domingo, 17 de febrero de 2008

Hombre de fe



El joven se acerca al hombre calvo que prepara una especie de masilla usando la cáscara de una fruta como cuenco. Llevan dos días en la selva, intentando abrir una escotilla de hierro enterrada entre los arbustos. El chico se sienta junto al hombre calvo, enfrascado en sus pensamientos mientras amasa. Le pregunta qué hacen ahí sentados, llevan dos días mirando esa puerta infranqueable, sin hacer nada. El hombre calvo sale un momento de sus pensamientos y suelta dos palabras.

- Ludovico Buonarroti…

El chico se queda callado, expectante, mirando sorprendido al peculiar hombre calvo que tiene una cicatriz que surge en la cuenca de sus ojos y baja hacia la mejilla.

- El padre de Miguel Ángel era un hombre rico que no entendía la genialidad de su hijo, así que le pegaba. Ninguno de sus hijos se ganaría la vida con las manos, por lo que Miguel Ángel aprendió a no utilizarlas. Años después, un príncipe visitó su estudio. Se encontró al maestro mirando un bloque de mármol de cinco metros de altura. Supo entonces que los rumores eran ciertos. Miguel Ángel iba allí cada día desde hacía cuatro meses, miraba el mármol y volvía a casa a cenar. Y el príncipe se giró hacia Miguel Ángel y le preguntó. ¿Qué estáis haciendo? Miguel Ángel se volvió, lo miró y susurró… "sto laborando"…"estoy trabajando". Tres años después ese bloque de mármol se convirtió en el David.

Y mientras escuchamos esas sabias palabras en boca de tan peculiar personaje, de fondo nos acompaña la hermosa música de Michael Giacchino, una música que está a la altura de una serie que cambió la televisión hace ya cuatro años, la serie que es considerada por algunos – entre ellos yo – la mejor serie de todos los tiempos.

Quizás sea exagerado hacer aseveraciones de este tipo, pero en esta Edad de Oro de la ficción televisiva norteamericana, donde las obras maestras (El Ala Oeste de la Casa Blanca, Los Soprano, Friends, A dos metros bajo tierra, House, Mujeres desesperadas, The Shield, The wire, Galáctica, Héroes, Band of brothers, Angels in America, y podría seguir y seguir…) se cuentan por más de una decena, hay una que lo ha cambiado todo, quizás porque se emite en una cadena generalista (ABC), con lo que ello supone, donde los filtros y complicaciones son mayores que para la más libre y brillante cadena de cable HBO. La serie en cuestión se llama “Lost” (Perdidos), y es un fenómeno global, una droga dura más compleja de desengancharse que de la propia coca.

Como ya todo el mundo conoce, Lost es la historia de unos supervivientes a un accidente de avión (el Oceanic 815, que parte de Sídney rumbo a Los Ángeles) que tienen que subsistir en una isla “aparentemente” desierta. Y digo lo de aparentemente porque el gran secreto de la serie, que podría haberse convertido en una idea anodina y repetitiva (la idea original era de un ejecutivo de la propia cadena ABC, pero emulando a la película “Naufrago” con Tom Hanks), se encuentra en los misterios de esa isla. Y esta propuesta innegociable (por más que le pesase a los siempre prescindibles ejecutivos) la hicieron los dos genios creadores de este universo único al que ya le quedan tres temporadas. Y es que hasta en esto ha sido un hito, capaces de decir por anticipado que la serie va a tener un plazo de caducidad, por cuestiones narrativas, aunque millones de personas estén pendientes de ella. Los dos tipos que idearon semejante fantasía son Damon Lidelof y JJ Abrams, que ya se encuentran en el Olimpo de la historia televisiva.

Hace tres semanas regresó la serie, con su cuarta temporada, tras meses de horrible espera. Los yonquis no podíamos más, la metadona que usamos en este tiempo no servía, no se aguantaba, pero por fin ha regresado. Y con ella algunos de los personajes únicos que la pueblan, y ya es difícil que una misma historia haya varios personajes memorables (ay, ese maquiavélico Ben). Aquí, y es lo genial del asunto, cada uno tiene su preferido, pero hay uno de ellos que desde mi humilde punto de vista pasará a la posteridad. Su nombre es John Locke (grande, muy grande Terry O'Quinn), y en sí, llevar ese nombre, ya es toda una garantía.

Hace cuatro años, en una playa, en medio del caos, de la sangre, de la destrucción, con los supervivientes gritando, con un doctor yendo de un lado a otro intentando salvar vidas, un hombre calvo levanta la cabeza, no sabe bien qué ha ocurrido, pero algo en su interior se trastorna cuando descubre que los dedos de su pie derecho se mueven. No da crédito a lo que ve, como si el simple movimiento de unos dedos fuese para él un milagro de la naturaleza, y en parte lo es. Se incorpora aún sin creerlo, poco a poco, como quien se levanta de la siesta, mientras la gente, aterrada por el desastre, grita a su alrededor. Pero para él nada de eso existe. Se estira hacia atrás, respira hondo, sonríe. Entonces el doctor le pide ayuda para salvar a otros heridos. El hombre de fe corre feliz a ayudar.

