miércoles, 31 de diciembre de 2008

Escucha

Hace poco me hice un regalo en plan caprichito. Llevaba tiempo deseando meter la nariz en una serie de la que leía toda clase de parabienes. Había visto secuencias sueltas y me había bajado algún episodio en inglés, pero la jerga que usan algunos de los personajes me hacía sentirme más perdido que John Locke en su ataúd, ya que estamos televisivos. El caso es que por fin se editó en Apaña la esperada “The wire” (“La escucha”).

Leí la palabra obra maestra para describirla, y ya es complejo teniendo en cuenta el nivel al que ha llegado la ficción televisiva norteamericana con cositas como Los Soprano, El Ala Oeste de la Casa Blanca, Battlestar Galactica, The Shield, House, A dos metros bajo tierra, Hermanos de sangre, o las recientes y excelentes True Blood y Generation Kill (ésta última creada por los mismos tipos de "The wire"). Por supuesto, que se pueden añadir unas cuantas más que todavía no he podido ver, ya que uno tiene el tiempo limitado y debe hacer más cosas, pero una serie mediocre de estos señores está al mismo nivel que lo mejor del resto de la Galaxia (hay cosas muy buenas también por ahí, y si no vean la serie de terror The Kingdom del genialoide Lars Von Trier y aquí hay cosas buenas también, no se crean, el problema son los ejecutivos que dirigen las cadenas). ¡Ah!, no me olvido de la gran “Lost”, la serie que nos ha cambiado el mundo y lo ha dividido, en palabras del gran spoiler Hernan Casciari, entre los que la ven y los que, pobres de ellos, no la ven.

Qué puedo decir tras devorar la primera temporada de esta serie: pues que ahora que estoy pelado de dinero voy a atracar a alguna ancianita para comprar la segunda temporada (de un total de cinco). Casi no tengo palabras porque las expectativas que tenía no sólo se han cumplido, sino que han ido más allá y hasta el infinito, que decía Buzz Lightyear. Creo sinceramente que es una obra de arte, que la HBO debería recibir el Nobel de algo, me da igual, pero que no se puede tener un nivel más alto produciendo ficciones que, además, por muy exclusivas que parezcan, son de consumo general y entretenidas, aunque eso sí, requieren pensar, pero sólo un poco, tampoco se crean, no vamos a subir el nivel no le vaya a dar una hipoglucemia a los Vasile y compañía. Cuando pienso que la HBO realmente es una cadena de cable para acontecimientos deportivos y que quiso probar suerte en esto de la ficción. ¡¡¡Dios mío, por favor, que Teledeporte produzca ficción nacional!!! No creo que me hagan caso, al fin y al cabo soy un humilde guionista y no tengo ni idea de televisión ni de los gustos de la gente.

Si tengo que comparar esta historia con algo sería con la reciente “Gomorra”, la película italiana aclamada por todos, pero que desde mi humilde punto de vista ha sido excesivamente valorada por la crítica. No le niego cosas buenas a la película y una estética demoledora, además de estar seguro de que el libro es excelente y es una de las cosas que tengo pendientes, pero narrativamente está sobrevalorada, con tramas y personajes que se confunden, con un bajón brutal a mitad de película, llegando a aburrir cuando lo que te están contando es tremendo. No me gusta hacer comparaciones, pero ésta vez lo hago porque “The wire” cuenta exactamente lo mismo, pero en vez de en Nápoles, en Baltimore.

Es una historia que habla de la corrupción y la violencia a todos los niveles: desde los camellos y yonquis, hasta las altas esferas de la política. La diferencia es que en la serie en su 1ª temporada se centra en dos puntos de vista: los policías que tratan de desmantelar el tráfico de drogas en el Este de Baltimore, y los propios narcotraficantes que lo organizan de manera brillante.

Creada por un ex periodista de sucesos (David Simons) y un ex policía (Ed Burns), la historia es absolutamente realista, al igual que Gomorra, pero a diferencia de ésta última, el guión está a años luz. Es una historia coral, con muchos personajes, pero que en ningún momento te pierdes, pese a lo complejo de la trama. El eje principal de la historia es un solo caso, acabar con el organizador del tráfico de drogas de un barrio de Baltimore, el ladino y brillante Avon Barksdaled, y su aún más brillante secuaz, Stringer Bell. El encargado del caso es un policía honrado lleno de problemas personales, el también brillante Jimmy McNulty, rodeado de un grupo de policías formado para la ocasión, de manera sibilina, por los altos gerifaltes. Son detectives que vienen de distintos departamentos, algunos borrachos, otros inútiles, otros sin experiencia, otros liquidados por ser precisamente eso, buenos policías en su momento.

La historia se centra en las escuchas que montan los detectives en las cabinas de teléfono que sirven de comunicación a los camellos del barrio. A lo largo de los 13 episodios, los policías poco a poco van recobrando su autoestima hasta conseguir poner contra las cuerdas a los muy organizados narcotraficantes. No esperen tiros ni coches a dos ruedas, es una historia que trasmite verdad por todos los poros, los policías parecen de verdad y se equivocan como cualquier otro en su trabajo. Los narcotraficantes, que nacen en un ambiente de pura supervivencia, dan auténticas lecciones de vida y de estrategia para organizarse, como si fuesen un ejército y jugasen al ajedrez con la pasma. Te crees a los jueces prepotentes, a las fiscales trepas, a los comisarios chulescos, a los políticos corruptos, a la poli lesbiana y a su novia, al gánster violento y gay. Son 13 horas del mejor cine, de la mejor ficción en mucho tiempo.

Escucha: hay grandes series para ver, sin duda, pero mi consejo, amigo, es que estás perdiendo inútilmente el tiempo si todavía no te has acercado por el Este de Baltimore.


(Esta secuencia es ya un clásico de los blogs, pero resume perfectamente el nivel de la serie porque algo así no se suele ver. Son McNulty y su compañero intentando aclarar un caso de asesinato con el que un incompatente compañero de ambos hizo una chapuza... Y con esta recomendación termina el primer año de existencia de mi blogggggggggg, que ustedes lo pasen bien, y Feliz Ano, y que no nos den por el ídem en el próximo)

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Cuento de Navidad

Se llama Sandra, tiene 20 años, el pelo negro, la mirada despierta y un par de piercings adornan su bello rostro. Vive en un barrio obrero y cada mañana sale en su coche a trabajar a la cabina de peaje donde también trabajaba su padre. Un día, hace meses, los lobos, al olor de la sangre, le acecharon y le abatieron. Desde entonces, Sandra tiene un plan.

Llevo días dándole vueltas a la cabeza buscando inspiración para un cuento de Navidad. Pero nada. Eso demuestra mi poco espíritu navideño. Quizás la mejor historia navideña (Dickens aparte)que oído nunca se la cuenta Harvey Keitel, al final de la inolvidable “Smoke”, al agobiado escritor al que interpreta William Hurt, que busca (como yo ahora) un cuento de Navidad que mandar al periódico que le ha pedido que escriba algo típicamente navideño.

Como dudo que Keitel, o similares, vengan al rescate, he decidido que mi cuento de Navidad lo protagonice una chica sobre la que leí un artículo que cuelga, desde hace dos semanas, en el corcho que hay frente a mi escritorio. En realidad es una historia poco navideña, o quizás me equivoco, y es la más apropiada para estos días llenos de falsos e impostados sentimientos. En este caso, sin embargo, sí existe una generosidad sincera, además de mucha valentía, un bien tan escaso como el petróleo.

La chica en cuestión fue protagonista, a su pesar, de los telediarios de hace meses. Bajo la lluvia, entre rostros serios y atenazados, rodeada de micrófonos a la rapiña, abrió un folio doblado en varias partes, y escrito a mano, y dijo bien alto a quien lo quisiera escuchar, a los corderos y a los lobos de su tierra, a los que callan y a los que otorgan, a los que piensan como ella y a los que no lo hacen: “estoy orgullosa de mi padre y sólo puedo decir a los que le han matado que han sido unos hijos de puta”.

Se llama Sandra Carrasco y tiene un plan desde hace meses, desde que el arrebataron a su padre, un humilde trabajador al que decidieron exterminar por ser un peligroso enemigo del pueblo. Desde entonces, con el recuerdo de él en su memoria, Sandra, decidida, coge el coche y parte hacia el lugar donde los telediarios informan que la sangre, nuevamente, baña las calles de su querida y hermosa tierra.

La última vez que lo llevó a cabo fue hace pocos días, cuando acabaron con un empresario el cual, según ellos (los lobos), iba a terminar con el paisaje de su patria. Antes, ya lo había ejecutado meses atrás, cuando reventaron a un guardia civil que pasaba por allí, según ellos, porque son perros peligrosos, y a los perros peligrosos se les elimina.

El plan de la chica es muy sencillo y lo elabora siempre de la misma manera: mientras la gente permanece en silencio, o gimoteando, con las cabezas gachas, tras las gafas oscuras, ella se acerca decidida hacia los familiares de turno que les toca estar destrozados, les posa una mano en el hombro y les dice siempre las mismas palabras: “Soy la hija de Isaías Carrasco, asesinado por ETA. Te acompaño en el sentimiento”.

Ahora que estamos en Navidad, que no encuentro una historia típicamente navideña, que Harvey Keitel no viene a rescatarme, he decidido, como el humilde tamborilero que se acerca a Belén a tocar lo único que tiene (su viejo tambor), hacer algo parecido. En mi caso sólo puedo ofrecer en honor a Sandra lo único que sé hacer medianamente regular: escribir unas líneas, su historia, mi cuento de Navidad.


(Quería poner a Raphael y su inmortal Tamborilero, pero no hay forma de encontrar algo sin sus excesos de gestos. Por tanto, dejo el tamborilero que canta un coro al final de un episodio de esa otra obra de arte televisiva llamada "The West Wing", donde el gran Toby se hace cargo del cadáver de un mendigo que luchó en la Guerra de Corea... Pues eso, felicidades y esas cosas que se dicen)

miércoles, 17 de diciembre de 2008

La grandeza del enemigo

Decía alguien por ahí que la talla de un hombre se mide por la grandeza de sus enemigos. Y creo que algo de razón tenía quien enunció la frase de marras.

Soy madridista, con lo que ello implica. No sé bien el motivo, probablemente por obligación ya que mi difunto padre me hizo socio siendo yo pequeño. El caso es que, de todo que tenía que haber heredado de mi ancestro, y sin embargo no hice (no sé si por rebeldía, o por no repetir actitudes que no me gustaban un pelo), sólo hubo una cosa en la que le seguí: ser madridista.

