sábado, 26 de abril de 2008

Sueños


Tony Soprano camina por el paseo marítimo de una ciudad sin nombre. Hace frío, mucho frío. La nieve cubre parte del paseo. Tony mira a los lados y descubre que no hay nadie más junto a él. De pronto llega a un banco donde su sobrino Christopher, Hesh (su consejero judío), Paulie, Pussy, Silvio (sus hombres de confianza)y un tipo sentado con un agujero en el cráneo, le esperan. Tony se queja del tiempo que hace ya que su hija se gradúa en pocos días, y están en pleno mes de junio. Hesh, como buen consejero, le dice que son nieves de primavera, enseguida remitirán. Y Tony nota que algo raro sucede. Pussy, uno de sus hombres desde hace años y años, no dice nada, sostiene un puro y permanece callado, con la mirada perdida en el horizonte. Y entonces Paulie le dice que lo siente. Y el tipo con un disparo en el cráneo le pregunta cuándo le dieron el diagnóstico. Tony, resignado, contesta que un mes atrás. Su familia no lo sabe, pero le queda de vida hasta septiembre y Tony, en vez de acudir a pudrirse a un hospital, ha decidido prenderse fuego a lo bonzo. Tony le dice al tipo con la herida seca en su frente que siente haberlo hecho, como seguramente siente haberlo hecho otras muchas veces con otros como él. Y Pussy sigue sin hacer un gesto, con su purito en los labios y la mirada perdida. Y Tony no va a esperar a nadie, coge el bidón de gasolina y lo vacía por todo su cuerpo. Sus amigos le contemplan callados, con admiración, mientras Pussy sigue sin hacer nada. Tony enciende el mechero y entonces Chris, su sobrino, le pregunta: ¿y si los médicos se equivocan? Pero ya es tarde, Tony Soprano arde en una hoguera eterna.

Ésta es una de las más surrealistas y geniales secuencias del último episodio de la segunda temporada de la inmortal “Los Soprano”, la serie de series, con permiso de “Lost”, claro. Es un episodio digno de un vuelo con caballo, sacado de un decorado de Fellini, mezclado con los delirios pictóricos del gran Dalí. Es un episodio donde Tony Soprano, el personaje televisivo de principios de siglo, descubre que le están traicionando, y quien lo está haciendo es su hombre de confianza y buen amigo Pussy. Y todo ello lo descubre a través de los sueños que tiene tras pillar una intoxicación intestinal en un restaurante indio. No será la única secuencia de sueños que escribió el propio David Chase en esta serie única, hubo más, pero sin duda que ésta, y la de Tony hablando con un pez con la voz de Pussy donde le explica el motivo de su traición, hacen único al episodio.

Todos seguramente hemos pasado por algo así. En mi caso fue en el sur de Méjico, tras recorrer Chiapas y parte de Guatemala. Curiosamente fue en un sitio turístico, y con un pollo asado. Lo mismo que Tony al que intoxica un maldito pollo. Pero lo peor no fueron las jornadas con diarrea y dolor de estomago, además viajando. Lo peor fue al regresar, semanas después, cuando tuve un par de recaídas y casi no lo cuento. La sensación de frío, los temblores, la absoluta deshidratación, lo expulsaba todo por arriba y por abajo, al mismo tiempo a veces. Recuerdo que vivía solo y tuvieron que venir a por mí, no podía ni moverme, y mi madre dándome masajes en las piernas que apenas sentía. Pero recuerdo que soñaba constantemente, sueños extraños que, al igual que Tony, eran fríos, muy fríos.

Hubo otro mago de la narrativa que supo describir como nadie los sueños. Hergé, el genial creador de Tintín, el cómic por excelencia que alegró la vida de varias generaciones, incluyendo la mía, y al que acudo una y otra vez, fue uno de los mejores narradores de sueños. Sus escenas oníricas son únicas, además de terriblemente duras y, en ocasiones, crueles, como aquella que tiene Tintín en “El cangrejo de las pinzas de oro”, episodio donde conoce al que sería el personaje más humano de Hergé, el más creíble, el capitán Haddock, ese borracho que ha recorrido medio mundo por mar, de voz estruendosa, y que escupe los mejores insultos jamás pensados por ser humano alguno. Como decía, en ese episodio Tintín sueña que está en el desierto abandonado a su suerte, muerto de sed, y que Haddock y el propio Milú le confunden con una botella de champagne, y usan un abridor para quitar el corcho, o sea su cabeza. Un sueño terrible, de nuevo producto de la deshidratación. Más adelante, en esa obra maestra de la historia del cómic que es “Tintín en el Tibet”, Hergé volvió a usar los sueños, pero ahora como catalizador de toda una aventura, ya que será por un sueño por lo que Tintín se lance a buscar por el inmenso Himalaya a un amigo al que todos dan por muerto.

