jueves, 22 de enero de 2009

El héroe

Existen lobos que acechan al rebaño, pero también hay perros pastores que guardan de él. Existen monstruos que amenazan al mundo, pero también hay héroes que lo salvan. Desde pequeño, y hasta hoy, me encantan las historias que tienen al héroe. Si éste, además, es trágico, me gusta todavía más, quizás porque en el fondo todos nosotros (o al menos yo) añoramos ser así, y de esta forma perdurar. Que nuestras hazañas puedan pasar de generación en generación, contadas por trovadores (o guionistas mal pagados), que van de pueblo en pueblo (o de productor en productor) haciéndonos inmortales.

Me gustan los héroes clásicos, tipo Leónidas, y sus 300 macarras, que chulearon a miles de persas y sus miles de flechas que tapaban la luz del sol, pero que les daba igual porque preferían luchar a la sombra. Me gustan los héroes crepusculares, tipo Tom Doniphon, el hombre que realmente mató a la hiena de Liberty Balance, y que dejó paso a la democracia y al hombre civilizado en un mundo en el que ya no tenían cabida tipos como él. Me gustan los héroes morales, tipo Atticus Finch, el padre que todos querríamos tener y que, mientras enseñaba a sus hijos que no se podía disparar a un ruiseñor, al mismo tiempo defendía a un negro acusado de violación cuando nadie más quería hacerlo en el profundo sur racista. Me gustan los héroes oscuros, tipo William Munny, el ex asesino de niños y mujeres que sabía mejor que nadie el significado de matar, pero que tenía que volver a hacerlo por el futuro de sus hijos, rompiendo la promesa que le hizo a una esposa muerta. Me gustan los héroes trágicos, tipo Roy Batty, el replicante que vio naves en llamas más allá de Orión.

Estos héroes de ficción han poblado mis fantasías desde niño, y todavía hoy lo siguen haciendo. Sin embargo, hay otro tipo de héroe que todavía me gusta más, quizás porque éste es real, de carne y hueso, existe de verdad, le puedes encontrar en ocasiones, sólo en ocasiones. Es el héroe accidental, el tipo corriente que, algunas veces, cuando vienen mal dadas, se dirige con calma hacia el lugar de donde huyen los demás.

Se llama Wilson, es un inmigrante ecuatoriano que se vino a estos lares para sobrevivir. El otro día, mientras todos los ciudadanos de bien huían despavoridos en pleno centro de Barcelona ante lo que estaba ocurriendo, paró el coche en el que iba a casa, abrió el maletero, sacó una barra de hierro, y espantó al lobo que trataba de asesinar con un cuchillo de cocina a su ex pareja. No estuvo solo Wilson en esta ocasión, al contrario de lo que le ocurrió hace meses al profesor universitario que se encaro con uno de estos malparidos machotes de la vida. Le ayudaron dos héroes cotidianos más: un operario del gas y un joven oficinista. Éste último atacó al lobo con un simple fajo de papeles: el papel frente al cuchillo, la razón frente al fanatismo.

Por suerte, esta vez, el monstruo no consiguió su objetivo gracias a la determinación del inmigrante que, al ser preguntado por su heroica acción, respondió que no se sentía ningún héroe y que simplemente actuó por instinto porque “ni a un cerdo se le mata de esa manera”. Y que fue eso lo que le indignó, y que fue eso lo que le hizo dar un paso adelante. La víctima quedó malherida, pero salvará la vida gracias a estos tres héroes por accidente. Ahora todos se harán la foto con ellos, todos escucharán sus historias, todos les querrán condecorar. Sin embargo, cuando la mujer despierte y se recupere de sus heridas, alguien le contará, quizás un trovador, que un tipo humilde llegado de otras tierras, un operario del gas y un joven oficinista, armado con un fajo de papeles, hicieron frente a la sinrazón, mientras todos huían.


(Quería poner una escena de "Matar un ruiseñor", con Atticus Finch saliendo derrotado del tribunal, pero con el respeto y admiración de los negros que le observan en la sala de arriba, y con sus hijos como testigos. Una de las mejores escenas de esta película genial, basada en una de las mejores novelas del siglo pasado (Harper Lee), pero no la encuentro en yutufff, así que les pongo la secuencia de créditos iniciales, uno de los mejores arranques de siempre... el papel frente al cuchillo)

jueves, 8 de enero de 2009

Todos soñamos con ovejas eléctricas

En 1982, en plena era Reagan, el mundo seguía dividido en dos bloques antagónicos. Argentinos y británicos se mataban por un pedazo de tierra en medio de la nada oceánica. En un lugar de África, un hombre permanecía encarcelado desde hacía 20 años por el hecho de afirmar que blancos y negros tenían que vivir en armonía con los mismos derechos y deberes. Por estos lares, se juzgaban a los iluminados facinerosos de gafas oscuras y bigotes casposos que intentaron, el año anterior, llevarnos de nuevo al oscurantismo. Mientras todo eso ocurría en el mundo real, en las salas de cine norteamericanas se estrenaba una película que fue recibida de manera discreta en las taquillas, y que no acababa de ser entendida por la crítica especializada. Todos le dieron la espalda por ser una extraña película de ciencia ficción, algunos dijeron que no tenía acción, otros que era muy oscura, la mayoría que era lenta. Los productores cambiaron su final para que fuera feliz y luminoso, ante la impotencia de su director. No se daba un duro por ella. La miraron de soslayo, con prepotencia. Nadie sospechó lo que pasaría después.