“Perdidos” es una serie coral construida sobre la base de los misterios, los problemas, las dificultades a las que se tienen que enfrentar los supervivientes de la isla; pero, al mismo tiempo, es una serie capaz de usar el flashback como recurso narrativo, algo terminantemente prohibido en lenguaje televisivo, donde la acción debe ser fluida. Pero ellos lo hicieron, mostrando el pasado de todos esos personajes, llenos de claroscuros, más oscuros que claros, como si realmente su destino fuera ése, estrellarse en una isla perdida del Pacífico para no regresar jamás a sus vidas anteriores.

Cada episodio lo suele protagonizar uno de los personajes, con sus flashbacks (y flashforwards, pero no contaré mucho de esto último, averígüenlo si no la han visto todavía) donde descubrimos retazos de su vida pasada, quiénes eran y de dónde venían antes de suceder el accidente. En el episodio cuatro de la 1ª temporada, llamado “Expedición” (“Walkabout”), un episodio para enmarcar, vamos a descubrir quién es el misterioso hombre calvo. Nos enteramos que facturó una maleta llena de cuchillos de caza, dejando al resto de compañeros boquiabiertos. Cuando se termina la comida de los supervivientes, propone cazar los jabalíes que hay en la misteriosa isla, adentrándose en la aterradora selva con su cuchillo, convencido de que está preparado para hacerlo. De su pasado, descubrimos que esta especie de guerrero-cazador de cultura insondable era una oficinista gris, alienado por el cabrón de su jefe, en una empresa que hace cajas; averiguamos que tiene una mujer que no le quiere volver a ver, que se encuentra solo y que su soledad la cura con juegos, o preparando un viaje de aventura al interior de Australia; y descubrimos que cita a Norman Croucher, el tipo que subió el Everest con las piernas amputadas porque era su destino. Y al final del episodio, le vemos frustrado, reivindicándose a sí mismo, gritando al hombre que le impide cumplir su sueño, en uno de los momentos más desgarradores de los últimos tiempos: “¡No me digas lo que no puedo hacer!” (Don’t tell me what I can’t do!)… Unas palabras que habría que aprobar como ley en cualquier Parlamento sensato del mundo.

Y a partir de este episodio descubrimos quién es John Locke (el hombre de fe), que se va a convertir en la pesadilla de Jack, el médico (el hombre de ciencia), el héroe que lidera a todos los supervivientes, y que ha cuidado de ellos, y a los que espera sacar de ese infierno. Pero Locke tiene otros planes. Él cree en el destino, él sabe que si están allí es por algo, que la isla les ha llamado, que no deben salir de ella.

Durante los tres primeros episodios de la serie, antes del episodio cuarto, el misterioso personaje no dice una sola palabra, salvo cuando Walt, el chaval de diez años que viaja con su padre, se acerca a él para saber qué es ese tablero de triángulos con fichas negras y blancas, al que Locke está jugando. Y el hombre de fe le explica el origen del backgammon, el juego más antiguo del mundo, que se remonta a más de cinco mil años antes de Jesucristo, según las excavaciones de algunos arqueólogos que han encontrado tableros en las ruinas de la antigua Mesopotamia.

Y es entonces cuando John Locke explica al niño cómo se juega; y con esa explicación va a soltar la clave de esta serie, la premisa sobre la que se construye esta historia única y genial que a tantos nos tiene embargados desde hace tiempo:

-“Dos jugadores. Dos bandos. Uno es claro, el otro oscuro…”


martes, 12 de febrero de 2008

Juegos (3ª parte)


3.

Cuando abrieron la puerta, el chaval notó enseguida que algo iba mal. La cara seria de la madre del listillo no era muy normal. Le acompañó un tramo del pasillo, temiendo incluso algún problema de salud de alguien de la familia. Mientras seguía a la madre, por su cabeza pasó que le habrían llamado si hubiese ocurrido algo grave. Cuando llegó al despacho del abuelo, el listillo estaba sentado en el suelo, apoyado en la estantería, serio, cabizbajo. Levantó la mirada.

-El juego se ha acabado.

-¿Qué ha pasado?, respondió el chaval.