No debería ser aficionado de este club por ciertas cuestiones, empezando quizás por los patéticos dirigentes que se asoman a su poltrona, y terminando por la casposidad que desprenden algunos de sus aficionados con los que me cruzo. De los ultras, ya ni mentarlo, porque se me ocurren un par de sitios estupendos donde tirarlos. Pero soy madridista, qué se le va a hacer, y además acudí al estadio durante muchos años (luego, me volví comodón). Ahora ya no soy socio, quizás por mi alergia a los carnets, y a la obligación de hacer algo o acudir a un sitio, por eso tampoco soy socio de un gimnasio, ni del Vips, ni de la Fnac, y mira que me dejo pasta en ellos.

Olvidemos mis absurdas disquisiciones, y sigamos con el tema de mi historia. Fue a mediados de los ochenta cuando realmente me hice madridista. La culpa fue de un grupo genial de jóvenes jugadores que acudieron al rescate de un equipo de leyenda que se hundía en la mediocridad. Fue el mejor fútbol que he visto y veré, y los lideraba un tipo rizoso, tímido y algo tartamudo que paraba el tiempo cuando entraba en el área, silenciando un estadio de 100.000 almas. Fue una especie de Mesías, arropado por sus discípulos de generación, y acompañados de un grupo de veteranos jugadores que, al igual que los forajidos de leyenda, tenían unos códigos éticos de otros tiempos, principalmente el de no rendirse nunca.

Fui testigo de las grandes remontadas del Bernabeu, donde los equipos europeos, o el gran Barça de Cruyff, salían con tembleque en las piernas, y al que un cultivado jugador argentino, que demuestra que el fútbol es totalmente compatible con la mejor cultura, dio a conocer como “el miedo escénico”. Tras aquellos años gloriosos, ya tenía claro que no podría claudicar a ser aficionado de este club que ha sabido combinar a lo largo de su historia, el fútbol como espectáculo con la épica más pura. Y como lo facilón es ir con el viento y ser del equipo que mejor juega, pero como detesto profundamente a los conversos, pues sigo y seguiré siendo del Madrí, aunque vengan mal dadas.

He contado todo este rollo introductorio para definirme porque, obviamente, mucha gente no pensará lo mismo. Pero lo he hecho porque de lo que realmente quiero hablar no es de mi afición por el Real Madrid, más bien de su contrario, del gran enemigo, de la otra cara de la moneda, de su Némesis, del lado oscuro, de Vader (con lo que me gusta Vader, suspiro): el Barcelona, ese club que es mes que un club.

Durante años, en especial con el mandato de Núñez, pensaba que el Barça no era un rival digno, ni grande, ni un enemigo a la altura del Madrizzz. Presidido por un señor bajito bastante acomplejado, que siempre gimoteaba por las derrotas, que se quejaba de las ayudas al equipo de la Capital, que siempre tenía en la boca la palabra “Madrí”, que lloraba como un niño (ya saben aquello de Boabdil) cuando ganaba, que siempre salía en todas las fotos, y que salió a malas con todos los artistas que tuvo bajo su mando. Reconozco que sonreía maliciosamente con las desgracias y folletines que montaba aquel señor, o el desequilibrado de su Vicepresidente.

El caso es que me sigue saliendo la sonrisilla malévola cuando al Barça le van mal las cosas (¡al loro, eh!). Algunos verán en esto el típico rollo coñazo de la rivalidad entre las dos ciudades y su dimensión política. Como mi sentido nacionalista es parecido al que tenía el malvado Liberty Valance, “vivo allá donde cuelgo mi sombrero”, y como me gusta esa hermosa ciudat por muchas cosas, tanto de noche como de día, pues así saco de dudas a los que piensen en el tema étnico-patriótico. Lo mío es simplemente provocar de vez en cuando a algún culé descuidado con el que me cruzo, que si es bella y sin compromiso, pues mucho mejor.

Sin embargo, hay que reconocer las cosas de vez en cuando. Y yo últimamente sí que veo en el Barça al gran rival que buscábamos, al enemigo que uno desea tener, donde mirarse al espejo. De hecho, a veces es mejor tener grandes enemigos que ciertos amiguetes. ¿Y por qué es ahora el gran enemigo? Pues porque, para bien o para mal, durante años ha mantenido un estilo de jugar al fútbol, que es como decir un estilo de vida, unido casi siempre al espectáculo, y eso le hace grande. Y porque en los últimos años (al contrario que nosotros) ha tenido la sensatez de tener al frente del equipo a dos personas coherentes, sensatas y educadas, en especial quien lo dirige ahora mismo, un tipo al que siempre admiré por su forma de jugar al fútbol, como por su forma de entender la vida, además de ser un tío elegante y todo un caballero.

Pero sobre todo hay algo que ocurrió ayer, y que vi en los telediarios, que me ha convencido aún más en mi argumento de esta historia. Algo que incluso me emocionó, teniendo en cuenta mi alergia a esos colores. Fue el minuto de silencio que guardaron Guardiola y los suyos por la muerte de un humilde aficionado que acudía todos los días a verles, y al que, durante bastante tiempo, le estuvieron ayudando a salir adelante, teniendo en cuenta que era uno de los muchos que penan por este Valle de Lágrimas. Por este motivo, hoy más que nunca, puedo decir bien alto que con enemigos así, uno puede medir su grandeza.


(Les dejo con el genial sketch de Crackovia, el gran programa de humor de la TV3 -algo que se desconoce en TeleEspe, o telecalcetines... el humor, quicir, que diría Núñez- Observen la imitación de Guardiola y lo del crítico de cine y su "Bon dia. Spielberg caca")

martes, 9 de diciembre de 2008

Road to nowhere

Algunos no pueden andar, a otros les cuesta levantarse de la silla, la mayoría necesitan bastón para desplazarse. A uno de ellos le acompaña un respirador artificial, otra necesita una lupa de aumentos para ver las letras de las canciones, al más enfermo le han dado la extremaunción en cuatro ocasiones. Todos ellos saben que apenas les queda muy poco, que se acerca el final de la función, que ya han vivido demasiado y que deben dejar paso. Todos lo saben, pero cuando salen al escenario a cantar el mejor rock, punk y pop que se ha hecho jamás, olvidan por un momento su inmediato destino y se convierten en unos artistas únicos y excepcionales.

Debo ser yo, debe ser esta lluvia, o este frío, debe ser tanta película absurda, vacua, aburrida y pretenciosa que me he tragado últimamente. Tanto artista y tanto listo de los cojones, tanto realismo comprometido y tanta acción inútil. O puede ser que me haya vuelto loco, que seguramente será eso, pero el caso es que al final, tras semanas sin ver algo decente, han sido un grupo de ancianos que ya están más allá que acá, dirigidos por un exigente y humanista director, que se ha propuesto darles un objetivo cuando el resto del mundo les aparca a un lado, quienes me han hecho pasar dos horas únicas, olvidándome de todo lo que había a mi alrededor.

Se llama “Corazones rebeldes” (el original es Young@Heart, y no me pregunten el porqué de la traducción). Seguramente no es la mejor película documental de la historia, y seguramente lean alguna crítica que la ponga a caldo, pero si alguien no reconoce haberse reído o emocionado con ella en algún momento, o si no sale del cine con una media sonrisilla, olvidando por un momento todo lo oscuro de este mundo, es que le falla algo en el mecanismo interno.

Son un grupo de ancianos entre los 70 a los 90, e incluso más allá, que no tienen ni idea de lo que es el rock’n roll, el punk, o el pop más alternativo, pero que, animados por un visionario director del coro, cantan a su manera la mejor música del s. XX: Clash, Sonic Youth, Jefferson Airplane, Ramones, Jimmie Hendrix, James Brown, Dylan, Talking Heads, Doors o Coldplay, formando un repertorio variado que es interpretado de una forma que hasta ahora ninguno de ustedes habrán visto.

Ni siquiera lo calificaría como documental, ya que me parece un peculiar musical, que se pasa volando, que entretiene, que divierte (el anciano que no consigue coger el ritmo al “I feel good” de Brown y su grito de entrada, o la versión del Should I stay or should I go? cantada por una anciana de 92 años), que conmueve (la muerte de varios componentes durante los ensayos), y que tiene dos momentos memorables para recordar: el concierto que dan en una cárcel, donde los presos se acercan al final del mismo a saludarles y abrazarles agradecidos; y el concierto final, con la actuación de uno de sus componentes, Fred Knittle, un octogenario con forma de barril, que debe ir a todos sitios con un aparato que le proporciona oxígeno a su encharcado pulmón, pero que posee una voz de barítono y un sentido del humor irónico festivo que les hará preguntarse, como hice yo, de qué huevos me quejo en la vida.

No sé si se habrá estrenado en toda España, porque de los que llevan el negocio de la distribución espero menos que de un político en campaña, pero en Madrid la encontrarán en Versión Original (como debe ser) en tres salas. Así que ya saben, dejen las mierdas que estén haciendo y háganse un favor así mismos, corran a los cines para subirse al autobús de unos ancianos que, al final de sus días, han decidido que van cantando canciones, camino a ninguna parte.


(Les dejo con la interpretación que Fred Knittle, el anciano barrilete, hace de la conmovedora Fix you de Coldplay... en el cine mola mucho y emociona, lo garantizo)

domingo, 30 de noviembre de 2008

El solar del violinista muerto

Voy a contarles una historia. Una historia sobre el poder de la música, sobre el poder de la belleza sobre la violencia, sobre las oportunidades perdidas, sobre el fracaso y los efectos que ese impostor provoca, sobre el bien y el mal. Una historia que transcurre en una ciudad gris, triste y oscura, donde el invierno no tiene final. Una historia que habla de un lugar en el que, según algunos, mueren los sueños.

El juez golpeó varias veces de manera rotunda con su mazo. El murmullo que había precedido la sesión cesó de inmediato. Todo el mundo calló y todos centraron su atención en el hombre que vestía de oscuro, el cual daba cuerda de manera parsimoniosa a su reloj de bolsillo. Tras comprobar que el mecanismo volvía a funcionar, el hombre, conocido como el señor X, cerró la tapa y lo guardó, mirando de manera distraída hacia los ventanales de la sala de juicios. El juez esperaba algún tipo de respuesta por parte del acusado, pero este permanecía inalterable, con su mirada ausente, melancólica, en otro lugar.

- Tiene el acusado algo que añadir a todo lo que se ha dicho aquí, antes de que se dicte sentencia.

El juez esperaba pacientemente que el misterioso hombre de oscuro dijese algo, pero no parecía que fuera a reaccionar ahora que todo estaba acabado. Así que recogió los papeles del sumario y levanto de nuevo el mazo con intención de finiquitar la sesión.

- Yo tocaba el violín de pequeño...

De pronto, un rumor convertido en voces y gritos se extendió por toda la sala. La gente empezó a comentar lo que acababan de presenciar, algunos periodistas abrieron sus libretas, los flashes de las cámaras deslumbraron al propio juez, que no quería que su sala se convirtiese en una verbena.

- ¡Orden! ¡Silencio! ¡¡¡Orden en la sala, o hago que la desalojen!!!

