jueves, 27 de mayo de 2010

Gracias

En la madrugada del pasado lunes 24 de mayo de 2010 ocurrieron dos cosas:

Empecé el que era mi último día de rodaje de Tchang, tras tres largos meses de rodajes espaciados, con sus respectivas pre-producciones y lo que ello supone de trabajo.

Terminó la que ha sido y será por el momento la madre de todas las series. Sí, Los Soprano, Battlestar Galáctica, The wire y Band of brothers son obras maestras incontestables, pero para mí hay un antes y un después de Lost. Y también sé que la turba cabreada busca a Lindelof y Cuse guadaña en mano para hacer justicia por no dar respuestas a tantas incognitas, respuestas que, por otra parte, nunca hubieran estado a la altura si hubiesen decidido intentarlo. A pesar de todo ello, imagino que conseguir hacer del final de una serie un momento global en términos de emisión, convirtiéndose en un hito sin precedentes, debe significar algo.

No podía dejarlo pasar. Ya he escrito aquí sobre ella y ahora que ha terminado y me ha dejado un poco huérfano, no podía pasar la ocasión de despedirme, como toda gran amante se merece. Uno siente una especie de vacío, y como dice el gran Hernán Casciari, suena al final de una relación al que se le fue el amor de tanto usarlo. Uno siente esa misma nostalgia del amor terminado, apagado, roto. La melancolía te invade, te arrastras por los lugares, te mueves por tu rutina como si fueras un muerto viviente, todo lo que ves y que te rodea, te recuerda a ella.

Casciari, en su último artículo sobre esta serie que ya es parte historia de la ficción de todos los tiempos, menciona ocho tipos de espectadores que han surgido tras la visión de “The end”. Por supuesto, un porcentaje muy alto es de los escépticos y cabreados, pero también hay un grupo, entre los que yo creo encontrarme, que desde hace cinco años se baja puntualmente cada episodio por internet (gracias al inmejorable trato con el que nuestra inefable televisión pública emitió la serie al principio... tampoco es que los guays de Cuatro la hayan tratado bien en su emisión, pero al menos la han promocionado bien) y que la he visto en inglés, con sus subtítulos, como debe ser. Contando los días para la premiere de cada final de enero, sintiéndome solo con cada finale de mediados de mayo. Somos el grupo de los agradecidos, de gente también escéptica con todo, que le vemos defectos y problemas, que somos conscientes de que una serie no puede cambiar el mundo, pero que también sabemos del poder de la ficción y que, en este caso, ha sido capaz de paralizar el planeta, crear foros de opinión, aparte de amigos y enemigos que se suman a uno u otro bando de la misma manera que el humo negro y Jacob se ganan adeptos.

Me enganché a ella por casualidad, como casi siempre con estas cosas, una tarde en el que estaba tirado en el salón de la casa de mi madre, mientras mi hermana planchaba con la compañía de la televisión. Recuerdo que era un domingo de principios de verano y emitían un episodio de la primera temporada. Había oído hablar de su estreno y el impacto que había causado en USA el episodio piloto dirigido por un tal JJ Abrams. Pero la historia de unos náufragos en una isla perdida, recordando la película de Tom Hanks, se me hacía imposible para una serie de larga duración, por no decir cansino. Craso error el mío.

Fue un momento, un personaje, lo que me atrapó. Ese personaje era un calvo que en sus flashbacks iba en silla de ruedas y al que la vida había tratado a patadas. Un tipo gris y solitario que se quería valer por sí mismo y que odiaba que le dijesen lo que podía hacer. Un hombre dispuesto a demostrar su valía y que tenía un destino y un motivo por el que había venido al mundo. Y ya con eso me ganó y conquistó la muy golfilla. No necesitó una caída de ojos, ni una sonrisa picarona. Se valió de John Locke, el hombre de fe, el hombre que le contaba a un niño al principio de la serie la clave de todo, resumida en las piezas de un juego más antiguo incluso que el ajedrez, conocido como Backgammon. Decidí ver más episodios, y ya enganchado a ella, volví a los primeros.

