domingo, 31 de agosto de 2008

Madurando

Leía el otro día en una entrevista a ese cachondo mental llamado Joaquín Reyes, cabeza pensante del humor surrealista de “Muchachada Nui", que se buscó en su vida una maestra de educación infantil porque era la única que le entendía perfectamente.

Arranco esta absurda historia con este comentario por eso de las cosas del madurar, algo que le pasa a la gente obligatoriamente, pero que es un coñazo, la verdad. Se supone que llegado cierto momento en la vida, uno debería traer al mundo una progenie con la que perpetuar la especie, y seguir dominando el mundo, en plan malévolo del mal que te cagas sonriendo a mandíbula batiente, jajajaja.

En mi caso, todavía estoy procesando el asunto, digamos que voy con retraso, aunque uno va teniendo ya unos años, pero es que a mí me cuesta un mundo no pararme en los escaparates de las jugueterías, y tener todavía ensoñaciones con el portaviones de Tente. Así que, a falta de encontrar una maestra de educación infantil que me comprenda, temo que mi progenie se va a quedar donde está, lo cual me jode porque era mi última esperanza de encontrar a alguien con quien jugar al scalextric y a los juegos de tablero de estrategia.

El caso es que los amigos se han dejado de tontunas, y van trayendo hijos al mundo, y todos te cuentan que es una sensación única e irrepetible. Yo desde luego no lo pongo en duda, pero me sigue pareciendo ciencia ficción, al mejor estilo Bradbury, el verme de padre. No sé, supongo que el truco, por lo que dicen los que saben de esto, es encontrar a alguien que desee hacerte padre, pero para eso debería dejar de pararme en los escaparates de jugueterías cuando vas acompañado, no se puede ser tan sincero de primeras, que me dice sabiamente alguna amiga.

Así que, mientras arreglo lo mío y hago un Master titulado “Madurando que es gerundio”, no está de más acordarse de aquellos que, teniendo alma infantil, consiguen madurar más y mejor para traer nuevos clientes a este mundo. Por ello quería dedicar esta pequeña y absurda historia gambitera, por citar otro palabro del Joaquín Reyes, a un buen amiguete al que admiro desde hace miles de años, con el que me he bebido la mitad de las barras de este país, y también de otros, pero siempre con calma y sin incordiar al vecino, y compartido muchos momentos en este país, y también en alguno lejano. Un tipo que se hace notar por su calma, su silencio, su educación, su paciencia, su inteligencia, su aspecto de señor serio que no se inmuta, capaz de ir al festival de Benicasim con sus camisas de cuadros de toda la vida y sus naúticos, y al que me hubiera gustado parecerme en infinitas ocasiones. Ahora, en estos momentos, le imagino mirando a través de sus eternas gafas de metal (ni siquiera ha caído en la moda de gafapasta de soplapollas creativo estilo yo), con cara de pánfilo y eterna pinta de distraído, al pequeño vástago con el que ha perpetuado la especie que seguirá dominando el mundo en plan malévolo del mal que te cagas, por los siglos de los siglos, amén.


(Aquí va la gran Natalie Merchant y sus 10.000 Maniacos con esa joya llamada "These are days", que precisamente va sobre eso... sobre traer retoños a este valle de lágrimas)

viernes, 22 de agosto de 2008

Madrid

Dicen de ella que no tiene alma, ni es hermosa, que es dura, agobiante e invivible.

Dicen que es seca y fría, calurosa e irrespirable, ruidosa y violenta, de noches sin final y amaneceres lentos.

Todos los que se van la critican cuando están lejos, pero ella siempre tiene mala memoria cuando regresan.

Todos los que llegan se preguntan cuándo partirán de nuevo, pero ella tan sólo quiere que te quedes cuanto quieras.

Si la observas bien, nunca encontrarás un mar donde perderte, ni un gran río donde bañarte.

Pero si la observas un poco mejor, encontrarás un cielo azul que no tiene fin.

Al no ser la más hermosa, ni la más admirada, ni la más deseada, algunos pensaron que sería la más fácil.

Por eso, aquellos que decían poseer la luz frente a la oscuridad, pensaron que la podrían tomar sin respetarla. No imaginaron, incrédulos, que los que hablaban mal de ella por no ser la más hermosa, ni la más admirada, ni la más deseada, se levantarían ofendidos para defenderla.

Por eso, aquellos que traían la oscuridad para imponerla de nuevo, pensaron que la podían someter sin esfuerzo. No imaginaron, incrédulos, que los que hablaban mal de ella por no ser la más hermosa, ni la más admirada, ni la más deseada, se juntarían para decirles que no pasarían.

Los hay que la odian por ser quien es, o simplemente por estar donde está.

Por eso, cuando esos mismos la golpean a traición, pensando que se derrumbará como una niña llorosa, olvidan que las niñas ya no quieren ser princesas.

