domingo, 30 de noviembre de 2008

El solar del violinista muerto

Voy a contarles una historia. Una historia sobre el poder de la música, sobre el poder de la belleza sobre la violencia, sobre las oportunidades perdidas, sobre el fracaso y los efectos que ese impostor provoca, sobre el bien y el mal. Una historia que transcurre en una ciudad gris, triste y oscura, donde el invierno no tiene final. Una historia que habla de un lugar en el que, según algunos, mueren los sueños.

El juez golpeó varias veces de manera rotunda con su mazo. El murmullo que había precedido la sesión cesó de inmediato. Todo el mundo calló y todos centraron su atención en el hombre que vestía de oscuro, el cual daba cuerda de manera parsimoniosa a su reloj de bolsillo. Tras comprobar que el mecanismo volvía a funcionar, el hombre, conocido como el señor X, cerró la tapa y lo guardó, mirando de manera distraída hacia los ventanales de la sala de juicios. El juez esperaba algún tipo de respuesta por parte del acusado, pero este permanecía inalterable, con su mirada ausente, melancólica, en otro lugar.

- Tiene el acusado algo que añadir a todo lo que se ha dicho aquí, antes de que se dicte sentencia.

El juez esperaba pacientemente que el misterioso hombre de oscuro dijese algo, pero no parecía que fuera a reaccionar ahora que todo estaba acabado. Así que recogió los papeles del sumario y levanto de nuevo el mazo con intención de finiquitar la sesión.

- Yo tocaba el violín de pequeño...

De pronto, un rumor convertido en voces y gritos se extendió por toda la sala. La gente empezó a comentar lo que acababan de presenciar, algunos periodistas abrieron sus libretas, los flashes de las cámaras deslumbraron al propio juez, que no quería que su sala se convirtiese en una verbena.

- ¡Orden! ¡Silencio! ¡¡¡Orden en la sala, o hago que la desalojen!!!

Todo el mundo calló, pendiente de lo que, por fin, pudiese decir el señor X, el misterioso hombre de oscuro.

- Por favor, continúe, le animó el juez.

- Yo tocaba el violín de pequeño. No sabría decir muy bien el motivo. Quizás fue lo único que mi padre me dejó, antes de abandonarnos a mi madre y a mí.

Entonces el señor X empezó a contar cómo el resto de niños no querían saber nada de él, al que consideraban un bicho raro que cruzaba cada tarde el parque, enfundado en su abrigo oscuro, y con un estuche de violín en sus manos. Caminaba deprisa, sin levantar el rostro por encima de los cuellos levantados de su abrigo, obviando las burlas, camino de la casa del mejor profesor de violín que había en la ciudad.

El profesor, de barba califa y gesto pétreo, siempre se situaba de manera amenazante tras el niño. Lo único que hacía era juguetear con su reloj de bolsillo, como si midiera el tiempo, mientras el chaval ejecutaba la pieza. Eso ponía aún más nervioso al chico que ya, de por sí, tenía que enfrentarse a la dura prueba de interpretar sin fallos un solo de violín propio del mismísimo Paganini, aquel músico maldito del que decían que su forma de tocar parecía la de un ser poseído por el mismísimo diablo, haciendo desmayar a las damas, abrumadas por tan salvaje demostración de poder musical.

El niño bajó su arco y durante unos segundos que se hicieron interminables, escucho la respiración del profesor. Luego oyó el chasquido de la tapa del reloj al cerrarse. El niño cerró los ojos, consciente de lo que ese ruido significaba.

- Extienda la mano.

El niño obedeció solícito sin apenas chistar. Con una regla de madera, el profesor le golpeó una decena de veces en la palma. Sin apenas pestañear, sin apenas sentir la mínima piedad. Una lágrima de dolor asaltó la mejilla de niño, pero debía disimularla sino quería que la pena fuese mucho peor.

- Sigue sin practicar lo suficiente.

- Tengo que ayudar a mi madre en casa.

- Si quiere usted llegar a interpretar como un virtuoso, debe sacrificar el resto. Las excusas nunca sirvieron y nunca servirán.

El profesor le instó a que tocara de nuevo, y esta vez sin ningún fallo, si no volvería a ser castigado.

