soldados armados rodean precavidos al tipo de la chupa, que se incorpora, al mismo tiempo que recoge el sombrero del suelo. Entonces vemos su sombra proyectada sobre la puerta del vehículo, y el misterioso individuo se coloca el sombrero mientras los soldados le apuntan desconfiados, y entonces oímos unas notas musicales familiares que te hacen regresar a tu infancia, y ya sabes una cosa segura: vas pasar dos horas de tu vida cojonudas.

Y es que Henry Jones Jr. ha regresado, veinte años después, algo cascado, pero manejando el látigo como nadie y repartiendo hostias como panes. Y con él ha regresado algo lejano, olvidado en estos tiempos de Internet: volver a ver las salas de cine repletas de gente, ansiosas por recuperar la infancia perdida, o deseosas de descubrir aquel mito del que hablaron sus mayores. Y regresa el cine de aventuras con aires tintinescos (en especial en esta entrega donde vemos “El templo del Sol”, o recordamos “Vuelo 714 para Sidney”), y vemos persecuciones imposibles, y peleas de puños, y combates a espada, y tumbas llenas de telarañas, y bichos de todo tipo, y malos malotes de una pieza que te cagas, y humor en cada esquina, y guiños a tanto cine y a tanto cómic, y diversión en estado puro. Porque el cine es un arte, pero se inventó para que las masas se entretuvieran en este valle de lágrimas, y cuando se consigue, es la cosa más cojonuda del mundo.

Y sólo dos tipos pueden conseguir algo así. Ellos, junto a Coppola y Scorsese, cambiaron este invento allá por los 70. Uno creó este personaje, después de reinventar los mitos clásicos y crear una trilogía de cine mítica que hubiese aplaudido Homero si chateara por estos tiempos. El otro, lo dirigió en las tres primeras entregas, y en ésta de ahora, y es el director más importante de todos los tiempos. Y no lo digo yo, que lo pienso, lo dijo hace tiempo un señor mayor que dirigió y escribió tantas obras maestras que necesito dedos extras para contarlas. Era un señor austriaco, ácido, agudo, cínico, cabroncete y genial, que un día vio la primera película de un chaval de 20 años, capaz de hacerla con dos duros y donde nos contaba que en la vida se te puede cruzar el mismo diablo en cualquier esquina, aunque fuese en forma de camión. Y después, el anciano director vio que ese mismo chaval, con 23 años, acojonaba a medio mundo consiguiendo que nuestros bañitos en la playa no volvieran a ser los mismos. Y eso que este señor austriaco dijo aquello cuando aquel chaval todavía no había posado su mirada sobre el holocausto, ni había mostrado la pérdida de la inocencia en un cruel campo de concentración japonés, ni mostrado el horror de la guerra en primer plano, en una carnicería brutal de una playa normanda, ni mostrado las vergüenzas de la esclavitud, ni las consecuencias de la venganza calculada a las afrentas recibidas. Hasta ese momento, el chaval simplemente se dedicó a recordarnos a Melville, con tiburón en vez de con ballena, a emocionarnos con un extraterrestre cabezón, a divertirnos con un tío con sombrero y látigo, a sorprendernos con un parque lleno de dinosaurios, o mostrarnos un futuro temible donde la ley se adelanta a los asesinos.

Cuenta Eleanor Coppola en “Con el corazón en tinieblas”, el genial diario sobre el rodaje de “Apocalipsis Now”, que tras la exhausta experiencia del rodaje que casi acaba con su matrimonio, iban en el mismo avión Francis Ford Coppola, George Lucas y Steven Spielberg. Los tres no superaban los treinta años, y sus respectivas películas, “El padrino”, “La guerra de las galaxias” y “Tiburón”, habían batido todos los records de taquillas. Y los tres hablaban de la depresión que sufrieron tras sus éxitos. Y cuentan que Spielberg quería dejar esto de contar historias, y que estuvo un año viajando por el mundo, y que su objetivo al volver era hacer un culebrón en directo para la televisión. Por suerte para el mundo, ese avión nunca se estrelló. Por suerte para mí, este tipo nunca hizo culebrones. Si no, yo no estaría escribiendo aquí.


