domingo, 20 de enero de 2008

64

Dicen los libros de historia que no se llegó a producir un enfrentamiento directo entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante los años en que pugnaron en la conocida como Guerra Fría. Pero mienten. Sí que hubo un enfrentamiento directo. Hubo una batalla brutal que tuvo pendiente al mundo entero. Del resultado de esa batalla saldría vencedor un régimen que le permitiría presumir frente al resto del mundo que su sistema funcionaba, que su forma de ver la vida era el adecuado.

Desde la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética había dominado por completo las competiciones internacionales de ajedrez. Su jerarquía en el deporte mental por antonomasia les hacía presumir de ser superiores a Occidente. Todo aquel que ha jugado al ajedrez, aunque sea como entretenimiento, se da cuenta del desgaste que puede llegar a producir una simple partida. Si uno se esfuerza un poquito en pensar tres o cuatro jugadas con anticipación, sabe lo que es sufrir agotamiento al terminar. Un jugador de ajedrez sufre el mismo desgaste mental que un soldado raso bajo las bombas. De ahí que los Grandes Maestros, cuya vida está dedicada plenamente a este juego, conozcan de cerca las puertas de la locura. Es el juego de guerra por antonomasia, en el que se han basado todas las estrategias conocidas, una locura que se encierra en 64 casillas.

A principios de los años 50, en Chicago, un niño de seis años, taciturno y solitario, fascinado por los juegos de mesa y los rompecabezas, recibió un regalo de su hermana: era un ajedrez. Juntos estudiaron las instrucciones, y en unos días el niño dominaba el juego, y al cabo de poco tiempo no tenía con quien jugar porque ganaba con demasiada facilidad. Fue entonces cuando su madre, temiendo que el niño se quedase más solo de lo que ya estaba, envió un anuncio al periódico local, solicitando gente con la que jugar. El equipo editorial no sabía donde encajar el anuncio, ni en qué categoría colocarlo, así que lo enviaron a un veterano periodista de ajedrez, y lo que sucedió después, pasó a la historia: el periodista recomendó a la madre que llevara al chico a un club de ajedrez.

Durante un tiempo el niño fue entrenado por el presidente del propio club, alucinado ante la capacidad del chico, pero también frustrado por el carácter polémico del chaval. En el instituto al que acudía, donde el niño consideraba a los profesores como perfectos inútiles, se midió su cociente intelectual: estaba en un 184, por encima de la media de un superdotado, por encima del propio Albert Einstein. Y después el niño insistió a su madre para que le llevara a jugar al parque, en Brooklyn, allá donde se reunían toda una ralea variada de jugadores: desde ejecutivos a jugadores profesionales de incógnito, desde mendigos borrachos a estudiosos del ajedrez. Eran partidas donde los billetes iban de una mano a otra. Partidas rápidas, de pura agilidad mental, en un ambiente poco recomendable. Y llevaron al niño. Y los ganó a todos. Aun así todavía no se le podía considerar un niño prodigio, pero fue a partir de los 11 años cuando empezó a ser bueno, bueno de verdad.

En la isla, todos le esperaban. ¿Vendría? ¿Se presentaría? Impuso unas condiciones que molestaron a todo el mundo: la Federación Internacional de Ajedrez, los organizadores, los contrarios, los suyos. Exigió más dinero para jugar, y fue un empresario inglés quien subió la bolsa en 125.000 dólares. Nunca un ajedrecista había ganado tanto dinero, pero toda cantidad era poca por ver semejante partida. Insultó a los islandeses, insultó a los poderosos soviéticos. Dijo que no pensaba jugar, que le iban a hacer una encerrona. Y el propio Kissinger tuvo que intervenir. Le conminó para que jugara por su país y que derrotase a los comunistas. Todo dependía de él, todos estarían pendientes de él.

A las cinco de la tarde del martes 11 de julio de 1972, las entradas del recinto del palacio de deportes, el Laugardalsholl en Reikiavik, estaban agotadas. Borís Vasilievich Spasski, de 24 años, campeón del mundo de ajedrez que defendía el título, un hombre sensible y tranquilo del que dudaban las propias autoridades soviéticas, estaba solo ante el tablero. Jugaba con blancas. El árbitro alemán Lothar Schmid puso en marcha el reloj. Spasski levantó el peón de la reina y lo avanzó dos casillas. Había empezado la que se denominó “partida del siglo”, pero al otro lado del tablero, la silla estaba vacía. Pasados varios minutos, con todos pendientes de la puerta, un hombre joven, alto, delgado, entró en la sala, para alivio de todo el mundo. El niño solitario de antaño, el hijo de una judía a la que investigó el FBI por espionaje, y cuyo padre dicen que fue un científico húngaro, se sentó, levantó el caballo del rey negro y lo colocó en f6. Y el mundo respiró.

Perdió las dos primeras partidas, pero después arrasó a Spasski. De hecho, el ruso llegó a decir que jugar contra él no era una cuestión de ganar o perder, sino de sobrevivir. Muchos dicen que algunas de sus partidas eran obras de arte, jugaba creando, al ataque, siempre al ataque, el mero hecho de pedir tablas no pasaba por su compleja cabeza. Volvió triunfante al país que, años más tarde, le declaró traidor y al que nunca pudo regresar. Entonces hizo su mejor jugada maestra… desparecer.

