miércoles, 12 de mayo de 2010

El camino

¿Sabían ustedes que soy huérfano? No, no vayan a pensar que no tuve padres. Sí, eso sí tuve, como casi todo el mundo. Prefiero no imaginar lo duro que debe ser crecer con ese sentimiento orfandad, aunque también es cierto que dependiendo del tipo de progenitores que te toque en suerte, es casi mejor ser huérfano. Pero en líneas generales nadie desea crecer en el mundo de forma tan desvalida. Debo matizar: simplemente he sido un huérfano intelectual, o emocional, o espiritual, que queda menos pretencioso. Me explico: digamos que nunca tuve un referente, un guía al que seguir, un ejemplo que me inspirase. Hablo de alguien de carne y hueso.

Suele ser habitual encontrar un ejemplo inspirador, una persona que te ayudó en un momento crucial, o te enseñó el camino que tomar, o te resolvió ciertas dudas existenciales. Alguien al que admiraste. En ocasiones ese ser inspirador puede tener forma de padre (o madre), de amigo, de compañero, de maestro. Éste último suele poblar el subconsciente emocional de mucha gente. La gente recuerda profesores que le sirvieron de inspiración para elegir un camino en la vida. Alguien cuyas enseñanzas despejaron la espesa selva que es el recorrido de la vida. Maestros, profesores, personas que te recogen en el momento crucial, cuando sólo eres un saco de hormonas lleno de dudas y miedos.

Sin embargo, en ocasiones, esa inspiración no llega, esa guía no se encuentra, esa mano amiga no aparece. Uno va a ciegas, no conoce el camino, no hay una luz amiga que te diga “por aquí sopla”. Dudas si te equivocarás, si elegirás bien, si no la cagarás. ¿Qué haces en esos casos? Lo más fácil es seguir a la manada. Si ellos van por allí, yo debo ir por ahí porque será lo correcto, lo suyo, lo marcado, lo normal.

No tuve ejemplos inspiradores que yo recuerde, nadie del que a día de hoy pueda decir: “joder, recuerdo a este tipo y lo que decía”. Me siento como un discapacitado de la nostalgia. Nadie me guió y por tanto seguí un extraño camino. Sabía lo que quería hacer, pero no me atrevía a expresarlo, supongo que como tantos otros. Quería contar historias en imágenes, pero cómo se lo dices a un padre con forma de armario y que viste de militar de otra época. También comprendo que debe ser complejo para alguien que desea lo mejor para su vástago que te llegue y te diga: “quiero hacer cine”. Yo ni siquiera me atreví a decirlo directamente, sino que usé el eufemismo de querer estudiar imagen y sonido, una extraña carrera donde se supone empiezan todos los que desean hacer algo parecido a cine.

Mi padre no me dio un “no” por respuesta a tan peculiar forma de ganarse la vida. Curiosamente fue el sistema, o mejor las notas, los que me dijeron “va a ser que no, chaval”. Luego, frustrado por no obtener la media necesaria, busqué otras opciones privadas, pero al ver los precios fue entonces cuando mi padre sacó a relucir esa frase tan universal y que revolotea por ciertas familias en las que los polluelos empiezan a caminar: “estudia una carrera seria y ya tendrás tiempo para esas cosas”.

Esas cosas, tiene gracia. Es lógica la respuesta. No justifico la ceguera de mi padre, se entiende ese tipo de reacción, sobre todo viviendo en otros tiempos pretéritos. Luego, de una forma o de otra, uno acaba haciendo lo que quiere si realmente lo quiere y lo desea. Pero de aquel periodo, de aquella decisión, de aquel camino que tomé en el bosque, eché de menos un guía, una inspiración, un farol al que seguir. Ni siquiera sé por qué me empezó a gustar tanto el cine, ni el catalizador, ni cómo llegué a ello, pero sí el día que me dije a mí mismo “a la mierda con todo, tengo que intentarlo”.