miércoles, 21 de mayo de 2008

Momentos

La vida son momentos. Todos los deseamos, todos los recordamos: un instante fugaz, una mirada perdida, una alegría inesperada, una derrota dulce, una victoria amarga, un juego infantil, un beso anhelado, una sonrisa fugaz, la cima de la montaña, el abismo más profundo, un destino lejano, una soledad cautiva, una huida hacia delante, un amigo perdido, un amor añorado, una caricia equivocada, una caricia acertada, un golpe bajo, un grito de dolor, un llanto desgarrador, una frase oportuna, una respuesta inoportuna, la nostalgia de lo perdido, la nostalgia de lo que deseamos y nunca conseguimos. Toda historia tiene momentos inolvidables. Éstos son unos cuantos, también de cine, claro. De nuevo elijan los que más les gusten, pero eso sí, adivinen cuáles son:

Es usted un loco, señor Baxter, le dijo la ascensorista al trepa solitario y digno.

¡Milana bonita!, ¡milana bonita!, gritaba desesperado el loco, que comentaba que ella no estaba a gusto con él. Y el cuervo, apostado en el campanario, oyó que el viejo loco la llamaba. ¡Quiá!, ¡quiá! Y entonces el pájaro voló hasta su hombro. Milana, bonita. Milana, bonita, sonreía satisfecho el viejo loco.

La mujer rubia espera, tranquila, fumando un cigarrillo, contemplando la mañana, mientras, a sus espaldas, poco a poco, los pájaros se van posando en los columpios para niños.

El detective miró una y otra vez... era ella, su pelo era distinto, ya no era rubia, pero era ella, había vuelto de entre los muertos.

Y entre la sangre y los cuerpos destrozados, testigo de la carnicería, el capitán sólo es capaz de oír el silencio, y ver a los hombres morir, y gritar, y llamar a sus madres, y todos acuden a él para que les saque de ese horror, y el agua de mar ensangrentada corre por su frente... y su mano nunca pudo dejar de temblar.

¿Qué es lo que viste, Clarice? ¿Qué es lo que viste?... Corderos. Y estaban gritando..., le responde la mujer a la mente diabólica que comprende, mejor que nadie, el sentido de los terribles gritos de los corderos.

Y la bestia agarró a la bella y trepó a lo más alto, para enfrentarse a todos.

Nadie creía en él, nadie confiaba que saliera con vida, nadie le apoyó... Y el hombre avanzaba por una calle solitaria, de un pueblo desierto y cobarde que le abandonó, y le sudaban las manos, y se le secaba la garganta... Y el tren llegó, y de él bajaron tres hombres, tres asesinos... para matarle.

El gran explorador observa que desde la línea del horizonte del infinito desierto, un jinete se acerca poco a poco hacia el pozo.

Cabalgar a su lado ha sido un honor, señora, le dijo el general a su esposa antes de partir hacia su destino.

La esposa se acerca a la máquina de escribir, donde el marido llevaba trabajando semanas. Y horrorizada descubre que una sola frase se repite en todas las páginas: No por mucho madrugar, amanece más temprano.

La hermosa mujer se ducha, tranquila, triunfante por el dinero conseguido, cuando no sabe que al otro lado de la cortina... una sombra le acecha.

Y el tipo enamorado sale a la calle, y bajo la lluvia, comienza a cantar y a bailar.

Miss Kenton le pregunta al inalterable mayordomo qué libro lee. Y él no quiere responder. Y ella se acerca a él, deseosa de averiguarlo. Y le arrincona, sin escapatoria. Y ella se lo quita de sus manos, despegando uno a uno los dedos que se aferran al libro. Y descubre que el mayordomo lee una novela romántica.

Recuerdo cada detalle de aquel día: los alemanes iban de gris y tú ibas de azul.

Y la mujer desesperada corre tras el camión, donde se llevan a los hombres, y los alemanes la disparan, y el niño, vestido de monaguillo, corre a abrazarse a ella.

