sábado, 20 de noviembre de 2010

Oda a un don nadie

En esta vida sólo hay dos hechos que son ciertos y demostrables: todos nacemos solos y todos moriremos solos. Son dos verdades como dos templos. Nadie estará a tu lado cuando la Parca, esa revienta-fiestas legendaria, decida llamarte. Nadie te salvará en el último instante, ni tenderá su mano para que te agarres, ni te esperará al otro lado. La cosa no pinta demasiado bien, la verdad, pero dicen las malas lenguas que, al menos, queda el consuelo del camino que uno recorre entre la salida y la meta. Dicen esas malas lenguas que es lo interesante, lo que merece la pena, lo que compensa tan terrible y solitario final. Pero qué ocurre cuando ese camino inicialmente apasionante se convierte en un valle oscuro, inhóspito y cruel.

Hace ya unos días leí un reportaje que fue portada de un conocido periódico. Imagino que alguien que lea estas líneas le sonará la historia si lo leyó como hice yo. No sé la impresión que pudo causar a cada uno lo que allí se contaba. Supongo que le parecería terrible durante unos instantes, pero luego a otra cosa mariposa, que la vida son dos días. A mí me dejó durante un rato con la cabeza gacha, negando con ella, meditando si realmente esto merece la pena. Tras leer la noticia, me propuse que, al menos por mi parte, la cosa no iba a caer en el olvido. Que esta historia sería una más de este blog, que al menos aquí quedaría registrada, que yo no la olvidaría y que me acompañará siempre.

Se llamaba Ramiro Álvarez. No deja de ser un nombre más, vulgar, corriente y moliente. En principio podría ser la historia de cualquiera de ustedes, de un hombre normal con una vida rutinaria, con sus sueños, sus desventuras, sus anhelos, sus recuerdos, sus amores, sus desamores, sus amistades, sus desencuentros, sus tristezas, sus alegrías, sus nostalgias, sus secretos, sus verdades, sus mentiras. Debería ser la vida de uno más de nosotros, de un común y vulgar ser humano lleno de virtudes, defectos e imperfecciones. Debería serlo y así lo fue hasta que, con cuarenta años, el destino, el azar, o el tramposo que organiza todo esto, decidieron que su vida sufriría un giro de 360 grados.

A principios de los años noventa, cuando el rey ladrillo abrió el mercado de la mascarada y todos acudieron a comprar como si la vida les fuera en ello, Ramiro sufrió el primer revés del que nunca se recuperó. El cruel azar hizo que su mujer le abandonase fruto de un ataque al corazón, siendo joven y madre de dos hijos. Como las desgracias nunca vienen solas, al año siguiente cerró la fábrica de piezas de coche donde trabajaba. Con la peligrosa edad de cuarenta años, la vida se tornó en azul oscuro tirando a muy negro para Ramiro. Consumido el dinero de la indemnización, sin un trabajo que le sacase del agujero, sin un porvenir, tomó la senda que sólo toman unos pocos, esos a los que la sociedad no considera y que pueblan las esquinas, los cajeros, los bancos, las alcantarillas. Da igual que quien les mire sea más facha que el bigote de Millán Astray o más rojo que las gafas de Carrillo. Ninguno de ellos se atreverá a mirar de frente a un tipo tirado en la calle. Si alguien toma esa senda se convierte en el último peldaño de la escala alimenticia, se convierte de la mañana a la noche en un desaparecido en vida, en un hombre invisible que rebota con las paredes, en un don nadie.

A pesar de todo, algunos de ellos, en ese camino hacia el cementerio de elefantes viejos e inútiles se llevan consigo lo único que un hombre tiene al nacer, que a veces se fomenta, que se promueve en ocasiones, y que no suele usarse muy a menudo. Es el único bien no material que uno esculpe a lo largo de la vida y que te acompañará a la tumba. Se llama dignidad. Imagino que muchos no estarán de acuerdo. Dirán que no es cierto, que tomar esa senda es el camino fácil, que hay que luchar hasta el final, que la vida no regala nada, que hay que enfrentarse a ella, que hay dejarse la piel, aunque sea por lo hijos. Probablemente tengan razón. Pero a veces las cosas no son tan fáciles. Las puertas se cierran, el teléfono deja de sonar, la gente te olvida en una vida que va demasiado deprisa.

