martes, 15 de enero de 2008

Si se mueven, mátalos

Un grupo de niños juega en el polvoriento camino de entrada al pueblo. Hay niños blancos, pero también algunos mestizos. A veces, las razas se unen para ser crueles. Forman una especie de círculo con unos palitos clavados en la tierra, simulando un pequeño circo donde se celebra el espectáculo del que disfrutan con grandes e inocentes sonrisas. Dentro de los confines que marca el improvisado ruedo, se encuentran varios escorpiones, bichos que a todos nos han hecho dar más de un salto cuando te los encuentras. Pero, en esta ocasión, sientes lo contrario: admiración. Lo que provoca la risa de los jodidos e inocentes niños son los centenares, o miles, de hormigas rojas que están dando buena cuenta de ellos. Es un linchamiento en toda regla, una matanza impune. Los escorpiones, pese a ello, luchan, se defienden, pero es inútil, sus poderosos aguijones de nada les sirve ante semejante marabunta. Y los niños descojonaos, y sólo vuelven la cabeza cuando se dan cuenta que unos jinetes se acercan al pueblo. Son soldados del ejército, pero no van de azul, ni son de la caballería, esos tiempos ya pasaron. Estamos a principios del s. XX, el ocaso del Oeste.

El grupo lo encabeza un tipo con bigote, de rostro adusto, horadado de surcos provocados por el viento del desierto, sin noticas del botox. Tras él, otros cuatro hombres: uno gordo, con cara simpática; dos más, con barbas y bigotes descuidados, con pinta de todo menos de soldados; y un cuarto, de rasgos hispanos.

El tipo de bigote, al pasar junto a los niños, los mira de manera displicente, parece tener la mente en otro sitio. El gordo se levanta algo de su montura, curioso por ver lo que hacen. Se dibuja el horror en su mirada. Cuando ha pasado el grupo, los críos siguen a lo suyo, con ese pequeño genocidio escorpión, que para eso no saben lo que hacen, o sí. Desde nuestro nacimiento llevamos un gen criminal. ¿Quién no hecho matanzas de hormigas, o atacado nidos de avispas? Yo lo hice, debo reconocerlo. Pero un día una avispa me enfiló de frente, con la jeta torcida, el ceño en tensión y gesto de encabronamiento, directa a por mí. “¡¡¡Te vas a enterar, gafotas hijoputa!!!”, creo que llegué escuchar. El aguijonazo me atravesó el vaquero, pero si hubiera llevado neopreno también lo hubiera traspasado. No volví a matar ninguna avispa en mi vida. Arrepentidos los quiere Dios, que decía el padre Miguel, antes de cruzarte amistosamente la cara, claro.

El grupo llega al pueblo, donde hay una especie de manifestación cristiana, muy al estilo de las que se celebran en la plaza de Colón, pero sin obispos, y con más polvo en el ambiente… del desierto, claro. Los cinco jinetes desmontan. A ellos se unen otros dos más, uno muy jovencito y con cara de perturbado. Los soldados se dirigen hacia el banco. Llevan sus armas y las alforjas. ¿Vendrán a depositar fondos del cuartel?, ¿a escoltar algo o a alguien? Antes de llegar a la puerta, el tipo de bigote tropieza con una ancianita a la que se le caen unas cajas que lleva consigo. El militar se agacha a recogerlas y, con una educación de otros tiempos, se disculpa. El gordito de cara simpática, servicial, le coge las cajas a la ancianita para llevarlas en su lugar. El tío de bigote coge el brazo de la buena señora, y el grupo entero le escolta hasta llegar a la puerta del banco.

Al mismo tiempo, en un tejado del edificio de enfrente, alguien avisa a otro tipo, que espera medio dormido. Su rostro, al igual que el soldado de bigote, también está marcado por el tiempo e infinitas batallas. Mira hacia la calle. Enseguida reconoce a los soldados, le resultan familiares. “Son ellos”, llega a decir. Luego vuelve la cabeza. Agazapados, en el techo del edificio, un numeroso grupo de hombres armados hasta los dientes, pero con pinta de desarrapados, esperan su señal. La mirada del hombre lo dice todo, debe resignarse con lo que tiene.

