martes, 12 de febrero de 2008

Juegos (3ª parte)


3.

Cuando abrieron la puerta, el chaval notó enseguida que algo iba mal. La cara seria de la madre del listillo no era muy normal. Le acompañó un tramo del pasillo, temiendo incluso algún problema de salud de alguien de la familia. Mientras seguía a la madre, por su cabeza pasó que le habrían llamado si hubiese ocurrido algo grave. Cuando llegó al despacho del abuelo, el listillo estaba sentado en el suelo, apoyado en la estantería, serio, cabizbajo. Levantó la mirada.

-El juego se ha acabado.

-¿Qué ha pasado?, respondió el chaval.

El listillo se dirigió sin decir una palabra en dirección a la cocina, desde donde se salía al patio interior. Allí la madre cortaba unas patatas mientras hablaba en catalán con la bisabuela. Por el tono, se les notaba indignadas. El listillo abrió la puerta del patio. Fue entonces cuando el chaval se dio de bruces con el dantesco panorama. El paisaje que tanto les había costado montar días atrás, con los cuadros de infantería, de caballería, los cañones, los palillos que marcaban el margen del río, había desaparecido de su orden natural. Estaban todos los soldaditos y utensilios, pero parecía que un huracán los hubiese devastado, como hacen las riadas que salen en los informativos de televisión, llevándose coches que parecen simples juguetes arrastrados por el agua y que, al cabo de unos días, aparecen sepultados por piedras y árboles. Todo era un revoltijo de plástico empapado.

El abuelo, indignado, habló con el Presidente de la Comunidad de Vecinos, que se limitó a solidarizarse con él, pero que no podía hacer nada. Como mucho poner una queja formal en la próxima Junta. Había diversas sospechas, pero ni el listillo ni su familia tenían enemigos en el bloque capaces de hacer algo tan mezquino, o eso pensaban. Quizás recordaban algún roce por las plazas de garaje, quizás alguna queja sobre el patio interior y su uso común para el resto de la comunidad, algo absurdo al tener sólo acceso desde la casa del abogado. El abuelo del listillo era bien considerado por todo el mundo, siempre reconocieron su amabilidad y su caballerosidad, incluso ayudando en asuntos legales a la comunidad, pero también es cierto que algunos no le perdonaban que en su familia se hablase catalán. Se podría pensar en la gamberrada de algún chaval, pero el abuelo sospechaba que no era obra de menores, sino más bien de algún adulto resentido. Además, por qué ese ensañamiento con el juego de dos pobres chicos. Podían haber tirado un cubo de agua, pero prefirieron inundar todo el patio.

Ya era tarde para volver a empezar, tendrían que buscar otro sitio y no tenían un lugar tan grande para semejante montaje. Además, el chaval se marchaba en breve de vacaciones a la playa. En los días previos a su marcha, apenas jugaron a nada, se les había quitado las ganas de montar ninguna partida, como si ellos mismos se sintiesen culpables por lo ocurrido. Hasta septiembre no volvería, pero el listillo prometió al chaval que, a la vuelta de vacaciones, pensarían en alguna forma de retomar la batalla. Lo que no sospechaban ninguno de los dos es que ése iba a ser el último juego.

El verano pasó. El chaval lo disfrutó al máximo, como hacía siempre, en aquellas vacaciones que duraban dos meses, cuando los padres se quedaban de Rodríguez en la ciudad y las madres acampaban todo ese tiempo solas, en la playa, con los niños, jugando eternas partidas de Continental y bebiendo anís con el resto de las amigas, también solitarias y abandonadas. Bicicleta, gofres, cine de verano, tebeos, mucho salitre… Pero el chaval enseguida echó de menos los juegos con el listillo. Por muy bien que lo pasara con los amigos de la playa, nada era comparable a esa forma de imaginar mundos paralelos, en miniatura.

En cuanto llegó a la ciudad, el chaval llamó al listillo, ávido de conocer sus peripecias estratégicas en solitario. La madre le dijo que había salido con unos amigos del colegio, que iban a una fiesta de cumpleaños de uno de ellos. El chaval esperó la llamada de vuelta de su colega, pero pasaron un par de días y seguía sin saber nada de él. El fin de semana tampoco estuvo en casa, se había ido a la sierra, al chalecito que tenía el abuelo en un pueblo. Era extraño porque antes el listillo odiaba subir a la sierra con la familia, se aburría horrores y tenía que aguantar a su hermana. Habían pasado casi diez días, y seguía sin noticias.

