domingo, 1 de marzo de 2009

Sin perdón

“Hola, me llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”. Así, de esta forma simple y sencilla, el personaje interpretado por Mandy Patinkin encara al tipo que, siendo niño, mató a su padre de manera gratuita y cruel, en la hermosa “La princesa prometida”. Y así, de una manera parecida, no tan cinematográfica, el otro día, un joven vasco llamado Emilio Gutiérrez, se dirigió hacia una taberna de su pueblo, armado con un pesado mazo. Al llegar al lugar, la emprendió a golpes con la puerta de entrada. Luego, se introdujo por el hueco que dejaron los vidrios rotos para destrozar todo lo que encontró en su interior.

Supongo que cualquier persona de bien que pasara por allí, o cualquier chino, búlgaro o tahitiano que viera esas imágenes por televisión, pensaría que el hombre habría perdido la chaveta, o que es un tipo violento que merece ser apartado de la sociedad, o al menos vigilado. Supongo que a cualquier checoslovaco, coreano o belicense les resultaría extraño que alguien tan violento no ofreciese resistencia a ser detenido por la policía, o ertzaintza, que así se dice policía en euskera. Pero imagino que un andorrano, paraguayo o indonesio que haya leído algo sobre la situación política del norte de un país que habita bajo el sol meridional de Europa, donde curiosamente no para de llover y el paisaje es verde muy verde, imagino que algunos de estos señores documentados de tan lejanos países entenderían la sumisión y lágrimas de este colérico tipo mientras le colocan los grilletes.

Qué facilón es opinar sin vivir en tus carnes muchas cosas: el dolor, la enfermedad, la humillación, la violencia. Qué fácil es juzgar y quedar superguay del Paraguay. Casi todos los comentaristas políticamente correctos del país dijeron lo mismo, con el mismo tono, con el mismo runrún: que entendían a este hombre, pero que no era bueno aprobar este tipo de conductas. Nadie se salió del guión. Bueno sí, los derechones sí, pero sus motivos son otros y me interesan muy poco. Es curioso que busquen la excusa perfecta para clamar y pedir justicia, cuando a unos cuantos de ellos también habría que ajusticiarles por un pasado vergonzante y facineroso. El caso es que, tras treinta y cuatro años de la muerte de un dictador cruel, casposo, cabrón, y de voz amanerada (al que por desgracia nadie pudo dar caza), todavía hoy, en una pequeña zona de la Europa desarrollada y democrática, el fascismo impera con total impunidad, apoyado por el fundamentalismo de un pequeña parte de la población, y amparado por otra, que mira hacia otro lado. Los que no opinan igual, los que disienten, los que levantan la voz, sólo tienen dos caminos: la tumba o el exilio.

Casi 200.000 personas, según cálculos estimativos, han abandonado esa tierra verde y hermosa, adulterando de esta manera una democracia ficticia, por muchos anuncios promocionales que haga su gobierno para visitar sus montes, playas y probar su extraordinaria gastronomía. Y si les dices algo, si les insinúas la falta de libertad, ellos, los iluminados, enseguida se cubren con la piel de cordero, y les sale el lado de víctima llorona. No se puede entender que personas con apenas treinta años, en un lugar donde existe la riqueza y nadie se muere hambre, pueda escupir tanto odio hacia el contrario, hacia el diferente. Si uno lee las crónicas de la Alemania nazi, previa a la Segunda Guerra Mundial, sólo puede encontrar algo parecido.

Es una lucha desigual, donde unos matan, acosan, intimidan, insultan, escupen, amenazan a todo el que no piensa como ellos. Los otros, los diferentes, los impuros, tienen que cumplir unas leyes civilizadas para defenderse, las de cualquier democracia normal. Las nomas del Estado de Derecho luchan contra los iluminados desde hace tiempo, pero es muy complicado que pueda resolver el problema. Diversos presidentes del gobierno han intentado sentarse a negociar con esa otra parte enfurruñada, intentando el diálogo, el acuerdo. Pero ellos, los enfurruñados de entrecejo cruzado, sólo quieren la victoria y la claudicación del enemigo. Es muy difícil hablar con alguien que ha mamado tanto odio desde su más tierna infancia, bajo la sombra de excusas históricas, y sobre todo cuando se creen envalentonados para hacer lo que les venga en gana. No conocen el miedo, el acoso, el sudor frío. Actúan con la misma impunidad y prepotencia del matón de colegio, que se sabe secundado y apoyado por unos cuantos, mientras los otros callan o buscan excusas extrañas. Así que al orejón, al cagón, al narizón, al cabezón, al raro, sólo les queda rezar, salvo que, por un milagro, en plan western, uno de ellos se harte y decida revolverse y encararse con el matón. El que lo hace, sabe muy bien el precio a pagar. Emilio Gutiérrez ya lo ha pagado con el exilio. Los comentaristas superguays siguen entendiendo su acción pero reprobándola, es lo bueno de tener el culo a salvo y caliente.

De todas formas, pese a todo, pese a la oscura solución a un problema sin solución, me quedo con la imagen del tal Emilio Gutiérrez, dirigiéndose calle abajo hacia el Ok Corral, allá en Dodge City, con un pueblo callado y escondido que le entiende, pero que no le comprende. Y la única duda que me asalta es si yo mismo hubiese tenido valor suficiente para coger otro mazo y caminar junto a él, como Pike Bishop y su grupo salvaje camino de su apocalíptico final. Sinceramente, no creo que hubiese tenido ese valor. Probablemente haría lo mismo que el resto: ocultarme. Por suerte para mí vivo también con el culo caliente en un lugar donde puedo opinar lo que quiera.

Pero como soy un fabulador sin redención, quiero imaginarme que sí agarro ese mazo y bajo la calle junto a Emilio, camino de la taberna donde los valientes brindan por sus victorias cobradas en sangre. Y me imagino abriendo los portalones de entrada, y que todos los allí presentes se callan al vernos entrar, y entonces, con la misma mirada fría del crepuscular, atormentado y temible William Munny, soltar lo mismo que dice tras ver el cadáver de su mejor amigo decorando la puerta del salón, al final de esa obra maestra llamada “Sin perdón”: “Who’s the fella that owns this shit-hole? (¿Quién es el dueño de esta pocilga”).


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