¿Por qué estás deprimido Alvin?, le pregunta el médico al niño gafotas... He leído que el universo se expande, le responde el niño. Y la madre cabreada le cuenta al médico que ha dejado de hacer los deberes. Y el niño, con lógica aplastante, le cuenta que si el universo se expande, y el universo lo es todo, un día se romperá y eso será el final... ¿Y qué tiene que ver el universo? ¡Estás aquí, en Brooklyn! ¡Brooklyn no se está expandiendo!, le regaña de nuevo la madre.

¡No soples! ¡Chupa! ¡Chupa!, le decía la oronda mujer al adolescente ahogado.

El abogado, derrotado por una sentencia injusta y caprichosa, recoge sus cosas entre los asientos vacíos de la sala, mientras, arriba, los negros permanecen en pie, y la hija observa curiosa. Entonces el hombre negro se dirige a la niña: “Señorita Jean Luise, póngase en pie... su padre sigue ahí”. Y el padre que todos hubiésemos deseado tener, abandona la sala.

No, Luke... Yo soy tu padre.

Y el padre, con la cara magullada y sangrando como un cerdo, pide un cigarrillo. Y entonces le cuenta al mafioso lo siguiente: ¿usted es siciliano? Sabe, yo leo mucho, me resulta fascinante la historia. Y hay un hecho que no sé si usted conoce... Los sicilianos vienen de los negros... Hace cientos de años, los moros conquistaron Sicilia, y los moros eran negros... Antes, los sicilianos eran como los italianos del norte. Ellos eran rubios y con los ojos azules, pero los moros cambiaron el país entero. Follaron tanto con las mujeres sicilianas que cambiaron la línea sanguínea. Así que el pelo rubio y los ojos azules se convirtieron en pelo negro y piel oscura... Y cientos de años después siguen llevando genes negros. Está escrito. Es un hecho...

Me rompiste el corazón, Fredo, me rompiste el corazón.

Tú me desprecias, ¿verdad?, le pregunta el hombrecillo. Si tuviese un pensamiento al respecto, probablemente lo haría, le responde el dueño del bar.

Recuerda lo que dijo no sé quién. En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, no hubo más que terror, guerras, matanzas. Pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron 500 años de amor, democracia y paz ¿y cuál fue el resultado?... el reloj de cuco.

Y el sacerdote se bajó del coche a la neblina de la noche. Y miró a la casa y sintió que su viejo enemigo le esperaba ansioso para el enfrentamiento final.

La mujer se acerca a la cuna negra, mientras sus agradables vecinos toman el té y departen tranquilamente. Y la madre se asoma para ver a su hijo, y sólo pudo ver esos ojos.

El hombre se viste y observa a la puta que le mira. En la cama de contigua un niño duerme. En la otra habitación, oímos a una segunda puta se queja de que los dos hermanos no le han pagado lo justo. Y el hombre mira a la mujer y le paga. Luego pasa a la habitación de al lado y no necesita decir nada. Ellos le comprenden. Los tres salen afuera donde el cuarto integrante del grupo les espera, afilando una rama con su navaja. Y los cuatro se miran, y el hombre del bigote dice una sola palabra: Vamos... Y los cuatro cogen sus armas en busca de su camarada, en manos de todo un ejército.

Ego sum Spartacus!, dijeron todos.

En el horizonte, un grupo de helicópteros avanzan en formación. Es una mañana tranquila y soleada. Se dirigen hacia un pacífico pueblo. Y el coronel Kilgore da la orden. Y por los altavoces empezamos a oír la Cabalgata de las Walkirias.

Un hombre espera en una carretera solitaria, y espera, y espera, mientras una avioneta fumiga unos campos.

El prisionero tenaz se acerca al jefe del campo, al que se lo lleva la Gestapo. “Después de todo, usted verá Berlín antes que yo”. Y al prisionero tenaz se lo llevan a la nevera, y escuchamos el sonido de la pelota chocando contra la pared, una y otra vez.

El aventurero indómito busca desesperado a la mujer que ama en plena kasbah, cuando un gigante que domina una espada le amenaza... y el aventurero, agotado, simplemente desenfunda y le dispara.

¿Estás hablando conmigo?

Como alcalde vuestro que soy os debo una explicación, y esa explicación que os debo, os la voy a pagar.

