viernes, 4 de septiembre de 2009

El orgullo ante todo

Es curioso esto de la asociación de ideas. Una vez leí una cita de un tal Thomas Wolfe (un novelista norteamericano de principios del siglo pasado) en la que decía que el escritor se gana la vida con los recovecos de su propia vida. Me encantó la frase, la verdad, y la usé con algo de éxito en las clases que una vez di en cierta universidad de pago de la que, tiempo después, me invitaron (muy amablemente, eso sí) a marchar por mis diferencias con el rectorado sobre la forma de evaluar el trabajo del alumno durante el año académico (Dicho en castellano antiguo, se podría decir que me dieron una patada en mis cuartos traseros por ciscarme en los antepasados de mi engominado jefe de departamento, tras escucharle sus cordiales consejos sobre el número de exámenes que debía hacer para allanar de la manera más razonable el camino del alumno, o mejor del padre del alumno).

El caso es que mi estupidez me llevó a la calle, pero la cita del tal Wolfe me valió para argumentar el hecho de que no creamos de la nada. Sinceramente no soy de la opinión de que unas musas tetonas nos cantan la inspiración al oído. En mi caso las prefiero para otros menesteres. Y tampoco soy de los que piensa que las drogas psicodélicas (ojo, muchos opinan lo contrario) nos abren una compuerta para la creatividad. En mi caso, cuando las he usado, siempre me han abierto las puertas de un pedo descomunal. Humildemente creo que asociamos ideas de una manera peculiarmente consciente (es decir, tras ejercitar las neuronas a toda máquina, o sea currando) que nos conducen a la luz que, a veces, se convierte en un obra, ya sea ésta buena o mala. Este hecho tan obvio y absurdo me sirvió el otro día para conducirme por esa autopista neuronal que lleva hasta esa inspiradora luz, pero que en esta ocasión no era para parir una obra propia (algo para lo necesito días y días de asociaciones de ideas), sino para llegar hasta la de otro asociacionista de ideas que, una vez, tuvo una muy grande.

Cuento todo este rollo introductorio porque el otro día, hojeando por encima la revista semanal de un periódico que loa a ese rey nuestro tan campechano, llegué al artículo de la otrora joven promesa de la literatura española, y hoy actual opinador de gesto altivo-viejuno (sin apenas los cuarenta cumplidos), que siempre anda quejumbroso con toda la actualidad que nos rodea. El caso es que leí algo en el artículo del defensor de “los españolitos medios” que me llamó la atención, y ya es raro, porque hace tiempo que le evito nada más ver sus gafotas de notario de los setenta (en su tiempo, cuando escribía, tenía algunos momentos brillantes). El asunto del artículo en cuestión iba sobre Cervantes y, por resumir, hablaba de la ignorancia del escritor ante lo que iba a significar su inmortal obra para la literatura de siempre.

Imagino que, por asociación de ideas, ustedes pensarán que voy a hablar de El Quijote y la historia de tan triste caballero andante. Aunque el tema del título de mi historia es algo que también define a tan universal personaje manchego, pero debo confesar que nunca me he acercado de manera completa a la inmortal obra del manco excombatiente de Lepanto, algo por lo que hago mea culpa y que espero subsanar algún día. El caso es que mis enfermas neuronas asociaron ideas de manera muy sorprendente (o no, en mi caso) ya que me condujeron a lo de siempre, o sea el cine. Fue el nombre del Quijote lo que me llevó hasta una película de los noventa basada en la obra de un francés llamado Edmond Rostand, aquélla en la que narró a su manera las aventuras de un arrogante libre-pensador, poeta, dramaturgo y espadachín inolvidable. Hablo, no podía ser menos, que de Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac

Por esa absurda concatenación químico-neuronal busqué entre mi vieja filmoteca la historia de aquel perdedor narigudo, que hoy en día podría ser etiquetado claramente como un pagafantas con sable, y no piensen mal, que les veo. Llevaba años sin asomar mi nariz por aquella fílmica obra en verso que tanto me hizo disfrutar. La verdad es soy poco poético y se me da fatal la rima y los pareados, aunque hay tres películas de este estilo que me hicieron disfrutar por aquellos años. Una era la ya mentada del espadachín pegado a una nariz. Las otras fueron “Much ado about nothing”, la enésima adaptación shakesperiana del generalmente brillante Kenneth Branagh; y una sorpresa española con la que reconozco di algunas cabezadas (El perro del hortelano de Pilar Miró), pero de la que salí deslumbrado por el trabajo de un inmenso actor que, curiosamente, como inmenso que es, apenas hace cine por estos lares. Sí, señores, era el tercero en discordia de “Martes y trece”, ése que se fue.

Volviendo a Cyrano descubrí que me seguía emocionando y divirtiendo en las mismas partes que me emocionaron y divirtieron en los Renoir de Madrid, allá por los noventa. Sin duda son claras señas de clasicismo. Si a eso le unimos que las más de dos horas en verso consiguen entretener como si fuera una peli de Pixar, no hay duda pues que estamos ante una obra de culto, por lo menos para mí. Es, además, la película de Jean-Paul Rappeneau un extraño ejemplo de perfecta traducción y doblaje, siendo yo un ignorante de la lengua de Moliere. Por supuesto, hay que verla en francés con subtítulos para escuchar la increíble voz original, además de la forma de escupir versos, del inmenso Gérard Depardieu. Pero sobre todo es una película muy grande porque en ella refleja a los perdedores que en esto de los amores hay en todas partes, es decir, casi todos nosotros, por no decir todos. El desamor es casi una ley de vida más, quizás es la salsa de todo esto, aunque algunos comen más que otros. Pero tal sentimiento ha sido, es y será siempre la guía principal de la ficción (y la música) universal de todos los tiempos.

Hay momentos imperecederos en la película como el gran duelo del principio (“y al finalizar… te hiero”), donde al principio Cyrano se muestra excesivamente altivo y arrogante, pero una vez descubrimos sus postreras penurias amorosas, nos unimos e identificamos con él a lo largo de toda la aventura. Hay momentos de sainete (la boda), momentos épicos (el duelo contra los cien espadachines a sueldo) y momentos de un realismo sorprendente (el asedio de Arras, o sea lo que nunca pudo ser Alatriste). Pero sin duda, hay una escena que a mí se me quedó grabada por siempre: el oscuro final entre los árboles, el último aliento de Cyrano, los mandobles de espada al aire de un moribundo que cree ver a los fantasmas de sus verdaderos enemigos: “la mentira, la cobardía y los compromisos”. Por eso hay algo más que una historia de amor en Cyrano, es una historia que muestra la lucha contra los convencionalismos, los seguidismos, lo rutinario, lo facilón, el miedo a moverse o decir lo que se piensa. Tenía que ser la historia de un perdedor, de un tipo que se lleva consigo lo único digno de lo que podía presumir: su orgullo.






(Por una vez, pongo la versión doblada y original, para que disfruten los versos, para que disfruten la interpretación de Depardieu)

3 comentarios:

Yago dijo...

Difícil hacer un comentario que aporte algo: realmente he disfrutado mucho con las tres pelis (de Kenneth Branagh soy fan irredento) mencionadas y he sufrido con el la temática, con el fondo, con el dolor del perdedor, con la impotencia del que no consigue lo que busca.

Juanjo Ramírez dijo...

Cyrano es muy, MUY grande!

A mí me encanta el momento durante el asedio en que Cyrano muestra la bandera que teóricamente era imposible de alcanzar.

¿Has leído el libro que escribió el auténtico Cyrano de carne y hueso? El del viaje a la luna. Es muy curioso!

Un abrazo

Gonzalo Visedo dijo...

no lo he eleído, pero me lo apunto... ya sabe que me tomo en serio sus recomendaciones