sábado, 17 de abril de 2010

Adiós, Michael


El crítico, un famoso comentarista de la revista Life, se acercó durante la cena al director. En tono chulesco y provocador le inquirió algo que le dejó marcado para el resto de su carrera: ¿Cómo el hombre que hizo “Breve encuentro” puede haber hecho una mierda como “La hija de Ryan”?

A veces me gustaría tener una máquina del tiempo para viajar hacia atrás y ajustar cuentas con algunos tipos. Supongo que ustedes elegirían el Munich de los años 20 para dar matarile al del bigotito. Yo, como apunto más bajo, y encima no me gusta jugar con la historia no vaya a ser peor el remedio que la enfermedad, haría pequeños actos de justicia, justicia pildorita podríamos llamarla. Me trasladaría en mi peculiar Delorian (obviamente en una máquina como la de Rod Taylor en “El tiempo en sus manos”) a los años 70, a la cena en la que La Asociación de la Crítica Norteamericana invitó al director de cine David Lean, tras el estreno de “La hija de Ryan”. Entraría por la puerta con mi smoking, mi camisa de chorreras, y me acercaría al comentarista de Life, justo antes de acercarse a la mesa donde cenaba el director británico. Entonces, mis desaforadas chorreras se estropearían aplicando algo de justicia a este mundo cruel.

¿Y por qué tanta agresividad ante semejante cretino? Supongo que les parecerá una chorrada lo que les voy a contar (lo cierto es que las chorradas son lo que me dan vida), pero la chulería, arrogancia y mala educación de aquel imbécil significó el principio del fin de uno de los directores más grandes de toda la historia. El aluvión de palos descarnados hacia su película, y su persona, tras el estreno de “La hija de Ryan” tuvo como consecuencia que abandonase su carrera cinematográfica durante 14 años. Ya anciano, Lean nos regaló su testamento cinematográfico con irregular “Pasaje a la India”. Sin embargo, todos tenemos la sensación de que la historia del cine se perdió algo grande durante años.

Ya nadie hace películas como “La hija de Ryan”. Sólo tipos como el genio esquizoide danés se mete en esos berenjenales. “Rompiendo las olas” (esa obra de arte vestida de cuento celestial) bebe, come y respira de la película de Lean. Pero no sólo el tarao danés se ha dejado influir por su obra. El gorrillas genial de los dinosaurios lo cita siempre que puede. De hecho Lean siempre decía que hacía el cine que quería ver en la pantalla, justo la frase que ha inspirado la vida del autor de “Tiburón”, y unas cuantas obras maestras más. Incluso servidor, en su pequeño rincón en el mundo, cree que está haciendo Tchang inspirado por el cine de este gran hombre al que siempre olvidan mencionar entre los Welles, Wilder, Ford, Hawks, Kubrick, Hitchcock, etcétera. De hecho, hoy en día, cuando dices su nombre, la gente siempre piensa que citas al otro paranoide del cine actual. El propio David Lynch bebió de él para hacer “Una historia verdadera” (The straight story), por no hablar de “El hombre elefante”

Ya nadie muestra en el cine planos donde la naturaleza se come al individuo, que le hace sentirse poca cosa frente a ella. Ya no se ruedan estepas rusas (rodadas en la sierra de Madrid) donde se producen cargas de la caballería de los rusos blancos, ni marchas imposibles por desierto infernales para conquistar la inexpugnable Aqaba.
Ya nadie hace películas de cuatro horas, con overtura, intermedio y epílogo. ¿Quién se atreves a hacer eternos planos de acercamiento de un jinete desde lo más lejano del horizonte?

Ya nadie utiliza el formato panorámico de la manera en que este culto y viajado británico lo empleaba, ni el color con el que dibujaba sus historias. ¿Conocen a algún director capaz de rodar una tormenta auténtica, esperando días para conseguir los planos perfectos, alterando el ánimo de sus productores?