El listillo se dirigió sin decir una palabra en dirección a la cocina, desde donde se salía al patio interior. Allí la madre cortaba unas patatas mientras hablaba en catalán con la bisabuela. Por el tono, se les notaba indignadas. El listillo abrió la puerta del patio. Fue entonces cuando el chaval se dio de bruces con el dantesco panorama. El paisaje que tanto les había costado montar días atrás, con los cuadros de infantería, de caballería, los cañones, los palillos que marcaban el margen del río, había desaparecido de su orden natural. Estaban todos los soldaditos y utensilios, pero parecía que un huracán los hubiese devastado, como hacen las riadas que salen en los informativos de televisión, llevándose coches que parecen simples juguetes arrastrados por el agua y que, al cabo de unos días, aparecen sepultados por piedras y árboles. Todo era un revoltijo de plástico empapado.

El abuelo, indignado, habló con el Presidente de la Comunidad de Vecinos, que se limitó a solidarizarse con él, pero que no podía hacer nada. Como mucho poner una queja formal en la próxima Junta. Había diversas sospechas, pero ni el listillo ni su familia tenían enemigos en el bloque capaces de hacer algo tan mezquino, o eso pensaban. Quizás recordaban algún roce por las plazas de garaje, quizás alguna queja sobre el patio interior y su uso común para el resto de la comunidad, algo absurdo al tener sólo acceso desde la casa del abogado. El abuelo del listillo era bien considerado por todo el mundo, siempre reconocieron su amabilidad y su caballerosidad, incluso ayudando en asuntos legales a la comunidad, pero también es cierto que algunos no le perdonaban que en su familia se hablase catalán. Se podría pensar en la gamberrada de algún chaval, pero el abuelo sospechaba que no era obra de menores, sino más bien de algún adulto resentido. Además, por qué ese ensañamiento con el juego de dos pobres chicos. Podían haber tirado un cubo de agua, pero prefirieron inundar todo el patio.

Ya era tarde para volver a empezar, tendrían que buscar otro sitio y no tenían un lugar tan grande para semejante montaje. Además, el chaval se marchaba en breve de vacaciones a la playa. En los días previos a su marcha, apenas jugaron a nada, se les había quitado las ganas de montar ninguna partida, como si ellos mismos se sintiesen culpables por lo ocurrido. Hasta septiembre no volvería, pero el listillo prometió al chaval que, a la vuelta de vacaciones, pensarían en alguna forma de retomar la batalla. Lo que no sospechaban ninguno de los dos es que ése iba a ser el último juego.

El verano pasó. El chaval lo disfrutó al máximo, como hacía siempre, en aquellas vacaciones que duraban dos meses, cuando los padres se quedaban de Rodríguez en la ciudad y las madres acampaban todo ese tiempo solas, en la playa, con los niños, jugando eternas partidas de Continental y bebiendo anís con el resto de las amigas, también solitarias y abandonadas. Bicicleta, gofres, cine de verano, tebeos, mucho salitre… Pero el chaval enseguida echó de menos los juegos con el listillo. Por muy bien que lo pasara con los amigos de la playa, nada era comparable a esa forma de imaginar mundos paralelos, en miniatura.

En cuanto llegó a la ciudad, el chaval llamó al listillo, ávido de conocer sus peripecias estratégicas en solitario. La madre le dijo que había salido con unos amigos del colegio, que iban a una fiesta de cumpleaños de uno de ellos. El chaval esperó la llamada de vuelta de su colega, pero pasaron un par de días y seguía sin saber nada de él. El fin de semana tampoco estuvo en casa, se había ido a la sierra, al chalecito que tenía el abuelo en un pueblo. Era extraño porque antes el listillo odiaba subir a la sierra con la familia, se aburría horrores y tenía que aguantar a su hermana. Habían pasado casi diez días, y seguía sin noticias.

Pasaron varias semanas. Un día, el chaval volvía de comprar el pan para su madre, cuando lo vio: en la calle, un chico con la melena morena muy larga, hablaba con una chica que montaba una Vespino. Los dos sonreían y parecían disfrutar de la conversación. El chaval se acercó sin que le vieran. Efectivamente era su amigo de juegos, pero parecía cambiado: el pelo, la cara, incluso su fisonomía parecía distinta. La chica se despidió del chaval moreno y atractivo con una sonrisa y el brillo de su mirada aún se reflejada en el gesto de él. El chaval no se atrevió salir a su encuentro, no quería que pensase que era un entrometido, y marchó para casa.

Llegó el invierno, con él el maldito colegio y la rutina. Este año iba ser más exigente, es lo que tenía el bachillerato. El chaval lo pasó fatal con las matemáticas, dadas por profesores jóvenes ya con un nivel pre-universitario. Y pasó el invierno y llegó la primavera, y casi sin darse cuenta estaba el verano pidiendo paso de nuevo. En todo ese tiempo el chaval ni siquiera tocó alguna de sus maquetas o de sus soldaditos, ni un juego, nada. El fútbol, al salir del colegio, copaba gran parte de su tiempo y, para no ser menos que sus compañeros, empezaron a caer los primeros litros de cerveza en el parque. Y cuando se quiso dar cuenta, el chaval estaba entrando en el edificio principal del campus de la universidad.

