lunes, 3 de mayo de 2010

El paciente gallego

No recorrió el desierto en busca de pinturas rupestres. No tuvo un tórrido romance con una noble inglesa. No fue un espía nazi a las órdenes del Zorro del Desierto. Tampoco le cuidó en sus últimos días una abnegada enfermera canadiense, allá en un monasterio de La Toscana italiana. No, su vida no tuvo esos elementos de película o de novela, ni millones de personas se emocionaron con su historia. Su existencia no la glosó un conocido escritor canadiense llamado Ondaatje, ni la llevó al cine un fallecido director inglés llamado Minghella, que creó un clásico imperecedero. No, no es una historia como la del explorador húngaro al que confundieron con un paciente inglés. Lo que les voy a contar es algo más simple que eso. La vida de la que voy a escribir apenas ocupó unas líneas en los diarios. Es la historia de un hombre que nació, vivió y murió en un mismo lugar, allá en un hospital perdido de Galicia. Por darle un tono más emocionante, digamos que es la historia del paciente gallego.

Uno, con el tiempo, coge el periódico con cierta pereza y escepticismo. Lee sin interés lo que ocurre alrededor y lo que pasa más allá. Sin embargo, superada la actualidad de las primeras páginas, es en el interior donde uno halla la mejor materia para encontrar noticias curiosas, donde se encuentran las mejores crónicas. Páginas perdidas que supuestamente a nadie interesan, pero que es donde se encuentra el mejor poso de auténticas historias.

Hace unos días, en la sección de Sociedad del periódico que loa las virtudes de la monarquía a través de una grapa, encontré una pequeña noticia que enseguida llamó mi atención. La reseña informaba del fallecimiento en el hospital provincial de Pontevedra de Agapito Pazos Méndez, a los 79 años de edad.

¿Y quién era este hombre para que su deceso llamase la atención del periódico? ¿Qué tenía de interesante su historia que no tengan las de centenares de personas que fallecen cada día? Probablemente nada si pensamos que toda muerte es el epílogo de una historia, una de las muchas que conforman este mundo que poblamos. Y seguramente para familiares, amigos y conocidos, siempre son especiales, pero sólo para ellos. Así que, ¿por qué algunas merecen la pena que todo el mundo las conozca? ¿Por qué ciertas vidas han ser contadas en imágenes, palabras o notas musicales? Quizás porque ellas dan sentido a la pregunta que todos nos hacemos desde siempre: ¿qué hacemos aquí?

Agapito nació en el año 1931 y fue abandonado a los tres años de edad en un cajón. Fue recogido por el personal del centro hospitalario en el que murió hace unos días. Enseguida se le detecto espina bífida, es decir, una putada genética que te impide mover como cualquier persona normal. En el caso de nuestro paciente gallego se vio condenado a una silla de ruedas, algo con lo que poder solventar de alguna forma la atrofia en cuatro de sus extremidades. Y fue así como el hospital se convirtió en su único hogar y el personal del mismo en su única familia.

Al parecer, durante los 79 años de su vida, Agapito se dedicó a trabajar en el centro sanitario, a pesar de sus claras limitaciones. Guardaba las llaves de la gaveta de medicamentos y vigilaba a los pacientes con la misma atención con la que le vigilaron a él en su momento. En todo ese tiempo nunca salió del hospital y sólo en una ocasión lo hizo. Fue a los 60 años, cuando uno de los trabajadores del centro se lo llevó para ver el mar.

Casi un siglo ante sus ojos: guerras civiles, guerras mundiales, revoluciones, masacres, dictaduras, democracias, descubrimientos, avances, viajes más allá de Orion. Y todo eso lo contempló Agapito desde su silla de ruedas, en su pequeño rincón del mundo. Y también vio pasar a los que allí trabajaban, que luego marchaban, mientras él permanecía. Y pacientes que llegaban, se recuperaban, morían, mientras él persistía. Según cuenta la noticia, el día de su sepelio, no faltó nadie. Todos le acompañaron en su último viaje. Por fin abandonaba el único lugar que pudo conocer.

¿Ahora ya comprenden lo especial de esta noticia? ¿Ahora entienden la grandeza de estas pequeñas historias? Hagan todos, por un momento, un ejercicio de memoria: recuerden su pasado, su infancia, su adolescencia, su juventud, su madurez. Todos esos momentos vitales unidos a distintos lugares. Incluso aunque hayan vivido siempre en la misma ciudad, los recuerdos irán unidos a casas, calles, parques, plazas, todos ellos sitios diferentes. Y si nunca viajaron es porque así lo decidieron. Ustedes pudieron elegir, mientras que Agapito nunca lo pudo hacer. Ahora póngase en su lugar por un instante, imaginen por un momento: recuerdos atados a los mismos pasillos, a las mismas paredes, a la misma visión desde una ventana.

En la noticia se leía que era una historia enternecedora, no exenta de dureza. Puede ser. Yo prefiero pensar que Agapito nunca sintió nostalgia por lugares a los que no pudo ir, ni mundos que pudo descubrir, ni mares que pudo navegar. Quiero imaginar que siempre fue feliz entre los muros de ese edificio y que nunca sintió la necesidad de tener que usar la imaginación para huir de ellos. Quiero creer que ojalá fuera así.


1 comentario:

Cayetana Altovoltaje dijo...

Buena historia. En el polo opuesto, te dejo ésta:
http://www.lifedesigned.net/Badass87Radio/?p=501
(y entrelazar dos historias así daría para un largometraje megajitazo jolibudiense, ¡no te digo más!)

En cuanto al paciente inglés... uno de los pocos casos en los que la película es bastante mejor que el libro.