Cuando era niño me regalaron un juego de ciclismo. Se llamaba “Criterium” y constaba de un tablero, que representaba un circuito de cien casillas con forma de serpiente, unos dados y unos corredores de cartón sobre sus peanas. Y fue allí donde disputé las mejores etapas de mi vida.
Yo, que no me perdía una gran ronda ciclista por la televisión, fui testigo de la grandeza de Hinault en aquella mítica Vuelta donde luchó contra todos los españoles que le atacaban una y otra vez. Yo, que vi a un genio único e irrepetible nacido en Segovia demarrar de manera épica a muchos kilómetros de la cima, fui testigo de cómo un irlandés pequeño de aspecto frágil aguantaba ese ataque y llegaba a la meta del Tourmalet necesitando oxígeno. Yo, que vi en Italia a unos hombres ascender los primeros puertos de una etapa entre regueros de agua, les animaba mientras subían el último puerto del día, el Gavia, entre nieve y niebla. Yo, que disfrute de niño con el último deporte de héroes que existe (dopados o no), reproduje todas aquellas hazañas con unos dados y un ciclistas de cartón.
Pero como toda epopeya, aquellas etapas míticas de cartón debían ser trasmitidas al mundo, así que, mientras tiraba los dados, de mi boca salían las voces de los locutores que iban en la moto, o estaban en la meta del Galibier, o en las 21 curvas míticas del Alpe D’huez. Y esas mismas voces tronaban con los demarrajes de mis héroes de cartón cada vez que los dados sacaban dobles, y volvían a tirar. Y en algunos momentos, daba paso a los estudios centrales, para que otra voz, que en el fondo era la misma disimulada, hiciese de experto ciclista retirado que comentaba algo que a los demás se les escapaba. Y mi garganta se desgañitaba en las últimas casillas de cada etapa, cantando el triunfo inesperado de algún humilde gregario que, por una vez, tuvo suerte con los dados. Y cuando era de noche, en la oscuridad, arropado ya, sin que nadie me viese, hablaba con otros conocidos contertulios analizando la etapa del día. El problema es que los tertulianos... eran invisibles.
Supongo que otros muchos niños hacían algo parecido jugando partidos de fútbol con las chapas, o al inolvidable escalextric. No estoy seguro si luego eran capaces de entablar animadas tertulias con la nada, cambiando las voces y llegando a discusiones apasionadas sobre quién iba a atacar en la siguiente etapa, o si iba a ver una confabulación de varios equipos contra el líder.
No sé si es la soledad, o la imaginación, o una salida en la autopista de la rutina, pero hay gente que, de pronto, se hace amigos peculiares, amigos que sólo ellos ven, mientras los demás, en su ignorancia, son incapaces de apenas localizarles. Parece ser que ya hubo un tal Alonso Quijano que tuvo alguna manía de este tipo, mientras sus familiares y amigos no le tomaban en serio. Luego hubo otro que se tiró desde un puente para salvar a un ángel de la guardia despistado, y al que sólo él veía y escuchaba. Incluso se conoce de uno que tomaba copas con un conejo gigante de dos metros de altura. En mi caso, soy menos estrafalario, así que tengo una animada tertulia radiofónica que, todavía hoy, mantengo. Perdonen, llaman a la puerta, creo son unos señores de blanco con cara de pocos amigos que preguntan por mí, pero antes de abrirles e invitarles a unas copas, o a que opinen en mi animada tertulia, quería contarles a todos ustedes, lectores, una breve historia.
Erase una vez un tipo solitario y tímido que vivía en un pequeño pueblo del interior de Estados Unidos, que tenía un hermano y una cuñada que le invitaban a cenar, y a los que conseguía esquivar hábilmente al llegar a casa. Y acudía a un monótono trabajo, donde compartía cubículo con un compañero enganchado a páginas porno, y donde una tierna compañera rubia le deseaba, pero a la que también esquivaba. Y un día, al ver la página de muñecas de látex que observaba su compañero, decidió comprar una. Era morena, de largo pelo negro azabache y boca profunda. Su nombre era Bianca. Y Lars, nuestro protagonista, la presentó a todos como su novia.
Y cuando lo esperado era que su hermano, su cuñada, sus compañeros, sus vecinos, le tomasen por un tipo descarriado de la vida, inesperadamente, todos comprendieron a Bianca. Y la saludaban, y la invitaban a fiestas, y los niños la escuchaban, y el cura se preguntaba qué habría hecho Jesucristo en un caso como éste. Y la respuesta se la da el pueblo entero aceptándoles a ambos. Y una médico de ambulatorio, paciente y sensata, trata a la muñeca cuando está enferma, aunque en el fondo lo único que quiere comprender es a Lars y por qué le duele cuando alguien le toca. Y todas estas cosas, y muchas más, las podrán descubrir, ustedes lectores, si salen de casa, cogen el metro, o el coche, o el autobús, y acuden al cine. Allí gozarán de una hermosa genialidad cuyo nombre es “Lars y una chica de verdad”. Cuando terminen de verla, quizás entonces, comprendan mis tertulias radiofónicas. Ahora, voy a abrir a esos señores.
NOTA FINAL: Ha pasado el tiempo y los amables señores de blanco me han devuelto a casa. No recuerdo mucho, sólo que ya no me gusta el ciclismo.
3 comentarios:
La peli no me la pierdo, que tiene muy buena pinta. Pero son aun mejores tus historias. Tertulias radiofónicas!! Me encanta.
Muchos besos
Si la muñeca en cuestión se la puede llevar uno a correr por el retiro y juega al tenis, me diga la tienda donde se venden, por favor.
Gonzo..es ud. un crack...lo de las tertulias radiofonicas me ha dejado patidifuso.... Yo de pequeño a lo máximo que llegaba era a disfrazarme con un casco de vikingo, una bandeja pastelera a modo de escudo y una espada de plástico para arremeter contra los guerreros imaginarios que poblaban el pasillo de mi casa. Pero no me entrevistaba nadie, ...
Confieso que el ciclismo no me ha gustado nunca, aunque ya de más mayor, en mi época de "clubber" recalcitrante,(que tiempos!) en Barcelona había un colectivo de DJ's autodenominado "equipo festina"...no quiera saber porqué.
Un abrazo
Un abrazo
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