martes, 6 de julio de 2010

Fútbol

No tuve nada en común con mi padre. Hablábamos poco, no me gustaban sus ideas políticas, ni su oficio de milico, de aquellos que hicieron que su forma de pensar dividiese a todo un país. Le respeté, pese a las muchas veces que quise mandarle al carajo a él y a los suyos. No me impuso su forma de pensar ni una línea a seguir, si bien nunca estuve seguro de si realmente le interesaba el camino que tomé en la vida, un camino extraño e inhóspito, poco ortodoxo, nunca recorrido por nadie de la familia. Creo que al final lo entendió, o así espero que fuera, aunque no pudo ver los resultados. Sus últimos años fueron tranquilos y apacibles, ya alejado del ejército; sus últimos meses fueron una agonía, rehén de una enfermedad que dejó su cuerpo de armario convertido en guiñapo. Lo único que nos unió durante tantos años, lo único de lo que hablábamos cuando estábamos juntos, lo único que vimos juntos en la sala de estar siendo yo un niño era una sola cosa... fútbol.

El pasado sábado se produjo algo inédito en mi vida, algo de lo que nunca pensé sería testigo, algo que era una especie de quimera que te contaban otros de hablas distintas a la tuya. Tras años llenos de desgracias, gafes, malas fortunas, injusticias, o como se le quieran llamar, tras años de frustraciones, lágrimas infantiles, oportunidades perdidas, por fin, el cielo se abrió y pude ver a una selección española pasar de esa maldita maldición que parecía cosa de vudú: los cuartos de final de un Mundial.

Es algo absurdo, lo sé, mi vida no va a cambiar, no voy a ganar más dinero, no voy a encontrar trabajo, no me voy a ligar a una rubia libidinosa, no me va a llamar Spielberg para preguntarme dónde había estado escondido todos estos años. Es algo inútil, grosero por todo el dinero que mueve, incluso inmoral, si lo quieren ver así. Sin embargo, para millones personas a nivel global es algo único, algo en lo que les va la vida, los sueños, los anhelos, las frustraciones. Quizás porque para entender todo esto hay que entender qué es el fútbol, que es como decir qué es la vida, aunque suene pedante o exagerado.

Noventa minutos en un campo de fútbol representan, a pequeña escala y resumido, los momentos por los que un mortal pasa por la vida: esfuerzo, inteligencia, estupidez, sudor, dolor, frío, calor, barro, violencia, sangre, coraje, cobardía, trabajo, suerte, épica, frustración, alegría, mediocridad, fealdad, belleza, arte, leyenda... seguramente inmortalidad. Siendo como es un deporte antinatural, se juega con los pies, extremidad que sirve para sostenerse lo mejor que se puede al suelo (como para ponerse a hacer virguerías con un balón), resulta aún más admirable que despierte pasión en todo el planeta. Son muchos los que juegan, y otros tantos los que se dejan llevar y, al ver una lata, le dan un puntapié con el mejor estilo posible. Ya lo dijo Bill Shankly, el mítico entrenador del Liverpool: “Algunos creen que el fútbol es solo una cuestión de vida o muerte, pero es algo mucho más importante que eso".

Estos días, en algunas redes sociales en las que me muevo, es decir, personas de las denominadas instruidas, amantes del cine y la cultura, de las lecturas y las reflexiones, han tocado las trompetas de Jericó para declarar lo deplorable, inculto, obsceno y aborregado que es el fútbol. Se excusan en el dinero que mueve, en que los futbolistas son millonarios, en el patrioterismo rancio que despierta en el pueblo.

Yo soy poco o nada de banderas, y menos de camisetas con símbolos o escudos, pero habría que analizar el asunto. En otros tiempos la gente de izquierdas solían despreciar, y con razón, la bandera que les había ganado una guerra. Pasado el tiempo, y aunque durante años el color rojigualda fue la identificación de la derecha más carpetovetónica, ahora se puede ver que, durante un mes de campeonato, esos colores acompañan la indumentaria de personas con ideologías dispares que, con total naturalidad, ven los partidos juntos, se emocionan y sufren unidos ante la adversidad, saltan y dan brincos cada vez que el Espiri González asturiano marca. Incluso ocurre algo inimaginable en otro tiempo, como ver la bandera española compartir lugar con la bandera multicolor del Orgullo Gay, otros de los oprobiados en el pasado por los rancios portadores de la raza ibérica. Todo esto ha sido conseguido por el fútbol, el maldito e inculto fútbol, el opio del pueblo.

El motivo por el que algunos detestan lo que el resto ama, creo pasa por no haber dado nunca una patada a un balón. Por supuesto, hay gente que ha jugado a este deporte alguna vez y eso no significa que obligatoriamente se hagan aficionados, pero quizás por ello no lo desprecian, no tildan de borregos a los que lo siguen. Quizás la pose del rebelde guey que odia el fútbol sigue quedando bien, aunque deberían saber que incluso Albert Camus, un gurú de la intelectualidad europea del s. XX y que escribó "El extranjero", jugó al fútbol, y encima de cancerbero. “Porque, después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”, llegó a decir el narrador e intelectual francés.

Dan igual los argumentos a favor o en contra, si alguien odia este deporte lo seguirá haciendo, así que no me voy a poner a convencerles, que les den, o mejor, que la chupen, que la sigan chupando, que diría aquél, si bien me jode que me llamen borrego, pese a que admiro su tranquilo modo de vida. En mi caso, hace miles de años que no juego al fútbol, es lo que tiene ser un peculiar gafapasta del cine, pero recuerdo que hasta los 18 años mi mundo giraba en torno a él, a partidos eternos jugados en un campo de tierra, a equipos a los que bautizamos como “buenos” y “mantas”, pero donde los mantas podían ganar, a balones de plástico duro que hacían más daño que un puñetazo de Tyson, a sueños donde tiraba una falta y marcaba el gol decisivo. Todavía hoy, ya adulto, a veces sueño con el tacto de aquellos balones de cuero, con jugadas, con dar patadas a un balón, con tener unas botas de fútbol y el sonido de los tacos antes de salir al campo.

El pasado sábado la gente explotó de alegría, ahora que son malos tiempos para la lírica. No sé qué mal hay en ello y por qué no puede ser compatible con un buen libro, una gran película, una buena música o una mejor reflexión. Como siempre el sectarismo y el odio cainita hacen su aparición. Hubo incluso alguno que lloró, como un buen amigo, enorme y fuerte él, pero emocionado como un niño. Le entiendo completamente, el fútbol es eso, un reflejo de la vida, una metáfora de ella, y cuando un día se alcanza la cima que tanto ha costado subir, y que pensabas que nunca llegaría, las emociones afloran. El fútbol, el destino y la vida a veces son justos, aunque la mayoría de las veces no existe la justicia poética. En mi caso, curiosamente, tras los botes iniciales y las cervezas bebidas, tuve un pensamiento: mi padre nunca llegó a ver esto.



Es probablemente el mayor gilipollas planetario, sin embargo de futbolista fue capaz de hacer esto, algo que explica qué es el fútbol... Baudelaire estaría de acuerdo)

2 comentarios:

Yago dijo...

Cómo me hubiera gustado escribir esto...

Deivich dijo...

Totalmente de acuerdo, aunque me importe un bledo que me llamen borrego.

Yo también te quiero, amigo