lunes, 14 de abril de 2008

La vida sigue

El padre camina perdido por la feria, entre barraca y barraca, observando a la gente, las luces, los juegos de caballos, los coches de choque, observando, en definitiva, la vida a su alrededor, en todo su esplendor, mientras él, por dentro, sufre el más terrible de los sinsabores que dicen puede suceder a un ser humano, la mayor pérdida, la putada más grande... la muerte de un hijo. Finalmente, el padre se monta en una especie de atracción mecánica loca, que le voltea, le sube, le baja, le azota, le recuerda, incomprensible y absurdamente, que la vida sigue, guste o no, aunque todo a tu alrededor se desmorone.

Pensé en esta genial escena de “La habitación del hijo” de Nanni Moretti, cuando el otro día me enteré de que una buena amiga había perdido a un sobrino de 22 años en un desafortunado accidente. Y pensé en ella porque es una escena que muestra claramente el sentimiento que tenemos al enfrentarnos a nuestra casera, La Parca, cuando, de manera repentina, llama a la puerta. Y es que, de alguna forma, al sentir su aliento cerca, necesitamos buscar a su antónimo donde sea y como sea: en una feria, en un bar, en un cine, o subiendo el Everest. Por supuesto, no todo el mundo lo logra. Muchos no se recuperan jamás, la pérdida se convierte en una habitación vacía del alma que sólo desea devolver las fichas y salir de la partida.

Resulta difícil aceptar el final, aunque todos somos conscientes de ello, pero preferimos no pensar en él. Lo intuimos, lo dejamos a un lado, somos testigos de su visita a través de las noticias diarias, pero ahí está, sin mentarlo. Dicen que acudimos a él como lo hicimos al principio, solos, quizás más solos que nunca, sin una madre que te recoja al final del trayecto. Por eso dicen que nos acordamos de ella en los últimos instantes.

Aceptamos morir ancianos o por enfermedad, que es la más lógica de las muertes, la más habitual. Aceptamos un mundo imperfecto desde el momento en que un primate fue consciente de que con un palo en la mano, conseguía hacer huir a los depredadores que le acojonaban hasta entonces. Y a partir de ese instante, ese palo le acompañó siempre, y bajo su yugo son muchos los que han perecido, y seguirán cayendo. Aceptamos que la naturaleza, en un arrebato, cuando se mosquea de verdad, nos lleve por delante con toda su fuerza y fiereza vengativa, harta ya de tanta tontería. Sin embargo, no podemos aceptar que un padre o una madre entierren a un hijo, que el destino, de manera cruel, se lo lleve de una jugada rocambolesca, imprevisible, absurda.

Richard Francis Burton, explorador, aventurero, poeta, traductor, del que decían dominaba al menos 29 lenguas, fue odiado por la sociedad victoriana de su época, quizás por su forma de entender la vida, por su amoralidad y por su falta de respeto a todo aquello que sonase a autoridad. Aquel tipo de otro tiempo recorrió medio mundo y se jugó el pellejo infinitas veces. Pese a que no tenía nada que demostrar, pese a ser el primer europeo que llegó a la Meca disfrazado de musulmán, pese a que su rostro fue atravesado por una lanza, se decidió a encontrar las montañas de la luna, el anhelo de todo explorador de la época: las fuentes del Nilo. Le acompañó el joven capitán John Hangin Speke, quien finalmente fue el primero en descubrir el lago Victoria, asegurando que de allí, surgían las fuentes del río por excelencia. Y al regresar a Inglaterra, ambos aventureros protagonizaron una agria polémica sobre el origen de tan venerado afluente.

Un día antes de que se produjese un sonado y esperado careo entre ambos en la Real Sociedad Geográfica, Speke salió a cazar por la campiña en un hermoso y soleado día de finales del verano. Cuando se disponía a cruzar una valla que impedía el paso de las reses, la escopeta apoyada en el muro resbaló caprichosamente, disparando en el rostro al hombre que había burlado la muerte en el viaje más duro que se recuerda de todas las exploraciones realizadas al interior de África. Cuentan las crónicas que Burton, al conocer la notica, consternado y hundido, aceptó su derrota, pero sobre todo cuentan, que nunca pudo superar la caprichosa y absurda muerte de su camarada.

Supongo que cada uno simplemente lo afronta como puede. Imagino que mi amiga prefiere estar sola, no salir mucho en estos instantes, zambullirse en alguna ficción televisiva, o en las páginas de un libro infinito; o puede que no, que quizás prefiera centrarse en el trabajo, en las reuniones, en el estrés diario que, en otra situación, todos rehuiríamos como la peste; seguramente sólo quiera acudir al mercado, volver a casa y cocinar sus mejores guisos, aquellos que aprendió de niña y que se trasmiten de padres a hijos; a lo mejor prefiere salir al parque, mirar hacia el cielo, respirar, ver a la gente que pasea, que comenta, que sonríe; aunque estoy seguro de que simplemente quiere cerciorarse de que a su alrededor... la vida sigue.


7 comentarios:

Pablo Gonzalo dijo...

Conmovedor. Lo digo en serio, para variar. Ha mejorado vd. bastante desde el ladrillo en tres actos de La Fuga de Colditz.

Anónimo dijo...

Suscribo a Gafotas en lo primero. Porque el ladrillo de la Fuga de Colditz me lo perdí...
Mónica

Gonzalo Visedo dijo...

Ni caso al chucho del ordenador... según acabo de ver en un documental muuuu interesante, resulta que los chuchos son parásitos... No era un ladrillo, era una roca enorme, y se puede encontrar más atrás, en febrero, dividido en tres partes.

Yago dijo...

En cuanto llegue el intermedio de lo que está viendo en la tele, arrastraré hasta la pantalla del ordenador a tu amiga para que lo lea. Espero que sea capaz de terminarlo. A mí me ha costado por razones que se imagina.
Gracias.
PD. el bueno de Speke... tenía que haber mencionado vd. el otro día lo de las fuentes del Nilo...

Stan Mochales dijo...

Muy bueno. Tristemente bueno.

fritus dijo...

Gonzo man: Esta fantástico este post oiga. Y eso que a mi esto de la muerte me acojona un montón...y procuro no pensar, y no me avergüenzo...(ja ens ho trobarem, -ya nos lo encontraremos-como decimos aquí)..pero está muy bien traída la historia de estos dos gentlemans ingleses de la nosecuantos geografic society que se puteaban mucho pero en el fondo se querían un montón...como la vida misma...

Un abrazo

Anónimo dijo...

No se me ocurre nada peor que perder un hijo. Hay muchas cosas que me dan miedo en esta vida, y la muerte propia es una de ellas, pero nada se puede comparar con el terror a perder a un hijo.
Así que entiendo a tu amiga, porque aunque sea un sobrino, sigue sin ser natural. Y la abrazo a través de ti.