Era un perro noble y valiente. Un pastor alemán de mirada clara que llamaba la atención a todo el mundo, al igual que sus saltos imposibles franqueando las vallas del parque. Mi padre lo trajo cuando sólo era un montón de pelo oscuro que resbalaba en el parquet. Luego, durante años, la esquina de la sala de estar se convirtió en el hogar de aquel animal que nos observaba a la familia mientras veíamos la televisión, atento a que nada malo ocurriese, emulando a esos antepasados que defendían el ganado de los lobos más fieros. No perdía detalle de ninguno de nosotros, dispuesto a impedir cualquier peligro, con su respiración profunda y su larga lengua colgando de aquel morro lleno de babas. Se llamaba Yako, y un día desapareció, o mejor dicho, se lo llevaron. Y sólo me quedó el recuerdo de su silueta en aquella esquina de la sala de estar.
Me diagnosticaron un asma crónico con tan sólo diez años. Durante un mes sólo escuchaba los pitidos sibilantes que hacían de mi respiración todo un concierto de graves y agudos. Respirar se convertía en algo obligatorio, como si de los odiosos deberes de verano se tratase: inspirar-espirar, inspirar-espirar, y así hasta el amanecer. El médico de cabecera me recetó un jarabe pensando que era una simple bronquitis. Pero los pitos continuaron y ya el asunto pasó a ser todo un dilema: ¿dormir o respirar? Obviamente, opté por respirar.
Entonces mi padre me llevó al hospital, consciente de que esto era algo más que una simple bronquitis. Tras pasar por varios médicos, a uno se le ocurrió que el asunto podría ir sobre alergias, así que me pincharon durante días, colocando toda clase de líquidos sobre los pequeños puntos de sangre que manaban de mi antebrazo. Durante varios minutos la piel se convertía en una hilera de ronchas, a cada cual producía más picor, que hacía del simple roce del algodón para retirar los dichosos líquidos, en un goce que lindaba con el éxtasis. Los resultados dieron positivos en todo lo que estuviese relacionado con el polen, estaba claro que la primavera me sentaba muy mal, pero el caso es que el asma me empezó en pleno invierno, así que no tenía demasiado sentido y decidieron también pincharme para probar el pelo de los animales. El resultado fue definitivo: el pelo de Yako era el causante de mi asma, y entonces el médico fue tajante: o el perro o el chaval. Y mi padre lo tuvo claro.
Trataron de explicarme que Yako se tenía que ir de casa por mi bien, que de esa forma mis noches dejarían de ser un esfuerzo constante de respiración, que dejaría de oír esas notas agudas que producían mis bronquios, que dejaría de escupir mucosa con forma de lombrices transparentes. Pero a mí todo eso me daba igual, el perro era uno más de la familia. Lloré, berreé, pateé..., pero de nada me sirvió. Un día, cuando regresé del colegio, Yako había desparecido.
Mi padre, que era hombre de pocas palabras, se acercó y me dijo que yo era su único hijo, y que por mucho que quisiera a Yako, no quería poner en peligro mi vida. De hecho, se sentía responsable por traerlo, y si había alguien que quisiese al chucho, ése era él. Aun así, me prometió que había dejado el perro en buenas manos, que se había asegurado de regalárselo a alguien de confianza, a alguien que le quisiera tanto como nosotros. Por supuesto, no creí a mi padre.
Durante una semana apenas dije un par de palabras. Odiaba a mi padre y a mi madre, pero en especial a mi padre. Intuía que al perro le había pasado algo malo. Entonces, un día, mientras hojeaba con desgana un Superhumor, mi padre entró en la habitación con un sobre en las manos. Era una carta. Me la entregó y me animó a leerla, informándome que traía noticias de Yako. Todavía recuerdo aquellas primeras palabras.
Estimado Paco (que así se llamaba mi padre):
Te escribo tal y como te prometí para darte cuenta del estado de ese hermoso perro que has tenido a bien regalarme. Sé que tu hijo anda preocupado por el destino de Yako, pero espero que estas líneas sirvan para tranquilizarle. El perro está bien y se ha adaptado a la finca perfectamente. En breve comenzaremos con el adiestramiento. Tenías razón, tiene madera para ser un gran perro policía. Dile a tu hijo que no se preocupe, que estará orgulloso de él.