Ya tarde, el niño corría camino de la parada del autobús. Una vez finalizaba el transporte público, suponía volver caminando por un barrio poco recomendable, en especial por el solar que atajaba hacia su barrio. Le llamaban el solar del muerto, y era un sitio dejado de la mano de dios, donde nadie se atrevía a cruzar porque pasar por allí significaba encontrarse con la banda que lo merodeaba.

El niño corrió todo lo que pudo. Las puertas del autobús se cerraron y ya no pasaría ninguno más hasta la mañana siguiente. Parecía que sus piernas las impulsaba la maquinaria de un bólido, y un esfuerzo final le permitió alcanzarlo y golpear la puerta para que el conductor parase. Éste frenó y le dejó entrar, tras regañarle por la imprudencia de perder el autobús a esas horas en un lugar tan poco recomendable.

El pequeño violinista, sudoroso, se sentó detrás, feliz por haber alcanzado su meta. Fue entonces cuando los vio a todos, a través del cristal empañado. Era una pandilla de chavales mayores que él. Eran cuatro pero se le quedó grabado el rostro y la mirada transparente del rubio albino al que todos llamaban Monti, y que le sonreía como si de un hasta luego se tratase, mientras el autobús se alejaba.

Ya en su casa, el niño encontró a su madre pelando unas patatas con gesto preocupado. Al oír los pasos de su hijo se abalanzó hacia él como si fuera el bien más preciado. Primero le examinó y preguntó por su estado, luego le empezó a agitar para regañarle por lo tarde que era. El niño trató de explicarle que llegar a ser un virtuoso del violín supone mucho esfuerzo y sacrificio y que por eso se quedaba practicando hasta tarde.

- Dile al profesor que si te vuele a hacer volver tarde que dejarás de acudir a sus clases.

- Pero mamá, él dice que tengo que practicar mucho para no ser un mediocre.

- Tú no eres ningún mediocre. Me da igual lo que diga él, o le que le dijese tu padre. No quiero que vuelvas a llegar tan tarde, ¿entendido?

El niño asintió serio a la orden de su madre, que luego volvió a sonreírle para decirle que tenía un estupendo pollo asado con patatas para él. El chaval se animó al oírlo, se lavó las manos, y cenó con apetito. Ya por la noche, sus manos le dolían por el castigo recibido por el profesor, pero no podía dormir. Miraba el violín que parecía llamarle desde su escondrijo en su estuche de piel. No podía soportar más esa llamada.

En un rincón de la habitación, arropado por una sabana que amortiguase el sonido, con una pequeña linterna, el niño tocaba su violín, intentando dominar ese maldito solo de violín que le quitaba el sueño y que algún día le haría grande, y por el que sería aclamado en todo el mundo como un virtuoso.

A la mañana siguiente, el niño tomó su tazón de leche a toda prisa.
La madre le notaba cansado, pero el niño le respondía que se encontraba bien.

- ¿Seguro que no has estado con tu violín toda la noche?

- No, mamá.

- Recuerda lo que te dije. No quiero que vayas por las calles tan tarde. Díselo al profesor.

- No te preocupes.

El niño besó a su madre y se fue a la carrera camino del colegio. La madre observaba al hijo que se alejaba cruzando el parque. Era una mujer muy fuerte, por eso el violinista nunca creyó al médico que le diagnosticó al año siguiente una pulmonía que acabó con su vida. Él siempre supo que fue la tristeza lo único que acabó con ella.

De nuevo el profesor camina alrededor del niño mientras éste ejecuta la pieza lo mejor que puede. De nuevo el hombre da cuerda a su reloj de bolsillo. De nuevo hay algo que chirría en sus oídos y que provoca su estallido. El niño se encoge ante la cólera del profesor que le recrimina de nuevo su falta de voluntad y entrega hacia la música. Trata de explicarle que está cansado, que ha practicado toda la noche. De nuevo el profesor se muestra inmisericorde y le pide que extienda la mano. El niño, tembloroso, extiende su mano para recibir su castigo. Plas, plas, plas... hasta diez. El niño vuelve a soltar las lágrimas, pero esta vez no son de dolor sino de impotencia, así que por primera vez es capaz de mirar a su mentor con rabia.

