jueves, 24 de enero de 2008

Una vez

Erase una vez un músico cuarentón que cantaba y tocaba con su vieja y estropeada guitarra en las calles de Dublín, el único lugar donde podía dar rienda suelta a su talento. Tocaba canciones conocidas de día, porque si no la gente no soltaba ni la perra gorda, y de noche tocaba su propio repertorio, porque, total, a esas horas nadie le escuchaba. Así, día tras día, hasta que una noche una inmigrante de origen checoslovaco, que repartía flores por la calle para sacar adelante a su pequeña hija y a su madre, se paró a escucharle. Ella enseguida reconoció su talento, quizás porque también cantaba y tocaba el piano, pero como no tenía dinero, iba a una tienda de instrumentos donde le dejaban practicar. Y los dos se pusieron a tocar y a comunicarse con un único lenguaje: la música. Y pasan más cosas, pero tendrán que descubrirlas ustedes, y lo harán en una película estrenada hace ya unos meses, y que es la película del año: “Once”. No, no es el cuponazo (aunque también), es una pequeña película irlandesa, una especie de musical, si se le puede llamar así, o digamos que es una película cuyos diálogos son las canciones, grandes canciones, hermosas canciones.

Es inevitable hablar de ella, pese a los meses de estreno, y recomendársela a ustedes, o mejor, compartirla con ustedes, quizás porque es la peli que todo tipo que cuenta historias quisiera hacer, para que engañar. Es una película realizada con dos duros, dos peniques, o dos euros, qué más da. Está protagonizada por gente desconocida, que ni siquiera son actores profesionales, simplemente cantan y tocan. Es una historia sencilla, absolutamente sencilla, pero compleja a su vez, porque está hecha con la mejor materia posible: los sentimientos. Es conmovedora pero a su vez realista, porque las cosas nunca salen como se quiere o se desea; es dulce pero a la vez amarga, porque la vida es así, nos guste o no, y ustedes lo saben; es pesimista pero a la vez optimista, porque no todo es blanco y negro, y a todo final le sigue un principio; son muchas cosas más que podrán añadir después de verla, pero, si tras el mejor final de los últimos tiempos, no se conmueven aunque sea un poquito, o les toca por algún lado, entonces deben resetear, o mejor, apagar y volver a encender.

Así que ya saben, dejen lo que estén haciendo: el trabajo, los papeles, la plancha, la lavadora, el sofá, la cena, el tocamiento de eggs (lo pueden hacer luego) y corran, salten, brinquen, empujen, vuelen…, lo que quieran. A mí me la recomendó el pasado verano un amigo al volver de USA, donde se estrenó en tres salas, pero tras unas semanas se vieron obligados a ponerla en 136 salas. Ya la he visto dos veces, y creo que a lo mejor cae de nuevo, porque soy así de pervertido con lo que me gusta. Creo que aún se mantiene en algún cine en VOS (fundamental). Los que estén más allá de la capital del Imperio, pues no sé, busquen, escarben, merodeen, olfateen, indaguen, o bien saquen un billete de autobús, de tren, de avión, de barco, de nave espacial, lo que sea, pero no dejen de verla…, aunque sólo sea una vez.




domingo, 20 de enero de 2008

64

Dicen los libros de historia que no se llegó a producir un enfrentamiento directo entre Estados Unidos y la Unión Soviética durante los años en que pugnaron en la conocida como Guerra Fría. Pero mienten. Sí que hubo un enfrentamiento directo. Hubo una batalla brutal que tuvo pendiente al mundo entero. Del resultado de esa batalla saldría vencedor un régimen que le permitiría presumir frente al resto del mundo que su sistema funcionaba, que su forma de ver la vida era el adecuado.