Todo el mundo calló, pendiente de lo que, por fin, pudiese decir el señor X, el misterioso hombre de oscuro.

- Por favor, continúe, le animó el juez.

- Yo tocaba el violín de pequeño. No sabría decir muy bien el motivo. Quizás fue lo único que mi padre me dejó, antes de abandonarnos a mi madre y a mí.

Entonces el señor X empezó a contar cómo el resto de niños no querían saber nada de él, al que consideraban un bicho raro que cruzaba cada tarde el parque, enfundado en su abrigo oscuro, y con un estuche de violín en sus manos. Caminaba deprisa, sin levantar el rostro por encima de los cuellos levantados de su abrigo, obviando las burlas, camino de la casa del mejor profesor de violín que había en la ciudad.

El profesor, de barba califa y gesto pétreo, siempre se situaba de manera amenazante tras el niño. Lo único que hacía era juguetear con su reloj de bolsillo, como si midiera el tiempo, mientras el chaval ejecutaba la pieza. Eso ponía aún más nervioso al chico que ya, de por sí, tenía que enfrentarse a la dura prueba de interpretar sin fallos un solo de violín propio del mismísimo Paganini, aquel músico maldito del que decían que su forma de tocar parecía la de un ser poseído por el mismísimo diablo, haciendo desmayar a las damas, abrumadas por tan salvaje demostración de poder musical.

El niño bajó su arco y durante unos segundos que se hicieron interminables, escucho la respiración del profesor. Luego oyó el chasquido de la tapa del reloj al cerrarse. El niño cerró los ojos, consciente de lo que ese ruido significaba.

- Extienda la mano.

El niño obedeció solícito sin apenas chistar. Con una regla de madera, el profesor le golpeó una decena de veces en la palma. Sin apenas pestañear, sin apenas sentir la mínima piedad. Una lágrima de dolor asaltó la mejilla de niño, pero debía disimularla sino quería que la pena fuese mucho peor.

- Sigue sin practicar lo suficiente.

- Tengo que ayudar a mi madre en casa.

- Si quiere usted llegar a interpretar como un virtuoso, debe sacrificar el resto. Las excusas nunca sirvieron y nunca servirán.

El profesor le instó a que tocara de nuevo, y esta vez sin ningún fallo, si no volvería a ser castigado.

Ya tarde, el niño corría camino de la parada del autobús. Una vez finalizaba el transporte público, suponía volver caminando por un barrio poco recomendable, en especial por el solar que atajaba hacia su barrio. Le llamaban el solar del muerto, y era un sitio dejado de la mano de dios, donde nadie se atrevía a cruzar porque pasar por allí significaba encontrarse con la banda que lo merodeaba.

El niño corrió todo lo que pudo. Las puertas del autobús se cerraron y ya no pasaría ninguno más hasta la mañana siguiente. Parecía que sus piernas las impulsaba la maquinaria de un bólido, y un esfuerzo final le permitió alcanzarlo y golpear la puerta para que el conductor parase. Éste frenó y le dejó entrar, tras regañarle por la imprudencia de perder el autobús a esas horas en un lugar tan poco recomendable.

El pequeño violinista, sudoroso, se sentó detrás, feliz por haber alcanzado su meta. Fue entonces cuando los vio a todos, a través del cristal empañado. Era una pandilla de chavales mayores que él. Eran cuatro pero se le quedó grabado el rostro y la mirada transparente del rubio albino al que todos llamaban Monti, y que le sonreía como si de un hasta luego se tratase, mientras el autobús se alejaba.

Ya en su casa, el niño encontró a su madre pelando unas patatas con gesto preocupado. Al oír los pasos de su hijo se abalanzó hacia él como si fuera el bien más preciado. Primero le examinó y preguntó por su estado, luego le empezó a agitar para regañarle por lo tarde que era. El niño trató de explicarle que llegar a ser un virtuoso del violín supone mucho esfuerzo y sacrificio y que por eso se quedaba practicando hasta tarde.

- Dile al profesor que si te vuele a hacer volver tarde que dejarás de acudir a sus clases.

- Pero mamá, él dice que tengo que practicar mucho para no ser un mediocre.

- Tú no eres ningún mediocre. Me da igual lo que diga él, o le que le dijese tu padre. No quiero que vuelvas a llegar tan tarde, ¿entendido?

El niño asintió serio a la orden de su madre, que luego volvió a sonreírle para decirle que tenía un estupendo pollo asado con patatas para él. El chaval se animó al oírlo, se lavó las manos, y cenó con apetito. Ya por la noche, sus manos le dolían por el castigo recibido por el profesor, pero no podía dormir. Miraba el violín que parecía llamarle desde su escondrijo en su estuche de piel. No podía soportar más esa llamada.

En un rincón de la habitación, arropado por una sabana que amortiguase el sonido, con una pequeña linterna, el niño tocaba su violín, intentando dominar ese maldito solo de violín que le quitaba el sueño y que algún día le haría grande, y por el que sería aclamado en todo el mundo como un virtuoso.

A la mañana siguiente, el niño tomó su tazón de leche a toda prisa.
La madre le notaba cansado, pero el niño le respondía que se encontraba bien.

- ¿Seguro que no has estado con tu violín toda la noche?

- No, mamá.

- Recuerda lo que te dije. No quiero que vayas por las calles tan tarde. Díselo al profesor.

- No te preocupes.

El niño besó a su madre y se fue a la carrera camino del colegio. La madre observaba al hijo que se alejaba cruzando el parque. Era una mujer muy fuerte, por eso el violinista nunca creyó al médico que le diagnosticó al año siguiente una pulmonía que acabó con su vida. Él siempre supo que fue la tristeza lo único que acabó con ella.

De nuevo el profesor camina alrededor del niño mientras éste ejecuta la pieza lo mejor que puede. De nuevo el hombre da cuerda a su reloj de bolsillo. De nuevo hay algo que chirría en sus oídos y que provoca su estallido. El niño se encoge ante la cólera del profesor que le recrimina de nuevo su falta de voluntad y entrega hacia la música. Trata de explicarle que está cansado, que ha practicado toda la noche. De nuevo el profesor se muestra inmisericorde y le pide que extienda la mano. El niño, tembloroso, extiende su mano para recibir su castigo. Plas, plas, plas... hasta diez. El niño vuelve a soltar las lágrimas, pero esta vez no son de dolor sino de impotencia, así que por primera vez es capaz de mirar a su mentor con rabia.

- No importa que mire así. No importa que me odie. Al contrario, prefiero que lo haga antes de que se odie a sí mismo por verse como un fracasado, por ver que ha tirado por la borda la oportunidad de ver colmado su talento, de conseguir lo que ni siquiera yo pude soñar... Ahora límpiese esas lágrimas y siga practicando hasta que le salga esa maldita pieza.

- Profesor se hace tarde y tengo que ir a casa, mi madre se preocupa mucho.

- Ya veo. ¿Y usted no quiere disgustar a su madre?

- No.

- Muy bien. Voy a ir a refrescarme. Al volver espero escuchar música en vez de lamentos. Si no le encuentro aquí, entenderé que prefiere no preocupar a su madre, pero que tampoco desea seguir con su carrera musical.

El profesor sale del salón, dejando al niño violinista ante la decisión más compleja de su vida. A través de la ventana la oscuridad ya lo invade todo. El niño mueve su mano dolorosa. Coge el arco del violín y empieza a tocar, cuando entonces observa que encima de la mesa se encuentra el reloj de bolsillo del profesor. Éste se lava las manos con la satisfacción reflejada en su rostro, al escuchar los acordes que salen del violín del niño. De pronto, la música se detiene.

El niño corre en dirección a la parada de autobús. Ve que el último se aleja calle abajo. Pese al esfuerzo por alcanzarlo, esta vez no hay suerte y el conductor no le ve. El niño, agotado, resopla por el esfuerzo. El vaho sale de su boca. Hace un frío terrible y apenas hay luces que iluminen el barrio.

- El destino a veces juega malas pasadas, ¿verdad chaval?

Al volver la cabeza, el violinista se encontró con esos ojos transparentes y malignos que le miran fijamente con una sonrisa malévola que adorna el rostro de Monti. Tras él, los otros tres chavales que forman la banda del solar del muerto. El niño tragó saliva. El miedo le hizo olvidar lo demás, atenazando todos los músculos de su cuerpo. Aunque su cerebro le dijera que corriese, su sistema motriz se encontraba bloqueado, incapaz de hacer caso a las órdenes que le llegaban del cerebro. Fue en ese instante cuando el violinista lo vio claro: esa noche iba a morir.

El niño cayó sobre un charco del siniestro solar. Un hilo de sangre brotaba de su nariz. Monti y su banda registraban sus pertenencias. Abrieron el estuche del violín, lo examinaron y se burlaron de semejante instrumento. Como no vieron ningún interés en él, lo tiraron al barro. Luego rasgaron los bolsillos del abrigo. Al suelo cayó un reloj de bolsillo. Los pandilleros se abalanzaron sobre él. Empezó entonces una disputa por quién sería el poseedor te dan codiciada pieza. Mientras eso sucedía, mientras los pandilleros discutían por el futuro poseedor del reloj, el violinista observaba el violín tirado en el barro.

Finalmente Monti hizo valer su jerarquía y se hizo con el reloj. Entonces los pandilleros se percataron de que el chaval no estaba en el suelo. Miraron hacia la calle por si había huido en esa dirección, pero no se le veía alejarse y seguramente no podría llegar muy lejos. Pero fue entonces cuando Monti se percató en una delgada figura que permanecía de pie, iluminada por las llamas del contenedor. Los pandilleros se dieron cuenta de que el niño estaba quitando el barro de su violín. Se empezaron a reír. Había perdido la chaveta, sin duda. Sabedor de lo que le esperaba, en vez de correr, se había ido a recoger su violín. Tras quitarle el barro, lo colocó sobre su hombro, a punto de ponerse a tocar.

El chaval observó que los pandilleros se acercaban lentamente a él. Es lo último que vio antes de cerrar sus ojos. Entonces levanto el arco, lo acercó a las cuerdas del violín y empezó a tocar. Sus dedos empezaron a moverse de manera prodigiosa. Como si no fueran los dedos de cualquier otra persona, de alguien normal. Eran los dedos de un virtuoso.

Tocó como nunca antes lo había hecho y como nunca lo haría después. Tocó como si un gigante se elevase sobre la tierra y dejase su huella para siempre. Tocó como si fuera la última vez que lo iba a hacer. Tocó por los desvelos y la tristeza de su madre. Tocó por el padre que les maltrató y luego les abandonó. Tocó por ese déspota que ponía en duda su talento. Tocó por los mediocres del mundo, por los fracasados, por los que nunca llegaron. Tocó como nadie había tocado jamás.