Unos años después, no se presentó para revalidar su título ante otro joven prodigio soviético llamado Karpov. Perdió por incomparecencia. El propio Karpov reconoció más tarde que si hubiese comparecido, las posibilidades que tenía de ganar al americano eran muy pocas. En 1992, volvió a reaparecer, pero sólo para jugar contra su antiguo gran rival, Spasski. El ruso, ya por esa época nacionalizado francés, se convirtió en uno de sus pocos amigos, de los pocos que aguantaban su carácter insoportable y atormentado. Y volvió a ganarle, y en su país le declararon traidor por jugar en Belgrado, rompiendo el embargo que había contra Yugoeslavia. Y tras ganar de nuevo, volvió a desparecer.

Cuenta la leyenda que durante todo ese tiempo en que no hubo ni rastro de él, que no se sabía siquiera si seguía vivo, cuando ya Internet lo había revolucionado todo y en donde los Grandes Maestros jugaban con seudónimos para impedir que sus rivales estudiasen sus partidas y sus tácticas, se rumoreaba que uno de esos seudónimos machacaba a todos sus contrincantes con pasmosa facilidad. “Él ha vuelto”, decían. Porque todos le esperaban, al fin y al cabo. Pero nunca regresó. Realmente siempre se quedó jugando en aquel palacio de Reikiavik, donde algunas de sus partidas los entendidos la comparan a la Novena de Beethoven.

Robert James Fisher (Bobby Fisher) murió el pasado viernes 18 de enero, en Reikiavik, a la edad de 64 años… No podía ser otro número.



7 comentarios:

Anónimo dijo...

Brillante, señor Gonzo.

El ajedrez es fascinante, toda una metáfora del mundo.

De hecho, el tablero es como un pequeño mundo perfecto donde los más inteligenets ganan y las reglas se respetan.

Cifras, estadísticas, proyecciones de probabilidades, números... Y un poco de humanidad, el factor sorpresa, la creatividad, incluso la suerte.

Decía Bobby Fisher que "el ajedrez es la vida". Yo diría que una partida con Bobby Fisher no debía ser una cuestión de vida o muerte, sino mucho más que simplemente eso.

¿Sabía usted que Bobby Fisher y Alfredo Landa tienen algo en común?

Landa trabajó en la película "Sinatra" (1988), junto a Ana Obregón.

Tres años antes, Anita Siliconas estuvo, no me pregunte por qué, en el show de Johnny Carson ("The Tonight Show Starring Johnny Carson" , concretamente el 17 de diciembre de 1985.

Y Bobby checkmate Fisher acudió el 8 de noviembre de 1972 a ese mismo programa.

Conexiones.

Números.

Estadísticas...

Brillante, señor Gonzo. Sus textos brillan como el reflejo de los focos del Palacio de Deportes de Rejkiavik aquella tarde, focos que se reflejaban en la superficie pulida del tablero. Seguro que la sombra de Fisher ensombrecía la mitad de los escaques.

Gonzalo Visedo dijo...

Pues muchas gracias, me alegra que le molen a alguien las historias... Iba a publicar otra, que también tenía relación con los juegos, pero la muerte de Fisher me hizo recapacitar... Siempre me llamó la atención su figura, pese a que en el trato cercano debía ser ejecutable... Y peculiar la relación de Anita Obregón y fisher... Yo tb tengo algo que ver con ella, todavía guardo un fotogramas donde salen anunciando semejante film, con Landa de prota... Por cierto, Landa hace los mejores dry martinis del mundo...Por qué lo sé... Pues porque los he tomado, hechos por él... de ahí mi conexión con la Obregón, y tb con Fisher.

blabla dijo...

Nñz, que bonito leerte ¡ otra ¡ otra ¡ otra ¡

Juanjo Ramírez dijo...

Me ha encantado este post!

Genial.

El otro día me contaron alguna anécdota sobre Bobby Fisher, pero no la recuerdo.

¿Has escuchado esa leyenda urbana sobre el tipo que inventó el ajedrez? El emperador de turno le preguntó que qué regalo deseaba como premio por haber inventado el juego.

El inventor dijo que quería un grano de arroz en la primera casilla. En la segunda casilla, el doble (dos grano), en la tercera, el doble de los anteriores (seis granos) y así sucesivamente con las 64 casillas.

Resulta que no había en el imperio arroz suficiente para pagar al buen señor.

No sé si he contado bien la anécdota o no.

Un abrazo!

Gonzalo Visedo dijo...

Gracias blablabla, me seguirás leyendo, si no decaigo, me caigo, o me llama Stevie (pa los amiguetes) para hacer la quinta parte de Indiana Jones.
Está bien contada Juanjo, la desconocía... Hace tiempo leí un best seller muy conocido llamado "el ocho"... Bueno, no estaba mal, era en plan intriga, pero lo mejor del libro era la historia del tablero de ajedrez, y como pasa de mano en mano a lo largo de la Historia.

Anónimo dijo...

Muy bien contada, algunas anécdotas no las conocía ;). Por cierto las dos primeras partidas que perdió contra Spassky que las abandonó sin apenas jugar por la presencia de cámaras, y consiguió lo que se proponía: jugó el resto de partidas sin cámaras y remontó, vaya que si remontó.

Interesante blog. Saludos ;)

Gonzalo Visedo dijo...

Bienvenido airon... Hay muchas más anédotas sobre este personaje trágico, genial y singular... Y hay muchas publicaciones sobre él, pero recientemente se ha traducido un libro fundamental sobre aquella mítica partida, que no sé si conoces, pero que recomiendo... Se llama "Bobby Fisher se fue a la guerra", publicado por Debate