- No importa que mire así. No importa que me odie. Al contrario, prefiero que lo haga antes de que se odie a sí mismo por verse como un fracasado, por ver que ha tirado por la borda la oportunidad de ver colmado su talento, de conseguir lo que ni siquiera yo pude soñar... Ahora límpiese esas lágrimas y siga practicando hasta que le salga esa maldita pieza.

- Profesor se hace tarde y tengo que ir a casa, mi madre se preocupa mucho.

- Ya veo. ¿Y usted no quiere disgustar a su madre?

- No.

- Muy bien. Voy a ir a refrescarme. Al volver espero escuchar música en vez de lamentos. Si no le encuentro aquí, entenderé que prefiere no preocupar a su madre, pero que tampoco desea seguir con su carrera musical.

El profesor sale del salón, dejando al niño violinista ante la decisión más compleja de su vida. A través de la ventana la oscuridad ya lo invade todo. El niño mueve su mano dolorosa. Coge el arco del violín y empieza a tocar, cuando entonces observa que encima de la mesa se encuentra el reloj de bolsillo del profesor. Éste se lava las manos con la satisfacción reflejada en su rostro, al escuchar los acordes que salen del violín del niño. De pronto, la música se detiene.

El niño corre en dirección a la parada de autobús. Ve que el último se aleja calle abajo. Pese al esfuerzo por alcanzarlo, esta vez no hay suerte y el conductor no le ve. El niño, agotado, resopla por el esfuerzo. El vaho sale de su boca. Hace un frío terrible y apenas hay luces que iluminen el barrio.

- El destino a veces juega malas pasadas, ¿verdad chaval?

Al volver la cabeza, el violinista se encontró con esos ojos transparentes y malignos que le miran fijamente con una sonrisa malévola que adorna el rostro de Monti. Tras él, los otros tres chavales que forman la banda del solar del muerto. El niño tragó saliva. El miedo le hizo olvidar lo demás, atenazando todos los músculos de su cuerpo. Aunque su cerebro le dijera que corriese, su sistema motriz se encontraba bloqueado, incapaz de hacer caso a las órdenes que le llegaban del cerebro. Fue en ese instante cuando el violinista lo vio claro: esa noche iba a morir.

El niño cayó sobre un charco del siniestro solar. Un hilo de sangre brotaba de su nariz. Monti y su banda registraban sus pertenencias. Abrieron el estuche del violín, lo examinaron y se burlaron de semejante instrumento. Como no vieron ningún interés en él, lo tiraron al barro. Luego rasgaron los bolsillos del abrigo. Al suelo cayó un reloj de bolsillo. Los pandilleros se abalanzaron sobre él. Empezó entonces una disputa por quién sería el poseedor te dan codiciada pieza. Mientras eso sucedía, mientras los pandilleros discutían por el futuro poseedor del reloj, el violinista observaba el violín tirado en el barro.

Finalmente Monti hizo valer su jerarquía y se hizo con el reloj. Entonces los pandilleros se percataron de que el chaval no estaba en el suelo. Miraron hacia la calle por si había huido en esa dirección, pero no se le veía alejarse y seguramente no podría llegar muy lejos. Pero fue entonces cuando Monti se percató en una delgada figura que permanecía de pie, iluminada por las llamas del contenedor. Los pandilleros se dieron cuenta de que el niño estaba quitando el barro de su violín. Se empezaron a reír. Había perdido la chaveta, sin duda. Sabedor de lo que le esperaba, en vez de correr, se había ido a recoger su violín. Tras quitarle el barro, lo colocó sobre su hombro, a punto de ponerse a tocar.

El chaval observó que los pandilleros se acercaban lentamente a él. Es lo último que vio antes de cerrar sus ojos. Entonces levanto el arco, lo acercó a las cuerdas del violín y empezó a tocar. Sus dedos empezaron a moverse de manera prodigiosa. Como si no fueran los dedos de cualquier otra persona, de alguien normal. Eran los dedos de un virtuoso.