Me quedé sorprendido, casi boquiabierto, pero no terminaba de creer a mi padre. Yo quería pruebas. Entonces sacó del bolsillo de su chaqueta una foto. En ella, un tipo grande con boina tenía sentado a sus pies a un pastor alemán, orgulloso, mirando de frente a la cámara, con esa enorme lengua sobresaliendo del morro afilado. No había duda alguna, allí estaba Yako, convertido, de repente, en todo un héroe de acción. Y ahí comenzó todo.
A la semana siguiente, mi padre entró en casa con una carta en sus manos. Yo esperaba ese momento con ansiedad, estaba nervioso sobre cómo le habría ido al perro en su primera misión, y ese sobre contenía la respuesta. Y el amigo de mi padre nos relató que en su primera misión habían decomisado, gracias a su olfato y arrojo, un alijo de drogas que unos narcos intentaban pasar por barco. Y adjuntaba la carta con varios recortes del periódico, y en él se veía la foto de un policía que abría un contenedor, y junto a él un pastor alemán. Y supe que Yako había pasado su prueba de fuego y se había convertido en un k-9, la élite de los perros policía.
Y entonces, cada semana, puntualmente, mi padre me traía noticias de las hazañas de nuestro perro, como si fuese aquel tío aventurero que había recorrido medio mundo, y que te enviaba puntualmente una postal de cada puerto que pisaba. Y el amigo de mi padre nos informaba de las misiones que cumplía como servidor público: unas veces eran unos terroristas, otras unos contrabandistas, incluso misiones de rescate. Y entonces, un día, mi padre llegó con una gran sonrisa en los labios. Leyó emocionado el contenido de otra carta, en la que su amigo nos contaba que se habían llevado a Yako a un país lejano, donde un terremoto había arrasado toda una ciudad y mucha gente había quedado atrapada. Y se llevaron a los mejores perros del mundo, entre los que se encontraba, por supuesto, el nuestro. Y junto a la misiva había un recorte de prensa en el que se informaba, con todo lujo de detalles, del rescate con vida de un niño que aguantó durante dos días bajo los escombros. Y gracias a los perros, se pudo llegar hasta él. Y en la foto salía la gente exultante que sacaba al niño en camilla, y al fondo, en segundo plano, yo pude apreciar una mancha oscura y peluda, con su inconfundible lengua colgante, mirando al frente, orgulloso. Y luego vinieron más rescates, si no era en edificios derrumbados, era en montañas, o si no en cuevas.
Pasaron los meses. Ya me había acostumbrado a la marcha del perro, y todos los recortes con las hazañas de Yako cubrían el corcho que adornaba la pared de mi habitación. Fue un martes, lidiaba aburrido con el libro de literatura, preparando el examen del día siguiente, pero con un ojo en la última novela de Sandokán. Mi padre entró muy serio y me pidió que le acompañase al salón. Allí estaba mi madre, también muy seria. Entonces vi que en la mesa del salón había un sobre, ya rasgado. Mi padre me sentó en una silla y se agachó junto a mí. Conteniendo su emoción me comunicó que algo muy triste había sucedido. Y entonces me dijo que Yako había muerto. Me quedé callado, incapaz de hacer un gesto, incapaz de hablar. Y me leyó la carta de su amigo que, con palabras solemnes, nos contaba que nuestro perro había caído en combate en un país muy lejano, del que yo ni siquiera había oído hablar. Gracias a él se salvaron las vidas de varios soldados que patrullaban una zona muy peligrosa. Al parecer, Yako se topó con una mina, la detectó con su olfato, pero él no se pudo librar. Le despidieron con honores, y en una tumba anónima de un país remoto, descansaba el bueno de Yako. No pude llorar.
