Son 21 curvas hacia la gloria, o hacia el infierno. Son 21 curvas con forma de herradura que se convierten en una agonía en vida. Son 21 curvas que suben unos gladiadores montados en una frágil estructura metálica sobre dos ruedas, rodeados de multitudes que les jalean y apoyan, del primero al último. Son 21 curvas que conducen a una cima mítica, cuyo nombre produce escalofríos. Son 21 curvas que serpentean verticalmente camino del Alpe d’Huez.
Hace años, un novelista español, de esos que no llegan a las ventas de los Ruiz Zafón o Pérez Reverte, pero que sin embargo cuentan con cierto prestigio entre los compañeros de oficio, escribió la gran novela épica de los últimos tiempos. El autor, Javier García Sánchez, escritor y ciclista aficionado, realizó un canto a la superación y a la agonía, regalándonos una historia centrada en el último lugar donde queda un rescoldo a la épica: el ciclismo.
La novela se llama “El Alpe d’Huez”, y nos cuenta la odisea de un ciclista veterano, al final de su carrera deportiva, que decide, como un suicida, escaparse en los primeros kilómetros de la etapa reina de la prueba reina por excelencia: le Tour de France. García Sánchez nos regala en más de 500 páginas, de manera heroica y emotiva, la loca carrera de este ciclista acabado (una especie de Delgado crepuscular) que debe resistir en solitario, luchando contra el tiempo, los rivales que le pisan los talones, el calor y sus propios recuerdos, mientras asciende los tres gigantes que forman la etapa: la Croix de Fer, el Col du Galibier y el Alpe d’Huez, todos ellos fuera de categoría, como se dice en términos ciclistas.
Supongo que para aquel que no le guste el ciclismo, debe parecerle absurdo que unos tipos se monten en una bici y se tiren horas y horas en la carretera. Y comprendo que a algunos no les interese, aunque no entiendo ese menosprecio tan guay y tan intelectual de unos cuantos hacia el ciclismo, y hacia el deporte en general. Deben creer que son más listos, o piensan que el deporte es del gusto de una cuadrilla de gañanes. ¡Allá ellos! Por suerte hay también ciertos intelectuales que admiran y escriben sobre las gestas deportivas, como antaño los clásicos cantaban en verso las gestas guerreras. Hasta un tirillas gafotas como Woody Allen nunca ha negado que, en el fondo, le hubiera gustado ser deportista. A mí, particularmente, me parece que el deporte es el único lugar que le queda al hombre para ponerse a prueba como especie. Y me parece también, independientemente del dinero que mueve, que es el único sitio donde todavía se pueden encontrar ciertos códigos de honor. Por eso le gusta a millones de personas, por eso emociona a tantos, porque se rescatan valores como la lucha y la superación, que nos gustarían que guiasen nuestras propias vidas.
Y si hay un lugar donde se muestra esa lucha y esa superación, ese sitio es el ciclismo, independientemente del oscuro asunto del dopaje. Sólo animo a cualquiera a coger una bicicleta, de carretera a ser posible, y que trate de hacer unos cuantos kilómetros y, sobre todo, a subir unas cuantas pendientes. Hay un momento en que uno tiene la sensación de que no llega el aire a los pulmones, que te ahogas, que el agotamiento es pleno, que las piernas no te responden. Quieres desplomarte sobre la carretera para acabar con ese absurdo sufrimiento. Imaginen eso y multipliquen por diez para entender por lo que pasan los que se dedican a ello profesionalmente. Por eso me merecen tanto respeto los ciclistas, por eso y porque suelen ser tipos humildes, en su mayoría, que buscaron y encontraron en la bicicleta una tabla de salvación.
Por este motivo el otro día, cuando vi a uno de estos tipos humildes protagonizar una hazaña de otros tiempos, recordé la novela de Javier García Sánchez. El protagonista, que ahora copa portadas, es pequeño de altura, sobrio en sus gestos, con la piel curtida en mil batallas, poco dado a las estridencias, que vio caer en el abismo de las drogas a su mejor amigo, un tipo que iba para gran campeón, pero que murió sólo y abandonado en un hotel. Y pese a los palos de la vida, este tipo sobrio siguió pedaleando con fe. Y pasaron los años, y participó en innumerables pruebas, quedando entre los primeros, pero nunca ganando, lo que provocó que algunos bocazas miserables le tildasen de “perdedor”. Y me acordé de la novela “El Alpe d’Huez”, y también de las madres de los miserables, viendo la ascensión a la mítica cima de Carlos Sastre. Este hombre callado, de mirada triste, les soltó a los años, a los que le llamaban perdedor, a los camellos que engancharon a su amigo, al mundo entero, un cordial corte de mangas. Se fue en las primeras rampas de ese muro infernal, afrontando en solitario, como el protagonista de ficción, esas 21 curvas que, mientras se ascienden, van quitando la vida lentamente del que lo intenta. Y llegó arriba primero, superando en casi dos minutos al segundo, cuando nadie contaba con él entre los favoritos, por ser veterano, por ser perdedor.
El otro día, en la cima de Alpe d'Huez, este viejo ciclista dijo en voz alta lo mismo que García Sánchez escribe al final de su historia, tomando las palabras de Lutero en su grito de rebeldía contra el mundo... ¡Lo hice!