Habían pasado veintidós años, era una noche primaveral, con las calles abarrotadas celebrando las fiestas patronales de uno de los barrios de la gran ciudad. Fue entonces cuando el chaval la vio. Llevaba una camiseta de tirantes ajustada que resaltaba su piel morena, como si acabase de llegar de una isla, pero que en ella era un color natural. El pelo negro profundo de una noche sin luna, que siempre caracterizó a los dos hermanos. Aquellos labios finos que dibujaban una sonrisa que parecía un recuerdo lejano; los ojos de mirada magnética, que asustaban al chaval cuando sus intereses eran otros, pero que él nunca olvidó. La estuvo mirando largo rato, sin salir de su asombro, mientras bebía y departía con unos amigos; y ella hacía lo mismo, beber, reír, abrazarse con unos y otros. Finalmente, la mujer se dio cuenta de que se sentía observada. Sus ojos hipnóticos se dirigieron hacia el chaval, ahora un hombre cercano a los cuarenta. Se observaron durante un rato y por fin ella arqueó una ceja, hizo un gesto soltando una sonrisita, mezcla de recuerdo y picardía. Se acercó hasta su ubicación, abriéndose paso entre la multitud, mientras él sentía que su corazón se aceleraba. El hombre de ahora, en el fondo, se volvía a sentir como el chaval de antaño: le sudaban las manos, le temblaban las piernas, se le secaba la boca, y entonces recordó todas las veces que estuvo en casa del listillo, enfrascado en los juegos propuestos por él, pero con el rabillo del ojo observando aquella especie de diosa adolescente con la que descubrió, por primera vez, la carencia en el largo de una falda y aquellas líneas que delimitaron tantos suspiros sordos, tantos sueños desatinados.

Ella le recordó enseguida, incluso su nombre, algo que a él sorprendió gratamente. Le habló de los juegos con su hermano, de aquellas tardes eternas de imaginación desbocada en la que ella, muchas veces, fue testigo silenciosa. Y le confesó que siempre sintió envidia de ellos, de su amistad, de esa camaradería infranqueable, de aquellos juegos fascinantes. Y en la memoria de ambos se abrió una compuerta que ya iba a ser difícil cerrar.

Inevitablemente surgieron las preguntas normales en una situación así. Lo más duro para el chaval fue enterarse del destino sufrido por el abuelo, un par de años después de la gran batalla en casa del listillo. Le resultaba inimaginable pensar en aquel hombre lleno de vitalidad insultante, dispuesto a satisfacer los caprichos de aquellos dos locos bajitos que inventaban - un día sí y otro también - una realidad paralela y diminuta, asediado de manera cruel por La Parca maldita, disfrazada de enfermedad. Aguantó dos meses, resistiendo como si su vida fuese aquella colina que Errol Flynn y los suyos defendieron en Birmania. El hombre de ahora creyó que volvía a ser el chaval de hace más de veinte años. Sintió que su abuelo fue realmente aquel señor de bigote gracioso, regordete, de acento extraño, con sonrisa perenne y formas de otros tiempos… Y lamentó que no pudo estar allí para despedirse.

También supo que la madre volvió a Cataluña, tras conocer a otro hombre, y que había rehecho su vida; y que la bisabuela también murió, pero ya muy anciana y sin casi enterarse. Y no quisieron seguir hablando de cosas tristes, así que decidieron beber rodeados por la música de charanga; y cuando se quisieron dar cuenta se perdieron entre la multitud, sin rastro del grupo de amigos de ambos; y cuando también se quisieron dar cuenta, ella estaba besándole a él, apasionadamente, como si fuera un beso dilatado en el tiempo. Y el chaval olió de cerca esa piel que anheló siempre pero que parecía reconocer como un déja vu imperecedero. Y bebieron, y ella le invito a algo más que beber, y siguiendo al conejo blanco llegaron a la casa de ella, un pequeño piso en la zona bohemia donde todo artista iba a vivir. Y allí supo que eso es lo que era, una artista que había tomado la decoración como oficio, diseñando y dibujando platós en televisión, inspirándose en lo que una vez vio hacer a su hermano y a aquel amigo que pasaba largas horas en su casa.