Llamaradas de fuego emergen hacia el cielo oscuro y sucio de Los Ángeles. Estamos en el año 2019. Una nave de la policía cruza el cielo de una ciudad donde los edificios tocan el infinito. Se dirige hacia una torre gigante con forma de templo azteca: la Tyrell Corporacion.

Estas son las primeras palabras del guión que escribió Hampton Fancher, o que debió escribir de esta manera, al menos eso creo, o yo lo describiría así. Basado en la novela de un escritor de ciencia ficción que no gozaba precisamente del éxito, Philip K. Dick, cuyo título rezaba “Sueñan los androides con ovejas eléctricas”, y en el que no salía por ningún lado la palabra Blade Runner, que fue tomada de un tratado de cine de William Burroughs.

Fancher escribió más de 10 versiones que casi le llevaron a la desesperación y la locura por los cambios que le pedían una y otra vez. Él deseaba centrar una película ciencia ficción de género negro en habitaciones e interiores. Tal posible genialidad fue detenida por una especie de visionario en la dirección llamado Ridley Scott. El británico admiraba el trabajo del guionista, pero sus ideas iban más allá de unas habitaciones. Scott se preguntaba qué ocurría tras las ventanas de esas habitaciones, cómo eran las calles de ese tenebroso futuro, cómo vivía la gente que las poblaba. La oposición de Fancher trajo como consecuencia lo peor que le puede pasar a un escritor (algo que los productores a veces no entienden): que le aparten de la historia. El guionista no atendía a razones y planteaba problemas a todas las ideas de Scott. Años más tarde reconoció su error al ver el resultado de la criatura, su criatura al fin y al cabo.

David Weeb Peoples, el mismo guionista que regaló al mundo el libreto de la genial “Sin perdón”, leyó por encargo el guión de Fancher y respondió que era magistral y visionario. Aun así, Scott quería más cosas y Peoples se las dio. Si a un director iluminado le juntas dos buenos guionistas, unos actores que buscaron las raíces de cada personaje, un diseñador artístico con una visión que ha sido copiada cientos de veces, un director de foto que dio color a la oscuridad, y un compositor genial que aunó la épica con la emoción en versión electrónica, el resultado es una obra imperecedera. ¿Y por qué? Probablemente porque Blade Runner va más allá de una simple película de ciencia ficción mezclada con el género negro policíaco. Quizás por eso es única, por eso son tan grandes los géneros, porque en ellos muchas veces encontramos respuestas a muchas preguntas, pero en especial a la gran pregunta que todos nos hacemos: ¿qué demonios pintamos aquí?

“Es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad? En eso consiste ser esclavo”, le dice el replicante a su cazador, mientras le agarra del brazo, evitando que caiga al vacío y salvando su vida. Sería una frase para aplicar a los lobos que a lo largo de la historia se han dedicado a infligir ese miedo, y que todavía hoy lo hacen, ya sea en una escuela en Gaza, en la frontera mejicana, o en un edificio de la ETB. Los lobos existen, y no sólo están en los cuentos, por eso aúlla Roy Batty, el líder de los replicantes, mientras persigue al lobo que ha acabado con los suyos. Son los momentos que preceden a la secuencia por excelencia, la que todo el mundo recuerda, la que hace de este invento el mejor del mundo, la que yo usaría para que una civilización lejana supiera quiénes somos. Todo el mundo la conoce, todo el mundo la ha recitado alguna vez. La escribió David Weeb Peoples, pero el broche final, el momento que todos tenemos en mente, “las lágrimas en la lluvia”, fue un momento de inspiración de un actor, Rutger Hauer, que construyó una interpretación única y genial.

Es la escena que define una historia, una película que debería ser expuesta en los museos, pese a que lo único que pretendía hacer era vender entradas y palomitas, pero eso la hace más grande porque el cine se hizo para eso. Es la reflexión final de un moribundo que no es humano, pero que en ese instante se siente más humano que nadie. Resume lo que ha hecho, lo que ha perdido, lo que ya no tendrá. Por eso las lágrimas en la lluvia. Y frente a él, un asesino a sueldo del Estado que, posteriormente, comprenderá el significado de sus sueños. He visto todas las versiones. Todas me gustan. Quizás porque cada vez que la veo estoy más convencido que nunca de que todos soñamos con ovejas eléctricas.


(La famosa escena de lágrimas en la lluvia ya la puse en este blog, en la entrada llamada "Momentos", y no mola repetirse. Así que les dejo con el arranque -que es igual de acojanante- las llamaradas, la música de Vangelis...)


(No lo puedo evitar, ahí va...)