Cuando la última nota se elevó al cielo, el violinista permanecía con los ojos cerrados. No se oía nada, ni un murmullo, ni una palabra. El chico ya sólo esperaba que todo acabase rápido, que no le hiciesen sufrir demasiado. Pero no quería tener miedo y quería mirar a la cara de sus verdugos. Así que abrió lentamente sus ojos. Fue entonces, para su sorpresa, cuando ante él... no había nadie.

El niño miró entonces el violín. Había conseguido tocar esa pieza que le había dado tantos quebraderos de cabeza, que tanto le había hecho sufrir. Pero su público había desaparecido. ¿Qué habría sucedido? No espero mucho para encontrar una respuesta y salió corriendo camino de casa. Atrás sólo quedó un violín, hundido en el barro.

Habían pasado muchos años. El señor X iba dentro de un taxi. Su mirada apagada contemplaba las luces navideñas del centro. La gente iba de un lado a otro. Bajó la ventanilla para respirar, cuando de pronto oyó unas notas que le resultaron familiares. Había un grupo numeroso de personas que hacían corro en medio de la calle. El señor X, casi por inercia, hizo parar al taxista. Pago el viaje y se apeó caminando deprisa hacia el grupo de personas. Una música de cuerda salía entre los recovecos de la gente allá agolpada. Era una música única, casi celestial.

El señor X se hizo un hueco entre el grupo de devotos. Cuando descubrió que tan maravillosa música salía de los instrumentos de cuerda de cuatro hombres mayores. El señor X preguntó a una mujer quiénes eran.

- No lo sé, pero son maravillosos, ¿no cree?

El señor X observó el final de la pieza que interpretaban. Y cómo al finalizar toda la gente se volvía loca de entusiasmo. Entonces el violín solista, una hombre de pelo claro como la nieve, dio las gracias al público y se disculpó por no poder interpretar otra pieza pese a la insistencia del público callejero, pero hacía demasiado frío y sus esposas pensarían mal si les viesen llegar tan tarde. Fue entonces, cuando el señor X se cercioró del familiar rostro de aquel hombre que dirigía a tan extraordinario cuarteto de cuerda. La mano del solista sacó de su bolsillo un reloj. Abrió la tapa para comprobar la hora y luego le dio cuerda.

Apenas quedaba gente y los músicos metían sus instrumentos en los estuches.

- Son ustedes geniales.

El solista se volvió hacia el señor X para darle las gracias por tan gentil cumplido, pero tampoco era para tanto, si fuese así, estarían dando conciertos en las mejores salas del país.

- Yo así lo creo... Monti.

Al escuchar ese nombre, el solista se quedó paralizado. Entonces observó con más detenimiento al señor X.

- ¿Nos conocemos de algo?

- ¿No me recuerdas?

El solista intentaba recordar. Sus compañeros se acercaron a él, impacientes por irse a casa con la que estaba cayendo. Monti trataba de recordar ese rostro del pasado.

- ¿No recuerdas aquella noche?

Los ojos de Monti entonces se iluminaron.

- Tú. ¡Tú! ¡Eres tú!... El maldito violinista.

El juez golpeó de nuevo con su mazo, haciendo callar a la sala que murmuraba casi a voz en grito.

- ¡Silencio! ¡Silencio!

Los espectadores poco a poco se fueron callando, ávidos de escuchar el final de tan extraña historia. El juez se tenía que secar el sudor de su frente. Mientras el señor X permanecía callado, mirando su reloj, al que le volvía a dar cuerda.

- Dígame, ¿qué ocurrió entonces?, le preguntó el juez.

El señor X terminó de dar cuerda al reloj. Y entonces levantó la cabeza.

- Entonces me dieron una paliza de muerte.

Y a continuación sonrió, por primera y única vez.

(Lo que acaban de leer es el argumento del que fue mi primer guión un poco serio.Lo he adaptado como relato ya que han pasado unos cuantos añitos, cuando estaba en la universidad y ya sabía que quería contar historias, pero no tenía nada interesante que contar. Fue entonces, camino de casa en el autobús, a la altura de Gran Vía, cuando descubrí un párrafo de un libro, que me dejó noqueado. Era un libro de David Mamet, ese dramaturgo, guionista de "Veredicto final", "El cartero siempre llama dos eces", "Los intocabes", y director de la genial "Casa de juegos" o "State and Main". El libro se titula "Una profesión de putas", y en él contaba sus desventuras en este difícil oficio de contar historias. Y de pronto, al final de un capítulo, en un párrafo, sin venir a cuento, contaba una breve historia sin título alguno sobre un niño que se libra de una paliza al tocar su violín, y que, años después, es juzgado por algo. Era muy breve, pero la historia ya no me pudo abandonar y tras varias semanas conseguí escribir mi primer guión serio. Obviamente nunca ha sido llevado a la pantalla, entre otras cosas porque necesito el permiso del señor Mamet, aunque dudo que él recuerde ese breve relato. Por este motivo la he querido colgar en el blog. Al fin y al cabo, fue mi primera historia)


(Para acompañar a tan musical entrada les dejo con esta magistral secuencia de la película "Copying Beethoven", donde se nos cuenta la historia de la 9ª sinfonía de Beethoven, que compuso cuando ya estaba completamente sordo y que dirigió por primera vez sin escuchar absolutamente nada. Ese monstruo llamado Ed Harris interpreta al que todos conocían como La Bestia, aquel hombre atormentado y sordo que cambió la música para siempre)

domingo, 16 de noviembre de 2008

Seis cosas por las que merece la pena levantarse

Mundo Frito es el blog que responde a la persona de Daniel Lucas, un tipo calvo con cara de golfete de barrio al que no he visto en mi puta vida, aunque curiosamente coincidimos una noche, tiempos a..., en casa de una morena, bella y fiestera amiga común, en Barcelona. No recuerdo el estado en el que me encontraba. De hecho, lo único que recuerdo es que se me quemó una camisa por esa manía de la gente de hacer fiestas intimistas con velitas, y como yo soy muy distraído, a la par que me gustan las cervecitas, pues imaginen. Además, soy muy malo para acordarme de las caras de la gente, qué se le va a hacer, soy un ser con mala memoria fotográfica. Aunque ésa es la excusa oficial, la otra versión es que soy un desinteresado con ciertos toques misántropos. El caso es que el tal Daniel vive en Eivissa (Ibiza), retirado del mundanal ruido con su entrañable esposa y más entrañable hija, es abogado de profesión, padre de familia, ex ser noctámbulo, y un bloguero con bastante éxito. Por esta faceta es por la que me reconozco como uno de sus seguidores, además de amiguete virtual. Seguramente si un día veo asomar la calva que acompaña a su careto, imagino me caerá bien, es lo que tiene el sentido común de los seres nocturnos.

El caso es que el tal Daniel se tiene bien ganada, como decía, su fama como bloguero por su capacidad para parir textos, a cual más interesante, y de todos los calibres. Muchos son de denuncia social o política (de los que yo suelo pasar, aunque él diga que es mi pose, pero es lo que tiene ser un poses con ciertos toques ego-trip); otros tantos van sobre cine, libros, cómics y música; y unos cuantos tienen un hondo contenido sentimental. Tantos los unos, como los otros, son interesantes, didácticos, entretenidos y emotivos, como es el caso del que quiero hablar a continuación, y por el que he soltado este rollo introductorio.

El citado texto era un guiño a una de sus muchas fans (también hay hombres, oigan) que le dejan comentarios a sus curradas entradas y que, en concreto, iba sobre algo que ha inventado la blogosfera (y que yo reconozco que desconocía) conocido como "memes". Una especie de cadena que se producen entre dueños de blogs, con el fin de darse a conocer en la Red. Yo soy poco de cadenas y de esas cosas, es lo que tienen las leches de los curas a destiempo, pero el motivo de aquel texto de Mundo Frito me gustó e, incluso, me llegó al corazoncillo, un músculo que, según dicen los ancianos del lugar, anda por ahí, en el cuerpo humano.

El motivo de aquel meme eran las seis cosas que nos hacen felices. Pequeñas cosillas que hacen más agradable el paseo por este valle de lágrimas oscuro, miserable, cruel e injusto, pero que, en ocasiones, mola mazo, que dicen los del botellón.


Como me gustaron mucho las seis cosas que hacen feliz al amigo frito, quizás porque soy un vil envidioso, le prometí que escribiría algo parecido en mi humilde blog. Y como soy un hombre de honor y de palabra, estilo a Pike Bishop y sus violentos colegas fronterizos, hete aquí mis seis cosas que no me hacen feliz, sino que hacen que merezca la pena levantarse por la mañana:

1. Correr por el Retiro. O andar, da igual. Cuando llega el otoño y sus anocheceres se vuelven lentos, largos, melancólicos y calmos. Amo el Retiro porque es el parque más bello del mundo (y he visto muchos, afirmo) ¿Por qué? Porque su situación geográfica, en plena ciudad, es privilegiada (como central Park, que también lo adoro). Porque tiene, una vez al año, una inmensa feria del libro en la que me gusta perderme. Porque tiene una estatua dedicada al mismísimo diablo. Porque las patinadoras que lo recorren, con sus hermosas piernas de pedernal, reafirman aún más, que es el parque más bello del mundo.

2. Admirar las piernas de una mujer. En verano: morenas, torneadas, lustrosas. En invierno: enfundadas en medias de seda negra, bajo faldas mínimas que terminan en botas de media caña. Soy un fetichista, lo sé, pero me encantan y me da igual. Me alegran las mañanas más tristes en el metro, y las noches más alegres en un bar. Son la conclusión de unos seres misteriosos y complejos. Entre ellas se encuentra el motivo de que todo exista, de que todo ande. El único dios al que merece la pena seguir.

3. Oler los libros. Hojearlos, revisarlos, tocarlos, indagarlos durante horas y horas en tiendas, librerías, bibliotecas, Vips, sala de espera, quioscos, estaciones, puertos, aeropuertos, universidades y, sobre todo, en la imprescindible multinacional llamada Fnac. De todas formas, las pequeñas librerías ya no son lo que eran, cuando tocas un libro enseguida te miran mal o te vienen a preguntar. Por supuesto, luego hay que leerlos.

4. Beber en los bares. El presagio del final de la semana, del fin de la tortura, de las penas. Con los amigos o en solitario, da igual. En vaso de caña, en botella helada, en copa de vino, en vaso largo con muchos hielos. Con tapa de compañía, para hacerlo más interesante. En los bares de siempre, en los del “¡¿qué va a ser, joven?!”, o del “¡al foooondo hay sitio!”, o de "¡el baño al final del pasillo a la derecha!". De las mesas de mármol con esencia a Colmena, del sonido de una moneda al dejarla de golpe en la barra.