Desde la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética había dominado por completo las competiciones internacionales de ajedrez. Su jerarquía en el deporte mental por antonomasia les hacía presumir de ser superiores a Occidente. Todo aquel que ha jugado al ajedrez, aunque sea como entretenimiento, se da cuenta del desgaste que puede llegar a producir una simple partida. Si uno se esfuerza un poquito en pensar tres o cuatro jugadas con anticipación, sabe lo que es sufrir agotamiento al terminar. Un jugador de ajedrez sufre el mismo desgaste mental que un soldado raso bajo las bombas. De ahí que los Grandes Maestros, cuya vida está dedicada plenamente a este juego, conozcan de cerca las puertas de la locura. Es el juego de guerra por antonomasia, en el que se han basado todas las estrategias conocidas, una locura que se encierra en 64 casillas.

A principios de los años 50, en Chicago, un niño de seis años, taciturno y solitario, fascinado por los juegos de mesa y los rompecabezas, recibió un regalo de su hermana: era un ajedrez. Juntos estudiaron las instrucciones, y en unos días el niño dominaba el juego, y al cabo de poco tiempo no tenía con quien jugar porque ganaba con demasiada facilidad. Fue entonces cuando su madre, temiendo que el niño se quedase más solo de lo que ya estaba, envió un anuncio al periódico local, solicitando gente con la que jugar. El equipo editorial no sabía donde encajar el anuncio, ni en qué categoría colocarlo, así que lo enviaron a un veterano periodista de ajedrez, y lo que sucedió después, pasó a la historia: el periodista recomendó a la madre que llevara al chico a un club de ajedrez.

Durante un tiempo el niño fue entrenado por el presidente del propio club, alucinado ante la capacidad del chico, pero también frustrado por el carácter polémico del chaval. En el instituto al que acudía, donde el niño consideraba a los profesores como perfectos inútiles, se midió su cociente intelectual: estaba en un 184, por encima de la media de un superdotado, por encima del propio Albert Einstein. Y después el niño insistió a su madre para que le llevara a jugar al parque, en Brooklyn, allá donde se reunían toda una ralea variada de jugadores: desde ejecutivos a jugadores profesionales de incógnito, desde mendigos borrachos a estudiosos del ajedrez. Eran partidas donde los billetes iban de una mano a otra. Partidas rápidas, de pura agilidad mental, en un ambiente poco recomendable. Y llevaron al niño. Y los ganó a todos. Aun así todavía no se le podía considerar un niño prodigio, pero fue a partir de los 11 años cuando empezó a ser bueno, bueno de verdad.

En la isla, todos le esperaban. ¿Vendría? ¿Se presentaría? Impuso unas condiciones que molestaron a todo el mundo: la Federación Internacional de Ajedrez, los organizadores, los contrarios, los suyos. Exigió más dinero para jugar, y fue un empresario inglés quien subió la bolsa en 125.000 dólares. Nunca un ajedrecista había ganado tanto dinero, pero toda cantidad era poca por ver semejante partida. Insultó a los islandeses, insultó a los poderosos soviéticos. Dijo que no pensaba jugar, que le iban a hacer una encerrona. Y el propio Kissinger tuvo que intervenir. Le conminó para que jugara por su país y que derrotase a los comunistas. Todo dependía de él, todos estarían pendientes de él.

A las cinco de la tarde del martes 11 de julio de 1972, las entradas del recinto del palacio de deportes, el Laugardalsholl en Reikiavik, estaban agotadas. Borís Vasilievich Spasski, de 24 años, campeón del mundo de ajedrez que defendía el título, un hombre sensible y tranquilo del que dudaban las propias autoridades soviéticas, estaba solo ante el tablero. Jugaba con blancas. El árbitro alemán Lothar Schmid puso en marcha el reloj. Spasski levantó el peón de la reina y lo avanzó dos casillas. Había empezado la que se denominó “partida del siglo”, pero al otro lado del tablero, la silla estaba vacía. Pasados varios minutos, con todos pendientes de la puerta, un hombre joven, alto, delgado, entró en la sala, para alivio de todo el mundo. El niño solitario de antaño, el hijo de una judía a la que investigó el FBI por espionaje, y cuyo padre dicen que fue un científico húngaro, se sentó, levantó el caballo del rey negro y lo colocó en f6. Y el mundo respiró.