Entonces descubrí una serie de aventuras, con personajes ambiguos, todos ellos con pasados oscuros; descubrí una serie que se atrevía a romper el ritmo narrativo televisivo con constantes flashbacks; descubrí innumerables claves, secretos y misterios que recuperaban los mejores folletines clásicos de aventuras, como si hubiera vuelto a Tintín, a Sandokan, a Verne; descubrí que los guionistas eran capaces de acabar con sus protagonistas y que los finales no eran felices; descubrí la inmensa y conmovedora música de Michael Giachinno.

Había sido un flechazo, ahora sólo se podía esperar pasión y más pasión. Luego llegaron los altibajos, los cabreos, las pequeñas rupturas, los celos, las envidias porque también veía otras series, pero al final siempre volvía a ella, la muy ladina de mirada misteriosa. La cosa terminaba con más pasión, si cabe. Las otras eran tentadoras, pero no desprendían el misterio que ocultaba esa mirada. Vivimos nuestro amor al límite, sabiendo que un día no muy lejano, todo ello se acabaría.

Y así ha sucedido. Tras una irregular temporada con una trama temporal alternativa que a mí, particularmente, me ha parecido fascinante, como todos los flashbacks y flashforward de anteriores temporadas, con una trama isleña que se emponzoñó al principio con un ridículo Fumanchu en un templo de cartón de piedra, por fin llegó la esperada finale. Algunos estaban al acecho, cuchillo en mano, esperando sus puñeteras respuestas. Por mi parte, yo me acerqué a ella con la misma sonrisa de bobalicón enamoradizo, como cada noche que me bajaba un episodio.

Era la última noche que íbamos a pasar juntos, y ahora que iba ser el final, no podía ser menos. Creo que no me ha decepcionado, pese a los limbos y al tapón en el centro de la isla. La forma en que cada uno de los personajes ha recordado su pasado, me parece un momento cumbre en la historia de la televisión; y el final del héroe moribundo, que tantas veces ha llenado el cine y la literatura universal, cayendo muerto pero con la misión cumplida, terminando igual que empezó, con ese ojo que se cierra, son dignos de recordar para siempre.

Y las respuestas, qué pasa con las respuestas. Ni idea, hace tiempo que dejé de buscarlas, aquí y en la vida en general. Todos aquellos que buscan tantas respuestas son los mismos que no desean el viaje. Quieren llegar a destino sin saber que el verdadero puerto es el camino a él. Como ya han apuntado algunos, la propia vida, el misterio por el que estamos aquí, es una gran pregunta sin respuesta que probablemente nunca llegaremos a descubrir. Lo importante es el camino. Y eso es Lost. Por encima de una excepcional historia de aventuras y supervivencia, de una vuelta a la ciencia ficción clásica, de una historia sobre la oscuridad y la luz, el bien y el mal, la ciencia y la fe, Lost es el viaje de unos personajes en busca de su destino, sin saber que ese destino es precisamente eso: el propio viaje, la isla. Pero además es una historia de redención, quizás uno de los temas más grandes tratado desde siempre por los trovadores de todos los sitios. Es la historia de gente perdida, sin rumbo fijo, atados a un pasado, a unos errores. Es la purgación de sus pecados, la de ellos, la del resto del mundo. En definitiva, la historia de todos nosotros.

Gracias.




(Hasta siempre)

miércoles, 12 de mayo de 2010

El camino

¿Sabían ustedes que soy huérfano? No, no vayan a pensar que no tuve padres. Sí, eso sí tuve, como casi todo el mundo. Prefiero no imaginar lo duro que debe ser crecer con ese sentimiento orfandad, aunque también es cierto que dependiendo del tipo de progenitores que te toque en suerte, es casi mejor ser huérfano. Pero en líneas generales nadie desea crecer en el mundo de forma tan desvalida. Debo matizar: simplemente he sido un huérfano intelectual, o emocional, o espiritual, que queda menos pretencioso. Me explico: digamos que nunca tuve un referente, un guía al que seguir, un ejemplo que me inspirase. Hablo de alguien de carne y hueso.