5. Coger un avión, un tren, un barco. El presagio de lo desconocido, del más allá, del cómo será el amanecer a tantas horas de aquí. Amo lo aeropuertos, los aviones, la vida alocada de sus pistas, de sus pasillos, de sus tiendas. Amo las estaciones, sus vías y sus cambios de vías, sus jefes de estación, sus cúpulas de hierro que, si hablasen, tendrían mil historias que contar. Amo los puertos, sus grandes grúas, sus remolcadores, el sonido del mar, el oxido de los cascos.

6. Soñar en una sala de cine. Ya desde que entras y hueles a palomita, el olor de los sueños. Las salas de arte y ensayo están bien, pero pierden la esencia popular del mejor invento del siglo pasado y de siempre. Amo el cine, que una pantalla en blanco me haga compartir con otros, en emocionado silencio, las historias que siempre quise protagonizar. Porque al final, cuando se echa el telón a este valle de lágrimas, lo único que seremos es eso... historia.


(Hay una séptima cosa por la que merece la pena levantarse. Obviamente es escuchar música, y en los últimos tiempos hay unos islandeses geniales, de los que ya he escrito por aquí, que me sirven de sintonía de fondo cuando imagino historias. Aquí les dejo con esta pequeña obra de arte que hizo para Sigur Ros la también peculiar directora de video-clips Floria Sigismondi)

domingo, 19 de octubre de 2008

La rosa de los vientos

(Hace un año por estas fechas escribí un texto con motivo de la repentina muerte de Juan Antonio Cebrián, el conductor de ese fascinante programa llamado "La rosa de los vientos", que se emite en las madrugadas de los sábados y domingos en Onda Cero. Creo que era necesario que estuviese aquí porque, en parte, gracias a él puse en marcha estas 101historias. Espero les mole)

Interrumpimos la emisión.

Para el que no lo sepa, La Rosa de los Vientos es un círculo que tiene marcados alrededor los rumbos en los que se divide la circunferencia del horizonte. Su sola observación invita a viajar, o soñar con viajar, hacia ese horizonte, siguiendo la estela de aventureros pasados.

El sábado regresé a casa algo cansado tras una noche previa algo turbulenta, y tras tres semanas de no parar ni un minuto, así que mi única intención era tumbarme en la cama, pillar un libraco, encender el trasto de radio que heredé de mi anciana madre, y esperar para agarrar desprevenido a mi viejo amigo el sueño. Entonces dieron una noticia que me sobresaltó, me impresionó, me dejó mal cuerpo hasta el día de hoy.

La radio es y será, aparte de muchas cosas, un recurso para los insomnes de mi calaña, gente rarita que se tumba en la cama y no consigue cerrar un ojo; los libros, los cómics, las pelis, pero muy en especial la radio, son el sostén que evitan sentirte el tipo más solitario del mundo cuando el resto duerme a pierna suelta. A veces es simplemente una melodía, o un run run de fondo, que te hace coger el compás del sueño, pero otras veces, demasiadas seguramente, llega a hacerte olvidar ese padecimiento y se convierte en disfrute, por la simple magia que sale del milagroso transistor. La radio, en especial la radio nocturna, se inventó para hablar bajito, acurrucarse en la cama, soñar despierto. Siempre detesté la radio vespertina, acompañada de desgracias, malas noticias y crispación, mientras en la noche uno podía imaginar: un pequeño estudio lleno de humo, un locutor con una lámpara, un guión, un micro, la magia de su voz mientras, afuera, el invierno y el frío acechan las calles solitarias. Si no fuese por el cine, mi mundo sería la radio nocturna.

He escuchado todo tipo de programas nocturnos, de todo tipo de cadenas, desde las comerciales hasta las piratas, de los deportivos hasta los de confidencias, de los concursos hasta los de terror. Hace unos años, un buen amigo que se perdió por amor en un país lejano y exótico, me hablaba con pasión de “Los pasajes de la historia”, unos relatos radiofónicos que narraban distintas épocas de la Historia, o de personajes que la poblaron. Este amigo se los bajaba de Internet (un avanzado) y los llevaba camino del trabajo, mientras otros iban al compás del mejor ritmo. No era un amigo que necesitase más cultura, porque siempre la tuvo, pero la voz del hombre que contaba esas historias, y la forma como lo hacía, le tenían subyugado. Ese hombre se llamaba Juan Antonio Cebrián, tenía un programa nocturno que se llama “La Rosa de los Vientos”, donde se habla de muchos y variados temas, entre ellos esos pasajes de la historia. Con semejante presentación, una rapaz nocturna como yo buscó con afán por el dial hasta que una noche, por fin, lo encontré, en la frecuencia de Onda Cero; entonces me convertí en esposo fiel.

Los pasajes eran pequeñas historias contadas por este tipo de voz serena, cálida y cercana, que con una melodía de acompañamiento y algún efecto de sonido, te hacía encontrarte en el Paso de las Termopilas luchando junto a Leónidas y sus 300 a la sombra de las flechas persas; o yéndote de putas, bebiendo y pintando junto a Toulouse Lautrec en el París Bohemio de mitad del XIX; o acompañando en su último delirio a Poe, acechado por los fantasmas a los que sólo él supo poner verso; o volar con el Barón Rojo, o conquistar junto al gran Alejandro, o navegar con el cruel Barba Azul, o aguantar junto a William Wallace la embestida inglesa, o componer con Janis Joplin, ya muerta de tristeza, o descubrir las Montañas de la Luna, o sufrir el Holocausto... Todas esas historias acudían a tu cama, no tenías que salir de ella, sólo imaginar que estabas a tiempo de embarcarte en el barco donde el timonel era la voz de Juan Antonio Cebrián, porque, como él mismo decía, de noche no se oye la radio, se escucha.

Los domingos a la una comenzaba esa música de cabecera, que no era otra que la de la película “El inglés que subió a la colina”, para anunciar varias horas del mejor entretenimiento, la mejor cultura. No había nada mejor para comenzar la jodida semana que la tertulia de las 4C, donde Juan Antonio Cebrián, Jesús Callejo, Bruno Cardeñosa y Carlos Canales debatían apasionadamente sobre conspiraciones, ovnis, inventos científicos, cambio climático, misterios, o lo que se terciara. Luego venía el mencionado pasaje de la historia, para después dar paso al cine, donde José Antonio Escribano daba un repaso a los últimos estrenos; allí él y Cebrián adoraban a Kaurismaki y sus rarezas, o la última de Michael Mann. También había tiempo para los cómics (los sábados por la noche), donde Raúl Shogún, al que hace pocos días reconocí en una tienda de cómics por su voz, le contaba las últimas novedades a este hombre que no podía ver, de hecho, a pesar de esa limitación, parecía una especie de superhéroe capaz de conocer al detalle todo sobre Spiderman, Batman o Hulk, o bien la línea clara de Tintín, o las genialidades de Alan Moore o Frank Miller. Al final de la noche, cuando ya el sueño te daba igual, quedaba tiempo para la música donde repasaba del rock más alternativo a la rareza más peculiar: de Héroes del Silencio, Cranberries o Radiohead a alguna locura de baile hortera, pero sobre todo y por encima de todo, ensalzaba la música épica e intimista, propia del mejor cine, donde Lisa Gerard y su voz acompañaban al general romano que acariciaba el trigo recordando su casa antes de la batalla, cuyo lema era la frase favorita de Cebrián: ¡Fuerza y honor! Ése era el programa “La Rosa de los Vientos”, la que nos guió a muchos en las noches en blanco.

Cuando el pasado sábado dijeron por la radio que Juan Antonio Cebrián había muerto de un infarto, primero pensé que era una broma, porque este tipo de personajes nunca se pueden (deben) morir, a ellos no les puede pasar eso, ellos deberían estar siempre ahí, pero parece ser que no es verdad, todo es mentira, o todos mienten, que diría House. Y sientes que somos demasiado frágiles, sientes que no somos ná, que diría aquél, sientes que la Parca, cruel y caprichosa, no tiene reparos, ni escrúpulos, ni conciencia, ni agenda. Ya lo decía William Munny, el ex asesino de niños y mujeres, que sobrevivía criando cerdos en la eterna “Sin perdón”: “Cuando matas a un hombre le quitas todo lo que tiene y todo lo que podía a tener”. A Juan Antonio Cebrián, con tan sólo 41 años, le han quitado un hijo pequeño, una mujer, 17 libros escritos, miles de oyentes y, por lo que dicen de él, múltiples amigos. A nosotros, a los noctámbulos, a los del otro lado, nos han quitado la mejor voz de la radio, pero sobre todo, nos han quitado todos los pasajes de la historia que nos quedaban por descubrir, aquellos con los que ya no podremos navegar de noche. A partir de hoy mis insomnios serán más tristes.

Devolvemos la emisión.

Espartaco Vs. Craso


(Aquí les dejo dos de sus inmortales pasajes, dos grandes historias: Espartaco y Ana Frank. Disfruten de este señor único)

miércoles, 8 de octubre de 2008

El hombre tranquilo

Se llama Antonio y es el hombre tranquilo. Los que no le conocen les sonará a chino. Normal, no es ningún personaje de película, tampoco es un héroe, ni un escritor, ni un músico, ni un actor conocido. Es simplemente un hombre corriente, pero él tenía que estar en estas 101 historias, porque él es una historia, mejor que ninguna otra.

Le conozco desde hace miles de años, y desde ese mismo tiempo le admiro, y cualquiera de ustedes lo harían si le conocieran. ¿Y por qué? Fácil, por su forma sosegada, calma y justa de ver la vida, lo contrario de lo que representa mi absurdo ser, tendente al calentón, a la ira, a la gresca, a la pelea. A lo mejor él admira de mí precisamente eso, pero lo dudo, es demasiado juicioso.

Todas mis historias, o las que me salen, o las que quiero que me salgan, siempre tienen un personaje así: discreto, abstraído, cuyos silencios hablan y cuyas miradas callan, que abre la boca para decir lo justo, lo correcto, lo necesario, lo que todos estaban esperando que alguien diga. Un héroe callado en un mundo lleno de gritos. Si volviésemos al tiempo de los griegos, sería un hombre sabio. Si volviésemos a cualquier tiempo, sería un hombre justo.

Con él he viajado bastante, con él he visto amaneceres en lugares remotos, con él bebido mucho, con él he hablado de amores y desamores, con él me he desahogado, con él he sido sincero, y con él siempre obtuve la misma respuesta sensata, la misma paciencia para escuchar, esa virtud propia del carácter de un hombre templado.

Él siempre estuvo allí, pasaran los años, los amigos, los lugares, las tormentas en el desierto. Sus eternas gafas de metal, sus eternos náuticos, sus eternas camisas de cuadros y su eterno aspecto despistado, nunca necesitaron ni de la moda ni de las tendencias para conquistar, su tranquilidad y sensatez bastaban para seducir.