Perdió las dos primeras partidas, pero después arrasó a Spasski. De hecho, el ruso llegó a decir que jugar contra él no era una cuestión de ganar o perder, sino de sobrevivir. Muchos dicen que algunas de sus partidas eran obras de arte, jugaba creando, al ataque, siempre al ataque, el mero hecho de pedir tablas no pasaba por su compleja cabeza. Volvió triunfante al país que, años más tarde, le declaró traidor y al que nunca pudo regresar. Entonces hizo su mejor jugada maestra… desparecer.

Unos años después, no se presentó para revalidar su título ante otro joven prodigio soviético llamado Karpov. Perdió por incomparecencia. El propio Karpov reconoció más tarde que si hubiese comparecido, las posibilidades que tenía de ganar al americano eran muy pocas. En 1992, volvió a reaparecer, pero sólo para jugar contra su antiguo gran rival, Spasski. El ruso, ya por esa época nacionalizado francés, se convirtió en uno de sus pocos amigos, de los pocos que aguantaban su carácter insoportable y atormentado. Y volvió a ganarle, y en su país le declararon traidor por jugar en Belgrado, rompiendo el embargo que había contra Yugoeslavia. Y tras ganar de nuevo, volvió a desparecer.

Cuenta la leyenda que durante todo ese tiempo en que no hubo ni rastro de él, que no se sabía siquiera si seguía vivo, cuando ya Internet lo había revolucionado todo y en donde los Grandes Maestros jugaban con seudónimos para impedir que sus rivales estudiasen sus partidas y sus tácticas, se rumoreaba que uno de esos seudónimos machacaba a todos sus contrincantes con pasmosa facilidad. “Él ha vuelto”, decían. Porque todos le esperaban, al fin y al cabo. Pero nunca regresó. Realmente siempre se quedó jugando en aquel palacio de Reikiavik, donde algunas de sus partidas los entendidos la comparan a la Novena de Beethoven.

Robert James Fisher (Bobby Fisher) murió el pasado viernes 18 de enero, en Reikiavik, a la edad de 64 años… No podía ser otro número.



martes, 15 de enero de 2008

Si se mueven, mátalos

Un grupo de niños juega en el polvoriento camino de entrada al pueblo. Hay niños blancos, pero también algunos mestizos. A veces, las razas se unen para ser crueles. Forman una especie de círculo con unos palitos clavados en la tierra, simulando un pequeño circo donde se celebra el espectáculo del que disfrutan con grandes e inocentes sonrisas. Dentro de los confines que marca el improvisado ruedo, se encuentran varios escorpiones, bichos que a todos nos han hecho dar más de un salto cuando te los encuentras. Pero, en esta ocasión, sientes lo contrario: admiración. Lo que provoca la risa de los jodidos e inocentes niños son los centenares, o miles, de hormigas rojas que están dando buena cuenta de ellos. Es un linchamiento en toda regla, una matanza impune. Los escorpiones, pese a ello, luchan, se defienden, pero es inútil, sus poderosos aguijones de nada les sirve ante semejante marabunta. Y los niños descojonaos, y sólo vuelven la cabeza cuando se dan cuenta que unos jinetes se acercan al pueblo. Son soldados del ejército, pero no van de azul, ni son de la caballería, esos tiempos ya pasaron. Estamos a principios del s. XX, el ocaso del Oeste.

El grupo lo encabeza un tipo con bigote, de rostro adusto, horadado de surcos provocados por el viento del desierto, sin noticas del botox. Tras él, otros cuatro hombres: uno gordo, con cara simpática; dos más, con barbas y bigotes descuidados, con pinta de todo menos de soldados; y un cuarto, de rasgos hispanos.

