Estoy cicatrizando heridas, literalmente hablando, y al mismo tiempo intento concentrarme en la historia que tengo que escribir, en satisfacer un gusto distinto al mío, porque es lo que tiene el oficio. Estoy dilatando el momento de ponerme a ello, buscando distracción en otro sitio, pensando egoístamente en escribir algo para mis 101 historias. Quiero hablar de Azcona, el guionista por antonomasia, pero odio los obituarios; o de Minghella, el hombre que nos regaló la obra más desgarradora de los últimos diez años (an earth without maps), pero sigo odiando los obituarios y no sé qué decir, así que sigo ahí, perreando con la pereza, estirando el momento de ponerme a la tarea, y los jodidos puntos que siguen tirando, y yo perdido.
Entonces echo un vistazo al correo electrónico: el Festival de Medina del Campo me pide que vote por los video-clips seleccionados para el concurso de este año. Y pienso en mi proyecto de cortometraje presentado, esperando que no crean que me he vuelto loco con eso de irme a una montaña muy alta a contar una historia sobre el bien y el mal, sobre enemigos ancestrales a los que, en el fondo, les une más de los que les separa. Y siguen tirando los jodidos puntos, y tengo que ponerme a escribir, me quedan pocos días para presentar lo que tanto tiempo llevo esperando, aunque sea para otro. Tengo que concentrarme, ponerme a ello, pero finalmente me pongo a ver video-clips, aunque detesto la mayoría, harto de grupos que cantan en inglés y que se creen Radiohead, pero vamos, con tal de no ponerme a lo mío soy capaz de rapear y ladearme una gorra.
Y veo a Marlango, la voz suave de Leonor Watling, y voto porque me parece bonita la canción y su voz; y ahora veo a un tipo disfrazado de vaca cantando en catalán, y me llama la atención, y le voto, quizás por la coreografía final que me hace gracia. Y veo dos o tres más, ya más guays, y paso y corto, y me digo “¡venga ya!, a escribir, joder”. Sabes que sólo hay que ponerse un poco, enseguida estás metido en la historia, y una vez en ella, ya nadie te saca de ahí, ya todo se olvida, ya nada más existe: ni teléfono, ni amigos, ni el resto de tu vida. Pero todavía lo aplazo un poco más, porque veo un comentario en uno de los video-clips que dice algo sobre una bella voz y sobre un muñeco, y me llama la atención y entonces lo descubro.
Unos ojos de mujer, lánguidos, que miran hacia abajo, de manera tímida. Esa misma mujer con un vestido de volantes, como una niña perdida, y su sombra proyectada sobre un fondo blanco, de donde sale una muñeca chinesca, con cara asustada, solitaria, moviéndose por una ciudad grande, triste, de miradas amenazantes. Y camina sin rumbo fijo, perseguida por una sombra, entre coches, entre farolas, en la noche, en el día. Y llega hasta una flor marchita quemada por el sol, y grita desesperada, asustada. Y entonces la muñeca, en un gesto épico, pone la mano sobre la flor, la protege del sol como si fuera su propio hijo, y el sol desaparece y todo empieza a florecer, y la muñeca se transforma en sombra, y de nuevo regresa donde la mujer de mirada triste.
Emocionado ante esta pequeña joya, indago curioso. Entonces descubro a su compositora, que comenta en una entrevista que se sentía sola en la gran ciudad, movida por su gran pasión, y que como toda pasión (en este caso la música) le hacía dirigirse por un camino distinto al de los demás, y que esa pasión hubo un momento que la hizo quedarse muy sola, alejada de los suyos, y que se sentía muy desgraciada por ello. Así que tomó una decisión, la única posible, la única que le removía desde niña, la que a veces le quemaba como el sol: dejarse llevar por esa pasión, pero alzando la mano, protegiendo lo más querido por ella, sus canciones, de ese sol que en ocasiones abrasa. El mismo sol de aquel desierto de Minghella, el mismo que supo usar sabiamente el gran Azcona... Aún tiran los puntos, pero ya puedo ponerme a escribir.