Cuento todo esto porque el otro día volví a ver “El club de los poetas muertos”. Peli de finales de los ochenta, inspiradora para tanta gente, pero que también es denostada por unos cuantos, que es lo que suele ocurrir cuando se ha hecho algo grande. Hacía tiempo que no la veía. Ese épico final del “¡oh, capitán, mi capitán! (de los que se suben a la mesa me sentí orgulloso del gafotas que moquea y que es objeto de burla durante toda el metraje, ¡¡con dos eggs!!) me sigue emocionando igual que cuando era jovencillo, lo mismo que me pone la carne de gallina la música de gaitas del gran Maurice Jarre y la despedida de Keating (Thank you, boys... Thank you). Creo que la película no envejece y por lo que leí en internet sobre ella, en comentarios y críticas, sigue resultando inspiradora para generaciones que desconocían su existencia. Particularmente creo que por eso la película del gran Peter Weir es ya un clásico, una especie de leyenda del celuloide.

Hay muchos momentos reconocibles y que todos recordamos, del carpe diem del principio a Todd (Ethan Hawke) superando su timidez y mostrando su alma de poeta frente a toda la clase. Para mí hay dos instantes (aparte del final, obviamente) que me dejaron ciertamente marcado y que no sé si a los demás les llama tanto la atención. El primero es ese Todd (el personaje con el que me identifiqué enseguida porque yo también fui una ameba de joven) sentado en el suelo con un juego de escritorio que le han regalado sus padres por su cumpleaños. El mismo regalo que le hicieron el año anterior. Es cuando Neil (Robert Sean Leonard) le ayuda a lanzarlo al vacío. Digamos que es el momento catarsis de un gran personaje, acomplejado bajo la sombra de su hermano, un tímido irredento.

El otro momento es cuando Keating (un inmenso Robin Williams, en forma tras “Good morning, Vietnam”) se lleva al patio a todos sus alumnos y les enseña eso tan difícil de entender y llevar a cabo: tener voz propia, pensar por sí mismos, aunque eso suponga alterar la voz dominante de la manada. “Dos caminos divergían en un bosque y yo tomé el menos transitado de los dos. Y aquello fue lo que cambió todo”. Keating menciona a Robert Frost, un poeta americano del XIX, que le sirve de apoyo para que sus alumnos comprendan lo que es seguir un camino diferente al que sigue la masa, ser un librepensador, algo que resulta difícil de reconocer en ciertos ambientes donde todos balan hacia el mismo lugar.

Así que, a falta de una guía de carne y hueso, me valí de lo único que tuve a mano: todo el cine que pude ver. Probablemente me he nutrido de gente irreal, de pura ficción, pero lo preferí a cierta realidad poco recomendable. Llegué al bosque y vi la encrucijada. Dudé, pensé, tuve miedo. Nadie va por allí, reflexioné. Entonces recordé a Keating y su cita de Frost. Da igual si el camino es oscuro y ni dios pasa por ahí. Si uno siente que hay que tomarlo, no debe dudar un instante porque la peor nostalgia que uno puede padecer es aquella de todo lo que se pudo hacer y ni siquiera se intentó. Y sólo porque el camino era el menos transitado.


2 comentarios:

fritus dijo...

jefe, jefe...le he echao de menos...tenía que haber comentao algo en el post de la de la hija de Ryan ( bueno, aun está ahí aún estoy a tiempo) pero este post me ha tocao la fibra, porque yo soy un chaval de diecisiete atrapao en un cuerpo de un calvo decrepito de 41 y me emociono con esta escena de los ded poets sociaeytí ...

Y que quiere que le diga, que cuando se me pase la medio bruma de las dos cañas a palo seco sin cacahuetes le comento algo mas interesante...por Dios.

Un abrazo fuerte

Yago dijo...

Hace mucho que la vi y sólo recuerdo que también me emocionó, al margen del momento en que todos suben a sus mesas.

La edad que marca el DNI cada vez me convence menos... cada vez me veo menos representado.

En fin, hijo, siga así. Este corto va ser un petardazo y pronto le veremos en algo más grande y largo... suerte!