Para que puedan poner una imagen, o que se hagan una idea de cómo representarle, él sería Atticus Finch (Gregory Peck) diciendo a sus hijos que no se puede matar a un ruiseñor, porque eso es lo mismo que matar a la inocencia; él sería Graco (Charles Laughton), el sabio senador romano que elige con calma un cuchillo con el que acabar su justa vida, antes de caer en manos de los iluminados de siempre, en “Espartaco”; él sería el juez Dan Haywood (Spencer Tracy) intentando comprender en Nuremberg por qué el hombre es un lobo para el hombre, en “Vencedores y Vencidos”; él sería Eddie “Scrap Iron” Dupris (Morgan Freeman), golpeando con una sola mano al chuloputas que abusa de un pobre idiota en “Million Dólar Baby”; pero sobre todo, él siempre será Sean Thorton (John Wayne), el hombre sereno y pacífico que regresa a Innisfree.

Cuando las cosas se joden, cuando sólo vale el ¡sálvese quien pueda!, cuando ruge la jauría, cuanto todos huyen, cuando muchos gritan, cuando nadie escucha, cuando vienen mal dadas, cuando se acerca el abismo, cuando no hay nada más por decir, cuando la violencia asoma, cuando apenas queda sensatez, ahí está el hombre tranquilo.


En estos momentos difíciles y duros para el hombre tranquilo, sirva de homenaje la nana que Javier Navarrete compuso para la BSO de la oscura y luminosa “El laberinto del Fauno”, que encaja con su forma de ser.

sábado, 4 de octubre de 2008

Yo soy Kong

“Y entonces la bestia miró el rostro de la bella. Y detuvo su mano asesina. Y desde ese día, estuvo destinado a morir”.
(Proverbio árabe)

Yo era un rey en mi mundo hasta que la conocí a ella. Vivía en una isla perdida rodeado de criaturas olvidadas que me temían. Vivía tras un muro que los habitantes de la isla construyeron huyendo de mi ira. Y bien que hicieron al construirlo esos innobles cobardes que cada cierto tiempo me ofrecían a alguien de los suyos en sacrificio. Me temían porque vivía sin ataduras y sin normas, me temían porque era libre de elegir cómo vivir y cómo morir.

Yo era un rey en mi mundo hasta que un día un barco de un país lejano atracó en la bahía, y ése fue el principio del fin. Acudí al sonido de los tambores y extendí mi poderoso brazo buscando la presa, cuando entonces me encontré con ella, con su pelo rubio, con su piel pálida, con su hermosa mirada, y enseguida mi corazón se estremeció. Entonces empezó una persecución temeraria por toda la isla. Me intentaron atrapar, pero acabé con casi todos ellos, sino lo hizo la isla antes.

La llevé conmigo a mi guarida, soñando que la convencería, que se quedaría para siempre, que nunca más estaría solo, pero su mirada era de terror y me rechazaba. Fue entonces cuando huyó de mí y se encontró con dos dinosaurios feroces que decidieron probar su carne delicada. Mi ira estalló y me enfrenté a los dos. Les destrocé sus poderosas mandíbulas, les machaqué, les trituré y lamentaron la osadía de hacerle algo a ella, de haberme desafiado. Y fue entonces cuando ella intentó complacerme, pero estaba demasiado agotado, necesitaba curar mis heridas. Y mientras dormía, uno de ellos, uno de los cobardes que había sobrevivido, se acercó sigilosamente a mi guarida, y la arrebató de mis manos.

Les perseguí desesperado por toda la selva, destrocé el muro a puñetazos, me enfrenté de nuevo a ellos que me esperaban con sus cobardes armas, pero caí en la trampa, estúpido de mí. Cuando huían en sus botes, me durmieron con un veneno que tenían preparado, y entonces me llevaron a su mundo y me convirtieron en una atracción de feria.

Allí, delante de miles de personas que me miraban entre asustados y divertidos, comprendí que nunca más volvería a mi isla, pero me daba igual, yo sólo quería estar con ella. Y entonces la volví a ver, volví a ver su pelo dorado, su piel blanquecina, su mirada transparente, y destrocé las cadenas, destrocé su teatro, y conseguí recuperarla para llevarla al lugar más alto del mundo.

Pudimos estar solos nuevamente, y contemplamos juntos un último amanecer, y vimos los confines del mundo, y ella me sonrío por fin, antes de que me atacasen de nuevo, ahora con inventos voladores que me mordían por todo el cuerpo y que fueron mermando mis fuerzas poco a poco. Pude acabar con algunos de ellos, pero apenas podía aguantar, apenas podía sostenerme, ya no podía luchar más. La miré por última vez, observé que se la llevaba el mismo que la arrebató de mis manos, allá en mi guarida. Y entonces caí al vacío para siempre.

Yo era un rey en mi mundo hasta que la conocí a ella. Yo soy Kong.



Ya sé que no es el Kong ni la selva a la que están ustedes habituados, pero es el que tengo más a mano y, además, cuando das una palmada, canta "la Macarena", así que...

domingo, 28 de septiembre de 2008

Veredicto final

Un hombre juega a la maquina entre las sombras de un bar. Bebe cerveza y fuma, bola tras bola. A través de la ventana, entre los adornos navideños, vemos un paisaje apagado, gris, invernal. Falla la última bola. El hombre se queda pensativo, mirando al vacío. No es que haya perdido una bola ni una partida, es que su vida entera es una derrota.

Éste es el arranque de una de las películas de siempre. La adaptó de una novela de Barry Reed uno de los mejores guionistas contemporáneos (Mamet), la dirigió uno de los más grandes de siempre (Lumet), la interpretó el mejor de todos (Newman).

Es la historia de un abogado alcohólico derrotado por la vida, que se gana el sustento dejando su tarjeta en velatorios y contando de noche, entre copa y copa, chistes malos a los colegas en la taberna. Va a tener su última oportunidad de redimirse, de hacer algo grande, de poder levantarse por la mañana con algo más que una mala resaca.

Es una historia de connotaciones épicas, en la que uno se enfrenta a todos: a un juez cabrón y soplapollas (qué raro) que hace lo imposible porque pierda el caso, a unos curas repugnantes, dueños de un hospital, preocupados por su reputación moral antes que por la vida de sus pacientes (qué raro), a un abogado ladino y sin escrúpulos capaz de hacer lo que sea por ganar (otro monstruo llamado James Mason), a los familiares de la chica que han dejado en coma los médicos de los curas y que sólo quieren cobrar el dinero y marcharse, a su pasado de ingenuo abogado idealista, al sistema que todo lo puede.

Sólo le apoya un viejo amigo que le cura las borracheras y que hace de investigador para él (grande, muy grande Jack Warden), y una misteriosa y bella mujer de la que se enamora en una noche de copas, y que le va a traicionar porque no quiere más perdedores en su vida.

Fue su última interpretación genial después de muchas otras. Ya anciano realizó un último recital como padre de Caín y Abel en la crepuscular, oscura y hermosa “Camino a la perdición”. Pero si me tengo que quedar con una imagen de él, es en esta película como abogado derrotado por la vida, jugando a solas con la máquina del bar, escuchando a solas en su despacho el teléfono que suena y suena, y al que no quiere dar respuesta.

Hay gente que debería ser eterna. Y ése es mi veredicto final.


miércoles, 24 de septiembre de 2008

Un tío grande

-Y a continuación el programa de cine de Ángel Martín. Hoy voy a hacer por primera vez la crítica de una película española: “La mala educación”.

-¿Y qué te parece?, pregunta Patricia.

-Pues un montón de mierda, eso es lo que me parece.

-Pero Ángel, ¡que es Almodóvar!

-No, si yo estoy seguro de que él opina lo mismo.

Y así, el tío más grande (nunca mejor dicho) que ha surgido en nuestra infame televisión en muchos años, remata sin pelos en la lengua semejante sentencia políticamente incorrecta, y encima tiene razón, que quieren que les diga. Unos días después hizo la crítica de una pretérita y horrible peli (“Policía”) que protagonizó su jefe actual (Milikito) porque decían algunos, cómo no, que no tenía huevos para hacerlo. Y le pareció lo mismo, un montón de mierda, aunque Emilio Aragón estaba cojonudamente bien, puntualizó.

Resulta gratificante encontrarse con alguien que no tiene ningún reparo en descojonarse de unos u otros, desde la cochambrosa Tele 5 hasta los superguays de Prisa-Cuatro, desde el demagogo Enric Sopena, que no se pierde una tertulia, hasta el plasta de Peñafiel, experto de la Casa Real. Y lo mejor es hacerlo con semblante serio, sin apenas reírse, manejando los tiempos, las pausas y la mala leche con ironía, como creo que deben hacer los grandes cómicos, y este señor bajito lo es, además de un gran guionista.

Lo triste es que todavía algunos se encabronen con esta genialidad llamada “Sé lo que hicisteis...”, y que no se den cuenta de que es el mejor programa de ficción que hay ahora mismo en la televisión. Sí, ficción. ¿Y por qué? Pues porque hay un guión espléndidamente escrito (además a diario, con lo que ello supone) y estructurado por un equipo de guionistas inmejorable (con sus defectos, que los tiene, en Globomedia hay algunos de los mejores talentos creativos del audiovisual patrio, lo que pasa es que al no hacer cine, parecen algo menos), y porque los personajes que lo pueblan son interpretados por una gama de actores cómicos que recuerdan al mejor “Saturday Night Live”. Lo del zapping es lo de menos, es la mera excusa argumental que utilizan para hacer la mejor comedia en mucho tiempo, superando a ficciones que se hacen llamar ficciones. Y además, algunos agradecemos la caña que dan a la peor basura catódica que campa por la parrilla televisiva. Como Pike Bishop y su cuadrilla de hijo putas fronterizos no pueden aniquilarlos a balazos, a mí me queda el consuelo de que Ángel Martín y compañía les den hasta en el carnet de identidad a tanto montón de mierda.

El otro día un señor (¿?) juez les ha prohibido usar de ahora en adelante la línea argumental de los zapeos de la tele amiga, con la excusa del uso indebido de la propiedad intelectual. Y me parece bien que los desesperados jefazos de Telecinco, por el culo te la hinco (chiste facilón), ahora se acuerden del derecho o el uso de la propiedad intelectual, cuando ellos se pasan por el orto tantos otros derechos, entre ellos el del respeto a la intimidad.

No sé si esto significará el fin de un programa (yo creo que no, porque insisto en que es un programa de ficción) que me hace estar a eso de las tres y media (siempre que estoy en casa)clavado ante la pantalla de televisión, como en otros tiempos televisivos más felices no me perdía ni un instante de las tropelías de Angela Channing y las camisas de rayas de Chase Gioberti.