Y el vagabundo hambriento, antes de comer, baila con los panecillos, como si fueran dos piernas.

Y un grupo de locos se mete en un camarote, y va entrando gente, y más gente, y dos huevos duros.

Y ella para demostrar lo incautos que pueden llegar a ser los hombres, empieza a gemir y a gemir en pleno restaurante... Y la señora de al lado pide lo mismo al camarero.

Y el pesao pontificando sobre Fellini y Marshall McLuhan. Y el tipo de gafas se acuerda de la familia del pesao; y éste dice que es un país libre para opinar lo que quiera y que él es profesor en la universidad y sabe mucho sobre el tema. Y entonces el tipo de gafas se acerca a un cartel, tras el que aparece Marshall McLuhan, que le suelta al pesao que no tiene ni idea de lo que está hablando y que cómo puede dar clases de algo que no entiende. Y el hombre de gafas mira al espectador y nos dice lo que todos nosotros hemos deseado decir alguna vez... Amigos míos, si la vida fuese así.

Matar a un hombre es la hostia. Le quitas todo lo que tiene... y todo lo que pudiera tener, le dijo el asesino al chico.

Me gusta pensar en la vida del vino, en que es una cosa viva. Me gusta pensar en qué pasaba el año en que crecían las uvas, en cómo brillaba el sol, o si llovía. Me gusta pensar en toda la gente que cuidó y recogió las uvas. Y si es un vino añejo, en cuántos de ellos ya deben estar muertos. Me gusta ver cómo un vino sigue evolucionando. Por ejemplo: si abro una botella hoy, sabrá distinto si lo hubiera abierto cualquier otro día. Porque un vino embotellado en realidad está vivo y evoluciona y adquiere complejidad constantemente... hasta alcanzar su punto álgido, como el tuyo del 61, y entonces comienza su constante e inevitable declive... y sabe jodidamente bien. Y dicho esto, ella puso su mano sobre la de él..., y él no se atrevió a besarla.


jueves, 15 de mayo de 2008

Homenaje a Haddock

Ufff, vengo caliente, algo pedo, pelín drogado, y voy y leo las noticias que no he visto en todo el día, y me sale la primera persona que no deseo para este blog, pero a veces me sale.

A ver, la entrada que iba a hacer se llamaba "Momentos", y será la siguiente entrada, efectivamente, ya la pondré. Pero hoy toca lado oscuro, el que me ha metido en tantos líos en mi vida y en los que me sigo metiendo. Es mi naturaleza, decía el escorpión, y yo admiro a la gente serena, cilivilizada, sensata, coherente, que son la gran esperanza de este mundo, pero yo no puedo... No soy James Steward en "El hombre que mató a Liberty Valance", el hombre que trajo la democracia, el orden, la lectura al salvaje oeste para que se acabaran los Liberty Valance. Lo siento, yo soy Tom Doniphon, el que le vuela la cabeza al hijo de puta de Liberty Valance, el que es consciente de que su tiempo se acabó, que es necesario que venga Steward, pero antes, antes, este hijo de puta de Valance va a saber quién soy yo.

Voy a hacer una entrada que, como ya me pasó hace semanas, provocan 0 comentarios, porque es poco guay, pero como soy así de raro, y como he sufrido a los matones de un lado y de otro, y porque de niño era orejón, callado y un tirillas, pero ahora, en caliente, gasto malas pulgas, y porque cuando era pequeño me callaba y me volaban las gafas, y ahora me pueden volar las gafas igualmente, pero inténtalo, cabrón; pues eso, que hoy me sale esa vena personal, cabrona, violenta, oscura y que hace pocos amigos, pero me la pela.