Amaneció. El chaval se levantó mientras ella seguía durmiendo. Un dolor agudo le cruzaba desde la cuenca del ojo hasta la parte posterior de la cabeza. No podía ya con semejantes resacas. Buscó algo muy frío que beber, algo que sirviese de alivio a tal despertar. Encontró una frasca de cristal llena de agua, y fue entonces cuando vio la foto pegada en puerta del frigorífico. Era una foto antigua, en blanco y negro: salían ella y el listillo, en la edad del tiempo de los juegos. La observaba con detenimiento, cuando oyó la voz suave de la mujer que llegó por detrás, le abrazó y le empezó a susurrar algo al oído. Y a medida que las palabras de ella le llegaban, el chaval tuvo que cambiar el semblante de su cara, olvidó con esas palabras el dolor, lo olvidó todo.

El hombre regresó a casa y buscó en el pequeño trastero. Entre polvo y telarañas, abrió cajas de embalaje que hace años que dormían el sueño de los justos. En su interior: viejos libros, ropa y trastos de los más variados. Tuvo que buscar con insistencia hasta que en lo más profundo del cubículo fueron surgiendo, poco a poco, como en un desfile de otro tiempo, aquellas cajas que una vez le hicieron feliz. Y allí encontró al Octavo Ejército, aquellas míticas ratas del desierto que pusieron en jaque al genial Rommel, y a los paracaidistas, y a los australianos, y a las tropas de montaña de la Wehrmacht. Y también salieron a la luz los soldados napoleónicos que, como si nunca se hubiesen marchado, parecían saludarle. Allí estaba la Vieja Guardia Imperial, aquella que no se rendía jamás; y los escoceses de faldas verdes que aguantaron la carga de los coraceros; y la preciada artillería, cuyas pequeñas piezas de plástico suponían un drama cada vez que se perdían. Pero siguió buscando, tenía que encontrarlo, tenía que estar allí, junto al resto de soldaditos, junto al resto de tantos juegos lejanos. Por fin, tras desparramar en el suelo el contenido de todas las cajas, vio que algo resaltaba entre los cientos de pequeños hombrecitos de plástico. Una figura colorida llamó su atención. El chaval la recogió, observándola con detenimiento, intentando contener la emoción. Frente a él, montando un caballo blanco, con su uniforme pintado hasta el último detalle, el gorro calado y un manto rojo envolviéndole, se encontraba el Gran Emperador, aquel que no las tenía todas consigo… ese día, en Waterloo.

jueves, 7 de febrero de 2008

Juegos (2ª parte)


2.

El día D era una batalla de unas proporciones inimaginables para los recursos de los dos chicos. Se requerían, según los cálculos de ambos, más de 1000 soldaditos, cifra que no llegaban a tener entre ambos, muchas maquetas y, sobre todo, un espacio grande donde reproducir las playas y los lugares de aterrizaje de los paracaidistas que se lanzaron a la oscuridad de aquella terrible madrugada del 6 de junio de 1944.

Resignados, se propusieron realizar la otra gran batalla que poblaba sus mentes: Waterloo. Para ello necesitaban también muchos soldados, pero entre los dos disponían de un buen número, y, además, el espacio a usar no tenía que ser tan grande como el que necesitaba emular las playas normandas. Además, el abuelo del listillo ayudó económicamente a su nieto para conseguir reforzar la caballería francesa, aquella que cargó contra los cuadros de infantería escocesa, y que fue el momento clave de la batalla. La imagen de poder jugar esa carga, ponía los dientes largos a los dos chavales.

El listillo propuso jugar en el patio interior de su casa. Al ser un primero disponían del espacio necesario, aunque si llovía la cosa se complicaría. El espectáculo de los pequeños cuadros de infantería vistos desde las ventanas de los pisos superiores, sería todo un espectáculo, y así se lo trasmitieron más tarde algunos vecinos al orgulloso abuelo. Lo primero era diseñar el campo de batalla al detalle, lo más parecido a la realidad, pero con algunas pequeñas licencias que se permitían los dos amigos.

No se podía elevar el suelo del patio para emular la el terreno de Waterloo, pero siempre un par de libros de enciclopedia podían servir de escondrijo para el Alto Mando de Wellington, o sea, el listillo. No hubo ningún río en la batalla verdadera, pero eso daba igual, una batalla sin río que dividiese el campo de ambas fuerzas, dándole más emoción al juego, no era una batalla en condiciones. Una caja de palillos planos (aquellos mondadientes de los bares de antaño), trazarían el sinuoso afluente del río. El paso entre ambas orillas sería a través de ese puente usado otras veces, una simple madera con dos pequeños listones clavados sobre ella, que hacían las veces de pretil. A pesar del río, una parte del campo debía permitir que ambos ejércitos estuviesen frente a frente. Ahí es donde el listillo propuso colocar la famosa granja donde se hicieron fuertes los británicos. Para su especial Waterloo, el listillo y el chaval dispusieron que ninguno de los dos ocupase Hougoumont al principio, sería para el primero que llegase con sus fuerzas, lo que hacía más equilibrada tácticamente la disposición inicial del juego. Para construirla, el listillo tenía un edificio estilo granero de una maqueta de tren de marca alemana, que por aquellos tiempos eran de importación y que su abuelo, cómo no, le había comprado para su diorama. El granero de la maqueta serviría de edificio central, a lo que añadieron un par de casas del Ibertren (algo más cutres), mientras que el muro lo hicieron con pinzas de la colada. Finalmente añadieron algunos árboles, también del Ibertren, pegados con plastelina, formando un pequeño bosque donde se situaría el Alto Mando Francés, con el Gran Emperador al frente. El terreno estaba preparado.

