lunes, 28 de julio de 2008

Alpe d'Huez

Son 21 curvas hacia la gloria, o hacia el infierno. Son 21 curvas con forma de herradura que se convierten en una agonía en vida. Son 21 curvas que suben unos gladiadores montados en una frágil estructura metálica sobre dos ruedas, rodeados de multitudes que les jalean y apoyan, del primero al último. Son 21 curvas que conducen a una cima mítica, cuyo nombre produce escalofríos. Son 21 curvas que serpentean verticalmente camino del Alpe d’Huez.

Hace años, un novelista español, de esos que no llegan a las ventas de los Ruiz Zafón o Pérez Reverte, pero que sin embargo cuentan con cierto prestigio entre los compañeros de oficio, escribió la gran novela épica de los últimos tiempos. El autor, Javier García Sánchez, escritor y ciclista aficionado, realizó un canto a la superación y a la agonía, regalándonos una historia centrada en el último lugar donde queda un rescoldo a la épica: el ciclismo.

La novela se llama “El Alpe d’Huez”, y nos cuenta la odisea de un ciclista veterano, al final de su carrera deportiva, que decide, como un suicida, escaparse en los primeros kilómetros de la etapa reina de la prueba reina por excelencia: le Tour de France. García Sánchez nos regala en más de 500 páginas, de manera heroica y emotiva, la loca carrera de este ciclista acabado (una especie de Delgado crepuscular) que debe resistir en solitario, luchando contra el tiempo, los rivales que le pisan los talones, el calor y sus propios recuerdos, mientras asciende los tres gigantes que forman la etapa: la Croix de Fer, el Col du Galibier y el Alpe d’Huez, todos ellos fuera de categoría, como se dice en términos ciclistas.

Supongo que para aquel que no le guste el ciclismo, debe parecerle absurdo que unos tipos se monten en una bici y se tiren horas y horas en la carretera. Y comprendo que a algunos no les interese, aunque no entiendo ese menosprecio tan guay y tan intelectual de unos cuantos hacia el ciclismo, y hacia el deporte en general. Deben creer que son más listos, o piensan que el deporte es del gusto de una cuadrilla de gañanes. ¡Allá ellos! Por suerte hay también ciertos intelectuales que admiran y escriben sobre las gestas deportivas, como antaño los clásicos cantaban en verso las gestas guerreras. Hasta un tirillas gafotas como Woody Allen nunca ha negado que, en el fondo, le hubiera gustado ser deportista. A mí, particularmente, me parece que el deporte es el único lugar que le queda al hombre para ponerse a prueba como especie. Y me parece también, independientemente del dinero que mueve, que es el único sitio donde todavía se pueden encontrar ciertos códigos de honor. Por eso le gusta a millones de personas, por eso emociona a tantos, porque se rescatan valores como la lucha y la superación, que nos gustarían que guiasen nuestras propias vidas.

Y si hay un lugar donde se muestra esa lucha y esa superación, ese sitio es el ciclismo, independientemente del oscuro asunto del dopaje. Sólo animo a cualquiera a coger una bicicleta, de carretera a ser posible, y que trate de hacer unos cuantos kilómetros y, sobre todo, a subir unas cuantas pendientes. Hay un momento en que uno tiene la sensación de que no llega el aire a los pulmones, que te ahogas, que el agotamiento es pleno, que las piernas no te responden. Quieres desplomarte sobre la carretera para acabar con ese absurdo sufrimiento. Imaginen eso y multipliquen por diez para entender por lo que pasan los que se dedican a ello profesionalmente. Por eso me merecen tanto respeto los ciclistas, por eso y porque suelen ser tipos humildes, en su mayoría, que buscaron y encontraron en la bicicleta una tabla de salvación.

Por este motivo el otro día, cuando vi a uno de estos tipos humildes protagonizar una hazaña de otros tiempos, recordé la novela de Javier García Sánchez. El protagonista, que ahora copa portadas, es pequeño de altura, sobrio en sus gestos, con la piel curtida en mil batallas, poco dado a las estridencias, que vio caer en el abismo de las drogas a su mejor amigo, un tipo que iba para gran campeón, pero que murió sólo y abandonado en un hotel. Y pese a los palos de la vida, este tipo sobrio siguió pedaleando con fe. Y pasaron los años, y participó en innumerables pruebas, quedando entre los primeros, pero nunca ganando, lo que provocó que algunos bocazas miserables le tildasen de “perdedor”. Y me acordé de la novela “El Alpe d’Huez”, y también de las madres de los miserables, viendo la ascensión a la mítica cima de Carlos Sastre. Este hombre callado, de mirada triste, les soltó a los años, a los que le llamaban perdedor, a los camellos que engancharon a su amigo, al mundo entero, un cordial corte de mangas. Se fue en las primeras rampas de ese muro infernal, afrontando en solitario, como el protagonista de ficción, esas 21 curvas que, mientras se ascienden, van quitando la vida lentamente del que lo intenta. Y llegó arriba primero, superando en casi dos minutos al segundo, cuando nadie contaba con él entre los favoritos, por ser veterano, por ser perdedor.