Tocó como nunca antes lo había hecho y como nunca lo haría después. Tocó como si un gigante se elevase sobre la tierra y dejase su huella para siempre. Tocó como si fuera la última vez que lo iba a hacer. Tocó por los desvelos y la tristeza de su madre. Tocó por el padre que les maltrató y luego les abandonó. Tocó por ese déspota que ponía en duda su talento. Tocó por los mediocres del mundo, por los fracasados, por los que nunca llegaron. Tocó como nadie había tocado jamás.

Cuando la última nota se elevó al cielo, el violinista permanecía con los ojos cerrados. No se oía nada, ni un murmullo, ni una palabra. El chico ya sólo esperaba que todo acabase rápido, que no le hiciesen sufrir demasiado. Pero no quería tener miedo y quería mirar a la cara de sus verdugos. Así que abrió lentamente sus ojos. Fue entonces, para su sorpresa, cuando ante él... no había nadie.

El niño miró entonces el violín. Había conseguido tocar esa pieza que le había dado tantos quebraderos de cabeza, que tanto le había hecho sufrir. Pero su público había desaparecido. ¿Qué habría sucedido? No espero mucho para encontrar una respuesta y salió corriendo camino de casa. Atrás sólo quedó un violín, hundido en el barro.

Habían pasado muchos años. El señor X iba dentro de un taxi. Su mirada apagada contemplaba las luces navideñas del centro. La gente iba de un lado a otro. Bajó la ventanilla para respirar, cuando de pronto oyó unas notas que le resultaron familiares. Había un grupo numeroso de personas que hacían corro en medio de la calle. El señor X, casi por inercia, hizo parar al taxista. Pago el viaje y se apeó caminando deprisa hacia el grupo de personas. Una música de cuerda salía entre los recovecos de la gente allá agolpada. Era una música única, casi celestial.

El señor X se hizo un hueco entre el grupo de devotos. Cuando descubrió que tan maravillosa música salía de los instrumentos de cuerda de cuatro hombres mayores. El señor X preguntó a una mujer quiénes eran.

- No lo sé, pero son maravillosos, ¿no cree?

El señor X observó el final de la pieza que interpretaban. Y cómo al finalizar toda la gente se volvía loca de entusiasmo. Entonces el violín solista, una hombre de pelo claro como la nieve, dio las gracias al público y se disculpó por no poder interpretar otra pieza pese a la insistencia del público callejero, pero hacía demasiado frío y sus esposas pensarían mal si les viesen llegar tan tarde. Fue entonces, cuando el señor X se cercioró del familiar rostro de aquel hombre que dirigía a tan extraordinario cuarteto de cuerda. La mano del solista sacó de su bolsillo un reloj. Abrió la tapa para comprobar la hora y luego le dio cuerda.

Apenas quedaba gente y los músicos metían sus instrumentos en los estuches.

- Son ustedes geniales.

El solista se volvió hacia el señor X para darle las gracias por tan gentil cumplido, pero tampoco era para tanto, si fuese así, estarían dando conciertos en las mejores salas del país.

- Yo así lo creo... Monti.

Al escuchar ese nombre, el solista se quedó paralizado. Entonces observó con más detenimiento al señor X.

- ¿Nos conocemos de algo?

- ¿No me recuerdas?

El solista intentaba recordar. Sus compañeros se acercaron a él, impacientes por irse a casa con la que estaba cayendo. Monti trataba de recordar ese rostro del pasado.

- ¿No recuerdas aquella noche?

Los ojos de Monti entonces se iluminaron.

- Tú. ¡Tú! ¡Eres tú!... El maldito violinista.

El juez golpeó de nuevo con su mazo, haciendo callar a la sala que murmuraba casi a voz en grito.

- ¡Silencio! ¡Silencio!

Los espectadores poco a poco se fueron callando, ávidos de escuchar el final de tan extraña historia. El juez se tenía que secar el sudor de su frente. Mientras el señor X permanecía callado, mirando su reloj, al que le volvía a dar cuerda.

- Dígame, ¿qué ocurrió entonces?, le preguntó el juez.

El señor X terminó de dar cuerda al reloj. Y entonces levantó la cabeza.

- Entonces me dieron una paliza de muerte.

Y a continuación sonrió, por primera y única vez.