Por eso, cuando el destino se lleva a sus hijos sin avisar, olvida que ella los llorará de nuevo, para luego reírse de él en sus narices.

Seguirá sin tener alma, sin ser hermosa, ni deseada, ni admirada.

Seguirá siendo seca y fría, calurosa e irrespirable, ruidosa y violenta.

Sin embargo, sus noches seguirán sin tener final, y sus lentos amaneceres darán paso a un cielo azul que no tiene fin.

In memoriam.

http://diegocg.googlepages.com/Pongamos_que_hablo_de_Madrid.mp3


domingo, 17 de agosto de 2008

El sonido de la tristeza

Era un mes de marzo de hace cuatro años, cuando regresaba de pasar un agradable fin de semana en Sevilla. Aparte de reconocer la belleza de esa hermosa y calurosa ciudad, uno, que es más profano y simple que nadie, sólo recuerda el baño en cerveza fría que me di todo el tiempo que estuve allí, esa cerveza helada que tiran como nadie y que entra como nada.

El domingo por la noche, montado en el coche de unos amigos, regresábamos todos en silencio, durmiendo en algunos casos, jodidos por tener que volver al trabajo al día siguiente en otros, o sumidos en sus pensamientos, como era mi caso. Más que pensamientos, lo que me acompañaba en la oscuridad del paisaje era una nostalgia perdida, en este caso por una mujer que por aquellos tiempos pudo ser y no fue. De fondo, se escuchaban canciones, algo normal siendo el coche de un buen amigo (el hombre que más sabe de música del mundo) cuya vida es la música, capaz de tragarse festival tras festival y de conocer a bandas pequeñas a las que sólo escuchan los padres de los componentes. Yo no le prestaba demasiada atención a lo que el amigo nos había puesto, seguía recordando en medio de la oscuridad, cuando de pronto, poco a poco, una suave melodía y una voz que parecía una mezcla de llanto y susurro me fueron sacando del letargo, y se fundieron a mi nostalgia y mi tristeza. De hecho, por un momento, esa música se había convertido en la banda sonora de mis pensamientos. Enseguida le pedí a mi amigo que volviese a poner la canción. Y se lo pedí unas cuantas veces más. La canción consiguió acompañar mis absurdas y estúpidas fantasías sobre aquella mujer, a imaginar historias de encuentros y desencuentros, de finales felices o infelices.

Proceden de Islandia, el último lugar del mundo donde dicen que merece la pena perderse. No son una banda que llena estadios, tampoco lo buscan, ni lo necesitan, pero con el paso de los años, son conocidos y respetados en medio mundo. Cantan en su idioma natal, a veces en inglés, pero la mayoría de las veces usan un lenguaje inventado (hopelandic) que acompaña a sus emotivas y largas melodías. Alguno de sus discos no tiene título -()-, ni las canciones tampoco, simplemente números. De hecho, el álbum viene acompañado de un cuadernillo en blanco para que cualquier persona, de cualquier lugar, escriba lo que quiera en función de lo que le haga sentir la música de unos genios conocidos como Sigur Ros. En mi caso, desde la primera vez que les escuché, aquella noche negra de regreso a Madrid, su música la identifico con la tristeza.

Cuatro días después de regresar de Sevilla, en una mañana soleada y extraña de jueves, al introducirme en mi coche para ir a trabajar como otro día cualquiera, al encender la radio como otra mañana cualquiera, de repente, sin avisar, la realidad más trágica llamó a la puerta, sólo que lo hizo a golpes.

De pronto, mis absurdas tristezas con las que venía en el coche desde Sevilla pasaron a mejor vida. Hay cosas que superan cualquier egoísmo propio. Nos creemos miserables por algo como el amor, cuando éste pasa, como pasan los amigos, los lugares en los que uno ha estado, los momentos que ha vivido. Sin embargo, algunas tragedias siempre estarán en el recuerdo, nos dan un toque de atención, nos muestran lo ridículo de nuestras quejas, lo absurdo de nuestros enfados, lo insignificante de nuestras vidas.

Me costó, pero conseguí hacerme con prácticamente todos los discos de estos islandeses, aunque fuera a precio de oro. Es curioso, el recuerdo de aquella mujer que ocupó mi nostalgia de aquella noche oscura de viaje desapareció por completo, pero ellos y su música se quedaron para siempre. Durante año y medio de mi vida, me acompañaron como melodía de fondo mientras escribía varias historias de gente corriente que, una mañana de marzo, tomaron cuatro trenes de cercanías.


(Heima es su último trabajo. Una película que muestra conciertos improvisados en cada rincón de su hermoso país)

martes, 12 de agosto de 2008

Viaje con nosotros

A mí, Hasan, hijo de Mohamed el alamín, a mí, Juan León de Médicis, circuncidado por la mano de un barbero y bautizado por la mano de un papa, me llaman hoy el Africano, pero ni de África, ni de Europa, ni de Arabia soy. Me llaman también el Granadino, el Fesí, el Zayyati, pero no procedo de ningún país, de ninguna ciudad, de ninguna tribu. Soy hijo del camino, caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía.

