miércoles, 9 de febrero de 2011

¿Quién se acordará de nosotros cuando hayamos muerto?

Siempre le veía venir con una gorra de béisbol que le cubría grotescamente las orejas, resbalándole hasta las cejas, abrigado por su inseparable plumas, abrochado hasta el cuello, aunque hiciese calor o estuviésemos en primavera. Reconocías su delgadez al verle regresar a casa, con sus gafas de empollón de otra época, su deambular tranquilo, a pasitos cortos, como si no tuviese prisa en llegar a ningún sitio, incluso a su propia muerte. Pasaba desapercibido para todos, como si eso hubiese sido lo habitual en su anónima vida como persona, como vecino, como profesor. La última vez que le vi, apenas mes y medio, le pregunté, incómodo y forzado, por su salud. Él era optimista, un trasplante de médula parecía la solución a ese puñetero cáncer que le diagnosticaron años atrás y al que había combatido con quimioterapia y radioterapia.

Supongo que a ustedes esto que les cuento le sonará a chino, entre otras cosas porque no conocen de nada al tipo. Y supongo que se la pelará, entre otras cosas porque es lo mismo que cuando alguien te cuenta que ha muerto un conocido, pero que tú no sabes de su existencia. La muerte es algo demasiado probable como para mentarla, o merodearla, conscientes como somos que, más tarde o más temprano, la inmortal Parca (aunque parezca un chiste el juego de palabras) llamará a la puerta sin avisar de su visita.

Ésta no deja de ser la crónica de una muerte anunciada de un hombre al que el ínclito azar decidió tocar con la siniestra mano de la enfermedad. Supongo que son muchas las muertes de este tipo que se producen a diario, aquí y allá, que nos tocan profundamente si son familiares, amigos, amores, o personas conocidas a las que reconocemos o admiramos por algo que han hecho, dicho o protagonizado. Sin embargo, y como es lógico, pasan desapercibidas si las protagonizan seres anónimos. Así que narrar la historia de un anónimo difunto que luchó agónicamente hasta el final, y que tuvo la esperanza de superar a la perra bicha, no deja de ser una historia más que pasa cada día.

Pero quizás por ello debo contarla, sobre todo porque el tipo en cuestión era un vecino con el que me cruzaba, amigo de la familia, pero con el que había tenido trato de vez en cuando. Y, sin embargo, era él quien se acercaba afable a mí, como si en el fondo fuésemos amigos de verdad, o como si lo fuéramos de toda la vida. Siempre me preguntaba por mis historias, mis rodajes, mi mundo que tanto le llamaba la atención, como si yo fuera un Alien llegado de una galaxia lejana. Me insistía en que un día me invitaría a una cerveza y que, a cambio, le contaría mis absurdas y estúpidas tribulaciones por la vida contando historias. Y siempre le decía que sí, como quien le da la razón a un niño, o a un tonto. Le esquivaba con un “a ver si tengo algo de tiempo”, aunque lo tuviese; o un “a ver si encuentro un hueco”, aunque lo encontrase; sabedor, como era, que no iba a ocupar ni cinco minutos de mi vida contándole mis logros creativos, si es que se les puede llamar de alguna manera.

Por fin, un día, por casualidad, me topé con él en el bar de abajo, portando su gorra que le hacía parecer un yonqui aferrado a la metadona, con la que ocultaba su cabeza horadada por la química. Me acababa de despertar y sólo quería tomar un café a solas, pensando en mis problemas, escrutando mis sueños absurdos. Ésta vez no pude evitarle. Me tropecé con él en la barra, aunque ni siquiera me percaté de su anónima figura cuando entré en el bar. Y entonces, por fin, ya a la fuerza, pude escuchar su historia, que siempre pensé sería anodina, convencional y rutinaria. Y así lo era, o así me la contó, pero también me ilustró con su ilusión y optimismo hacia el futuro, su ansia por retirarse de la docencia, su anhelo por descansar de niños vociferantes. Fue su profesión e, imagino, su ilusión durante mucho tiempo, pero nunca le llenó, entre otras cosas porque no siempre es cinematográfica la relación entre el maestro y esas pequeñas bestias que somos cuando las hormonas palpitan y las neuronas apenas hacen acto de presencia. Él siempre lo pasó mal, pese a sus esfuerzos, y veía su enfermedad como una salida, como una forma de ver crecer a su hija, la que tuvo con una mujer de color a la que conoció por casualidad y que cuidaba ancianos, entre ellos a su propia madre, como otros muchos inmigrantes hacen, mientras nos ocupamos de nuestras estresadas vidas.

Y entonces le entendí y le comprendí. Escuché a ese ser anodino, anónimo, ese vecino pesado que insistía en tomar una caña conmigo para contarme su cotidiana y rutinaria vida. Imagino que bastó un café para darme cuenta de lo mezquina que resulta mi estupidez, mi falta de atención, mi forma de etiquetar al mundo. No creo en nada, ni en el más allá, pero quizás algún día lo pague y seguramente lo merezca.

La última vez que le vi, le animé de manera forzada, le dije que le pagaría esa cerveza una vez saliera del hospital. Nunca lo pude hacer. Ya hace semanas que las noticias no eran halagüeñas. No tuve cojones de ir a verle en sus últimos días, en su agonía final, con esa excusa de que realmente no era alguien tan conocido ni tan cercano. No era más que el vecino que insistía en que le contase mi vida como contador de historias, mientras nos tomábamos una cerveza. Quizás mis remordimientos me superaban, o quizás quería recordarle así: con su gorra calada hasta las orejas, su plumas, su optimismo ante el futuro.

Se llamaba Rafa. Supongo que eso a ustedes se las traerá al pairo. Y en parte es lógico. Era docente, como otros muchos docentes. Estaba enfermo, como otros muchos enfermos. Era más o menos joven, como otra gente joven que nos deja de manera prematura. Tenía una hija pequeña, una mujer que vino del Nuevo Mundo a buscarse la vida, una anciana madre que apenas se sostiene en pie, unos hermanos, unos compañeros que le recordarán, a pesar de su anonimato, su discreción, su anodina existencia. Pero si hay que ser justo, ésta no es más que la historia de un héroe anónimo, de los muchos que hay, de los que tanto me gusta escribir y que yo nunca seré. El tipo que intentó enseñar, aunque no le hicieran ni puto caso; el que ayudó a su madre, a pesar de ya estar enfermo; el que se casó en su agonía con su compañera, a la que garantizó una pensión y un futuro. Encima me invitó a un desayuno. Yo le debo una cerveza, pero como no puedo pagarla de vuelta, sólo se me ocurre recordarle en mi memoria.



(Les dejo con el inmortal Morricone... In memoriam)