jueves, 8 de octubre de 2009

La pianista

Era de dedos pequeños y ágiles. Lo pude advertir sin que ella se percatase de mi insolente mirada. Los movía con soltura encima de la hoja, practicando una música imaginaria que los demás apenas percibíamos. Seguía el ritmo grácilmente yendo de escala a escala, con la partitura encima de sus piernas cubiertas de unos vaqueros que se dejaban caer mostrando parte de su ropa interior, como es habitual entre los más jóvenes, y que pude comprobar al verla salir del vagón. No es que yo sea un adefesio, ni un viejo prematuro (quizás sí), porque incluso entre los cuarentones a veces se nos caen los vaqueros tal y como dicta la moda actual, aunque por motivos bien distintos y más ridículos. El caso es que aquella visión era un aliciente que hacía aún más interesante a la joven pianista.

Supongo que hay algo en este mundo cruel que todos hemos pensado o deseado hacer alguna vez: tocar un instrumento, ya sea bien o mal, ya sea para satisfacer un placer íntimo o para quedar de miedo en las fiestas. Puede ser que a algunos de ustedes no les haya interesado jamás, pero seguro que muchos lo han pensado o dicho en voz alta en alguna ocasión: “si volviese a vivir tocaría este o aquel instrumento”. Seguramente si volviéramos a vivir no tocaríamos ningún instrumento, lo más probable es que repetiríamos las mismas cosas aburridas que ya hicimos antes de que nos pudiese tocar una bola extra de partida, por lo menos yo. El caso es que si obtuviese ese premio y me diesen la oportunidad, no tendría ninguna duda sobre el instrumento al que maltrataría de forma impune: el piano. Hay otros instrumentos, todos estupendos, todos armoniosos, todos imprescindibles, pero creo, humildemente, que si hay uno que pueda describir el alma humana, para lo bueno o para lo malo, es esa caja de madera con cuerdas en tensión. Sin duda, en la Voyager iba alguna pieza de Chopin, sin duda que ET estará por ahí llorando en alguna esquina.

Fue esta mañana, entraba en el vagón tras estar horas mirando un monitor, y con el sueño acumulado de los madrugones. La ínclita línea 6 se llena de estudiantes a la hora de comer que regresan de la universidad. Entré adormilado, buscando un hueco donde caerme, lo vi junto a ella. Era hermosa y joven, así que deseché otras opciones y gané el pulso a otro espabilado que acechaba. Saqué de la cartera “El momento del parpadeo” de Walter Murch (ese genio que montó Los Padrinos, Apocalypse Now, La conversación, Julia o El paciente inglés), el libro de cabecera que todo montador (y no montador) debería tener. El cansancio empezó a quebrar la resistencia de mis ojos, pero fue algo imprevisible lo que me despertó. No quería volverme de forma descarada, sabiendo que a mi lado tenía el boceto de lo que sería una hermosa mujer. Tampoco podía mirarla en el reflejo del cristal frente a mí, había demasiada gente que lo tapaba. Pero fue algo imprevisible lo que hizo olvidarme de intentar encontrar su agraciado rostro, fue algo muy diferente a un bellezón lo que me hizo despertar y me hizo sonreír. La chica parecía tener unos apuntes sobre sus muslos, pero eran unos apuntes muy especiales. Me fijé con más precisión para encontrar en los folios unas escalas llenas de corcheas y semicorhceas, con anotaciones a lápiz debajo de cada pentagrama. Pero lo mejor eran esas manos que tocaban un teclado imaginario, con sus sutiles dedos moviéndose armoniosamente bajo las notas negras, avanzando melodiosamente de pentagrama en pentagrama, imaginando música, soñando música. El metro llegó a Guzmán el Bueno, que tiene poco de lo que le atribuye el apellido cuando la vi recoger los apuntes melódicos a toda prisa. Con sus vaqueros rotos y su pelo castaño, se levantó y salió al andén, sin apenas percibir su rostro.

Me quedé con una estúpida sonrisa dibujada en la cara, un gilipollas al que miraban el resto de viajeros. Quizás porque esa sonrisa era motivada por una ensoñación que tuve de repente. En ella me encontraba junto a la anónima pianista años más tarde, los dos desnudos en la cama. Y sí, piensen lo que quieran sobre lo que allí ocurría, pero tengo claro que en un momento dado yo le pedía que imaginase un teclado sobre mi espalda... y que tocase para mí.



(Les dejo con esta escena de la magistral peli "El pianista" de Polanski, la terrible historia de Wladyslaw Szpilman, aquel gran pianista que le miró a los ojos al monstruo... si al llegar a esta escena con el nazi que le ayudó no tienen un nudo en la garganta, es que tienen un problema, amigos)

6 comentarios:

Pablo Gonzalo dijo...

Yo estuve a punto de alquilarle el piso a una pianista, bellezón de tía, manos finas, cara fina, todo fino, menos dos pechos como dos soles. También venía con su pareja, un compositor. Qué cabrón.

Can Cansino dijo...

ay las pianistas... qué tendrán qué tendrán...

Can Cansino dijo...

Aunque siempre hay una historia detrás de duro sacrificio, de infancia algo escasa de niñez, de inmenso esfuerzo y de disciplina excesiva... ¿Compensará la dedicación de tantos años? (me pregunto aporreando un teclado… de ordenador).
No hay duda, debe sonar mejor tocar melodías sobre una espalda.
:)

Cayetana Altovoltaje dijo...

pues yo me cago en el piano, en chopín, y en los diez años de sufrimiento que me regalaron. no he vuelto a tocar.

Gonzalo Visedo dijo...

chist... esos tacos... el único autorizado a maldecir en este bloggg es el dueño...

Anónimo dijo...

Habría molado ver tu sonrisa, la verdad...
Millones de besos