El tipo de bigote, al pasar junto a los niños, los mira de manera displicente, parece tener la mente en otro sitio. El gordo se levanta algo de su montura, curioso por ver lo que hacen. Se dibuja el horror en su mirada. Cuando ha pasado el grupo, los críos siguen a lo suyo, con ese pequeño genocidio escorpión, que para eso no saben lo que hacen, o sí. Desde nuestro nacimiento llevamos un gen criminal. ¿Quién no hecho matanzas de hormigas, o atacado nidos de avispas? Yo lo hice, debo reconocerlo. Pero un día una avispa me enfiló de frente, con la jeta torcida, el ceño en tensión y gesto de encabronamiento, directa a por mí. “¡¡¡Te vas a enterar, gafotas hijoputa!!!”, creo que llegué escuchar. El aguijonazo me atravesó el vaquero, pero si hubiera llevado neopreno también lo hubiera traspasado. No volví a matar ninguna avispa en mi vida. Arrepentidos los quiere Dios, que decía el padre Miguel, antes de cruzarte amistosamente la cara, claro.

El grupo llega al pueblo, donde hay una especie de manifestación cristiana, muy al estilo de las que se celebran en la plaza de Colón, pero sin obispos, y con más polvo en el ambiente… del desierto, claro. Los cinco jinetes desmontan. A ellos se unen otros dos más, uno muy jovencito y con cara de perturbado. Los soldados se dirigen hacia el banco. Llevan sus armas y las alforjas. ¿Vendrán a depositar fondos del cuartel?, ¿a escoltar algo o a alguien? Antes de llegar a la puerta, el tipo de bigote tropieza con una ancianita a la que se le caen unas cajas que lleva consigo. El militar se agacha a recogerlas y, con una educación de otros tiempos, se disculpa. El gordito de cara simpática, servicial, le coge las cajas a la ancianita para llevarlas en su lugar. El tío de bigote coge el brazo de la buena señora, y el grupo entero le escolta hasta llegar a la puerta del banco.

Al mismo tiempo, en un tejado del edificio de enfrente, alguien avisa a otro tipo, que espera medio dormido. Su rostro, al igual que el soldado de bigote, también está marcado por el tiempo e infinitas batallas. Mira hacia la calle. Enseguida reconoce a los soldados, le resultan familiares. “Son ellos”, llega a decir. Luego vuelve la cabeza. Agazapados, en el techo del edificio, un numeroso grupo de hombres armados hasta los dientes, pero con pinta de desarrapados, esperan su señal. La mirada del hombre lo dice todo, debe resignarse con lo que tiene.

Los soldados entran ordenadamente en la oficina, donde unos chupatintas discuten lo que hoy sería el precio de una hipoteca. Uno de ellos, al verles entrar, pregunta servicial qué desean. El tipo del bigote, todo educación hasta ese momento, agarra del cuello al oficinista, lo tira por la escalera, mientras sus compañeros se lían a culatazos con el resto de empleados y clientes. ¡Ha llegado el grupo salvaje! (The wild bunch). Y entonces el tipo del bigote se vuelve hacia el joven con cara de perturbado y le ordena: “si se mueven, mátalos”.

Desde ese momento hasta el final vamos a ver las correrías de la última banda de filibusteros al otro lado de la frontera. Se ríen a carcajadas, cuando unos instantes antes han estado a punto de matarse entre ellos por cualquier discusión absurda. Roban al ejército, a los bancos, al ferrocarril. No tienen ideología, ni manías especiales, se la pelan unos u otros. No dudan, no tienen escrúpulos, beben como cabrones, son unos puteros insaciables, y es mejor cederles la silla cuando entran en un bar. Pese a todo, son testigos del cambio de siglo, del fin de una época, del comienzo de una revolución encabezada por los desfavorecidos. Ya no tienen cabida, son los últimos de su especie. Entre ellos pueden matarse, pelearse y odiarse, pero si alguien se le ocurre secuestrar y torturar a un miembro del grupo, puede darse por jodido.