Esto es mi particular homenaje al gran capitán Haddock, voy a ejercer de él, pero dedicado a los iluminados que hoy han hecho lo que mejor saben hacer: en fin, dedicado a ellos, sois unos... hijos de la gran puta malparidos, anacolutos de entrecejos imposibles, atravesados de mierda, malfollados de VH negativo, moscardones que acudís a la mierda, cabezones entxapelados, palurdos de gatillo fácil, chafalotodos anacrónicos, ku kus klanes euskaldunes, comeniños, fantasmas de labia imposible, feos, papus de mil diablos, macrocéfalos sin ideas, galápagos norteños, babosas sin trainera, mataperros, mataniños, matagentes, matones de mierda, miserables, revientafiestas, sátrapas, lameortos malolientes, mercaderes de ideas, tocahuevos, Mussolinis de pueblo, basura, momias, bastardos, bebe-sin-sed, esperpentos de otras épocas, franquistas, fascistas... y lo que más os jode... cretinos muy españoles.


Dedicado, como siempre, a las víctimas de los putos iluminados.

Nota: la mayoría de los insultos están inspirados en el gran Haddock, pero algunos son de factura personal.

Pues eso

lunes, 12 de mayo de 2008

Principios

Todo tiene un principio. Es el inicio de un proceso, es la causa que produce un efecto, es la chispa que origina el fuego, es el relámpago previo a la tormenta, es la lágrima que provoca el llanto, es la fuente a la que sigue el río, es la palmada a un niño, que saluda a la vida, es el primer rayo de sol y la primera estrella del crepúsculo, es la mirada que anticipa el beso, es la primera letra de una frase, la primera frase de un párrafo, el primer párrafo de una página. Toda historia tiene un principio. Éstos son unos cuantos, todos de cine, claro. Ustedes elijan, pero eso sí, adivinen de dónde son:

Yo creo en América...

Un hombre cava una tumba durante el crepúsculo, mientras nos explican que era una joven bonita y no carecía de pretendientes. Por eso su madre se desesperó cuando se casó con William Munny, un ladrón y un asesino, hombre famoso por su mal carácter y su inclinación a la bebida. Pero él nada tuvo que ver con su muerte, aunque su madre temiera lo peor. Murió de viruela en 1878.

La mano del soldado acaricia el trigo antes de empezar la batalla.

Un investigador culto y paciente, que ha visto el horror demasiadas veces, se viste rutinariamente para acudir a la escena del primero de varios crímenes en una ciudad lluviosa, triste e inhumana.

Llamaradas sobre una ciudad del futuro donde los edificios vencen a las nubes, una ciudad donde un hombre se pregunta por qué en las noticias no hablan de asesinos como él.

Un avión sobrevuela las dunas de un desierto infinito. Lo pilota un hombre abatido, mientras el viento mece el pelo de una hermosa mujer, que parece dormir.

Un abogado borracho y acabado juega solitario a una maquina de pin ball en un bar... y pierde.

Un barco se acerca a Venecia... al compás de Mahler.

Verdi ha muerto. Verdi ha muerto, grita el niño dando la noticia.

Rosebud, dijo el hombre poderoso al morir.

Anoche soñé que volvía a Manderlaine.

Yo tenía una granja en África al pie del monte Ngong...

Un trabajador gris y solitario da cifras sobre la población de Nueva York... y nos cuenta su trabajo, su horario, su vida rutinaria... y un problema con su apartamento.

Una mano infantil abre una caja que contiene ceras para pintar, un viejo reloj, unos muñecos, unas canicas... llena de recuerdos de otros tiempos más difíciles, de recuerdos de un padre al que todos querríamos tener como padre.

Una estación perdida de Extremadura. El tren que llega y un hijo que se baja para recordar.

Un sacerdote mira a los ojos del diablo, allá en la lejana Persia

Una gallina huye por las calles de la favela, mientras la persiguen hombres armados. Huye de la carnicería.

Un hombre se arrodilla frente a una tumba: comienza a llorar, comienza a recordar la masacre.

Las aspas de un ventilador recuerdan las aspas de los helicópteros... allá en las tinieblas.

Un grupo de amigos salen de su trabajo en la fundición, es su último día antes de partir hacia el horror.

Una mujer joven corre y corre por un bosque sinuoso y oscuro, entrenándose para enfrentarse a la mente más brillante y maligna que ser humano conoció.

Un sombrero perdido entre las hojas de un bosque. El viento se lo lleva.

Una niña triste sangra por la nariz mientras una voz nos habla de mundos fantásticos en tiempos oscuros.