Suele ser habitual encontrar un ejemplo inspirador, una persona que te ayudó en un momento crucial, o te enseñó el camino que tomar, o te resolvió ciertas dudas existenciales. Alguien al que admiraste. En ocasiones ese ser inspirador puede tener forma de padre (o madre), de amigo, de compañero, de maestro. Éste último suele poblar el subconsciente emocional de mucha gente. La gente recuerda profesores que le sirvieron de inspiración para elegir un camino en la vida. Alguien cuyas enseñanzas despejaron la espesa selva que es el recorrido de la vida. Maestros, profesores, personas que te recogen en el momento crucial, cuando sólo eres un saco de hormonas lleno de dudas y miedos.

Sin embargo, en ocasiones, esa inspiración no llega, esa guía no se encuentra, esa mano amiga no aparece. Uno va a ciegas, no conoce el camino, no hay una luz amiga que te diga “por aquí sopla”. Dudas si te equivocarás, si elegirás bien, si no la cagarás. ¿Qué haces en esos casos? Lo más fácil es seguir a la manada. Si ellos van por allí, yo debo ir por ahí porque será lo correcto, lo suyo, lo marcado, lo normal.

No tuve ejemplos inspiradores que yo recuerde, nadie del que a día de hoy pueda decir: “joder, recuerdo a este tipo y lo que decía”. Me siento como un discapacitado de la nostalgia. Nadie me guió y por tanto seguí un extraño camino. Sabía lo que quería hacer, pero no me atrevía a expresarlo, supongo que como tantos otros. Quería contar historias en imágenes, pero cómo se lo dices a un padre con forma de armario y que viste de militar de otra época. También comprendo que debe ser complejo para alguien que desea lo mejor para su vástago que te llegue y te diga: “quiero hacer cine”. Yo ni siquiera me atreví a decirlo directamente, sino que usé el eufemismo de querer estudiar imagen y sonido, una extraña carrera donde se supone empiezan todos los que desean hacer algo parecido a cine.

Mi padre no me dio un “no” por respuesta a tan peculiar forma de ganarse la vida. Curiosamente fue el sistema, o mejor las notas, los que me dijeron “va a ser que no, chaval”. Luego, frustrado por no obtener la media necesaria, busqué otras opciones privadas, pero al ver los precios fue entonces cuando mi padre sacó a relucir esa frase tan universal y que revolotea por ciertas familias en las que los polluelos empiezan a caminar: “estudia una carrera seria y ya tendrás tiempo para esas cosas”.

Esas cosas, tiene gracia. Es lógica la respuesta. No justifico la ceguera de mi padre, se entiende ese tipo de reacción, sobre todo viviendo en otros tiempos pretéritos. Luego, de una forma o de otra, uno acaba haciendo lo que quiere si realmente lo quiere y lo desea. Pero de aquel periodo, de aquella decisión, de aquel camino que tomé en el bosque, eché de menos un guía, una inspiración, un farol al que seguir. Ni siquiera sé por qué me empezó a gustar tanto el cine, ni el catalizador, ni cómo llegué a ello, pero sí el día que me dije a mí mismo “a la mierda con todo, tengo que intentarlo”.

Cuento todo esto porque el otro día volví a ver “El club de los poetas muertos”. Peli de finales de los ochenta, inspiradora para tanta gente, pero que también es denostada por unos cuantos, que es lo que suele ocurrir cuando se ha hecho algo grande. Hacía tiempo que no la veía. Ese épico final del “¡oh, capitán, mi capitán! (de los que se suben a la mesa me sentí orgulloso del gafotas que moquea y que es objeto de burla durante toda el metraje, ¡¡con dos eggs!!) me sigue emocionando igual que cuando era jovencillo, lo mismo que me pone la carne de gallina la música de gaitas del gran Maurice Jarre y la despedida de Keating (Thank you, boys... Thank you). Creo que la película no envejece y por lo que leí en internet sobre ella, en comentarios y críticas, sigue resultando inspiradora para generaciones que desconocían su existencia. Particularmente creo que por eso la película del gran Peter Weir es ya un clásico, una especie de leyenda del celuloide.