Y leía el otro día a un conocido crítico de “El país”, que tiene blog propio, comentando el intento desesperado de TeleBerlusconi por contrarrestar el éxito de estos pistoleros vespertinos, programando un programa del corazón desde la perspectiva del humor (todavía me descojono) con un gafapasta graciosete y una rubia buenorra al frente. Y mencionaba sabiamente Hernán Casciari, en ese mismo artículo, que todavía no se habían dado cuenta los ejecutivos telecinqueros que uno de los principales motivos del éxito del programa de la Sexta, es la química que existe entre ese hombre de gesto imperturbable y esa hermosa (y espléndida) actriz de comedia que, además, domina la escena y la improvisación como nadie.

Así que, mientras el juez se decide a meterles en la cárcel (con toda la mala ralea que tendría que entrar antes), yo seguiré disfrutando de esta ficción genial, con las salidas de tono de un cómico como Miki Nadal, que vuelve a ser aquel del gran Informal; o Dani Mateo, el hombre de la voz cavernosa y las comparaciones imposibles; o esos paparazzis de segunda mano, con ese cámara andaluz lleno de retranca y pasotismo; o esas reporteras buenorras que, al contrario que otros, abordan al famoso con gracia y respeto. Pero sobre todo seguiré disfrutando de una pareja de presentadores perfecta, o mejor, de dos cómicos que, tras observarlos sólo un poquito, te percatas enseguida de las miradas complicidad y respeto que se echan el uno al otro... igualito que el tirantes y la otra.

(Por cierto, todo lo que he escrito aquí, también es ficción, pero mala)

viernes, 19 de septiembre de 2008

La mirada

La conocí en una boda hace muchos años y enseguida me quedé prendado de su mirada, que parecía hablar. Fue en Inglaterra, y por aquellos tiempos ella estaba enamorada de un gilipollas que no le hacía demasiado caso. Coincidimos en otras tres bodas, allá en la campiña inglesa, incluida la de un engreído escocés con castillo propio. Ni siquiera el exceso de sombra de ojos, lo que le daba un aire aristocrático y misterioso, podía distraer la atracción hacia esos ojos verdes gatunos que ocultaban todo un mundo de ironía y amargura ante el amor no correspondido. Más triste fue nuestro encuentro en el funeral de su amigo gay, donde se nos puso un nudo en la garganta ante la emotiva despedida de su pareja, recitando aquel poema de W.H. Auden, donde pedía que los relojes se parasen ante el vacío de una ausencia.

El caso es que ella se sinceró ante el gilipollitas de los gestos y el flequillo, y le dijo con un par lo que sentía, pero el gafapasta con cara de despistado estaba colado por una americana cursi, que iba y venía de boda en boda. Le rompió el corazón el muy cabrón, hay que estar muy ciego para desperdiciar semejante mujer de carácter, sentido del humor y fina ironía. Da igual porque salió airosa del desengaño.

No supe de ella hasta pasados un par de años. Entonces la reencontré en un lugar exótico e insospechado, en tiempos más difíciles que los de las bodas, en tiempos donde la gente se mataba en cada rincón del planeta. Ella era entonces la mujer de un miembro de la Real Sociedad Geográfica Británica. Esperaba paciente el regreso de un marido que, en lugar de hacer mapas para descubrir horizontes perdidos, se dedicaba a espiar y buscar las huellas de un zorro del desierto que traía en jaque a los suyos.

Ya no era morena sino rubia, con el pelo más largo y suelto. Ya no había exceso de sombra en los ojos y el único maquillaje lo impregnaba la arena de la tormenta. Y como se sentía sola y abandonada, se cruzó en su camino un tipo solitario cuya única vida eran las dunas del desierto, sus habitantes nómadas y unas cuevas con nadadores prehistóricos en sus paredes. A pesar de su voluntaria soledad, nada pudo hacer el peculiar eremita ante aquella mirada. Una noche, bajo el limpio cielo del Sahara, jugando a la botella, a ella le tocó pagar prenda, y como cantaba muy mal, prefirió contar, con ese acento suyo tan perfecto y tan inglés, la trágica historia de un rey que una vez para presumir de la belleza de su esposa, retó a uno de sus súbditos a que la espiase desnuda para comprobarlo. La consecuencia de semejante insensatez fue la infidelidad de la reina, y que ésta pidiese al súbdito que matase al rey y se fuera con ella. Y al terminar la historia, todavía lo recuerdo nítidamente como si fuera ayer, vi esa mirada penetrante que no necesitaba más palabras para turbar al azorado aventurero.

Y ese fue el principio del fin de aquel conde húngaro que traicionó a su mejor amigo y a sus colegas, atrapado por aquella mirada que derrumbó los cimientos de su vida. Y la cosa acabó mal, como acaban siempre estas historias de amores prohibidos. Y más tarde fue confundido con un inglés, tras encontrar unos nómadas su cuerpo carbonizado entre los restos de su avioneta. Y pasó lo que le quedaba de vida entre dolores, cuidado en una Villa de la Toscana por una paciente y bondadosa enfermera, pero con el dolor más profundo que supone el recuerdo de una mujer que le esperó paciente en una cueva a que un día regresara a por ella.

Paso el tiempo, y a veces pensaba en ella, en su mirada, en aquella trágica historia de otros tiempos. Supe que merodeó una granja allá por el Oeste profundo, donde un tipo que susurraba a los caballos le ayudó a curar a su hija herida. Pero poco más, ya la imaginaba retirada, feliz, con hijos tras tantos palos que da la vida.

Fue el otro día. La intuí de lejos, en un museo, aunque tenía dudas si era ella. Contemplaba un cuadro terrible en el que unas mujeres de negro mostraban sin pudor el mayor de los sufrimientos ante una fosa sin cubrir. El pintor, una tal Emile Friant, un desconocido para el gran público, quiso mostrar el dolor como si fuese una fotografía. Al volverse la mujer, descubrí que era ella, pero su mirada, esa mirada que parecía hablar con sólo un parpadeo, no era la misma.

Y entonces descubrí que ahora estaba en Francia, en una ciudad del Norte, y que apenas hablaba, y que su mirada reflejaba la peor de las tragedias, el mayor de los desconsuelos. Y todos los que la conocen se preguntan dónde había estado todo ese tiempo. Y en una fiesta, ante las impertinencias de un listillo pasado de frasca, que no dejaba de acosarla sobre su misterioso pasado, ella le soltó con total naturalidad que había estado quince años en la cárcel por asesinato. Y todos se rieron pensando que bromeaba, pero su hermana y unos pocos sabían que no era así.

No es fácil cargar con la culpa de una muerte, más si es la de un niño, más si es la de tu propio hijo. No es fácil expresar con tan poco, tanto dolor, tanta soledad. Esa mirada verde que antaño mostró a una mujer apasionada, llena de vida, ahora mostraba a una mujer muerta, acabada. Pero al igual que en el pasado, ella salió adelante, recuperó las ganas de vivir ayudada por una hermana vitalista que apuntó en una libreta cada día que no estaba, ayudada por un policía abandonado y desgraciado que sólo desea conocer las fuentes del Orinoco, ayudada por un profesor solitario que, al igual que otros en el pasado, se quedó prendado de esa mirada llena de matices.

No sé si la volveré a ver, uno nunca sabe lo que el caprichoso y bromista destino puede deparar, pero si no volviese a cruzarme con esos ojos grandes, verdes, gatunos, siempre recordaré lo que ella le cuenta a un abuelo polaco, recordando sus años en la cárcel donde apilaba libros junto a su almohada como si fuera una muralla, como separación del mundo... un mundo sin ella.


domingo, 31 de agosto de 2008

Madurando

Leía el otro día en una entrevista a ese cachondo mental llamado Joaquín Reyes, cabeza pensante del humor surrealista de “Muchachada Nui", que se buscó en su vida una maestra de educación infantil porque era la única que le entendía perfectamente.

Arranco esta absurda historia con este comentario por eso de las cosas del madurar, algo que le pasa a la gente obligatoriamente, pero que es un coñazo, la verdad. Se supone que llegado cierto momento en la vida, uno debería traer al mundo una progenie con la que perpetuar la especie, y seguir dominando el mundo, en plan malévolo del mal que te cagas sonriendo a mandíbula batiente, jajajaja.

En mi caso, todavía estoy procesando el asunto, digamos que voy con retraso, aunque uno va teniendo ya unos años, pero es que a mí me cuesta un mundo no pararme en los escaparates de las jugueterías, y tener todavía ensoñaciones con el portaviones de Tente. Así que, a falta de encontrar una maestra de educación infantil que me comprenda, temo que mi progenie se va a quedar donde está, lo cual me jode porque era mi última esperanza de encontrar a alguien con quien jugar al scalextric y a los juegos de tablero de estrategia.

El caso es que los amigos se han dejado de tontunas, y van trayendo hijos al mundo, y todos te cuentan que es una sensación única e irrepetible. Yo desde luego no lo pongo en duda, pero me sigue pareciendo ciencia ficción, al mejor estilo Bradbury, el verme de padre. No sé, supongo que el truco, por lo que dicen los que saben de esto, es encontrar a alguien que desee hacerte padre, pero para eso debería dejar de pararme en los escaparates de jugueterías cuando vas acompañado, no se puede ser tan sincero de primeras, que me dice sabiamente alguna amiga.

Así que, mientras arreglo lo mío y hago un Master titulado “Madurando que es gerundio”, no está de más acordarse de aquellos que, teniendo alma infantil, consiguen madurar más y mejor para traer nuevos clientes a este mundo. Por ello quería dedicar esta pequeña y absurda historia gambitera, por citar otro palabro del Joaquín Reyes, a un buen amiguete al que admiro desde hace miles de años, con el que me he bebido la mitad de las barras de este país, y también de otros, pero siempre con calma y sin incordiar al vecino, y compartido muchos momentos en este país, y también en alguno lejano. Un tipo que se hace notar por su calma, su silencio, su educación, su paciencia, su inteligencia, su aspecto de señor serio que no se inmuta, capaz de ir al festival de Benicasim con sus camisas de cuadros de toda la vida y sus naúticos, y al que me hubiera gustado parecerme en infinitas ocasiones. Ahora, en estos momentos, le imagino mirando a través de sus eternas gafas de metal (ni siquiera ha caído en la moda de gafapasta de soplapollas creativo estilo yo), con cara de pánfilo y eterna pinta de distraído, al pequeño vástago con el que ha perpetuado la especie que seguirá dominando el mundo en plan malévolo del mal que te cagas, por los siglos de los siglos, amén.


(Aquí va la gran Natalie Merchant y sus 10.000 Maniacos con esa joya llamada "These are days", que precisamente va sobre eso... sobre traer retoños a este valle de lágrimas)

viernes, 22 de agosto de 2008

Madrid

Dicen de ella que no tiene alma, ni es hermosa, que es dura, agobiante e invivible.

Dicen que es seca y fría, calurosa e irrespirable, ruidosa y violenta, de noches sin final y amaneceres lentos.

Todos los que se van la critican cuando están lejos, pero ella siempre tiene mala memoria cuando regresan.