Una mujer descansa sobre una cama. Contemplamos sus curvas mientras oímos los ruidos del tráfico de fondo, al mismo tiempo que un actor acabado contempla hipnotizado desde el taxi las luces de la ciudad, que le dan la bienvenida.

Un taxi recorre la ciudad de noche. El taxista mira a los lados, convencido de estar rodeado de la peor escoria.

Un día claro en la gran ciudad. La brisa mueve las cortinas de las ventanas. Nos acercamos a una donde una botella de whisky pende de una cuerda. En el interior un hombre hace la maleta, ajeno a la botella, aunque él sabe que no es así.

En el espacio oscuro y frío, una nave avanza lentamente. Lleva una carga mineral de regreso a la Tierra y siete tripulantes.

El mono, triunfante, lanza el hueso hacia el cielo... y el hueso se transforma en el futuro.

Dos ancianas están en una estación de montaña. Una le dice a la otra que la comida en este sitio es horrorosa. La otra responde: Sí, ¿verdad? Y además las raciones son pequeñísimas. Ésa es en esencia mi concepto de la vida. Llena de soledad y tristeza, de sufrimiento y desgracias. Y encima se acaba enseguida... Nos cuenta un tipo con gafas, bajito y feo.

Una rapsodia in blue nos muestra a la ciudad que nunca duerme, mientras un escritor declara su amor infinito a dicha ciudad.

Adolf Hitler se pasea por el centro de Varsovia en 1939. ¿Cómo ha llegado hasta allí?, se pregunta el narrador.

Un tren llega al pueblo donde un viejo borracho espera con un paquete que contiene una flor de cactus.

Unos niños ríen viendo cómo son masacrados unos escorpiones por miles de hormigas en un pueblo polvoriento, al que acuden unos hombres violentos con códigos de otras épocas.

Mi vida se apaga, la vista disminuye. Lo único que queda son los recuerdos. Yo recuerdo un tiempo de caos... de sueños hechos polvo... esta tierra desolada. Pero lo que mejor recuerdo es al guerrero de la carretera.



Hay que recordar, hay que recordar... nos dice el viejo cómico que recorrió todos los pueblos de España.

domingo, 4 de mayo de 2008

Héroes

No hace mucho descubrí una frase dicha por un filósofo francés que me sirve para encabezar una historia de ficción propia, que espero algún día salga a la luz. El tal Romain Rolland escribió una vez que un héroe es todo aquel que hace lo que puede, y esa frase genial me acompaña cuando pienso en ello, en los héroes, en gente extraña, minoría, que un día, cuando vienen mal dadas, cuando todo está jodido, cuando se grita eso de sálvese quien pueda, ellos, de pronto, permanecen, dan la vuelta, caminan en el sentido contrario. La mayoría de las veces son personajes trágicos, incluso oscuros, pero tienen un botón diferente, y generalmente suelen estar solos, o se sienten muy solos ante la adversidad, por ello son héroes.

Hace muchos años bajaba yo del autobús del colegio, de aguantar un día más en lo que para mí será siempre un mal recuerdo, aquella especie de cárcel dirigida por hombres ensotanados, con mala leche y mano ligera, o pesada, según les venía. Habitualmente era mi madre la que esperaba, pero de pronto vi que no estaba, que era mi cuñado quien aguardaba. Ya de niño comprendía todo lo que pasaba alrededor, y no me gustaba un pelo. Eran tiempos complejos, yo diría que oscuros. Los iluminados del pasado abundaban por doquier y querían volver atrás, por Dios, por España, o por sus santos cojones, algo de lo que les gustaba presumir. Pero también estaban los otros iluminados, los del gatillo fácil que, a fecha de hoy, siguen con su interminable raca raca, hasta vaya usted a saber cuándo. Debido a la profesión de mi padre, enseguida pensé que estos últimos por fin se habían fijado en él, y que yo iba a ser uno más de esos hijos de mirada baja al que consolaba un político de manera infructuosa.