El otro día, en la cima de Alpe d'Huez, este viejo ciclista dijo en voz alta lo mismo que García Sánchez escribe al final de su historia, tomando las palabras de Lutero en su grito de rebeldía contra el mundo... ¡Lo hice!




(Creo que "If" de Kypling, en aquella campaña que sacó Repsol,recitado por
la impresionante voz del gran José Sacristán, con la música de "Tiempos de
gloria" de fondo, es la rúbrica que merece tan épica historia)

(Que pasen buenas vacaciones...)

miércoles, 23 de julio de 2008

El horror, el horror

"Si este año no capturamos a Karadzic y Mladic, iré yo misma a buscarlos”. Estas palabras de impotencia salieron de la boca de una corajuda, tenaz y épica fiscal italiana llamada Carla Ponte. Era su grito desesperado intentando llamar la atención al mundo entero sobre la impunidad de los criminales de guerra serbios y, en especial, de Radovan Karadzic, el último carnicero. Y esta admirable mujer al final tuvo que desistir y dejar su cargo, frustrada ante la falta de colaboración de los que tenían que capturarle, y de un mundo que miraba hacia otro lado, tras la barbarie sucedida apenas una decena de años atrás, a las puertas de aquella civilizada e innoble Europa, que olvidó muy rápido que los monstruos existen, y que contra ellos sólo queda luchar.

No tengo ni idea de cómo han capturado a este cabrón con pintas, ni idea si ha sido de chiripa, o si el gobierno serbio europeísta se ha puesto las pilas para poder cumplir con el deseo de pertenecer al grupo selecto de civilizados que dictan peculiares directivas. No lo sé, pero le han pillado. Un malparido menos, ahora sólo falta que cojan a esa otra bestia parda llamada Mladic, ejecutor material de la matanza de Srebrenica. Quedan más criminales sueltos por allí, entre ellos también algún que otro croata genocida, que los hubo también, pero masacrando serbios en la Krajina.

¿Y qué se me ha perdido por aquellas tierras? Hubo un tiempo en que el destino de mi vida se cruzó con el destino de esa zona del mundo. Alguien a quien quise mucho, y a quien quiero pese a lo llovido, pasó varios años allí, intentando reconstruir ese país herido profundamente por el odio étnico y la guerra. Y recuerdo las cosas que me contó, historias que vio en primera persona, o que le contaban algunas de las personas, la mayoría ancianos, a las que trató de ayudar tras la guerra. En especial, recuerdo la historia de un hombre al que le estalló una mina anti persona en su jardín, colocada por el vecino de toda la vida, que vivía junto a él, pero que era de otra etnia diferente a la suya. Personas supuestamente normales que besan a la mujer, acunan al niño, ayudan a la madre, y se manchan las manos de sangre, cuando el odio reclama su parte en esta feria que es el mundo.

Pero no fueron aquellas historias de esta persona querida, o las imágenes de los telediarios de la época, lo que me hicieron concienciarme de lo allí sucedido. Lo pude palpar de cerca, lo pude intuir, lo pude ver. Allí estaba plasmado ese horror, en aquellas casas bombardeadas, en aquellos agujeros de bala que horadaban las fachadas, en aquellos techos quemados. Y lo contemplé cruzando aquel hermoso país, rumbo de aquella persona querida, que eligió quedarse, curando heridas difíciles de cicatrizar.

Y al recordar aquello, al recordar aquel paisaje, siempre me vienen a la mente las desoladoras palabras de Kurtz a su asesino, en pleno corazón de las tinieblas: el horror, el horror.

lunes, 21 de julio de 2008

Aquellos tiempos con fronteras

Hace poco he vuelto a revisitar (como mola el verbo) dos pelis que prometen convertirse en una especie de serial sobre el amor, los sentimientos y esas cosas del querer; dos historias que cuentan el encuentro de dos personajes, primero en 1994, tras encontrarse en un tren camino de Viena, y diez años después, en París. Se llaman “Antes del amanecer”, y su secuela, “Antes del atardecer”, y no sé por qué me da la nariz que volverán a retomar a ambos personajes cuando sean más maduros en una tercera entrega, vaya usted a saber dónde. Ambas películas son dirigidas y escritas por Richard Linklater, que no posee una excelsa filmografía, pero que con estas dos ya puede morirse tranquilito.