Siempre he querido emular al grupo salvaje. Particularmente, si fuese un malote que te cagas, mi sueño es llegar a un bar (o restaurante, en especial el sábado por la noche) y, al ver que no hay mesas libres, desalojar una de ellas lanzando a sus ocupantes contra la barra, luego agarrar de la pechera al de la mesa de al lado, que me mira mal, y soltarle “¡¡¡¿y tú qué cojones miras?!!!, para, una vez sentado y con todos los del alrededor acojonados, comprobar que la rubia que me acompaña se mete debajo de la mesa y entonces… Pues eso, un malote de la hostia. Lamentablemente, no soy Pike Bishop (el gran William Holden) ni me rodeo del grupo salvaje. Vuelvo a la realidad (¿POR QUEEEEEÉ?), para ser consecuente con las palabras de Ray Liotta al final de “Uno de los nuestros”, cuando deja de ser un gánster y se convierte en un señor normal: “ahora soy un gilipollas cualquiera”.

Y eso es lo que soy, un gilipollas del montón. Pero un gilipollas al que le se le quedó grabado en la memoria el elemento vital de esta historia de otros tiempos, el tema que realmente me conmovió y que resulta difícil encontrar por ahí, en la vida real. Se conoce en términos etimológicos como lealtad. Tan difícil de encontrar con un farol, como el hombre honrado que buscaba el genial y peculiar Diógenes. De hecho, a veces son más fiables los enemigos acérrimos que ciertos tipos de amigos, al menos de los primeros ya sabes lo que piensan de ti. Con la deslealtad de un amigo se te queda la misma cara de gilipollas que frente a Marieta, la bella y la traidora, de la canción de la Mandrágora. Y es que hay gente que presume de ser tu colega (los peores, aquellos que te lo recuerdan constantemente de viva voz), pero cuando llega el momento de la verdad, cuando los hechos son necesarios y sobran las palabras, cuando hay que mojarse y no quedarse en medio, arrimarse y cubrir las espaldas, bogar en la misma dirección… Estos grandes vendedores, desaparecen.

Por eso me refugio de nuevo en la ficción, vuelvo a mi ensoñación donde cabalgo con el grupo salvaje, repartiendo estopa a todo dios, riendo a mandíbula batiente, emborrachándome hasta el amanecer y yéndome de putas en pueblos de mala muerte, para, luego, terminar rodeado de centenares de hormigas rojas a las que suelto aguijonazos a diestro y siniestro, con la seguridad de que alguien me cubre la espalda… hasta el final.


viernes, 11 de enero de 2008

Demasiado tarde para ser héroe

Una vez estuve hojeando en la imprescindible Fnac(Ffffenac, para los puristas) un libro de Jesús Palacios, un tipo gordito y siniestro al que uno sólo puede imaginar en ceremonias demoníacas con vírgenes y niños, titulado algo así como “100 películas que llevarse a una isla”. El tal Palacios, a pesar de ese aspecto gótico-perturbado, sin embargo, es alguien tremendamente interesante, erudito y aconsejable cada vez que abre la boca y empieza a hablar de cine. Aun siendo una enciclopedia andante, afirmaba que él no se llevaría a esa isla las películas que salen en todas las listas clásicas de eruditos del cine. Es decir, él nunca elegiría “El acorazado Potemkin”, ni “Ciudadano Kane”, ni “Al final de la escapada”, ni “El ladrón de bicicletas”, ni “Blow Up”, ni otras tantas que salen en toda buena lista cinéfila. Eso no quiere decir que algunas de estas películas sean cojonudas, que lo son y de verdad, aunque otras sigo sin entender sus méritos, aparte de la gilipollez vacua, que tanto abunda.

El caso es que su lista se componía de títulos que él recordaba como joyas que le habían alegrado en algún momento determinado de su vida. Títulos que, dependiendo del foro donde uno se encuentre, cuesta decirlos en voz alta, ya que podría quedar mal (ay, los Goonies). Una de las cosas que intento con el paso de los años es decir las cosas en voz alta, aunque hay gente que piense que es lo normal, que es lo que lo que todo el mundo hace. Pero no, amigos, eso no es lo habitual. Rodeado de cinéfilos-hooligans filosófico-nihilistas, decir que “El club de la lucha” es una puta mierda, es más complejo que soltar un ¡Viva España! en plena plaza del ayuntamiento de Hernani.