Mi cuñado me cogió de la mano, me tranquilizó cuando vio mi cara de angustia y me dijo que había pasado algo grave, pero no a mi padre. Cuando llegué a casa, el miedo se palpaba por todos lados, los comentarios eran diversos. Uno decían que ya era hora, que se veía venir, que eran demasiados militares muertos y que, como siempre, España se iba a la mierda. Otros, más prudentes, decían que era una temeridad, que se habían vuelto locos, que esto iba a acabar muy mal. Y estaban en esos comentarios, cuando alguien, no recuerdo quién, me dijo que en el Congreso había pasado algo. La televisión repetía las imágenes, y yo me asuste y, siendo un niño, pensé que iba a pasar aquello de lo que hablaban siempre los más ancianos... volvería a correr la sangre.

Pasados los años, siempre se habla de aquella jornada, de lo que pudo ser y no fue, de los que se evitó. Yo recuerdo mi miedo infantil, recuerdo palabras y frases que hoy parecen repetirse por los de siempre, por los del ceño fruncido, por los de la bilis, por lo que hicieron que este país siempre fuera por detrás de la historia. Pero aparte de todo eso, recuerdo un momento, un momento en que tipos armados vestidos de verde irrumpían. Recuerdo a un bigotudo con tricornio sacado del más casposo de los bares, que empezó a dar gritos, y luego a disparar. Fue entonces cuando todos se tiraron al suelo ante la ensalada de tiros, quizás esperando un destino ingrato, y fue entonces cuando vi a dos hombres que permanecían, que no se inmutaron ante los disparos, que mantuvieron esa tranquilidad propia de los que poseen ese botón especial, mirando al frente, sin bajar la cabeza. Y uno de esos dos hombres, un señor mayor de pelo blanco y bigote, se levantaba indignado y se dirigía hacia el bigotudo casposo para ponerle firme. Y entonces pasó lo que pasa siempre, las alimañas le agarraron, le frenaron. Y el otro hombre digno le intentó parar, pero la rabia del hombre mayor era más grande que su miedo. Y el bigotudo casposo le gritó para que se sentara, y el hombre mayor se revolvía frente a él y al resto de amotinados. Y le bigotudo mezquino fue por detrás, como hacen los cobardes, y le agarró y le intentó tirar, pero el hombre mayor aguantó, y se indignó más, y entonces los hombres armados se dieron cuenta de que para hacerle sentar, tendrían que pasar por encima de su cadáver. Y el hombre mayor, y el otro hombre más joven, por fin se sentaron, y así permanecieron, sin moverse, mirando al frente, rodeados de hombres armados, en un océano de asientos vacíos. Y fueron a contracorriente, no se agacharon pensando en su pellejo, permanecieron, aguantaron, y se sintieron solos, muy solos.

Y entonces, siendo un niño, frente a la tele, entre las discusiones absurdas que oía, entre los miedos de unos y las advertencias de otros, cuando todo parecía que se volvía a ir a la mierda, fue cuando descubrí los más importante... que los héroes existen.


jueves, 1 de mayo de 2008

¿Es que no les veis?

Cuando era niño me regalaron un juego de ciclismo. Se llamaba “Criterium” y constaba de un tablero, que representaba un circuito de cien casillas con forma de serpiente, unos dados y unos corredores de cartón sobre sus peanas. Y fue allí donde disputé las mejores etapas de mi vida.

Yo, que no me perdía una gran ronda ciclista por la televisión, fui testigo de la grandeza de Hinault en aquella mítica Vuelta donde luchó contra todos los españoles que le atacaban una y otra vez. Yo, que vi a un genio único e irrepetible nacido en Segovia demarrar de manera épica a muchos kilómetros de la cima, fui testigo de cómo un irlandés pequeño de aspecto frágil aguantaba ese ataque y llegaba a la meta del Tourmalet necesitando oxígeno. Yo, que vi en Italia a unos hombres ascender los primeros puertos de una etapa entre regueros de agua, les animaba mientras subían el último puerto del día, el Gavia, entre nieve y niebla. Yo, que disfrute de niño con el último deporte de héroes que existe (dopados o no), reproduje todas aquellas hazañas con unos dados y un ciclistas de cartón.