Hay muchos momentos reconocibles y que todos recordamos, del carpe diem del principio a Todd (Ethan Hawke) superando su timidez y mostrando su alma de poeta frente a toda la clase. Para mí hay dos instantes (aparte del final, obviamente) que me dejaron ciertamente marcado y que no sé si a los demás les llama tanto la atención. El primero es ese Todd (el personaje con el que me identifiqué enseguida porque yo también fui una ameba de joven) sentado en el suelo con un juego de escritorio que le han regalado sus padres por su cumpleaños. El mismo regalo que le hicieron el año anterior. Es cuando Neil (Robert Sean Leonard) le ayuda a lanzarlo al vacío. Digamos que es el momento catarsis de un gran personaje, acomplejado bajo la sombra de su hermano, un tímido irredento.

El otro momento es cuando Keating (un inmenso Robin Williams, en forma tras “Good morning, Vietnam”) se lleva al patio a todos sus alumnos y les enseña eso tan difícil de entender y llevar a cabo: tener voz propia, pensar por sí mismos, aunque eso suponga alterar la voz dominante de la manada. “Dos caminos divergían en un bosque y yo tomé el menos transitado de los dos. Y aquello fue lo que cambió todo”. Keating menciona a Robert Frost, un poeta americano del XIX, que le sirve de apoyo para que sus alumnos comprendan lo que es seguir un camino diferente al que sigue la masa, ser un librepensador, algo que resulta difícil de reconocer en ciertos ambientes donde todos balan hacia el mismo lugar.

Así que, a falta de una guía de carne y hueso, me valí de lo único que tuve a mano: todo el cine que pude ver. Probablemente me he nutrido de gente irreal, de pura ficción, pero lo preferí a cierta realidad poco recomendable. Llegué al bosque y vi la encrucijada. Dudé, pensé, tuve miedo. Nadie va por allí, reflexioné. Entonces recordé a Keating y su cita de Frost. Da igual si el camino es oscuro y ni dios pasa por ahí. Si uno siente que hay que tomarlo, no debe dudar un instante porque la peor nostalgia que uno puede padecer es aquella de todo lo que se pudo hacer y ni siquiera se intentó. Y sólo porque el camino era el menos transitado.


lunes, 3 de mayo de 2010

El paciente gallego

No recorrió el desierto en busca de pinturas rupestres. No tuvo un tórrido romance con una noble inglesa. No fue un espía nazi a las órdenes del Zorro del Desierto. Tampoco le cuidó en sus últimos días una abnegada enfermera canadiense, allá en un monasterio de La Toscana italiana. No, su vida no tuvo esos elementos de película o de novela, ni millones de personas se emocionaron con su historia. Su existencia no la glosó un conocido escritor canadiense llamado Ondaatje, ni la llevó al cine un fallecido director inglés llamado Minghella, que creó un clásico imperecedero. No, no es una historia como la del explorador húngaro al que confundieron con un paciente inglés. Lo que les voy a contar es algo más simple que eso. La vida de la que voy a escribir apenas ocupó unas líneas en los diarios. Es la historia de un hombre que nació, vivió y murió en un mismo lugar, allá en un hospital perdido de Galicia. Por darle un tono más emocionante, digamos que es la historia del paciente gallego.

Uno, con el tiempo, coge el periódico con cierta pereza y escepticismo. Lee sin interés lo que ocurre alrededor y lo que pasa más allá. Sin embargo, superada la actualidad de las primeras páginas, es en el interior donde uno halla la mejor materia para encontrar noticias curiosas, donde se encuentran las mejores crónicas. Páginas perdidas que supuestamente a nadie interesan, pero que es donde se encuentra el mejor poso de auténticas historias.

