martes, 6 de abril de 2010

El mal prevalece

Siempre me gustaron los malos. Y los perdedores. Pero sobre todo los malos, quizás porque siempre son perdedores al final, y yo siempre he sido muy solidario con los que pierden, quizás porque tengo vocación de ello.

En el fútbol uno conoce muchos tipos de perdedores de ese estilo. Un ejemplo fue aquella selección prodigiosa que vestía de naranja, en los años 70, y a la que comandaba todo un personaje que, tras años viviendo por estos lares, sigue hablando como un de guiri de una película de Landa. Quedaron subcampeones en dos mundiales, jugando un fútbol único, pero perdieron en ambas ocasiones. ¿Y a quién le importa? Supongo que a los holandeses les debió importar, pero la gente siempre recordará a aquellos tipos de un país pequeño jugando un fútbol de museo contra todos los cocos que dominan este arte y deporte que, por cierto, cada día se parece más a la guerra.

Los actores siempre quieren interpretar a malos que te cagas. Probablemente porque suelen hacerles pasar a la historia y llenar sus estanterías de premios. Pregúntenle a Tosar. Yo lo comprendo. Es lógico: ¿a quién no le gustaría ser Hannibal Leccter y dar paseillo a más de un cretino sin formas ni fondo?; o ser Vader, apretando su puño y cargándose planetas plagados de horteras rubios insufribles y porculeros; o William Munny, entrando al saloon para comprobar quién es el gallito que me va a decir a la cara lo que le han hecho a mi mejor amigo; o Liberty Valance y su látigo, aquel malote que vivía allá donde posaba su sombrero; o Travis Bickle y su “¿me estás hablando a mí, gilipollas?”; o Carlito Brigante tirando escaleras abajo a tanto matón de baja estofa que nos rodea; o el gran Tony Soprano, en uno de sus ataques de ira ante algún imbécil superlativo que va de listo por la vida.

Esos malotes molan, me identifico con ellos, es más, me caen bien, muy bien. Tienen motivos, torcidos, es cierto, pero los que les rodean son peores que ellos, mucho peores. A su lado siempre están seres grises, envidiosos, mediocres (en muchos casos), pretenciosos, torticeros, abrazafarolas (que decía aquél), casposos, vacuos por dentro, superficiales por fuera, sin discurso alguno, salvo el de vamos a forrarnos a costa del resto, incapaces de regirse por el más mínimo código moral, aunque sean unos perfectos hijos de putas.

Uno abre el periódico y ve que lo único que se encuentra en este mundo es ese tipo de malos. La realidad es un mal lugar. No hay Lecters, ni Vaders, ni Sopranos. Sólo Correas, Matas y Bigotes. Tipos encorbatados que siempre están ahí, dominando el cotarro, manejando los hilos. Y lo que es peor: cuando ellos no estén, serán sus delfines los que continúen la saga. Tony Soprano tenía más gracia forrándose a costa del prójimo y, al menos, su hijo era un estúpido pusilánime.

El otro día pude ver una gran película que está ahora mismo en cartel. Es la última de Roman Polanski. Se llama “The ghost writter”, que se conoce como el escritor que hace de negro para otro, pero que aquí, como siempre, la han traducido como les ha salido del cimbel. El título en castellano es “El escritor” (lo suyo hubiera sido llamarlo “el negro”, pero eso no suena guay del Paraguay). El caso es que es un entretenidísimo thriller, heredero del mejor Hitchcock, un poco en la línea de la notable “Frenético”, pero que la supera con creces. Por resumirla, trata de un escritor especializado en biografías, un “negro” que escribe para otros y que se ve involucrado con un tipo de cuidado, de esos a los que es mejor no acercarse demasiado. En este caso le piden que escriba las memorias de un ex primer ministro (al que interpreta notablemente Pierce Brosnan) al que acusan de criminal de guerra por lo de Irak y otras lindezas por el estilo. O sea, un trasunto de Toni Blair. El final de la película es demoledor, aterrador, descorazonador y genial. Tras ver la película, y lo que en ella se cuenta, me acordaba de los encorbatados que hoy pueblan las portadas de los periódicos. Esos que visten impecables, sonríen, posan para la foto, sueltan sentencias vacías, se llenan los bolsillos y, si es necesario, besan a los niños. Todo con tal de salir reelegidos, o de seguir en el poder, o en el consejo de administración. Todo con tal de perpetuarse.

La conclusión es aterradora, amigos: siempre ganarán, siempre sonreirán, siempre engañarán. Guste o no, el mal prevalece.


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