Pasaron los años. Mi asma remitió, pero el cáncer se cebó con mi padre. Resultaba desalentador comprobar cómo un hombre poderoso se quedaba convertido en nada. Pasé con él su última noche. Y recordé entonces aquellas noches en blanco siendo niño, luchando contra aquellos malditos pitos, sintiendo como nadie el padecimiento de mi padre. Unas semanas después de su entierro, mi madre me pidió que le ayudase a limpiar su armario, que ella se sentía incapaz de hacerlo. Me pidió que me quedara con la ropa de mi padre que me pudiese venir bien. Le dije a mi madre que no se preocupase, que así lo haría, aunque la realidad es que llevé la ropa a un hospicio, quizás por algún tipo de aversión a eso de heredar la ropa de los difuntos. Mientras vaciaba el armario de mi padre, en cuyo interior se encontraba una notable colección de sellos, descubrí un pequeño arcón de madera. Estaba cerrado con llave, así que desistí de abrirlo allí mismo y me lo llevé a mi casa. No quise decirle nada a mi madre, ya bastante preocupada en olvidar todo lo que le recordase a mi padre.
Ya en casa, me hice con un destornillador y forcé la cerradura. Al abrirse, también se abrió una ventana al pasado, o mejor, un golpe seco que me iba a hacer despertar. Todo estaba lleno de papeles, de periódicos y de revistas, pero al observarlos con más atención, descubrí que esos papeles contenían informaciones relacionadas con rescates en países lejanos, donde habían ocurrido terremotos, o cualquier otra desgracia natural. Recortadas, y cuidadosamente seleccionadas, había noticias sobre guerras, sobre rescates en montaña, sobre operaciones antidroga. Y en todos los artículos, sólo una palabra aparecía subrayada: perro. Y abrí y cerré los ojos varias veces porque no creía lo que estaba viendo. Y al fondo del arcón, en un pequeño portafolios, descubrí un fajo de sobres atados por varias gomas. Todos tenían como destino nuestra dirección, y los remitentes eran de lugares lejanos. Al sacar las cartas, observé que los folios estaban llenos de correcciones y tachaduras, de alguien que se lo había pensado muchas veces. Y la letra me resultaba familiar porque ya la había leído en el pasado. Y entonces recordé aquellas palabras solemnes del amigo de mi padre que se llevó a Yako. Y me fijé en su letra que, tras el paso de los años, tras verla mil veces ya siendo adulto, comprobé que no era la letra del amigo de mi padre, sino la letra de mi propio padre. Y finalmente vi la foto, aquella que mi padre sacó del bolsillo de la chaqueta, con aquel tipo grande con boina que tenía sentado a sus pies a un pastor alemán. Pero al mismo tiempo también descubrí una revista donde hablaban del adiestramiento de los perros, y allí había más fotos del amigo de mi padre que, en realidad, no era policía, sino un soldado americano sonriente. Y si te fijabas bien, descubrías que había algo raro en la foto: si la rasgabas con la uña, comprobabas que debajo del pastor alemán, había un perro de otra raza, mucho más pequeño. Y entonces sí, muchos años después, por fin me eché a llorar como un niño.
Cuando visito la vieja casa y me siento en la sala de estar junto a mi madre, ya anciana, y vemos la televisión juntos, siempre tengo la misma sensación: noto una respiración profunda, y entonces vuelvo la cabeza hacia la esquina de la habitación y, por unos instantes, creo percibir la silueta de un perro que nos observa vigilante, atento, orgulloso, por si vienen los lobos.
Me diagnosticaron un asma crónico con tan sólo diez años. Durante un mes sólo escuchaba los pitidos sibilantes que hacían de mi respiración todo un concierto de graves y agudos. Respirar se convertía en algo obligatorio, como si de los odiosos deberes de verano se tratase: inspirar-espirar, inspirar-espirar, y así hasta el amanecer. El médico de cabecera me recetó un jarabe pensando que era una simple bronquitis. Pero los pitos continuaron y ya el asunto pasó a ser todo un dilema: ¿dormir o respirar? Obviamente, opté por respirar.
