jueves, 22 de octubre de 2009

Papá, ¿por qué siempre mueren los buenos?

No se le ocurrió mejor forma de homenajear a su amigo que acudir a un restaurante nocturno de una muy conocida cadena y pedir un "sandwich con fatatas". Así explica el periodista Antoni Daimiel lo que hizo el pasado viernes tras conocer la muerte de la persona que le acompañó durante 10 años en las madrugadas televisivas, aquéllas que les hicieron famosos a él y a un hombre bajito que siempre llevaba pajarita.

No quiero que suene a obituario porque los detesto, pero no puedo dejar de escribir unas líneas sobre la muerte de este entrañable personaje, periodista, o más bien humanista, que fue Andrés Montes. Y lo hago porque hace dos años, justo por estas mismas fechas, la caprichosa y voluble Parca decidió llevarse también de manera repentina al gran Juan Antonio Cebrián, el creador de ese mítico programa de radio nocturno llamado “La Rosa de los Vientos”. La pérfida siempre se burla de todos nosotros, llevándose antes de tiempo a los que hacen de este mundo un lugar habitable, a los que consiguen que te creas que realmente la vida puede ser maravillosa, aunque no lo sea.

Todo lo que se ha dicho y hablado de Montes, su peculiar forma de retransmitir, sus inicios en la radio (donde llamaba la atención a la sombra del ínclito García), su inventiva para poner motes, sus onomatopeyas, su forma de vestir, sus compadreos con los otros comentaristas, todo ello formaba parte del personaje que creó este periodista único. Obviamente, como todo personaje provocaba filias entre muchos, pero también fobias entre otros cuantos, especialmente los puristas que prefieren un tono monocorde en la retrasmisión de un espectáculo deportivo.

A mí me llamaban la atención varias cosas de este tipo. Una era el aspecto de dandi de otra época, tal y como pude comprobar en alguna ocasión en que le vi paseando por el barrio (vivía cerca de mi casa), con su sombrero de fieltro, el largo abrigo que cubría su cuerpo diminuto, su inmortal pajarita, como un personaje recién salido de una película de Fritz Lang. Otra de ellas era la especial y peculiar relación que mantenía con Antoni Daimiel, todo lo contrario de lo que él representaba: un periodista deportivo de gesto serio, sobrio e inalterable. Una especie de Keaton baloncestístico, meticuloso conocedor de todas las estadísticas del mundo de la NBA. Antoni siempre alucinaba cuando era interrumpido en medio de un dato vital por el fantástico mundo de su partenaire.

En aquellas famosas retransmisiones de madrugada de finales de los noventa, y primeros del dos mil, “el negro Montes” olvidaba el partido de la NBA que comentaba en directo para compadrear con el imperturbable Daimiel sobre las cosas de la vida. De pronto el partido era lo de menos y entraba en escena una conversación sobre restaurantes a los que ir, aunque se encontrasen a miles kilómetros de todos nosotros, pero al que sólo era capaz de acudir un tipo como Andrés Montes. Si no era la comida, era el cine (su verdadera pasión) y las teorías cinéfilas más peregrinas y disparatadas que uno jamás escucharía en boca de nadie medianamente serio (Seagal es un incomprendido, ¿verdad Daimiel?); y si no era el cine, era la música que escuchar, generalmente negra de la Motown. El partido ya no importaba, daba igual si Jordan había metido 50 puntos o Shakille destrozado alguna canasta. Lo primordial era lo que ambos comentaban, con total naturalidad, como si fueran colegas de siempre acodados en un bar, totalmente opuestos entre sí: uno serio, alguien que nunca desentona, junto a otro que provoca el giro de cabezas nada más entrar en una habitación. Allí estaban los dos, a las mil de la madrugada, hablando tranquilamente de sus cosas, pero delante de miles de telespectadores.

Formaron una pareja única, una especie de Gordo y el Flaco, tal y como Daimiel ha preferido definir su relación con Montes. Y resulta emocionante leer que el viernes pasado, tras visitar a la destrozada familia del pequeño periodista de gafas de culo de vaso, el imperturbable, serio y sobrio Antoni Daimiel decidió acercarse a uno de esos restaurantes con tiendas que, tiempo atrás, fue el refugio del peculiar periodista en sus tiempos de Antena 3 radio. Y una vez en la mesa, ante el camarero que tomaba nota, tras pedir primero una coca-cola light con mucho hielo y una jarra con más hielo (la manía del hombre de la pajarita), constató la grandeza de su difunto amigo y de cómo sus palabras inventadas calaron en la gente con total naturalidad: “Un sandwich con patatas, muy bien”, y el camarero ni se dio cuenta y marchó a la cocina.

A veces me gustaría volver a ser un niño y que mi padre viviera para preguntarle directamente: “Papá, ¿por qué siempre mueren los buenos?”.



(In memoriam)

1 comentario:

Yago dijo...

Como muchos, no lo soportaba al principio y luego acabé rendido a su forma de narrar los partidos...
Un tipo original en este mundo vulgar.
Lo de los motes era de genio (Gasol se despidió con un "ET te echará de menos).
Qué lástima.