Los sueños, esa realidad virtual a la que acudimos cada noche, esa sala de cine a la que no es necesario ir, ya que ella viene a ti, ese mundo paralelo al que todavía los más sabios tratan de descifrar. Algunos incluso los conectan con Dios, o el más allá. Yo siempre los recuerdo fríos, muy fríos, como los de Tony Soprano al ser traicionado.



lunes, 14 de abril de 2008

La vida sigue

El padre camina perdido por la feria, entre barraca y barraca, observando a la gente, las luces, los juegos de caballos, los coches de choque, observando, en definitiva, la vida a su alrededor, en todo su esplendor, mientras él, por dentro, sufre el más terrible de los sinsabores que dicen puede suceder a un ser humano, la mayor pérdida, la putada más grande... la muerte de un hijo. Finalmente, el padre se monta en una especie de atracción mecánica loca, que le voltea, le sube, le baja, le azota, le recuerda, incomprensible y absurdamente, que la vida sigue, guste o no, aunque todo a tu alrededor se desmorone.

Pensé en esta genial escena de “La habitación del hijo” de Nanni Moretti, cuando el otro día me enteré de que una buena amiga había perdido a un sobrino de 22 años en un desafortunado accidente. Y pensé en ella porque es una escena que muestra claramente el sentimiento que tenemos al enfrentarnos a nuestra casera, La Parca, cuando, de manera repentina, llama a la puerta. Y es que, de alguna forma, al sentir su aliento cerca, necesitamos buscar a su antónimo donde sea y como sea: en una feria, en un bar, en un cine, o subiendo el Everest. Por supuesto, no todo el mundo lo logra. Muchos no se recuperan jamás, la pérdida se convierte en una habitación vacía del alma que sólo desea devolver las fichas y salir de la partida.

Resulta difícil aceptar el final, aunque todos somos conscientes de ello, pero preferimos no pensar en él. Lo intuimos, lo dejamos a un lado, somos testigos de su visita a través de las noticias diarias, pero ahí está, sin mentarlo. Dicen que acudimos a él como lo hicimos al principio, solos, quizás más solos que nunca, sin una madre que te recoja al final del trayecto. Por eso dicen que nos acordamos de ella en los últimos instantes.

Aceptamos morir ancianos o por enfermedad, que es la más lógica de las muertes, la más habitual. Aceptamos un mundo imperfecto desde el momento en que un primate fue consciente de que con un palo en la mano, conseguía hacer huir a los depredadores que le acojonaban hasta entonces. Y a partir de ese instante, ese palo le acompañó siempre, y bajo su yugo son muchos los que han perecido, y seguirán cayendo. Aceptamos que la naturaleza, en un arrebato, cuando se mosquea de verdad, nos lleve por delante con toda su fuerza y fiereza vengativa, harta ya de tanta tontería. Sin embargo, no podemos aceptar que un padre o una madre entierren a un hijo, que el destino, de manera cruel, se lo lleve de una jugada rocambolesca, imprevisible, absurda.

Richard Francis Burton, explorador, aventurero, poeta, traductor, del que decían dominaba al menos 29 lenguas, fue odiado por la sociedad victoriana de su época, quizás por su forma de entender la vida, por su amoralidad y por su falta de respeto a todo aquello que sonase a autoridad. Aquel tipo de otro tiempo recorrió medio mundo y se jugó el pellejo infinitas veces. Pese a que no tenía nada que demostrar, pese a ser el primer europeo que llegó a la Meca disfrazado de musulmán, pese a que su rostro fue atravesado por una lanza, se decidió a encontrar las montañas de la luna, el anhelo de todo explorador de la época: las fuentes del Nilo. Le acompañó el joven capitán John Hangin Speke, quien finalmente fue el primero en descubrir el lago Victoria, asegurando que de allí, surgían las fuentes del río por excelencia. Y al regresar a Inglaterra, ambos aventureros protagonizaron una agria polémica sobre el origen de tan venerado afluente.

Un día antes de que se produjese un sonado y esperado careo entre ambos en la Real Sociedad Geográfica, Speke salió a cazar por la campiña en un hermoso y soleado día de finales del verano. Cuando se disponía a cruzar una valla que impedía el paso de las reses, la escopeta apoyada en el muro resbaló caprichosamente, disparando en el rostro al hombre que había burlado la muerte en el viaje más duro que se recuerda de todas las exploraciones realizadas al interior de África. Cuentan las crónicas que Burton, al conocer la notica, consternado y hundido, aceptó su derrota, pero sobre todo cuentan, que nunca pudo superar la caprichosa y absurda muerte de su camarada.

Supongo que cada uno simplemente lo afronta como puede. Imagino que mi amiga prefiere estar sola, no salir mucho en estos instantes, zambullirse en alguna ficción televisiva, o en las páginas de un libro infinito; o puede que no, que quizás prefiera centrarse en el trabajo, en las reuniones, en el estrés diario que, en otra situación, todos rehuiríamos como la peste; seguramente sólo quiera acudir al mercado, volver a casa y cocinar sus mejores guisos, aquellos que aprendió de niña y que se trasmiten de padres a hijos; a lo mejor prefiere salir al parque, mirar hacia el cielo, respirar, ver a la gente que pasea, que comenta, que sonríe; aunque estoy seguro de que simplemente quiere cerciorarse de que a su alrededor... la vida sigue.