Pasaron varias semanas. Un día, el chaval volvía de comprar el pan para su madre, cuando lo vio: en la calle, un chico con la melena morena muy larga, hablaba con una chica que montaba una Vespino. Los dos sonreían y parecían disfrutar de la conversación. El chaval se acercó sin que le vieran. Efectivamente era su amigo de juegos, pero parecía cambiado: el pelo, la cara, incluso su fisonomía parecía distinta. La chica se despidió del chaval moreno y atractivo con una sonrisa y el brillo de su mirada aún se reflejada en el gesto de él. El chaval no se atrevió salir a su encuentro, no quería que pensase que era un entrometido, y marchó para casa.

Llegó el invierno, con él el maldito colegio y la rutina. Este año iba ser más exigente, es lo que tenía el bachillerato. El chaval lo pasó fatal con las matemáticas, dadas por profesores jóvenes ya con un nivel pre-universitario. Y pasó el invierno y llegó la primavera, y casi sin darse cuenta estaba el verano pidiendo paso de nuevo. En todo ese tiempo el chaval ni siquiera tocó alguna de sus maquetas o de sus soldaditos, ni un juego, nada. El fútbol, al salir del colegio, copaba gran parte de su tiempo y, para no ser menos que sus compañeros, empezaron a caer los primeros litros de cerveza en el parque. Y cuando se quiso dar cuenta, el chaval estaba entrando en el edificio principal del campus de la universidad.

Habían pasado veintidós años, era una noche primaveral, con las calles abarrotadas celebrando las fiestas patronales de uno de los barrios de la gran ciudad. Fue entonces cuando el chaval la vio. Llevaba una camiseta de tirantes ajustada que resaltaba su piel morena, como si acabase de llegar de una isla, pero que en ella era un color natural. El pelo negro profundo de una noche sin luna, que siempre caracterizó a los dos hermanos. Aquellos labios finos que dibujaban una sonrisa que parecía un recuerdo lejano; los ojos de mirada magnética, que asustaban al chaval cuando sus intereses eran otros, pero que él nunca olvidó. La estuvo mirando largo rato, sin salir de su asombro, mientras bebía y departía con unos amigos; y ella hacía lo mismo, beber, reír, abrazarse con unos y otros. Finalmente, la mujer se dio cuenta de que se sentía observada. Sus ojos hipnóticos se dirigieron hacia el chaval, ahora un hombre cercano a los cuarenta. Se observaron durante un rato y por fin ella arqueó una ceja, hizo un gesto soltando una sonrisita, mezcla de recuerdo y picardía. Se acercó hasta su ubicación, abriéndose paso entre la multitud, mientras él sentía que su corazón se aceleraba. El hombre de ahora, en el fondo, se volvía a sentir como el chaval de antaño: le sudaban las manos, le temblaban las piernas, se le secaba la boca, y entonces recordó todas las veces que estuvo en casa del listillo, enfrascado en los juegos propuestos por él, pero con el rabillo del ojo observando aquella especie de diosa adolescente con la que descubrió, por primera vez, la carencia en el largo de una falda y aquellas líneas que delimitaron tantos suspiros sordos, tantos sueños desatinados.

Ella le recordó enseguida, incluso su nombre, algo que a él sorprendió gratamente. Le habló de los juegos con su hermano, de aquellas tardes eternas de imaginación desbocada en la que ella, muchas veces, fue testigo silenciosa. Y le confesó que siempre sintió envidia de ellos, de su amistad, de esa camaradería infranqueable, de aquellos juegos fascinantes. Y en la memoria de ambos se abrió una compuerta que ya iba a ser difícil cerrar.

Inevitablemente surgieron las preguntas normales en una situación así. Lo más duro para el chaval fue enterarse del destino sufrido por el abuelo, un par de años después de la gran batalla en casa del listillo. Le resultaba inimaginable pensar en aquel hombre lleno de vitalidad insultante, dispuesto a satisfacer los caprichos de aquellos dos locos bajitos que inventaban - un día sí y otro también - una realidad paralela y diminuta, asediado de manera cruel por La Parca maldita, disfrazada de enfermedad. Aguantó dos meses, resistiendo como si su vida fuese aquella colina que Errol Flynn y los suyos defendieron en Birmania. El hombre de ahora creyó que volvía a ser el chaval de hace más de veinte años. Sintió que su abuelo fue realmente aquel señor de bigote gracioso, regordete, de acento extraño, con sonrisa perenne y formas de otros tiempos… Y lamentó que no pudo estar allí para despedirse.