Pero como toda epopeya, aquellas etapas míticas de cartón debían ser trasmitidas al mundo, así que, mientras tiraba los dados, de mi boca salían las voces de los locutores que iban en la moto, o estaban en la meta del Galibier, o en las 21 curvas míticas del Alpe D’huez. Y esas mismas voces tronaban con los demarrajes de mis héroes de cartón cada vez que los dados sacaban dobles, y volvían a tirar. Y en algunos momentos, daba paso a los estudios centrales, para que otra voz, que en el fondo era la misma disimulada, hiciese de experto ciclista retirado que comentaba algo que a los demás se les escapaba. Y mi garganta se desgañitaba en las últimas casillas de cada etapa, cantando el triunfo inesperado de algún humilde gregario que, por una vez, tuvo suerte con los dados. Y cuando era de noche, en la oscuridad, arropado ya, sin que nadie me viese, hablaba con otros conocidos contertulios analizando la etapa del día. El problema es que los tertulianos... eran invisibles.

Supongo que otros muchos niños hacían algo parecido jugando partidos de fútbol con las chapas, o al inolvidable escalextric. No estoy seguro si luego eran capaces de entablar animadas tertulias con la nada, cambiando las voces y llegando a discusiones apasionadas sobre quién iba a atacar en la siguiente etapa, o si iba a ver una confabulación de varios equipos contra el líder.

No sé si es la soledad, o la imaginación, o una salida en la autopista de la rutina, pero hay gente que, de pronto, se hace amigos peculiares, amigos que sólo ellos ven, mientras los demás, en su ignorancia, son incapaces de apenas localizarles. Parece ser que ya hubo un tal Alonso Quijano que tuvo alguna manía de este tipo, mientras sus familiares y amigos no le tomaban en serio. Luego hubo otro que se tiró desde un puente para salvar a un ángel de la guardia despistado, y al que sólo él veía y escuchaba. Incluso se conoce de uno que tomaba copas con un conejo gigante de dos metros de altura. En mi caso, soy menos estrafalario, así que tengo una animada tertulia radiofónica que, todavía hoy, mantengo. Perdonen, llaman a la puerta, creo son unos señores de blanco con cara de pocos amigos que preguntan por mí, pero antes de abrirles e invitarles a unas copas, o a que opinen en mi animada tertulia, quería contarles a todos ustedes, lectores, una breve historia.

Erase una vez un tipo solitario y tímido que vivía en un pequeño pueblo del interior de Estados Unidos, que tenía un hermano y una cuñada que le invitaban a cenar, y a los que conseguía esquivar hábilmente al llegar a casa. Y acudía a un monótono trabajo, donde compartía cubículo con un compañero enganchado a páginas porno, y donde una tierna compañera rubia le deseaba, pero a la que también esquivaba. Y un día, al ver la página de muñecas de látex que observaba su compañero, decidió comprar una. Era morena, de largo pelo negro azabache y boca profunda. Su nombre era Bianca. Y Lars, nuestro protagonista, la presentó a todos como su novia.

Y cuando lo esperado era que su hermano, su cuñada, sus compañeros, sus vecinos, le tomasen por un tipo descarriado de la vida, inesperadamente, todos comprendieron a Bianca. Y la saludaban, y la invitaban a fiestas, y los niños la escuchaban, y el cura se preguntaba qué habría hecho Jesucristo en un caso como éste. Y la respuesta se la da el pueblo entero aceptándoles a ambos. Y una médico de ambulatorio, paciente y sensata, trata a la muñeca cuando está enferma, aunque en el fondo lo único que quiere comprender es a Lars y por qué le duele cuando alguien le toca. Y todas estas cosas, y muchas más, las podrán descubrir, ustedes lectores, si salen de casa, cogen el metro, o el coche, o el autobús, y acuden al cine. Allí gozarán de una hermosa genialidad cuyo nombre es “Lars y una chica de verdad”. Cuando terminen de verla, quizás entonces, comprendan mis tertulias radiofónicas. Ahora, voy a abrir a esos señores.

NOTA FINAL: Ha pasado el tiempo y los amables señores de blanco me han devuelto a casa. No recuerdo mucho, sólo que ya no me gusta el ciclismo.