domingo, 30 de enero de 2011

Hombres libres

(El pastor verdadero nunca abandona al rebaño cuando viene el lobo)

Me crié junto a ellos durante muchos años. Eran tipos con sotana y tendencia a soltar la mano. Era tímido y callado, pese a ello me reventaron la cara alguna que otra vez sin saber muy bien por qué. Me llevé más en el patio, donde los lobos abundaban. Si a eso le unes una familia católica, apostólica y de extremas derechas, la consecuencia no puede ser otra: una especie de retortijón interior que me obliga a levantar la voz cuando me encuentro en un lugar donde abunda el monólogo mental, ideológico o religioso. Una sensación de gritar y buscar bronca allá donde todos asienten inmaculados. Un ateísmo y descreimiento por casi todo y en casi todos. Sí, qué le vamos a hacer, pero bueno, no hay marcha atrás, no me voy a hacer cura a estas alturas del partido, ni me voy a convertir en Emilio Aragón y hacer humor blanco e inmaculado, ni voy a hacer la pelota ni restregar espaldas para que alguien me ayude o esté junto a mí. Supongo que debo vivir con ello y sus consecuencias. Es lo que hay.

Pese a todo, siempre había algún que otro ensotanado al que hubiese salvado de una imaginaria revolución sangrienta. Siempre había algún tipo que era consciente de la importancia de su labor pedagógica con edades donde se forman los futuros caracteres de las personas. Tipos que no miraban la chequera de papá y que podían llegar a entender que no todos salen igual ni todos pueden ser iguales. Que si algún chaval salía conflictivo no era solución machacarle todavía más. Que no todos tenían familias ejemplares y estables. Eran muy pocos, lamentablemente, y no solían tener fuerza. Lo normal era hundir en la miseria a todo aquel que se saltase el paso, o no marcase la línea señalada como lo que “debe ser la vida”, que dicen algunos.

Todo eso pasaba por mi mente cuando me senté a ver la película francesa “De dioses y hombres” de Xavier Beauois, una de las pelis más laureadas del año, aunque también de las más vilipendiadas por algunos de los guays de siempre, acusándola de católica, apostólica y romana. El otro motivo para ir a verla era la presencia de un actor que es una especia de leyenda andante y que, ahora en su senectud, sigue dando recitales de interpretación. Uno de esos secundarios que han hecho del cine un motivo de salvación. Se llama Michael Lonsdale, ha trabajado con los más grandes de su país (Truffaut, Malle, Annaud) y de fuera de su país (Spielberg, Zinnemann). Ha protagonizado el mejor cine en francés e inglés del último medio siglo pasado y principios de éste (incluso fue villano en “Moonraker”, una peli de James Bond, lo que ya me hizo rendirme a sus pies).

Para los que no lo sepan, la historia cuenta el desgarrador drama de ocho monjes cistercienses en la Argelia de 1996, es decir, en aquel tiempo en el que los lobos, ya fuesen barbudos iluminados o uniformados del ejército gubernamental, arrasaban a sangre y fuego unos de los países más grandes y despoblados del mundo.

Estos monjes basan su vida monástica en la Biblia, según la Regla de San Benito (siglo VII), por la cual optan la mayor parte del tiempo por el silencio, no practican el proselitismo ni tratan de evangelizar, oran siete veces al día, viven de lo que les da la tierra, albergan al prójimo y comparten lo que tienen con él, en especial si es pobre y extranjero. Fomentan las relaciones con los vecinos, sobre todo durante periodos de inseguridad y restricción. Y eso es precisamente lo que esos monjes, que fueron reales, practicaron en tiempos oscuros, en una tierra extraña para ellos, donde convivieron con musulmanes y ayudaron, incluso, al lobo que les amenazaba con morderles el cuello.

La película, de ritmo lento y parsimonioso, acorde a la meditación y oración que rige la vida de estos tipos, sin embargo, tiene momentos de verdadera emoción. Nos cuenta la duda existencial que atormenta las conciencias de unos hombres de paz que, como haríamos todos, quieren conservar el pellejo, estando acosados por unos y otros, sabedores de que les quedan dos telediarios como se queden allí. Cualquiera de nosotros, seres de consumo racionales, hubiésemos tomado las de Villadiego. Al parecer eso mismo pensó toda la sociedad francesa tras enterarse de lo que allí ocurrió. Nadie entendió la decisión de estos anacrónicos seres a los que no les invade la codicia ni el consumo. Nadie comprendió que, pese a los avisos y advertencias, pese a las sugerencias de los gobiernos francés y argelino, no abandonasen el barco.

Hay un momento sublime de la película (uno de ellos) en el que uno de los monjes, durante una de las reuniones que tienen para tomar una decisión que ha de ser conjunta sobre si marchar o no (nada de que cada uno decida lo que quiera), sabedores como son de que el pueblo junto al monasterio depende de ellos, de su consulta médica, de su huerto; como decía, en una de esas reuniones, uno de ellos dice una frase que puede resultar absurda y kamikaze, pero que no deja de ser honesta, épica y clarividente: “el pastor verdadero nunca abandona al rebaño cuando viene el lobo”. Pero no crean que la película trata de magnificar esa decisión suicida que tomaron estos ocho monjes en medio de la tempestad; al contrario, la narración nos cuenta las terribles dudas existenciales que acucian la conciencia de estos hombres humildes, la necesidad que tienen todos ellos de vivir, aunque hayan elegido una vida de retiro, silencio y meditación. La escena de la cena, con los monjes riendo y recordando sus vidas en silencio, conocedores de su destino, con la música de “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky de fondo, pone un nudo en la garganta, por muy machote que uno sea, incluso estando atufado de calor como estaba yo en esos infames cines con nombre de insigne compositor de ópera.

Pero si hay una escena con la que me tengo que quedar, ésa es la que protagoniza, cómo no, mi venerado Michael Lonsdale. Es un diálogo en el que Luc, el cura anciano y asmático que a su vez es médico, expone a Christian (Lambert Wilson), el prior, su intención de quedarse en el monasterio. Y entre otras cosas le confiesa resignado que a esas alturas de su vida (él que tuvo que lidiar con el mismísimo diablo, es decir, los nazis), no teme a terroristas y ejércitos, ya poco le pueden hacer, entre otras cosas porque se siente un hombre libre y, por tanto, ni la muerte ya le asusta.

En fin, ya saben, como dice el hombre sabio: esto es como todo y para gustos los colores. Pueden quedarse en sus casas con el culo acomodado bajando películas y viendo televisión para gilipollas, o bien pueden levantarse y hacer muchas otras cosas, entre ellas ver esta magnífica, dura y emotiva película que les permitirá sentirse, aunque sea durante un rato, hombres libres.


3 comentarios:

Yago dijo...

La apuntaré hijo, aunque antes tengo una cita con Eastwood (espero que hoy) y otra con Colin Firth...

Anónimo dijo...

"Si a eso le unes una familia católica, apostólica y de extremas derechas".

Creo que ha "esa" familia le debes mucho y, eso que es de "extrema derecha".

Gonzalo Visedo dijo...

no tanto, no creas... yo debo poco a nadie, salvo a mi anciana madre... y firma, no me gustan los anónimos.