En el libro de Palacios había algo que me parecía muy interesante: dividía la lista en géneros, algo que me parece imprescindible si hay que hablar de cine. Los géneros es la base de este maravilloso invento, y no es algo que se le ocurriese a Hollywood, ya viene de atrás, de muy atrás. Pero parece que hablar de géneros revoca el contenido artístico, cuando los mejores artistas vienen de allí, aunque no me voy a poner a mencionar nombres que son obvios. El caso es que Palacios hablaba de películas de acción (éste es un género infravalorado, las tienes que ver en la ilegalidad si tu novia es muy de cine europeo o apañol oscuro casi gris metálico, quicir), del Oeste, de guerra, thrillers, musicales, comedias, terror (qué haríamos sin un buen zombi cabrón), melodrama, animación (las pelis de dibus son un género en sí mismo, de hecho la mejor peli del año pasado es la gran Ratatouille, y el que diga lo contrario puede encontrar clínicas especializadas en Suiza y Lanjarón donde le pueden tratar su problema), y luego ya, si quieren, a varios kilómetros de distancia, pues el cine de autor, o de señor con una idea… o dos.

Volviendo al listado, el gordito neo-gótico mencionaba títulos que se podrían tildar de inusuales y peculiares, es decir, populares; aunque también mostraba un gusto excesivo por los musicales, que algunos están bien, de acuerdo, pero enseguida lo relaciono con los curas y el visionado obligatorio de “Sonrisas y Lágrimas” cada Navidad… estuve a punto de hacerme nazi. Sin embargo, la película que me llamó la atención de su lista, porque era la primera vez que se la oía mencionar a un crítico, era un título de finales de los 60 del género bélico. No es muy conocida y aquí se llamó “Comando en el mar de la China”. Esta película me trae recuerdos de mi infancia (hostias, qué mayor estoy), pero no de un patio de Sevilla, sino de Guardamar del Segura, lugar en el que pasaba unos veranos muy azules y entrañables, donde olvidaba el colegio, a los curas, y por qué no decirlo, al resto de compis del cole (el rata, el mackan, el chinas, el navajas, el cojo, el orejas, el pelopincho, etc). El caso es que la vi en el proyector del padre de uno de la pandilla, que nos ponía pelis de vez en cuando. Esto es lo único bueno que hizo en su vida, porque el resto del tiempo era un hijo de la gran puta de voz cazallera, algo malparido o malparido del todo, que pegaba a sus hijos, a la mujer, y creo que incluso al gato que tenían… Un tipo de otros tiempos, cuando zumbar a dos manos era lo normal de toda la vida, y un machote era todo aquel que ponía los huevos encima de la mesa (¿es por ello que las mesas de antes son más bajitas?), pero no sigamos hablando de mesas.

Volviendo al cine, uno tiende a recordar películas por mil motivos, generalmente porque te hacen evocar cosillas de tu propia vida, o con las que te identificas, o por el lugar donde las has visto. Y estoy de acuerdo, pero también soy de los que piensa que un gran momento en una película, uno sólo, ya es motivo suficiente para recordarla, aunque el resto no valga tanto. Y en aquella peli había una secuencia que se me quedó grabada para siempre. En ella Michael Caine (sublime su personaje) y Cliff Robertson (el tío Ben en Spiderman, un actor mediocre que hizo en esta película una de sus mejores interpretaciones), tras regresar de una misión detrás de las líneas japonesas, tienen que cruzar corriendo en zigzag por un campo abierto que hay antes de llegar al campamento británico del que partieron, mientras los japoneses se apostaban entre la maleza aledaña para hacer tiro al blanco con ellos. Es una secuencia dramática, tras dos horas de gran cine, rodada con sublime sentido del ritmo por Robert Aldrich, y con un inesperado final.