(Lo que acaban de leer es el argumento del que fue mi primer guión un poco serio.Lo he adaptado como relato ya que han pasado unos cuantos añitos, cuando estaba en la universidad y ya sabía que quería contar historias, pero no tenía nada interesante que contar. Fue entonces, camino de casa en el autobús, a la altura de Gran Vía, cuando descubrí un párrafo de un libro, que me dejó noqueado. Era un libro de David Mamet, ese dramaturgo, guionista de "Veredicto final", "El cartero siempre llama dos eces", "Los intocabes", y director de la genial "Casa de juegos" o "State and Main". El libro se titula "Una profesión de putas", y en él contaba sus desventuras en este difícil oficio de contar historias. Y de pronto, al final de un capítulo, en un párrafo, sin venir a cuento, contaba una breve historia sin título alguno sobre un niño que se libra de una paliza al tocar su violín, y que, años después, es juzgado por algo. Era muy breve, pero la historia ya no me pudo abandonar y tras varias semanas conseguí escribir mi primer guión serio. Obviamente nunca ha sido llevado a la pantalla, entre otras cosas porque necesito el permiso del señor Mamet, aunque dudo que él recuerde ese breve relato. Por este motivo la he querido colgar en el blog. Al fin y al cabo, fue mi primera historia)


(Para acompañar a tan musical entrada les dejo con esta magistral secuencia de la película "Copying Beethoven", donde se nos cuenta la historia de la 9ª sinfonía de Beethoven, que compuso cuando ya estaba completamente sordo y que dirigió por primera vez sin escuchar absolutamente nada. Ese monstruo llamado Ed Harris interpreta al que todos conocían como La Bestia, aquel hombre atormentado y sordo que cambió la música para siempre)

domingo, 16 de noviembre de 2008

Seis cosas por las que merece la pena levantarse

Mundo Frito es el blog que responde a la persona de Daniel Lucas, un tipo calvo con cara de golfete de barrio al que no he visto en mi puta vida, aunque curiosamente coincidimos una noche, tiempos a..., en casa de una morena, bella y fiestera amiga común, en Barcelona. No recuerdo el estado en el que me encontraba. De hecho, lo único que recuerdo es que se me quemó una camisa por esa manía de la gente de hacer fiestas intimistas con velitas, y como yo soy muy distraído, a la par que me gustan las cervecitas, pues imaginen. Además, soy muy malo para acordarme de las caras de la gente, qué se le va a hacer, soy un ser con mala memoria fotográfica. Aunque ésa es la excusa oficial, la otra versión es que soy un desinteresado con ciertos toques misántropos. El caso es que el tal Daniel vive en Eivissa (Ibiza), retirado del mundanal ruido con su entrañable esposa y más entrañable hija, es abogado de profesión, padre de familia, ex ser noctámbulo, y un bloguero con bastante éxito. Por esta faceta es por la que me reconozco como uno de sus seguidores, además de amiguete virtual. Seguramente si un día veo asomar la calva que acompaña a su careto, imagino me caerá bien, es lo que tiene el sentido común de los seres nocturnos.

El caso es que el tal Daniel se tiene bien ganada, como decía, su fama como bloguero por su capacidad para parir textos, a cual más interesante, y de todos los calibres. Muchos son de denuncia social o política (de los que yo suelo pasar, aunque él diga que es mi pose, pero es lo que tiene ser un poses con ciertos toques ego-trip); otros tantos van sobre cine, libros, cómics y música; y unos cuantos tienen un hondo contenido sentimental. Tantos los unos, como los otros, son interesantes, didácticos, entretenidos y emotivos, como es el caso del que quiero hablar a continuación, y por el que he soltado este rollo introductorio.

El citado texto era un guiño a una de sus muchas fans (también hay hombres, oigan) que le dejan comentarios a sus curradas entradas y que, en concreto, iba sobre algo que ha inventado la blogosfera (y que yo reconozco que desconocía) conocido como "memes". Una especie de cadena que se producen entre dueños de blogs, con el fin de darse a conocer en la Red. Yo soy poco de cadenas y de esas cosas, es lo que tienen las leches de los curas a destiempo, pero el motivo de aquel texto de Mundo Frito me gustó e, incluso, me llegó al corazoncillo, un músculo que, según dicen los ancianos del lugar, anda por ahí, en el cuerpo humano.