Ramiro pensó que tomaría ese camino, esa senda, que sería un invisible más, pero antes decidió que su dignidad le impedía arrastrar a sus hijos con él, que no pagarían sus errores, o al menos que tendrían una oportunidad. Los dejó en buenas manos y luego desapareció. Nunca pidió nada, nunca se quejó, nunca reclamó una ayuda. Es cierto que se la ofrecieron, pero él no quiso aceptarla, salvo la de su anciana madre que le ayudaba con dinerillo suelto, como si fuera un niño, para que pudiera comprar tabaco. Incluso cuando ésta murió, no acudió al entierro por miedo a lo que le dijeran, a que se apiadaran de él. Vivió su dolor en solitario, en algún descampado, en algún puente lejano. Se convirtió en una sombra más de las que se aferra a un tetra brik con el que pasar los días, un anónimo que esquivamos con nuestra mejor cintura cada mañana al ir al trabajo, al que no queremos mirar a los ojos, quizás por miedo a vernos en un espejo con un reflejo demasiado oscuro, a darnos cuenta de que más dura será la caída y que nos puede pasar a cualquiera.

Su hijo, Luis Ramírez, delineante que se acerca a la treintena, un día de hace semanas tuvo la curiosidad de teclear el nombre de su padre en un buscador de internet. Llevaba mucho tiempo sin saber de él y quién sabe lo que la Red de redes te puede ofrecer. Y lo que obtuvo fue la certeza de que su padre había muerto de un infarto en la calle, meses atrás, con sesenta años. Murió solo, como había vivido los últimos veinte años. Nadie fue a su entierro. El caso salió a la luz hace poco y fue una de las noticias del día. Las autoridades tiraron balones fuera. Nadie sabe qué pasó. Nadie sabe quién no quiso, u olvidó, preguntarse si ese tipo que murió en la calle podría ser conocido de alguien, o si tenía algún ser querido que le añorase. Es lo que tiene ser una sombra: como tal vives, como tal mueres.

No será la primera vez que algo así suceda y seguramente no será la última. Imagino que es más habitual de lo que pensamos. Nadie puede reprochar nada al hijo, ni a la familia, que intentaron ayudar a un hombre que había tomado una decisión dura y difícil: convertirse en uno más de los muchos don nadies que cada vez con más frecuencia deambulan a nuestro alrededor sin que apenas nos demos cuenta.

Nadie sabe el destino que nos espera. La zancadilla que te puede poner. Nadie sabe nada, que decía el sabio. El caso es que yo no puedo dejar de pensar en ello. Lo pienso cuando camino por la calle y veo a esos ancianos encorvados e imposibilitados, olvidados de sus familias, acompañados por desconocidos de tierras lejanas que, también convertidos en don nadies, huyeron de su mísero presente para sobrevivir en un mundo que no es mejor que el suyo; lo pienso cuando veo al harapiento barbudo que me encuentro cada día a la salida del metro y me mira con su cara de iluminado, esbozando una sonrisa del niño que alguna vez fue, como si conociera un secreto que yo desconozco; lo pienso cuando veo a todos los desesperados que se pasean por los vagones del metro, soltando un discurso con el que subes el volumen de tu pequeño aparato de música; lo pienso cuando veo la foto de un periódico donde un tipo importante del FMI pasa junto a un desarrapado que desde su esquina alza una lata para pedir una moneda, una imagen que es una incómoda metáfora del mundo actual.

La vida es una broma demasiado pesada. No nos dejan ver el prospecto antes de participar en ella. Es un hilo muy delgado en el que hay hacer equilibrio para no caer al vacío. Ni siquiera don nadie se escribe con mayúscula. Así que hoy, en un día oscuro, frío, denso, triste, quiero recordar a alguien que se llamó Ramiro Álvarez, que una vez tuvo un trabajo que perdió, una mujer a la que amó, dos hijos a los que abrazó, unos sueños que anheló, unos momentos que disfrutó, unos amigos con los que rió y una familia que no le olvidó. De don nadie a don nadie.



(Su disco Funeral es un monumento y esta canción iba con el trailer de ese oscuro y magistral cuento llamado "Where the wild things are". Creo que es lo más adecuado para acompañar la triste historia de hoy. Siempre nos queda el consuelo de pensar que, alguna vez..., fuimos niños).