También supo que la madre volvió a Cataluña, tras conocer a otro hombre, y que había rehecho su vida; y que la bisabuela también murió, pero ya muy anciana y sin casi enterarse. Y no quisieron seguir hablando de cosas tristes, así que decidieron beber rodeados por la música de charanga; y cuando se quisieron dar cuenta se perdieron entre la multitud, sin rastro del grupo de amigos de ambos; y cuando también se quisieron dar cuenta, ella estaba besándole a él, apasionadamente, como si fuera un beso dilatado en el tiempo. Y el chaval olió de cerca esa piel que anheló siempre pero que parecía reconocer como un déja vu imperecedero. Y bebieron, y ella le invito a algo más que beber, y siguiendo al conejo blanco llegaron a la casa de ella, un pequeño piso en la zona bohemia donde todo artista iba a vivir. Y allí supo que eso es lo que era, una artista que había tomado la decoración como oficio, diseñando y dibujando platós en televisión, inspirándose en lo que una vez vio hacer a su hermano y a aquel amigo que pasaba largas horas en su casa.

Amaneció. El chaval se levantó mientras ella seguía durmiendo. Un dolor agudo le cruzaba desde la cuenca del ojo hasta la parte posterior de la cabeza. No podía ya con semejantes resacas. Buscó algo muy frío que beber, algo que sirviese de alivio a tal despertar. Encontró una frasca de cristal llena de agua, y fue entonces cuando vio la foto pegada en puerta del frigorífico. Era una foto antigua, en blanco y negro: salían ella y el listillo, en la edad del tiempo de los juegos. La observaba con detenimiento, cuando oyó la voz suave de la mujer que llegó por detrás, le abrazó y le empezó a susurrar algo al oído. Y a medida que las palabras de ella le llegaban, el chaval tuvo que cambiar el semblante de su cara, olvidó con esas palabras el dolor, lo olvidó todo.

El hombre regresó a casa y buscó en el pequeño trastero. Entre polvo y telarañas, abrió cajas de embalaje que hace años que dormían el sueño de los justos. En su interior: viejos libros, ropa y trastos de los más variados. Tuvo que buscar con insistencia hasta que en lo más profundo del cubículo fueron surgiendo, poco a poco, como en un desfile de otro tiempo, aquellas cajas que una vez le hicieron feliz. Y allí encontró al Octavo Ejército, aquellas míticas ratas del desierto que pusieron en jaque al genial Rommel, y a los paracaidistas, y a los australianos, y a las tropas de montaña de la Wehrmacht. Y también salieron a la luz los soldados napoleónicos que, como si nunca se hubiesen marchado, parecían saludarle. Allí estaba la Vieja Guardia Imperial, aquella que no se rendía jamás; y los escoceses de faldas verdes que aguantaron la carga de los coraceros; y la preciada artillería, cuyas pequeñas piezas de plástico suponían un drama cada vez que se perdían. Pero siguió buscando, tenía que encontrarlo, tenía que estar allí, junto al resto de soldaditos, junto al resto de tantos juegos lejanos. Por fin, tras desparramar en el suelo el contenido de todas las cajas, vio que algo resaltaba entre los cientos de pequeños hombrecitos de plástico. Una figura colorida llamó su atención. El chaval la recogió, observándola con detenimiento, intentando contener la emoción. Frente a él, montando un caballo blanco, con su uniforme pintado hasta el último detalle, el gorro calado y un manto rojo envolviéndole, se encontraba el Gran Emperador, aquel que no las tenía todas consigo… ese día, en Waterloo.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Señor Gonzo, escribe usted muy bien.

Su historia me ha emocionado y me ha hecho llorar, como algunas películas en el cine; menos mal que en casa no tengo espectadores que hagan que me avergüence de ello.

Luego le escribo algo normal, ahora solamente quiero que sepa que me ha gustado mucho.

Yago dijo...

Hijo, confieso que las dos primeras partes se me hicieron muy largas. Ésta, sin embargo, ha sido otra cosa. Tiene emoción y gancho. Preciosa historia.

Anónimo dijo...

Pues muchas gracias, no sabía donde poner la historia, si en la estantería, en la repisa, junto al tfno, y dije voy a colgarla en el bloggg

Ya en broma, era larga la historia y por ello la dividí, porque leer en pantalla de ordenador es agotador, y bastante que ustedes lo hayan hecho... y terminado. Sé que son largas las dos primeras partes y se centran en los juegos y batallas, pero para entender la última hay que entender las dos primeras...

Anónimo dijo...

No sé qué pensar de que el listillo desaparezca en la última parte de la historia... Me pregunto qué habrá sido de él y me deja más nostálgica.
Me han encantado las tres partes y eso que las secuencias largas de batallas me suelen hacer bostezar. Pues anoche no, y eso que leí la historia muy muy tarde. Escriba usted más, hijo mío.