La primera película cuenta el casual encuentro entre un joven norteamericano y una chica francesa en un tren, camino de Viena. Los dos empiezan a hablar por casualidad y al llegar a la citada ciudad, él le propone que le acompañe hasta el día siguiente, que tiene que tomar un avión de vuelta a los Estados Unidos. Obviamente, surge el amor y la peli nos cuenta el devenir de ambos personajes por una Viena nocturna y hermosa (curiosamente a mí esa ciudad nunca me pareció bella, pero en esta película, pues sí). Es una película compuesta de los diálogos entre los dos personajes y con un final abierto, y un tanto amargo, que dejó a los espectadores de medio mundo con ganas de saber qué les ocurrió a esos dos seres que habían prometido encontrarse de nuevo, seis meses después, en el andén de la estación de Viena.

Y la respuesta la conseguimos diez años después, cuando Linklater, acompañado ahora en las tareas del guión de los propios actores protagonistas, Julie Delpy y Ethan Hawke, nos ofrecen a esos mismos personajes, ya metidos muy de lleno en la treintena, y con muchos de sus sueños e ilusiones rotas, pero recordando aquella noche que fue inolvidable para los dos.

De estas películas he oído de todo: algunos consideran buena la primera y que la segunda es muy cursi; otros, en cambio, consideran lo contrario, que la segunda es madura y la primera una cursilada; y los hay que, finalmente, ponen a caldo las dos, por eso de ser dos personajes hablando y hablando, y que si ñoña, y que si la puta en vinagre. A mí, particularmente, me la pelan todas esas opiniones. Es lo que tiene ser un intolerante de mierda. Que ya, que ya, que hay que respetar las opiniones ajenas, y comprenderlas, y la empatía... ¡Hala vete al Pedrete! En fin, cosas mías. Pero a lo que iba, me gustan las dos, quizás me gusta la última por su tremendo final, quizás la primera tiene varios momentos memorables para recordar, quizás la primera es fresca y joven, quizás la segunda pierde esa frescura. No sé, me enganchan las dos, quizás porque todos, o algunos, nos hubiera gustado alguna vez en la vida, pasar por un momento parecido, o si lo hemos tenido, volver a tener una segunda oportunidad de reencuentro. Y es lo que hace grande al cine, que te da esas oportunidades.

A mí lo primero que me parece admirable de ambas películas, es conseguir engancharte durante tres horas (global del metraje de ambas) con dos únicos personajes hablando y caminando, caminando y hablando. Lo segundo que adoro de ellas es la genial idea de mostrarnos a los mismos personajes pasado el tiempo, ya maduros, olvidados ya los sueños juveniles, las esperanzas, las ambiciones, algo parecido a lo que hiciese Truffaut con su alter ego Antoine Doinel. Pero fundamentalmente me parecen dos historias inolvidables porque todos hemos pasado por un momento parecido en la vida, o eso creo yo: el cortejo, la seducción, el humor para llamar la atención, las sonrisas, las medio verdades y las medio mentiras, y todas las miradas, esas miradas perdidas cuando el otro no observa, cuando uno se siente observado, pero te haces el distraído, disfrutándolo aún más el momento. Todas esas miradas están en ambas películas (si alguno las ve, no se pierda las que suelta Julie Delphi hacia Ethan Hawke subiendo la escalera de su casa, ya casi al final de la segunda).

Y quizás adoro ambas películas porque me hacen recordar los viajes, las ciudades y el tren. Aquellos tiempos felices del Interrail, viajando sin rumbo, de norte a sur, de este a oeste, esos paisajes de maqueta, ese traqueteo cadencioso, esa Europa con fronteras y control de pasaportes, esos trenes italianos cochambrosos, esos trenes alemanes maravillosos, esas monedas de tamaños diferentes y esos billetes de todos los colores que te volvían loco con el cambio, de los miles de liras italianas a la escueta libra esterlina. Ahora todo es homogéneo, no hay billetes de colores ni monedas diferentes, ya no existe el traqueteo, ya no existen los paisajes de maqueta, ahora todo va deprisa, demasiado deprisa: el tren, los viajes, las miradas.





(Pues hala, aquí tienen dos trocitos de ambas pelis)

domingo, 13 de julio de 2008

La foto


No ando yo fino últimamente en esto de escribir historias para el blog. No sé si es el calor, o el cansancio acumulado, o ese proyecto de cortometraje que me quita la vida para intentar financiarlo, o mi estado de ánimo algo revuelto y liado, o que cada día comprendo menos a las mujeres, o el precio del barril de Brent, o el posado en biquini de Anita Obregón, o vaya usted a saber qué, no tengo ni puta idea.