El título original de la cinta era “Too late the hero”, o sea que no se parece en nada al “Comando en el mar de la China”. Supongo que a Robert Aldrich, y al guionista, como otros directores y guionistas de fuera del Imperio, se la deben pelar los cambios que hacen con los títulos en este país los señores que se encargan del marketing y distribución. Pero hay que remitirse al título original (que para eso existen los guionistas, y piensan en lo títulos por algo) para entender la historia, una historia que habla del heroísmo en personas de las que nadie espera nada. Nuestros personajes son dos tipos cínicos que pasan de todo, quizás porque ya lo han visto todo. Michael Caine es un perfecto toca huevos (por los que uno siente una empatía especial) que le hace la vida imposible al oficial al mando del comando (Denholm Elliot). El otro personaje, el de Robertson, es un americano al que le cae el marrón sin haber dicho esta boca es mía, y que lo único que quiere es hacer mutis por el foro. Piensen en sus entrañables curros diarios y en los cabrones de sus jefes. Imaginen que un día se acerca y les suelta: “como sabes japonés y comunicaciones, y eres el típico listo con gafas, pues nada, chaval, te me vas a este islote, ocupado una parte por los británicos y la otra por los japoneses, te adentras en la selva con un comando de soldados ingleses (que están más quemados que Ronaldinho madrugando), llegas a una emisora del enemigo, sueltas un mensajito en japonés, y luego la destruyes. Todo ello sin pagarte las horas extras y por 1000 eurillos al mes, pero no pienses en cobrar la baja médica, que eso quejarse de la malaria y las heridas de machete es cosa de descafeinados, hombre, por favor”.

Ambos personajes, además, se llevan a matar a lo largo de la cinta, pero, finalmente, se dan cuenta de que son los únicos supervivientes del grupo al que acosa un oficial japonés (por primera vez el cine, y sin esperar a que el gran Eastwood llegase con sus lentas pero buenas “cartas desde Iwo Jima”, mostraba a un japonés no como un descerebrado que da berridos, sino a un tipo inteligente que va cazando poco a poco a todos los miembros del comando, y a los que desmoraliza con unos altavoces que cuelga por toda la selva) De hecho, “Too late the hero” tiene mucho de thriller psicológico en una atmósfera asfixiante como es la selva, como esa Nostromo alienígena. El final es épico y a la vez amargo, y nuestros personajes no comen perdices, sino que se reafirman en lo que pensaban… La guerra, señores, es una puta mierda. Y todo ello en una peli de género, sin necesidad de ir de autor, sin necesidad de que el mensaje supere a la historia.

He elegido esta película para empezar este blog onanista y megalómano del mal porque me gustan las historias de héroes, o mejor anti-héroes, que al fin y al cabo son héroes. Los hay de todos los tipos: héroes por accidente, que están en el lugar equivocado en el peor momento posible; héroes perdedores, a los que el destino elige sin que ellos lo pidan; héroes anónimos, gente corriente que da un paso adelante cuando lo fácil es ir por el sentido contrario; héroes cotidianos, todos aquellos que hacen lo que pueden, y eso ya es ser un héroe, que decía el filósofo; héroes tardíos, con los que ya nadie cuenta. Yo siempre he sido un poco tardío, no digamos ya como héroe, y llego tarde a casi todo lo nuevo, como a estos blogs que hoy proliferan por la Red…, qué cosa esto de la tecnología, oiga.

¿Y de qué se va a componer el susodicho blog? Pues de 101 historias, o puede que más, si no me canso, o me cansan. ¿Y por qué 101 historias? No por una cuestión cabalística, sino porque mola el número, ¿a que sí? Simplemente voy a contar historias que me gustan, a mi manera en plan Sinatra, con cierto toque personal. Muchas tendrán como telón de fondo el cine, o una serie de televisión, o la televisión a secas, que para ello curré en ese medio unos cuantos añitos; otras tantas puede que hable de un libro, o de un cómic. La mayoría de las veces simplemente contaré una historia… mejor, 101 historias.