Entonces mi padre me llevó al hospital, consciente de que esto era algo más que una simple bronquitis. Tras pasar por varios médicos, a uno se le ocurrió que el asunto podría ir sobre alergias, así que me pincharon durante días, colocando toda clase de líquidos sobre los pequeños puntos de sangre que manaban de mi antebrazo. Durante varios minutos la piel se convertía en una hilera de ronchas, a cada cual producía más picor, que hacía del simple roce del algodón para retirar los dichosos líquidos, en un goce que lindaba con el éxtasis. Los resultados dieron positivos en todo lo que estuviese relacionado con el polen, estaba claro que la primavera me sentaba muy mal, pero el caso es que el asma me empezó en pleno invierno, así que no tenía demasiado sentido y decidieron también pincharme para probar el pelo de los animales. El resultado fue definitivo: el pelo de Yako era el causante de mi asma, y entonces el médico fue tajante: o el perro o el chaval. Y mi padre lo tuvo claro.
Trataron de explicarme que Yako se tenía que ir de casa por mi bien, que de esa forma mis noches dejarían de ser un esfuerzo constante de respiración, que dejaría de oír esas notas agudas que producían mis bronquios, que dejaría de escupir mucosa con forma de lombrices transparentes. Pero a mí todo eso me daba igual, el perro era uno más de la familia. Lloré, berreé, pateé..., pero de nada me sirvió. Un día, cuando regresé del colegio, Yako había desparecido.
Mi padre, que era hombre de pocas palabras, se acercó y me dijo que yo era su único hijo, y que por mucho que quisiera a Yako, no quería poner en peligro mi vida. De hecho, se sentía responsable por traerlo, y si había alguien que quisiese al chucho, ése era él. Aun así, me prometió que había dejado el perro en buenas manos, que se había asegurado de regalárselo a alguien de confianza, a alguien que le quisiera tanto como nosotros. Por supuesto, no creí a mi padre.
Durante una semana apenas dije un par de palabras. Odiaba a mi padre y a mi madre, pero en especial a mi padre. Intuía que al perro le había pasado algo malo. Entonces, un día, mientras hojeaba con desgana un Superhumor, mi padre entró en la habitación con un sobre en las manos. Era una carta. Me la entregó y me animó a leerla, informándome que traía noticias de Yako. Todavía recuerdo aquellas primeras palabras.
Estimado Paco (que así se llamaba mi padre):
Te escribo tal y como te prometí para darte cuenta del estado de ese hermoso perro que has tenido a bien regalarme. Sé que tu hijo anda preocupado por el destino de Yako, pero espero que estas líneas sirvan para tranquilizarle. El perro está bien y se ha adaptado a la finca perfectamente. En breve comenzaremos con el adiestramiento. Tenías razón, tiene madera para ser un gran perro policía. Dile a tu hijo que no se preocupe, que estará orgulloso de él.
Me quedé sorprendido, casi boquiabierto, pero no terminaba de creer a mi padre. Yo quería pruebas. Entonces sacó del bolsillo de su chaqueta una foto. En ella, un tipo grande con boina tenía sentado a sus pies a un pastor alemán, orgulloso, mirando de frente a la cámara, con esa enorme lengua sobresaliendo del morro afilado. No había duda alguna, allí estaba Yako, convertido, de repente, en todo un héroe de acción. Y ahí comenzó todo.
A la semana siguiente, mi padre entró en casa con una carta en sus manos. Yo esperaba ese momento con ansiedad, estaba nervioso sobre cómo le habría ido al perro en su primera misión, y ese sobre contenía la respuesta. Y el amigo de mi padre nos relató que en su primera misión habían decomisado, gracias a su olfato y arrojo, un alijo de drogas que unos narcos intentaban pasar por barco. Y adjuntaba la carta con varios recortes del periódico, y en él se veía la foto de un policía que abría un contenedor, y junto a él un pastor alemán. Y supe que Yako había pasado su prueba de fuego y se había convertido en un k-9, la élite de los perros policía.