Hace años, un novelista español, de esos que no llegan a las ventas de los Ruiz Zafón o Pérez Reverte, pero que sin embargo cuentan con cierto prestigio entre los compañeros de oficio, escribió la gran novela épica de los últimos tiempos. El autor, Javier García Sánchez, escritor y ciclista aficionado, realizó un canto a la superación y a la agonía, regalándonos una historia centrada en el último lugar donde queda un rescoldo a la épica: el ciclismo.
La novela se llama “El Alpe d’Huez”, y nos cuenta la odisea de un ciclista veterano, al final de su carrera deportiva, que decide, como un suicida, escaparse en los primeros kilómetros de la etapa reina de la prueba reina por excelencia: le Tour de France. García Sánchez nos regala en más de 500 páginas, de manera heroica y emotiva, la loca carrera de este ciclista acabado (una especie de Delgado crepuscular) que debe resistir en solitario, luchando contra el tiempo, los rivales que le pisan los talones, el calor y sus propios recuerdos, mientras asciende los tres gigantes que forman la etapa: la Croix de Fer, el Col du Galibier y el Alpe d’Huez, todos ellos fuera de categoría, como se dice en términos ciclistas.
Supongo que para aquel que no le guste el ciclismo, debe parecerle absurdo que unos tipos se monten en una bici y se tiren horas y horas en la carretera. Y comprendo que a algunos no les interese, aunque no entiendo ese menosprecio tan guay y tan intelectual de unos cuantos hacia el ciclismo, y hacia el deporte en general. Deben creer que son más listos, o piensan que el deporte es del gusto de una cuadrilla de gañanes. ¡Allá ellos! Por suerte hay también ciertos intelectuales que admiran y escriben sobre las gestas deportivas, como antaño los clásicos cantaban en verso las gestas guerreras. Hasta un tirillas gafotas como Woody Allen nunca ha negado que, en el fondo, le hubiera gustado ser deportista. A mí, particularmente, me parece que el deporte es el único lugar que le queda al hombre para ponerse a prueba como especie. Y me parece también, independientemente del dinero que mueve, que es el único sitio donde todavía se pueden encontrar ciertos códigos de honor. Por eso le gusta a millones de personas, por eso emociona a tantos, porque se rescatan valores como la lucha y la superación, que nos gustarían que guiasen nuestras propias vidas.
Y si hay un lugar donde se muestra esa lucha y esa superación, ese sitio es el ciclismo, independientemente del oscuro asunto del dopaje. Sólo animo a cualquiera a coger una bicicleta, de carretera a ser posible, y que trate de hacer unos cuantos kilómetros y, sobre todo, a subir unas cuantas pendientes. Hay un momento en que uno tiene la sensación de que no llega el aire a los pulmones, que te ahogas, que el agotamiento es pleno, que las piernas no te responden. Quieres desplomarte sobre la carretera para acabar con ese absurdo sufrimiento. Imaginen eso y multipliquen por diez para entender por lo que pasan los que se dedican a ello profesionalmente. Por eso me merecen tanto respeto los ciclistas, por eso y porque suelen ser tipos humildes, en su mayoría, que buscaron y encontraron en la bicicleta una tabla de salvación.
Por este motivo el otro día, cuando vi a uno de estos tipos humildes protagonizar una hazaña de otros tiempos, recordé la novela de Javier García Sánchez. El protagonista, que ahora copa portadas, es pequeño de altura, sobrio en sus gestos, con la piel curtida en mil batallas, poco dado a las estridencias, que vio caer en el abismo de las drogas a su mejor amigo, un tipo que iba para gran campeón, pero que murió sólo y abandonado en un hotel. Y pese a los palos de la vida, este tipo sobrio siguió pedaleando con fe. Y pasaron los años, y participó en innumerables pruebas, quedando entre los primeros, pero nunca ganando, lo que provocó que algunos bocazas miserables le tildasen de “perdedor”. Y me acordé de la novela “El Alpe d’Huez”, y también de las madres de los miserables, viendo la ascensión a la mítica cima de Carlos Sastre. Este hombre callado, de mirada triste, les soltó a los años, a los que le llamaban perdedor, a los camellos que engancharon a su amigo, al mundo entero, un cordial corte de mangas. Se fue en las primeras rampas de ese muro infernal, afrontando en solitario, como el protagonista de ficción, esas 21 curvas que, mientras se ascienden, van quitando la vida lentamente del que lo intenta. Y llegó arriba primero, superando en casi dos minutos al segundo, cuando nadie contaba con él entre los favoritos, por ser veterano, por ser perdedor.
El otro día, en la cima de Alpe d'Huez, este viejo ciclista dijo en voz alta lo mismo que García Sánchez escribe al final de su historia, tomando las palabras de Lutero en su grito de rebeldía contra el mundo... ¡Lo hice!
(Creo que "If" de Kypling, en aquella campaña que sacó Repsol,recitado por
la impresionante voz del gran José Sacristán, con la música de "Tiempos de
gloria" de fondo, es la rúbrica que merece tan épica historia)
(Que pasen buenas vacaciones...)