Ya nadie cuenta historias intimistas en el escenario de grandes hechos que marcaron la historia del hombre. Ni historias de amor imposibles con finales duros y amargos. Ese plano inclinado final de Tara, aquella mujer de ojos azules infinitos, calle abajo, con el rostro de stalin poblando la calle, rumbo a un anónimo gulag, en uno de los finales más descorazonadores de siempre.

“La hija de Ryan” es una historia de amor, un triángulo amoroso que se desarrolla en un pequeño pueblo de la costa de Irlanda durante la ocupación británica, y en pleno apogeo de la 1ª Guerra Mundial. Es una historia del descubrimiento del verdadero amor carnal en un ambiente opresivo y lleno de intolerancia. Es la historia de un profesor de escuela humanista que recuerda al gran Atticus Finch (interpretado por ese gigante llamado Robert Michum) casado con Rosy (la hija de Ryan, el tabernero), una joven caprichosa que cree descubrir el amor añorado en el culto maestro, pero será la vida y el azar quien le haga descubrir lo falsos que son los sueños románticos. Será joven oficial inglés, machacado física y anímicamente por la guerra europea, quien le haga descubrir esa pasión carnal que ella anhelaba.

Pero no sólo ese gran triángulo amoroso puebla esta inmensa obra de arte. También está el sensato cura de un pueblo insensato y cerril, interpretado por Trevor Howard, un galán de cine clásico que aquí construye una interpretación gigantesca. Junto a él, otro personaje memorable imprescindible, testigo de todos los sucesos que ocurren en la historia: el idiota del pueblo, Michael (John Mills ganó uno de los dos oscars que recibió la película), del que todos se burlan. Una especie de hombre elefante incapaz de comunicarse con los demás, pero sabedor de todo lo que ocurre a su alrededor. De hecho es el eje de toda la acción, hasta el punto de que la película estuvo a punto de llamarse “Michael’s day”.

Rosy (una estupenda y sensual Sarah Miles en su apogeo) aborrece a Michael, sus andares, su grotesca dentadura. A medida que la historia avanza, la hija de Ryan va a entrar de golpe en la madurez. Su personaje es todo un ejemplo de evolución narrativa, gracias por una parte a la magistral interpretación de la actriz inglesa, así como a la escritura del que era su marido y guionista Robert Bolt, colaborador de Lean en esos dos gigantes de su filmografía llamados “Lawrence de Arabia” y “Doctor Zhivago”, además del libreto de “Un hombre para la eternidad”.

Si quieren descubrir un cine perdido que ya nadie hace, no dejen de ver las películas de David Lean, autor no sólo de grandes superproducciones, si no también de pequeñas obras maestras como “Breve encuentro”, la película que sirvió de inspiración al gran Wilder para regalarnos “El apartamento”.

Si quieren contemplar los mejores paisajes que se han rodado para una pantalla, no dejen de comprar sus películas, desde las pequeñas e intimistas. Hasta las más grandes superproducciones que se han hecho jamás.

Pero si quieren ver uno de los mejores finales de la historia del cine, no se pierdan el adiós de Rose al pobre idiota, tras ser desterrados ella y su marido por la turba. Cuando terminen de verla, les aseguro que conservarán las películas de David Lean para siempre.


(No he encontrado nada que resuma "La hija de Ryan", así que les dejo con la mejor elipsis que se ha hecho en la historia de cine)




martes, 6 de abril de 2010

El mal prevalece

Siempre me gustaron los malos. Y los perdedores. Pero sobre todo los malos, quizás porque siempre son perdedores al final, y yo siempre he sido muy solidario con los que pierden, quizás porque tengo vocación de ello.

En el fútbol uno conoce muchos tipos de perdedores de ese estilo. Un ejemplo fue aquella selección prodigiosa que vestía de naranja, en los años 70, y a la que comandaba todo un personaje que, tras años viviendo por estos lares, sigue hablando como un de guiri de una película de Landa. Quedaron subcampeones en dos mundiales, jugando un fútbol único, pero perdieron en ambas ocasiones. ¿Y a quién le importa? Supongo que a los holandeses les debió importar, pero la gente siempre recordará a aquellos tipos de un país pequeño jugando un fútbol de museo contra todos los cocos que dominan este arte y deporte que, por cierto, cada día se parece más a la guerra.