Ya sólo faltaba establecer unas normas de victoria, los puntos a ganar por cada cañón capturado, por cada bandera ocupada, por cada líder abatido. La victoria podría darse de varias formas: total, aniquilando al ejército del contrario, algo difícil de conseguir; por puntos, sumando las pequeñas victorias parciales (banderas capturadas, cañones destruidos o capturados, jefes abatidos); o bien, si caían Wellington o Napoleón, supondría el final de la partida. En esta última condición de victoria surgió un contratiempo: había una figurita a caballo de la infantería británica de la Guerra de Independencia Americana, que pasaba por Wellington. El grave problema es que no había ninguna figura de Napoleón, por lo que el chaval tendría que usar otro soldadito que pasara por él. El listillo sentía que jugaba con ventaja, y eso era algo que no quería aceptar de ninguna manera. Tiempo atrás, estando ambos en una conocida tienda de maquetas y trenes eléctricos del centro, vieron una figura de 1:72 (la escala de soldados que los dos amigos usaban) que representaba a Napoleón a caballo. Estaba pintada y no escatimaba ningún detalle. A los dos se les caía la baba con la figura, pero era muy cara. El chaval no tenía dinero para comprarla y sabía que su padre no le iba a dar un duro para algo semejante. Así que el día de inicio de la gran batalla, asumiendo el chaval que de Napoleón haría otra figura, la sorpresa se produjo en forma de regalo: el abuelo, a iniciativa del listillo, había comprado la figura, a Napoleón en su caballo blanco, imponente, con su uniforme fielmente pintado.

-No va a luchar contra Wellington el primer desarrapado que pilles, le dijo con sorna el listillo.

En la mirada del chaval el agradecimiento se veía reflejado de manera infinita.

Ambos amigos ya tenían a sus dos grandes líderes: Wellington y el Emperador, frente a frente. Todo estaba preparado para el gran enfrentamiento.

Los vecinos de los primeros pisos fueron testigos de la colocación de ambos ejércitos. Cada uno dispuso a sus tropas en el campo de batalla. Para que ninguno jugase con ventaja, y adivinase la estrategia del otro, colocaban cada cuadro de soldados al mismo tiempo, impidiendo hacer cambios según donde ubicase las tropas el contrario. Les llevó todo un día de preparación, que era otra de las partes que más disfrutaban del juego. Al terminar la colocación de los cientos de soldaditos, emulando las formaciones de aquella época, con todos esos cuadros y líneas de infantería y caballería, les entraba a los dos chavales ganas de tocar nada, ni siquiera de empezar a jugar, de dejarlo así para siempre. Lástima que no tuvieran una cámara como las de hoy en día que inmortalizase semejante momento.

El primero de julio, con todas las vacaciones por delante, poco antes del mediodía, se iniciaron las hostilidades. La granja era el primer objetivo: al chaval le tocó mover, así que adelantó sus cuadros de infantería en dirección hacia tan estratégico fortín. Con el metro movió tres unidades de movimiento, unos tres centímetros. Sin embargo, se dio cuenta de que sus cañones los había colocado demasiado lejos para hacer blanco en la infantería británica, colocada detrás de la granja. Tendría que mover esos cañones ayudándose de los carros, por lo que perdería un par de turnos en hacerlo. “Estúpido”, se llamó así mismo el chaval.

El listillo, dándose cuenta del error de su oponente, casi de novato (no se pueden poner tan lejos la baterías), hizo un movimiento que sorprendió al chaval. En vez de avanzar sus cuadros completos de infantería, movió sólo las primeras filas, en dirección a los cuadros franceses. También disparó una parte de sus baterías, que abatieron varias de las filas francesas, y luego, el resto de cañones los movió con ayuda de los carros, en dirección a la granja. El chaval no entendía lo que pretendía su rival. ¿Por qué mover los soldados en pequeños grupos? Como era de esperar el chaval puso objeciones al movimiento, pero el listillo argumentó que no habían establecido ninguna regla en el que se prohibiese mover las unidades por filas, o en pequeños grupos de soldados. Tras unas palabras de más, el chaval tuvo que callarse contrariado, lo cierto es que el cabroncete del listillo tenía razón.