Los soldados entran ordenadamente en la oficina, donde unos chupatintas discuten lo que hoy sería el precio de una hipoteca. Uno de ellos, al verles entrar, pregunta servicial qué desean. El tipo del bigote, todo educación hasta ese momento, agarra del cuello al oficinista, lo tira por la escalera, mientras sus compañeros se lían a culatazos con el resto de empleados y clientes. ¡Ha llegado el grupo salvaje! (The wild bunch). Y entonces el tipo del bigote se vuelve hacia el joven con cara de perturbado y le ordena: “si se mueven, mátalos”.

Desde ese momento hasta el final vamos a ver las correrías de la última banda de filibusteros al otro lado de la frontera. Se ríen a carcajadas, cuando unos instantes antes han estado a punto de matarse entre ellos por cualquier discusión absurda. Roban al ejército, a los bancos, al ferrocarril. No tienen ideología, ni manías especiales, se la pelan unos u otros. No dudan, no tienen escrúpulos, beben como cabrones, son unos puteros insaciables, y es mejor cederles la silla cuando entran en un bar. Pese a todo, son testigos del cambio de siglo, del fin de una época, del comienzo de una revolución encabezada por los desfavorecidos. Ya no tienen cabida, son los últimos de su especie. Entre ellos pueden matarse, pelearse y odiarse, pero si alguien se le ocurre secuestrar y torturar a un miembro del grupo, puede darse por jodido.

Siempre he querido emular al grupo salvaje. Particularmente, si fuese un malote que te cagas, mi sueño es llegar a un bar (o restaurante, en especial el sábado por la noche) y, al ver que no hay mesas libres, desalojar una de ellas lanzando a sus ocupantes contra la barra, luego agarrar de la pechera al de la mesa de al lado, que me mira mal, y soltarle “¡¡¡¿y tú qué cojones miras?!!!, para, una vez sentado y con todos los del alrededor acojonados, comprobar que la rubia que me acompaña se mete debajo de la mesa y entonces… Pues eso, un malote de la hostia. Lamentablemente, no soy Pike Bishop (el gran William Holden) ni me rodeo del grupo salvaje. Vuelvo a la realidad (¿POR QUEEEEEÉ?), para ser consecuente con las palabras de Ray Liotta al final de “Uno de los nuestros”, cuando deja de ser un gánster y se convierte en un señor normal: “ahora soy un gilipollas cualquiera”.

Y eso es lo que soy, un gilipollas del montón. Pero un gilipollas al que le se le quedó grabado en la memoria el elemento vital de esta historia de otros tiempos, el tema que realmente me conmovió y que resulta difícil encontrar por ahí, en la vida real. Se conoce en términos etimológicos como lealtad. Tan difícil de encontrar con un farol, como el hombre honrado que buscaba el genial y peculiar Diógenes. De hecho, a veces son más fiables los enemigos acérrimos que ciertos tipos de amigos, al menos de los primeros ya sabes lo que piensan de ti. Con la deslealtad de un amigo se te queda la misma cara de gilipollas que frente a Marieta, la bella y la traidora, de la canción de la Mandrágora. Y es que hay gente que presume de ser tu colega (los peores, aquellos que te lo recuerdan constantemente de viva voz), pero cuando llega el momento de la verdad, cuando los hechos son necesarios y sobran las palabras, cuando hay que mojarse y no quedarse en medio, arrimarse y cubrir las espaldas, bogar en la misma dirección… Estos grandes vendedores, desaparecen.

Por eso me refugio de nuevo en la ficción, vuelvo a mi ensoñación donde cabalgo con el grupo salvaje, repartiendo estopa a todo dios, riendo a mandíbula batiente, emborrachándome hasta el amanecer y yéndome de putas en pueblos de mala muerte, para, luego, terminar rodeado de centenares de hormigas rojas a las que suelto aguijonazos a diestro y siniestro, con la seguridad de que alguien me cubre la espalda… hasta el final.


10 comentarios:

Anónimo dijo...

Sigue siendo usted un maestro en el arte de contar historias.

Cuando le leo saco el niño vestido de marinerito que tengo en mi interior, me siento en la silla de oficina con los pies colgando y mi boca queda entreabierta mientras los ojos nadan por ese mar lleno de perlas negras que usted genera con las teclas.