Toda mi vida he deseado poder escribir algo así, pero no lo he conseguido, de hecho no son mis palabras ni, obviamente, soy yo. Las usa Amin Maalouf para comenzar a relatar las aventuras de “León el Africano”, ese nómada errante que vio caer en manos cristianas, siendo todavía un niño, su añorada Granada, y que luego se instaló en la no menos mítica Fez con su familia y que, más tarde, viajó por horizontes conocidos y desconocidos de medio mundo, incluida la misteriosa y legendaria Tombuctú.

Aquellos viajeros de antaño en nada se parecen a los de ahora, aunque supongo que viajar sigue siendo una necesidad en muchos seres humanos. La mayoría lo ven como una forma de huir de la rutina de todo un año, como unas vacaciones; otros muchos lo ven como una forma de visitar una serie numerada de monumentos y paisajes que se convierten en una serie numerada de fotos, o vídeos, con las que castigar a los amiguetes que se han quedado sin vacaciones; otros lo ven como una manera de conocer gente de otros países y culturas e, incluso, ya puestos, de ligar con ellos, por qué no, oiga; unos pocos siguen viendo en el viaje una forma de aventura, del manido descubrirse a sí mismo, de decir “yo estuve allí”. Todas ellas son válidas, mientras que lo importante sea ponerse en marcha, hacer el petate, levantar velas, partir, pirarse. No recuerdo cuál era el libro porque mi memoria es pésima para citas y textos, así me fue en la escuela, pero una vez leí en algún sitio lo que un padre le contaba a su hijo sobre el significado que tiene para una persona el hecho de conocer otras tierras: la vida es como un libro, si no has viajado, es como si no hubieses pasado del primer capítulo.

En mi caso he alzado el vuelo por una mezcla variada de lo que he detallado anteriormente, aunque la mayoría de las veces me ha movido el imaginario de ir a sitios donde transcurrieron grandes historias, a la búsqueda de personajes o personas reales, ya fuesen León el Africano, D.H. Lawrence (Lawrence de Arabia) o Dean Moriarty. De hecho, puedo decir que al igual que el primero, yo también llegué a Tombuctú, la ciudad que perturbó la fantasía de tantos exploradores del diecinueve, que se dejaron el pellejo en pos de llegar a sus puertas, la ciudad de la que hablaba Herodoto en sus relatos, la ciudad que gobernaron poderosos reyes negros en medio del desierto y a la orilla del río Níger y que, según contaba la leyenda, estaba llena de riquezas. Yo no fui hasta allí por motivos pecuniarios, sino por algo más absurdo y vulgar como la lectura de un libro, o mejor una novela, de un escritor catalán llamado Pep Subirós, que hace unos años escribió uno de los mejores relatos de viajes que yo recuerdo. Se llama “Cita en Tombuctú”, una historia al estilo de “El paciente inglés”, que nos cuenta la peculiar aventura de una pareja contemporánea cuya relación se encuentra en descomposición, y que deciden buscarse de nuevo camino de Tombuctú, tras los pasos de aquellos exploradores legendarios. Una historia de amores acabados, que tanto molan a la gente, quizás porque nuestras historias de amor suelen acabar en un bar con olor a fritanga, o vía mail.

Siempre procuro viajar con un libro bajo el brazo (nunca una guía, me aburren mucho aunque no dudo de su utilidad, pero no puedo con ellas), un libro que siempre lleno de postales, mapas, recortes, billetes de metro, de autobús, de avión. No suelo llevar cámara de fotos, aunque mi excusa es que soy un vago de cojones y me aprovecho de las fotos de los demás. De todas formas creo que los viajes, en el fondo, son una colección de momentos que no tienen por qué ser lugares espectaculares, atardeceres de postal o monumentos milenarios. Generalmente recuerdo los pequeños momentos, los momentos mientras se viaja, los momentos del camino. En mi caso van de una partida de póquer en un campamento sin luz de una región inhóspita, a jugar a las películas en un viaje dentro de una canoa remontando un río sin fin; de unas cervezas en una noche brumosa de calor insoportable recordando novias pasadas, a unas tortitas con nata y arándanos en un bar de carretera en una mañana despejada de un país de película; del silencio de una noche llena de estrellas en un desierto con nombre de muerte, a una noche de fiesta popular con piratas de pega en una bella isla rodeada de un mar transparente; de las risas con un viejo amigo que se perdió en un país lejano, a las risas con nuevos amigos que surgen en países más cercanos. Todos esos momentos se quedan ahí para siempre, grabados en el disco duro, en las gigas de la memoria digital que llevo siempre conmigo: mi absurda cabeza.


(Disfruten del montaje de las imágenes y de la música de Gustavo Santaolalla)