Hace unos días, en la sección de Sociedad del periódico que loa las virtudes de la monarquía a través de una grapa, encontré una pequeña noticia que enseguida llamó mi atención. La reseña informaba del fallecimiento en el hospital provincial de Pontevedra de Agapito Pazos Méndez, a los 79 años de edad.

¿Y quién era este hombre para que su deceso llamase la atención del periódico? ¿Qué tenía de interesante su historia que no tengan las de centenares de personas que fallecen cada día? Probablemente nada si pensamos que toda muerte es el epílogo de una historia, una de las muchas que conforman este mundo que poblamos. Y seguramente para familiares, amigos y conocidos, siempre son especiales, pero sólo para ellos. Así que, ¿por qué algunas merecen la pena que todo el mundo las conozca? ¿Por qué ciertas vidas han ser contadas en imágenes, palabras o notas musicales? Quizás porque ellas dan sentido a la pregunta que todos nos hacemos desde siempre: ¿qué hacemos aquí?

Agapito nació en el año 1931 y fue abandonado a los tres años de edad en un cajón. Fue recogido por el personal del centro hospitalario en el que murió hace unos días. Enseguida se le detecto espina bífida, es decir, una putada genética que te impide mover como cualquier persona normal. En el caso de nuestro paciente gallego se vio condenado a una silla de ruedas, algo con lo que poder solventar de alguna forma la atrofia en cuatro de sus extremidades. Y fue así como el hospital se convirtió en su único hogar y el personal del mismo en su única familia.

Al parecer, durante los 79 años de su vida, Agapito se dedicó a trabajar en el centro sanitario, a pesar de sus claras limitaciones. Guardaba las llaves de la gaveta de medicamentos y vigilaba a los pacientes con la misma atención con la que le vigilaron a él en su momento. En todo ese tiempo nunca salió del hospital y sólo en una ocasión lo hizo. Fue a los 60 años, cuando uno de los trabajadores del centro se lo llevó para ver el mar.

Casi un siglo ante sus ojos: guerras civiles, guerras mundiales, revoluciones, masacres, dictaduras, democracias, descubrimientos, avances, viajes más allá de Orion. Y todo eso lo contempló Agapito desde su silla de ruedas, en su pequeño rincón del mundo. Y también vio pasar a los que allí trabajaban, que luego marchaban, mientras él permanecía. Y pacientes que llegaban, se recuperaban, morían, mientras él persistía. Según cuenta la noticia, el día de su sepelio, no faltó nadie. Todos le acompañaron en su último viaje. Por fin abandonaba el único lugar que pudo conocer.

¿Ahora ya comprenden lo especial de esta noticia? ¿Ahora entienden la grandeza de estas pequeñas historias? Hagan todos, por un momento, un ejercicio de memoria: recuerden su pasado, su infancia, su adolescencia, su juventud, su madurez. Todos esos momentos vitales unidos a distintos lugares. Incluso aunque hayan vivido siempre en la misma ciudad, los recuerdos irán unidos a casas, calles, parques, plazas, todos ellos sitios diferentes. Y si nunca viajaron es porque así lo decidieron. Ustedes pudieron elegir, mientras que Agapito nunca lo pudo hacer. Ahora póngase en su lugar por un instante, imaginen por un momento: recuerdos atados a los mismos pasillos, a las mismas paredes, a la misma visión desde una ventana.

En la noticia se leía que era una historia enternecedora, no exenta de dureza. Puede ser. Yo prefiero pensar que Agapito nunca sintió nostalgia por lugares a los que no pudo ir, ni mundos que pudo descubrir, ni mares que pudo navegar. Quiero imaginar que siempre fue feliz entre los muros de ese edificio y que nunca sintió la necesidad de tener que usar la imaginación para huir de ellos. Quiero creer que ojalá fuera así.