Todos los que llegan se preguntan cuándo partirán de nuevo, pero ella tan sólo quiere que te quedes cuanto quieras.

Si la observas bien, nunca encontrarás un mar donde perderte, ni un gran río donde bañarte.

Pero si la observas un poco mejor, encontrarás un cielo azul que no tiene fin.

Al no ser la más hermosa, ni la más admirada, ni la más deseada, algunos pensaron que sería la más fácil.

Por eso, aquellos que decían poseer la luz frente a la oscuridad, pensaron que la podrían tomar sin respetarla. No imaginaron, incrédulos, que los que hablaban mal de ella por no ser la más hermosa, ni la más admirada, ni la más deseada, se levantarían ofendidos para defenderla.

Por eso, aquellos que traían la oscuridad para imponerla de nuevo, pensaron que la podían someter sin esfuerzo. No imaginaron, incrédulos, que los que hablaban mal de ella por no ser la más hermosa, ni la más admirada, ni la más deseada, se juntarían para decirles que no pasarían.

Los hay que la odian por ser quien es, o simplemente por estar donde está.

Por eso, cuando esos mismos la golpean a traición, pensando que se derrumbará como una niña llorosa, olvidan que las niñas ya no quieren ser princesas.

Por eso, cuando el destino se lleva a sus hijos sin avisar, olvida que ella los llorará de nuevo, para luego reírse de él en sus narices.

Seguirá sin tener alma, sin ser hermosa, ni deseada, ni admirada.

Seguirá siendo seca y fría, calurosa e irrespirable, ruidosa y violenta.

Sin embargo, sus noches seguirán sin tener final, y sus lentos amaneceres darán paso a un cielo azul que no tiene fin.

In memoriam.

http://diegocg.googlepages.com/Pongamos_que_hablo_de_Madrid.mp3


domingo, 17 de agosto de 2008

El sonido de la tristeza

Era un mes de marzo de hace cuatro años, cuando regresaba de pasar un agradable fin de semana en Sevilla. Aparte de reconocer la belleza de esa hermosa y calurosa ciudad, uno, que es más profano y simple que nadie, sólo recuerda el baño en cerveza fría que me di todo el tiempo que estuve allí, esa cerveza helada que tiran como nadie y que entra como nada.

El domingo por la noche, montado en el coche de unos amigos, regresábamos todos en silencio, durmiendo en algunos casos, jodidos por tener que volver al trabajo al día siguiente en otros, o sumidos en sus pensamientos, como era mi caso. Más que pensamientos, lo que me acompañaba en la oscuridad del paisaje era una nostalgia perdida, en este caso por una mujer que por aquellos tiempos pudo ser y no fue. De fondo, se escuchaban canciones, algo normal siendo el coche de un buen amigo (el hombre que más sabe de música del mundo) cuya vida es la música, capaz de tragarse festival tras festival y de conocer a bandas pequeñas a las que sólo escuchan los padres de los componentes. Yo no le prestaba demasiada atención a lo que el amigo nos había puesto, seguía recordando en medio de la oscuridad, cuando de pronto, poco a poco, una suave melodía y una voz que parecía una mezcla de llanto y susurro me fueron sacando del letargo, y se fundieron a mi nostalgia y mi tristeza. De hecho, por un momento, esa música se había convertido en la banda sonora de mis pensamientos. Enseguida le pedí a mi amigo que volviese a poner la canción. Y se lo pedí unas cuantas veces más. La canción consiguió acompañar mis absurdas y estúpidas fantasías sobre aquella mujer, a imaginar historias de encuentros y desencuentros, de finales felices o infelices.

Proceden de Islandia, el último lugar del mundo donde dicen que merece la pena perderse. No son una banda que llena estadios, tampoco lo buscan, ni lo necesitan, pero con el paso de los años, son conocidos y respetados en medio mundo. Cantan en su idioma natal, a veces en inglés, pero la mayoría de las veces usan un lenguaje inventado (hopelandic) que acompaña a sus emotivas y largas melodías. Alguno de sus discos no tiene título -()-, ni las canciones tampoco, simplemente números. De hecho, el álbum viene acompañado de un cuadernillo en blanco para que cualquier persona, de cualquier lugar, escriba lo que quiera en función de lo que le haga sentir la música de unos genios conocidos como Sigur Ros. En mi caso, desde la primera vez que les escuché, aquella noche negra de regreso a Madrid, su música la identifico con la tristeza.

Cuatro días después de regresar de Sevilla, en una mañana soleada y extraña de jueves, al introducirme en mi coche para ir a trabajar como otro día cualquiera, al encender la radio como otra mañana cualquiera, de repente, sin avisar, la realidad más trágica llamó a la puerta, sólo que lo hizo a golpes.

De pronto, mis absurdas tristezas con las que venía en el coche desde Sevilla pasaron a mejor vida. Hay cosas que superan cualquier egoísmo propio. Nos creemos miserables por algo como el amor, cuando éste pasa, como pasan los amigos, los lugares en los que uno ha estado, los momentos que ha vivido. Sin embargo, algunas tragedias siempre estarán en el recuerdo, nos dan un toque de atención, nos muestran lo ridículo de nuestras quejas, lo absurdo de nuestros enfados, lo insignificante de nuestras vidas.

Me costó, pero conseguí hacerme con prácticamente todos los discos de estos islandeses, aunque fuera a precio de oro. Es curioso, el recuerdo de aquella mujer que ocupó mi nostalgia de aquella noche oscura de viaje desapareció por completo, pero ellos y su música se quedaron para siempre. Durante año y medio de mi vida, me acompañaron como melodía de fondo mientras escribía varias historias de gente corriente que, una mañana de marzo, tomaron cuatro trenes de cercanías.


(Heima es su último trabajo. Una película que muestra conciertos improvisados en cada rincón de su hermoso país)

martes, 12 de agosto de 2008

Viaje con nosotros

A mí, Hasan, hijo de Mohamed el alamín, a mí, Juan León de Médicis, circuncidado por la mano de un barbero y bautizado por la mano de un papa, me llaman hoy el Africano, pero ni de África, ni de Europa, ni de Arabia soy. Me llaman también el Granadino, el Fesí, el Zayyati, pero no procedo de ningún país, de ninguna ciudad, de ninguna tribu. Soy hijo del camino, caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía.

Toda mi vida he deseado poder escribir algo así, pero no lo he conseguido, de hecho no son mis palabras ni, obviamente, soy yo. Las usa Amin Maalouf para comenzar a relatar las aventuras de “León el Africano”, ese nómada errante que vio caer en manos cristianas, siendo todavía un niño, su añorada Granada, y que luego se instaló en la no menos mítica Fez con su familia y que, más tarde, viajó por horizontes conocidos y desconocidos de medio mundo, incluida la misteriosa y legendaria Tombuctú.

Aquellos viajeros de antaño en nada se parecen a los de ahora, aunque supongo que viajar sigue siendo una necesidad en muchos seres humanos. La mayoría lo ven como una forma de huir de la rutina de todo un año, como unas vacaciones; otros muchos lo ven como una forma de visitar una serie numerada de monumentos y paisajes que se convierten en una serie numerada de fotos, o vídeos, con las que castigar a los amiguetes que se han quedado sin vacaciones; otros lo ven como una manera de conocer gente de otros países y culturas e, incluso, ya puestos, de ligar con ellos, por qué no, oiga; unos pocos siguen viendo en el viaje una forma de aventura, del manido descubrirse a sí mismo, de decir “yo estuve allí”. Todas ellas son válidas, mientras que lo importante sea ponerse en marcha, hacer el petate, levantar velas, partir, pirarse. No recuerdo cuál era el libro porque mi memoria es pésima para citas y textos, así me fue en la escuela, pero una vez leí en algún sitio lo que un padre le contaba a su hijo sobre el significado que tiene para una persona el hecho de conocer otras tierras: la vida es como un libro, si no has viajado, es como si no hubieses pasado del primer capítulo.

En mi caso he alzado el vuelo por una mezcla variada de lo que he detallado anteriormente, aunque la mayoría de las veces me ha movido el imaginario de ir a sitios donde transcurrieron grandes historias, a la búsqueda de personajes o personas reales, ya fuesen León el Africano, D.H. Lawrence (Lawrence de Arabia) o Dean Moriarty. De hecho, puedo decir que al igual que el primero, yo también llegué a Tombuctú, la ciudad que perturbó la fantasía de tantos exploradores del diecinueve, que se dejaron el pellejo en pos de llegar a sus puertas, la ciudad de la que hablaba Herodoto en sus relatos, la ciudad que gobernaron poderosos reyes negros en medio del desierto y a la orilla del río Níger y que, según contaba la leyenda, estaba llena de riquezas. Yo no fui hasta allí por motivos pecuniarios, sino por algo más absurdo y vulgar como la lectura de un libro, o mejor una novela, de un escritor catalán llamado Pep Subirós, que hace unos años escribió uno de los mejores relatos de viajes que yo recuerdo. Se llama “Cita en Tombuctú”, una historia al estilo de “El paciente inglés”, que nos cuenta la peculiar aventura de una pareja contemporánea cuya relación se encuentra en descomposición, y que deciden buscarse de nuevo camino de Tombuctú, tras los pasos de aquellos exploradores legendarios. Una historia de amores acabados, que tanto molan a la gente, quizás porque nuestras historias de amor suelen acabar en un bar con olor a fritanga, o vía mail.

Siempre procuro viajar con un libro bajo el brazo (nunca una guía, me aburren mucho aunque no dudo de su utilidad, pero no puedo con ellas), un libro que siempre lleno de postales, mapas, recortes, billetes de metro, de autobús, de avión. No suelo llevar cámara de fotos, aunque mi excusa es que soy un vago de cojones y me aprovecho de las fotos de los demás. De todas formas creo que los viajes, en el fondo, son una colección de momentos que no tienen por qué ser lugares espectaculares, atardeceres de postal o monumentos milenarios. Generalmente recuerdo los pequeños momentos, los momentos mientras se viaja, los momentos del camino. En mi caso van de una partida de póquer en un campamento sin luz de una región inhóspita, a jugar a las películas en un viaje dentro de una canoa remontando un río sin fin; de unas cervezas en una noche brumosa de calor insoportable recordando novias pasadas, a unas tortitas con nata y arándanos en un bar de carretera en una mañana despejada de un país de película; del silencio de una noche llena de estrellas en un desierto con nombre de muerte, a una noche de fiesta popular con piratas de pega en una bella isla rodeada de un mar transparente; de las risas con un viejo amigo que se perdió en un país lejano, a las risas con nuevos amigos que surgen en países más cercanos. Todos esos momentos se quedan ahí para siempre, grabados en el disco duro, en las gigas de la memoria digital que llevo siempre conmigo: mi absurda cabeza.


(Disfruten del montaje de las imágenes y de la música de Gustavo Santaolalla)