El motivo de aquel meme eran las seis cosas que nos hacen felices. Pequeñas cosillas que hacen más agradable el paseo por este valle de lágrimas oscuro, miserable, cruel e injusto, pero que, en ocasiones, mola mazo, que dicen los del botellón.


Como me gustaron mucho las seis cosas que hacen feliz al amigo frito, quizás porque soy un vil envidioso, le prometí que escribiría algo parecido en mi humilde blog. Y como soy un hombre de honor y de palabra, estilo a Pike Bishop y sus violentos colegas fronterizos, hete aquí mis seis cosas que no me hacen feliz, sino que hacen que merezca la pena levantarse por la mañana:

1. Correr por el Retiro. O andar, da igual. Cuando llega el otoño y sus anocheceres se vuelven lentos, largos, melancólicos y calmos. Amo el Retiro porque es el parque más bello del mundo (y he visto muchos, afirmo) ¿Por qué? Porque su situación geográfica, en plena ciudad, es privilegiada (como central Park, que también lo adoro). Porque tiene, una vez al año, una inmensa feria del libro en la que me gusta perderme. Porque tiene una estatua dedicada al mismísimo diablo. Porque las patinadoras que lo recorren, con sus hermosas piernas de pedernal, reafirman aún más, que es el parque más bello del mundo.

2. Admirar las piernas de una mujer. En verano: morenas, torneadas, lustrosas. En invierno: enfundadas en medias de seda negra, bajo faldas mínimas que terminan en botas de media caña. Soy un fetichista, lo sé, pero me encantan y me da igual. Me alegran las mañanas más tristes en el metro, y las noches más alegres en un bar. Son la conclusión de unos seres misteriosos y complejos. Entre ellas se encuentra el motivo de que todo exista, de que todo ande. El único dios al que merece la pena seguir.

3. Oler los libros. Hojearlos, revisarlos, tocarlos, indagarlos durante horas y horas en tiendas, librerías, bibliotecas, Vips, sala de espera, quioscos, estaciones, puertos, aeropuertos, universidades y, sobre todo, en la imprescindible multinacional llamada Fnac. De todas formas, las pequeñas librerías ya no son lo que eran, cuando tocas un libro enseguida te miran mal o te vienen a preguntar. Por supuesto, luego hay que leerlos.

4. Beber en los bares. El presagio del final de la semana, del fin de la tortura, de las penas. Con los amigos o en solitario, da igual. En vaso de caña, en botella helada, en copa de vino, en vaso largo con muchos hielos. Con tapa de compañía, para hacerlo más interesante. En los bares de siempre, en los del “¡¿qué va a ser, joven?!”, o del “¡al foooondo hay sitio!”, o de "¡el baño al final del pasillo a la derecha!". De las mesas de mármol con esencia a Colmena, del sonido de una moneda al dejarla de golpe en la barra.

5. Coger un avión, un tren, un barco. El presagio de lo desconocido, del más allá, del cómo será el amanecer a tantas horas de aquí. Amo lo aeropuertos, los aviones, la vida alocada de sus pistas, de sus pasillos, de sus tiendas. Amo las estaciones, sus vías y sus cambios de vías, sus jefes de estación, sus cúpulas de hierro que, si hablasen, tendrían mil historias que contar. Amo los puertos, sus grandes grúas, sus remolcadores, el sonido del mar, el oxido de los cascos.

6. Soñar en una sala de cine. Ya desde que entras y hueles a palomita, el olor de los sueños. Las salas de arte y ensayo están bien, pero pierden la esencia popular del mejor invento del siglo pasado y de siempre. Amo el cine, que una pantalla en blanco me haga compartir con otros, en emocionado silencio, las historias que siempre quise protagonizar. Porque al final, cuando se echa el telón a este valle de lágrimas, lo único que seremos es eso... historia.


(Hay una séptima cosa por la que merece la pena levantarse. Obviamente es escuchar música, y en los últimos tiempos hay unos islandeses geniales, de los que ya he escrito por aquí, que me sirven de sintonía de fondo cuando imagino historias. Aquí les dejo con esta pequeña obra de arte que hizo para Sigur Ros la también peculiar directora de video-clips Floria Sigismondi)