Finalizó el primer día de batalla, y las cosas no fueron bien para los franceses. Las pequeñas unidades británicas del listillo se colocaron en los flancos de los grandes cuadros franceses, diezmando sus fuerzas, dando tiempo a los cañones británicos a atrincherarse en la granja y empezar a batir la retaguardia francesa. Llegada la noche, las cosas no iban bien para el chaval. El listillo le había diezmado su infantería del flanco de la granja, y también la había destruido un par de cañones y capturado otro par, gracias a pequeñas escaramuzas. No esperaba el chaval esa táctica guerrillera, por ese motivo se fue enojado a casa. Aunque las reglas no lo prohibían, parecía una táctica poco honorable.

Al día siguiente, el chaval estaba dispuesto a dar la vuelta a la situación. Se había obsesionado demasiado con la ocupación de la granja. Ese flanco sólo iba a darle más disgustos, así que tendría que centrarse en el resto del campo de batalla. Al fin y al cabo, aún contaba con superioridad de cañones y caballería, hasta que entrasen en juego las tropas prusianas. Tenía turnos por delante para machacar a Wellington. Y eso hizo. Se resguardó de seguir atacando Hougoumont, concentrando el fuego de artillería pasado el puente. Contraatacó usando las mismas armas del listillo: el chaval mandó pequeños grupos de caballería que atacaban y fustigaban la retaguardia británica. Consiguiendo, además, capturar tres cañones. Ahora era el listillo quien se cabreaba, para regocijo del chaval. Además, disponía de más caballería que los británicos y no cometió el error del mariscal Ney en la batalla verdadera, cuando envió a la muerte a toda la caballería francesa en aquella loca y épica carga contra los cuadros de infantería escoceses.

Acabó el segundo día. La contienda estaba equilibrada. Al día siguiente podrían suceder dos hechos vitales en el devenir de la batalla: la posible carga, ahora sí, de la caballería francesa, y la entrada en juego de los prusianos. Sería el día decisivo.

Continuará…


domingo, 3 de febrero de 2008

Juegos (1ª parte)


1.

El Gran Emperador no las tenía todas consigo. Días atrás había hecho correr a los prusianos en Quatre Bas, quizás porque su aureola táctica seguía intacta. Su presencia en un campo de batalla, su genialidad a la hora de dirigir a sus hombres no se había olvidado. A través del catalejo observaba las posiciones británicas en la colina de Mont St Jean. Era una buena posición defensiva, sería complejo sobrepasarlos. Además, unas cuantas unidades se habían atrincherado en la granja de Hougoumount. Para colmo de inconvenientes, no había parado de llover la noche anterior y el fango invadía muchas zonas del campo de batalla. La clave era que no llegasen a tiempo Blutcher y sus prusianos. Pero tras hacerles huir, dudaba que pudieran socorrer a tiempo a Wellington. Su viejo sueño de una Europa unida con división de poderes, sin monarquías anacrónicas con designación directa de Dios, estaba en juego. No, no las tenía todas consigo el Gran Emperador.

El chaval luchaba esta vez en casa ajena. No era su terreno y debía tener cuidado, su rival, el listillo, que vivía en el primero que daba al callejón donde se reunían los macarras del barrio, era un gran estratega. De hecho, fue su maestro, fue él quien le inició en el fascinante mundo de los juegos. Hasta entonces, el chaval coleccionaba sus soldaditos dándoles un uso primario, intentando reproducir aquellas viejas películas de guerra que le servían de inspiración. Pero todo eran ruidos hechos con la boca, emulando disparos de fusil y ametralladora, haciendo caer al azar sus figuras. Entonces, una tarde, tras jugar al fútbol con los otros del barrio, en las horas en que no estaban los macarras, el chaval mencionó a los demás la posibilidad de jugar a los soldaditos. Y los de la pandilla, que no eran aficionados a las maquetas ni a la historia, propusieron jugar como era habitual por aquellos tiempos: tirando un rodamiento contra las figuras. Pero eso no le llenaba al chaval, no resultaba real y creíble, su premisa principal en esto de los juegos. Aunque fuera difícil, un soldado aplastado por un bolón de acero era muy poco veraz. Por no hablar de las consecuencias de la acción, cuando desaparecían algunas de sus figuras de Airfix o Matchbox, aquellas míticas marcas de maquetas y soldaditos, cuyas cajas compraba tras pasar por el suplicio de convencer al agarrado de su padre. Fue entonces cuando alguien de la pandilla se acercó a él y le dijo las palabras mágicas. “¿No has jugado nunca con medidas?”.