Y estaba aquí yo con mis pensamientos, y algo vago, cuando se me ha ocurrido que mi estado de ánimo lo podría definir con una foto. Es una foto que hizo un buen amigo al que llamo gafotas, o el gran gafotas (vean su blog, que no se lo curra mucho, pero tiene su retruécano a la hora de expresarse el personaje, y me hace gracia), quizás porque sus gafotas son más grandes que las mías (las gafotas, oigan), y porque está aún más ciego que servilleta. El caso es que el susodicho tiene mano para la fotografía, yo diría que talento, pero el muy perro la tiene abandonada por el deporte, quizás porque ha pasado por ese duro momento que es la ruptura de una larga relación, y ha elegido ponerse a correr en vez agarrarse a alguna droga. En mi caso, que soy un ser con las relaciones, y que parece que no siento ni padezco, pues oigan, uno tiene su corazoncito, y resulta que la foto define el estado en el que me encuentro. Y es que la foto es una historia en sí, y yo creo que hay una historia en ella desde la primera vez que me la enseñó.

Es la estatua de un conocido escritor y dramaturgo neoyorquino. Parece perdido, solitario, mayor, cansado, en medio del bullicio de Manhattan, de la vida moderna, de la gente. Frente a él, esa mirada única, clara, luminosa, desbordante, y una boca en la que cualquier ser racional se perdería para siempre. De hecho, pensé en un título para ella: “la modelo y el dramaturgo”. En fin, no sé, que cada uno la interprete como quiera, yo creo que es una gran foto, creo que detrás de ella hay una historia, creo que la foto es una historia. En mi caso me siento un poco así, un poco escritor, un poco solitario, un poco perdido, un poco estatua.

sábado, 5 de julio de 2008

¡Libres!

Esa es la palabra que escucharon los ocupantes de un helicóptero que sobrevolaba la selva. Y resulta emocionante ver las lágrimas de Ingrid Betancourt y los gritos del cabo Pérez, que le salvó la vida en la selva, y la emoción de los otros secuestrados cuando les dicen que están libres, después de años de estar encadenados en plena selva a manos de los putos iluminados. Y resulta gracioso ver cómo les han tomado el pelo a estos últimos, y cómo un supuesto periodista quiere entrevistar a uno de los jefes de los iluminados, y cómo se la han metido hasta el fondo, sin disparar un tiro.

Y dice Ingrid Betancourt que negoció durante su cautiverio para que le pusieran la cadena en un pie, y así poder dormir, y que terminaba con la clavícula pelada por el roce del hierro. Y cuenta que tenía que lavarse en un río y que la sacaban a gritos del agua, humillándola por tener el pelo largo; y explica que hacía sus necesidades en un agujero cada mañana; y relata las marchas de madrugada con la ropa húmeda, llena de hormigas, afrontando las picaduras de insectos de todo tipo. Y cuenta que enseñaba francés a compañeros de cautiverio, pero que con el tiempo ya no tenían nada que decirse y sólo estaban en silencio, cada uno pensando en otros lugares en otros tiempos mejores. Y nos narra que la muerte es la compañera más fiel del secuestrado. Y que salvó la vida gracias al cabo Pérez, que llevaba 10 años y 4 meses secuestrado, y que éste le dio de comer, cucharada a cucharada, al caer ella en una depresión muy profunda. Y confiesa esta mujer menuda que en ese infierno en vida se dejó “muchas plumas como la soberbia y la terquedad”, pero que también tuvo ganas de matar.

En fin, me alegro por esta mujer, por el resto de secuestrados, pero aún quedan cerca de 700 a manos de los iluminados. Y no me extraña que los iluminados de allá sean coleguitas de nuestros particulares iluminados entxapelados, sólo ver las imágenes de los secuestrados en la selva y las de Ortega Lara, revelan una espacio común múltiple o un mínimo común denominador. Y me la pela muy mucho el respaldo social o político que tengan estos o los otros, también lo tuvo Hitler, y Pol Pot, y Franco (increíble ver a tipos de 20 años enarbolando la bandera con el pollo en las celebraciones recientes), y Videla, y Castro, y Karadzic... A todos estos jodidos, por si un día consiguen ese mundo iluminado a su manera, ya les adelanto aquella frase que una vez dijo alguien y que la hago mía a mi estilo “¡no me cogeréis vivo, hijos de la gran puta!”.