Y entonces, cada semana, puntualmente, mi padre me traía noticias de las hazañas de nuestro perro, como si fuese aquel tío aventurero que había recorrido medio mundo, y que te enviaba puntualmente una postal de cada puerto que pisaba. Y el amigo de mi padre nos informaba de las misiones que cumplía como servidor público: unas veces eran unos terroristas, otras unos contrabandistas, incluso misiones de rescate. Y entonces, un día, mi padre llegó con una gran sonrisa en los labios. Leyó emocionado el contenido de otra carta, en la que su amigo nos contaba que se habían llevado a Yako a un país lejano, donde un terremoto había arrasado toda una ciudad y mucha gente había quedado atrapada. Y se llevaron a los mejores perros del mundo, entre los que se encontraba, por supuesto, el nuestro. Y junto a la misiva había un recorte de prensa en el que se informaba, con todo lujo de detalles, del rescate con vida de un niño que aguantó durante dos días bajo los escombros. Y gracias a los perros, se pudo llegar hasta él. Y en la foto salía la gente exultante que sacaba al niño en camilla, y al fondo, en segundo plano, yo pude apreciar una mancha oscura y peluda, con su inconfundible lengua colgante, mirando al frente, orgulloso. Y luego vinieron más rescates, si no era en edificios derrumbados, era en montañas, o si no en cuevas.
Pasaron los meses. Ya me había acostumbrado a la marcha del perro, y todos los recortes con las hazañas de Yako cubrían el corcho que adornaba la pared de mi habitación. Fue un martes, lidiaba aburrido con el libro de literatura, preparando el examen del día siguiente, pero con un ojo en la última novela de Sandokán. Mi padre entró muy serio y me pidió que le acompañase al salón. Allí estaba mi madre, también muy seria. Entonces vi que en la mesa del salón había un sobre, ya rasgado. Mi padre me sentó en una silla y se agachó junto a mí. Conteniendo su emoción me comunicó que algo muy triste había sucedido. Y entonces me dijo que Yako había muerto. Me quedé callado, incapaz de hacer un gesto, incapaz de hablar. Y me leyó la carta de su amigo que, con palabras solemnes, nos contaba que nuestro perro había caído en combate en un país muy lejano, del que yo ni siquiera había oído hablar. Gracias a él se salvaron las vidas de varios soldados que patrullaban una zona muy peligrosa. Al parecer, Yako se topó con una mina, la detectó con su olfato, pero él no se pudo librar. Le despidieron con honores, y en una tumba anónima de un país remoto, descansaba el bueno de Yako. No pude llorar.
Pasaron los años. Mi asma remitió, pero el cáncer se cebó con mi padre. Resultaba desalentador comprobar cómo un hombre poderoso se quedaba convertido en nada. Pasé con él su última noche. Y recordé entonces aquellas noches en blanco siendo niño, luchando contra aquellos malditos pitos, sintiendo como nadie el padecimiento de mi padre. Unas semanas después de su entierro, mi madre me pidió que le ayudase a limpiar su armario, que ella se sentía incapaz de hacerlo. Me pidió que me quedara con la ropa de mi padre que me pudiese venir bien. Le dije a mi madre que no se preocupase, que así lo haría, aunque la realidad es que llevé la ropa a un hospicio, quizás por algún tipo de aversión a eso de heredar la ropa de los difuntos. Mientras vaciaba el armario de mi padre, en cuyo interior se encontraba una notable colección de sellos, descubrí un pequeño arcón de madera. Estaba cerrado con llave, así que desistí de abrirlo allí mismo y me lo llevé a mi casa. No quise decirle nada a mi madre, ya bastante preocupada en olvidar todo lo que le recordase a mi padre.