El listillo no solía bajar a la calle a jugar al fútbol, de hecho era bastante malo. Era un chico de apariencia frágil, pero con cara de avispado, pelo negro con un flequillo a lo Ralph Macchio, el actor joven de moda en aquellos tiempos, tras protagonizar “Karate Kid”. El chaval apenas había hablado con él, hasta que surgió el tema de los soldaditos. Fue esa tarde, mientras el resto de la pandilla se aburría escuchando nombres de batallas, de tipos de soldados, de marcas de maquetas, de películas, cuando se pusieron los cimientos de lo que sería una gran amistad.

-Eso de tirar un rodamiento contra los soldaditos es una mierda, le dijo el listillo. Yo siempre juego con medidas.

-¿Y eso qué es?, preguntó curioso el chaval.

-Cada soldado tiene una medida de movimiento. Luego tiene una capacidad de disparo y también de luchar cuerpo a cuerpo. Se juega con un metro y con unos dados para resolver los combates… Sencillo.

Al chaval se le iluminaron los ojos, como si alguien le acabase de descifrar la mismísima fórmula de la teoría de la relatividad. Y ahí empezó todo.

El listillo le enseñó sus ejércitos. Por suerte para él, su abuelo, un abogado catalán que se mudó a la meseta años atrás tras conocer a una madrileña de carácter, no le ponía impedimentos a la hora de comprarle soldaditos o maquetas. El chaval envidiaba la cordialidad de aquel señor de acento extraño que, a veces, hablaba al nieto en un idioma hasta ahora desconocido para él, pero que por lo que oía en su propia casa lo practicaban gente poco española y algo peligrosa. Sin embargo, para el chaval, el abuelo del listillo, como su bisabuela y la madre (una mujer rubia de profundos ojos azules, separada del marido del que nunca quería hablar el listillo), era gente muy amable y cordial con él, encantados de que el listillo tuviese un amigo con sus mismas aficiones. Luego estaba la hermana menor del listillo, parecida a él, con el mismo pelo negro y esos ojos oscuros llenos de magnetismo. Pero por entonces, ni el chaval ni el listillo estaban pendientes de esas cosas. Su mundo era los tiempos napoleónicos, aquellos cuadros colocados en la alfombra del despacho enorme del abuelo, o la Segunda Guerra Mundial, con ataques de comandos británicos a Saint Nazaire, o el desembarco en Sicilia de Patton y los suyos, o el ataque al puente de Arnhem, aquel puente tan lejano.

El listillo le explicó las reglas para jugar. Desarrollaron a su manera y con los medios a su alcance varios hechos de la Historia. Juntaban los soldados de ambos, los tanques, los jeeps, los camiones. Pero muchas veces no eran suficientes y tenían que echar mano de la imaginación:

-¿Cómo hacemos para que desembarquen los americanos?

Unas cajas de cerillas de cocina eran las barcazas ideales.

-¿Cómo hacemos para construir la montaña de “El desafío de las águilas”?

Unos libros, luego una sábana por encima, harina como nieve, las tropas de montaña alemanas de Airfix.

-¿Cómo hacemos el puente de Arnhem?

Los pilares con EXIN Castillos, el resto usamos el puente de la maqueta del Ibertren. Para las casas del pueblo donde resistieron hasta el final los diablos rojos, usaremos las casas de los clicks de Famobil del oeste. Como no hay piezas suficientes, el resto del pueblo se hacía con la colección de libros de “Los cinco”.

Pasaron dos años y la pandilla del barrio no supo más de ellos. Pensaban que les habían abducido unos extraterrestres, y nos les faltaba razón.

En verano el chaval se iba a la playa con sus padres. Al volver, el listillo le contaba las novedades, o las batallas que había hecho en solitario. Parecía una amistad a prueba de bombas, aunque a veces tenían peleas motivadas por la tremenda rivalidad surgida en infinidad de juegos. El listillo solía vencerle, por algo era su maestro, pero el chaval fue poco a poco aprendiendo y a medida que jugaban partidas, éstas eran más disputadas. A veces la cosa terminaba en enfado, cuando el chaval veía que los dados, ante la resolución de algún combate vital, siempre se ponían de parte del listillo. La Fortuna siempre está del lado de los ganadores. Luego estaban varios días sin hablarse, pero al final todo se resolvía, como viejos camaradas.

Jugaron muchas partidas, todas las batallas imaginables, en cualquier lugar, en cualquier terreno: de una playa sangrienta a una montaña nevada, de una selva perdida a un desierto inhóspito. En todas ellas desplegando imaginación para hacer real el terreno. Sin embargo, a pesar de todas las partidas disputadas, había dos grandes obsesiones que poblaban la mente del chaval y el listillo. Esas dos grandes obsesiones eran dos momentos que habían marcado el devenir de la Historia del Hombre: el día D y Waterloo.

Continuará...