Los actores siempre quieren interpretar a malos que te cagas. Probablemente porque suelen hacerles pasar a la historia y llenar sus estanterías de premios. Pregúntenle a Tosar. Yo lo comprendo. Es lógico: ¿a quién no le gustaría ser Hannibal Leccter y dar paseillo a más de un cretino sin formas ni fondo?; o ser Vader, apretando su puño y cargándose planetas plagados de horteras rubios insufribles y porculeros; o William Munny, entrando al saloon para comprobar quién es el gallito que me va a decir a la cara lo que le han hecho a mi mejor amigo; o Liberty Valance y su látigo, aquel malote que vivía allá donde posaba su sombrero; o Travis Bickle y su “¿me estás hablando a mí, gilipollas?”; o Carlito Brigante tirando escaleras abajo a tanto matón de baja estofa que nos rodea; o el gran Tony Soprano, en uno de sus ataques de ira ante algún imbécil superlativo que va de listo por la vida.

Esos malotes molan, me identifico con ellos, es más, me caen bien, muy bien. Tienen motivos, torcidos, es cierto, pero los que les rodean son peores que ellos, mucho peores. A su lado siempre están seres grises, envidiosos, mediocres (en muchos casos), pretenciosos, torticeros, abrazafarolas (que decía aquél), casposos, vacuos por dentro, superficiales por fuera, sin discurso alguno, salvo el de vamos a forrarnos a costa del resto, incapaces de regirse por el más mínimo código moral, aunque sean unos perfectos hijos de putas.

Uno abre el periódico y ve que lo único que se encuentra en este mundo es ese tipo de malos. La realidad es un mal lugar. No hay Lecters, ni Vaders, ni Sopranos. Sólo Correas, Matas y Bigotes. Tipos encorbatados que siempre están ahí, dominando el cotarro, manejando los hilos. Y lo que es peor: cuando ellos no estén, serán sus delfines los que continúen la saga. Tony Soprano tenía más gracia forrándose a costa del prójimo y, al menos, su hijo era un estúpido pusilánime.

El otro día pude ver una gran película que está ahora mismo en cartel. Es la última de Roman Polanski. Se llama “The ghost writter”, que se conoce como el escritor que hace de negro para otro, pero que aquí, como siempre, la han traducido como les ha salido del cimbel. El título en castellano es “El escritor” (lo suyo hubiera sido llamarlo “el negro”, pero eso no suena guay del Paraguay). El caso es que es un entretenidísimo thriller, heredero del mejor Hitchcock, un poco en la línea de la notable “Frenético”, pero que la supera con creces. Por resumirla, trata de un escritor especializado en biografías, un “negro” que escribe para otros y que se ve involucrado con un tipo de cuidado, de esos a los que es mejor no acercarse demasiado. En este caso le piden que escriba las memorias de un ex primer ministro (al que interpreta notablemente Pierce Brosnan) al que acusan de criminal de guerra por lo de Irak y otras lindezas por el estilo. O sea, un trasunto de Toni Blair. El final de la película es demoledor, aterrador, descorazonador y genial. Tras ver la película, y lo que en ella se cuenta, me acordaba de los encorbatados que hoy pueblan las portadas de los periódicos. Esos que visten impecables, sonríen, posan para la foto, sueltan sentencias vacías, se llenan los bolsillos y, si es necesario, besan a los niños. Todo con tal de salir reelegidos, o de seguir en el poder, o en el consejo de administración. Todo con tal de perpetuarse.

La conclusión es aterradora, amigos: siempre ganarán, siempre sonreirán, siempre engañarán. Guste o no, el mal prevalece.