Ya en casa, me hice con un destornillador y forcé la cerradura. Al abrirse, también se abrió una ventana al pasado, o mejor, un golpe seco que me iba a hacer despertar. Todo estaba lleno de papeles, de periódicos y de revistas, pero al observarlos con más atención, descubrí que esos papeles contenían informaciones relacionadas con rescates en países lejanos, donde habían ocurrido terremotos, o cualquier otra desgracia natural. Recortadas, y cuidadosamente seleccionadas, había noticias sobre guerras, sobre rescates en montaña, sobre operaciones antidroga. Y en todos los artículos, sólo una palabra aparecía subrayada: perro. Y abrí y cerré los ojos varias veces porque no creía lo que estaba viendo. Y al fondo del arcón, en un pequeño portafolios, descubrí un fajo de sobres atados por varias gomas. Todos tenían como destino nuestra dirección, y los remitentes eran de lugares lejanos. Al sacar las cartas, observé que los folios estaban llenos de correcciones y tachaduras, de alguien que se lo había pensado muchas veces. Y la letra me resultaba familiar porque ya la había leído en el pasado. Y entonces recordé aquellas palabras solemnes del amigo de mi padre que se llevó a Yako. Y me fijé en su letra que, tras el paso de los años, tras verla mil veces ya siendo adulto, comprobé que no era la letra del amigo de mi padre, sino la letra de mi propio padre. Y finalmente vi la foto, aquella que mi padre sacó del bolsillo de la chaqueta, con aquel tipo grande con boina que tenía sentado a sus pies a un pastor alemán. Pero al mismo tiempo también descubrí una revista donde hablaban del adiestramiento de los perros, y allí había más fotos del amigo de mi padre que, en realidad, no era policía, sino un soldado americano sonriente. Y si te fijabas bien, descubrías que había algo raro en la foto: si la rasgabas con la uña, comprobabas que debajo del pastor alemán, había un perro de otra raza, mucho más pequeño. Y entonces sí, muchos años después, por fin me eché a llorar como un niño.
Cuando visito la vieja casa y me siento en la sala de estar junto a mi madre, ya anciana, y vemos la televisión juntos, siempre tengo la misma sensación: noto una respiración profunda, y entonces vuelvo la cabeza hacia la esquina de la habitación y, por unos instantes, creo percibir la silueta de un perro que nos observa vigilante, atento, orgulloso, por si vienen los lobos.
(Sirva el presente relato como despedida durante unas semanas por motivos laborales...)
10 comentarios:
Jooooooooooooo
No me hagas esto... ¿semanas?
Pero si me has dejado con el corazón encogido, menuda historia. ¿Y nos vas a dejar sin historias tanto tiempo?
Aiinnnnnnnnnsss....
Muchos besos soborno, a ver si el tiempo no es tan largo...
hostia puta...macho..perdona el tono soez...lo he leído dos veces. Pedazo de relato. Me he quedado sin palabras.
Estaré/mos esperando ansiosamente tu vuelta, compañero.
un abrazo.
PD. uno de los primeros libros,( de veradad, sin dibujitos )que leí en mi vida fue, a recomendación de mi padre, "Colmillo Blanco" de London, tendría yo diez o once años.
Gran relato, conmovedor.
Si quiere pensar en el típico perro + tío aventurero, piense en el entrañable Sprocket y el tío Matt. Fijo que le sale una sonrisa en la cara.
un muy conmovedor relato ¡
Me ha gustado porque, aunque se prevee el final, tu estilo narrativo es muy ameno, por su agilidad. También me parece un acierto la estructura: la linealidad te permite "crecer" con el protagonista y participar de la ilusión de cada nueva carta y de las lágrimas del adulto. Por cierto, en esta parte no he podido evitar pensar en el padre de "La vida es bella".
Sigue escribiendo que te seguirán leyendo (incluida yo)
¡Fantástica historia!
Veo que la recomendación de Fritus valía la pena.
Un saludo.
Estupendo relato.
Paciencia con la Fiera, perdón, Feria.
Queda inaugurada mi labor de peloteo...
Se puede escribir mejor, pero no peor. Pedazo de historia babosa. Te felicito. Igual un día puedes escribir guiones para Giliwood. Se trata de hacer llorar a cajeras del Dia, basicamente, no?
Recupera la vía del parchís, amigo.
El anónimo tocahuevos eres tú mismo o algún alterego tuyo, o... ¿existe de verdad? Puto clasista..."hacer llorar a cajeras del Dia" Habría que ver que tal escribes tú,y de que trabajas tú, pedante de los coj......Lo que yo te diga, hay seres humanos, animales, vegetales y críticos literarios, que son a la literatura como los pajilleros al porno.
Me había metido en el blog para preguntar por cuándo vuelves...pero es que el William Faulkner de pan pringao éste me ha puesto el trapo y he entrado con todo el testuz.
Un abrazo
Pues volveré en breve, estimado Fritus, pero es que han sido unas semanas de paliza de curro, y lo único que he podido hacer es echarle un vistazo a vuestros blogs, como siempre muy currados... En cuanto a las cajeras del Día, hombre así ya tengo un público, oiga...
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