No pare, please. Si deja de escribir historias no le mataré, pero el niño vestido de marinero llorará. Un poco.

Anónimo dijo...

Le voy a dejar esto para que vea que los sueños casi no cuestan dinero. Lo que cuesta es estar despierto.

http://fogonazos.blogspot.com/2008/01/normanda-de-bajo-presupuesto.html

Pablo Gonzalo dijo...

Ya sé que no es el tema principal, pero comentar que los niños son muy cabrones, eso es cierto. Todos menos yo, que era muy bueno y claro, por eso no me comía ni un rosco.

Hay niños cabrones que de mayores son buena gente y niños cabrones que de mayores siguen siendo cabrones. Yo, si hubiera podido elegir, me hubiera gustado ser más cabrón de niño y buena gente ahora.

Por variar, más que nada.

Gonzalo Visedo dijo...

Pues nada, niño marinero, muy interesante su blog, sobre todo he flipado con el vídeo de omaha, y tiene razón, somos poco espabilados para algunas cosas. Tb me molan los aviones... Hice la enciclopedia de aeronáutica en mi tierna infancia...

No se preocupe, seguiré quemando mis cada vez más escasa neuronas para contar cosillas.

En cuanto a usted Ciabogas, le entiendo, pero hay niños cabrones que ahora les ves tan familiares, que casi preferiría que hubiesen acabado en el trullo...dan menos grima

Juanjo Ramírez dijo...

Menos mal que has escogido la única peli de Peckinpah que he visto. De lo contrario, quedaría aquí como el tremendo inculto que soy.

Gran peli, la del Wild Bunch.

Y encima mencionas algunos de los elementos de mi altar personal: "Uno de los nuestros", Diógenes, Marieta...

El asunto de la amistad es complicado. Me remito al post anterior: "Aaaahhhh los goonies..."

"Si Anabelita se fueeera con otroooooo..."

Anónimo dijo...

Marieta me recuerda a Patricia, una de los veranos en Guardamar, que hacía manitas conmigo y se daba el lote con el líder de la pandilla, y que en parte lo entiendo, porque el tío era más mayor que yo, estaba atlético, y el jodío tenía gracia, hasta me caía bien peses alevantarme a la chica que me molaba... Patricia, la bella, la traidora, la muy pu...

Oiga, Ramírez, me ha encantado de su bloig su artículo sobre el freak (yo nunca me he sentido ni freak...soy tan freak, que hasta ni pertenezco al grupo), pero me siento completamente identificado con su colega que enterraba los Gi y Joe... Le comprendo, coño...

No se lo pierdan:

http://juanjopeanuts.blogspot.com/2008/01/freak.html

Juanjo Ramírez dijo...

Mil gracias, señor Gonzo.

Con respecto a si salgo de cañas por ahí, por supuesto que salgo, que pa eso siempre hay tiempo.

De hecho, hoy ha caído una salida improvisada con Raúl a tomar unas Guinnes y (precisamente) hemos hablado (entre otras cosas) de que usted nos debe un Estocolmo.

Gonzalo Visedo dijo...

Pues el lunes o martes tengo que ver a mi entrañable y disoluto hermano sobre un tema de story boards, que pa eso el chaval tiene talento pa eso del dibujo y lo visual, y de paso enderazarle en la vida por una senda moral, así que espero poder verle.

Juanjo Ramírez dijo...

Eso está hecho, señor Gonzo.

Cayetana Altovoltaje dijo...

Todos tenemos pies de barro. La lección más valiosa que llevo aprendiendo desde que tengo 0 años es que hay que saber comprender, perdonar, y ponerse en el lugar del otro. Porque hoy igual me falla ese amigo, pero mañana igual le fallo yo.

Pero tu artículo dice muchas más cosas fascinantes. Mi hermano, una de las personas más buenazas que conozco, se pasó su infancia arrancándole alas a las moscas y patas a los saltamontes y estudiando sus reacciones. Yo me limitaba a ser espectadora pasiva. Salvo el día que le convencí para que le diera un cigarrillo a un sapo, porque me habían dicho que explotaban.

Era cierto.

Tuvimos una infancia bastante salvaje.