Imaginen un mundo en el que no existieran las historias. O lo que es peor, imaginen un mundo en el que existieran, pero que no pudieses tener acceso a ellas. Nunca sabrías si Ulises llegó a su Ítaca añorada, o sucumbió al dulce canto de las sirenas. No tendrías conocimiento de si aquel tipo de la triste figura fue derrotado por ruedas de molino. Desconocerías el destino final de Long John Silver, ese pirata de pata de palo. No habría noticias de un monstruo milenario que cruzó océanos de tiempo para satisfacer su sed de sangre. Ni conocerías las aventuras de un genio, adicto a la cocaína y a tocar el violín para sobrellevar su existencia, mientras deduce por simple observación el más enrevesado de los misterios. No recorrerías el Misisipi en una balsa, huyendo de la incomprensión y la ignorancia. No lucharías contra una temible ballena blanca, ni sobrevivirías flotando sobre un ataúd en alta mar. No empuñarías una espada en compañía de otros tres para defender al rey de conspiraciones oscuras. Nunca visitarías el Perú buscando a un amigo secuestrado, en compañía de tu perro fiel y un borracho barbudo capaz de elevar a categoría de arte el insulto.
Hoy es la última entrada del año, no sabía muy bien que contar en ella. Dudaba si escribir sobre una ley de descargas de la que todos hablan, todos opinan, pero que nadie entiende, y que dicen es la garantía de futuro para los que intentamos contar historias; o dudaba si cerrar el año escribiendo sobre una crisis de la que no salimos nunca, en la que cada vez se hunde más gente, y que cada vez es más oscura; o escribir sobre un megalómano que se quiere mucho mirándose al espejo, del que todos hablan para no hablar de otras cosas, y que entrena al equipo de mi vida. Pero no se me da bien elucubrar sobre esas cosas, así que voy a contarles una historia, o mejor, recomendarles una para acabar el año.
Ayer, tras los fastos, cenas, sidras, vídeos de bodas pasadas y recuerdos de un año complejo, cuando ya todo el mundo se retiró, me puse un tazón de cola cao caliente con un chorro de coñac, como hago siempre, y decidí esperar al alba de la mejor manera que conozco: viendo una película. En concreto escogí una que había visto en su momento en el cine, que me perturbó, pero que curiosamente luego olvidé. Ayer decidí revisitarla, quizás porque tenía la sensación de que la película en el fondo me gustó mucho. Es un producto típico de la factoría de esos dos hermanos judíos con cara de estibadores de Baltimore que se apellidan Weinstein. Sus películas parecen pensadas para ganar oscars de Hollywood, y generalmente los suelen conseguir. Sus historias suelen tener un mensaje con claro trasfondo universal. Algunas son meros productos, pero algunas otras se han convertido en clásicos imperecederos. Ésta en concreto también acaparó premios y fue una de las que se llaman “películas del año”.
Premios aparte, que nunca debe ser motivo para movilizarse y ver algo, la película la dirige un tipo que nunca me produjo grandes sensaciones con sus dos películas anteriores. Primero aquella del niño bailarín, que la tengo casi olvidada, salvo la impresión de que al final de la historia quería reventarle una silla en la cabeza al niño de marras. Después hizo un tostón en el que di unas cuantas cabezadas sobre varias historias contadas en épocas distintas, pero en horas parecidas, donde destacaba la interpretación de un grande de nuestro tiempo como es Ed Harris. Ambas películas recibieron multitud de premios y su director, Stephen Daldry, en seguida fue reconocido como uno de los narradores a seguir. A mí, sin embargo, no me produjo nada especial, por lo que el visionado de su nueva obra, “El lector” (The reader), no me hacía esperar algo demasiado bueno.
Es una película basada en la novela escrita por un juez alemán llamado Bernhard Schlink en la que, entre otras cosas, narra los juicios a personas involucradas en los crímenes del Holocausto. Esa etapa de la Historia (de las muchas de ese tipo que ha habido y seguirá habiendo) en la que los lobos decidieron acabar con el ganado, mientras los pastores miraban hacia otro lado. El libro fue un éxito planetario, traducido a multitud de idiomas, y llevado finalmente al cine en inglés, como no podía ser menos.
No se puede contar mucho de ella porque sería desvelar mucho de ella. Sólo les digo que es una historia sobre la dignidad que todos tenemos y hasta donde te puede arrastrar el intentar mantenerla. Es una película que habla de la culpa en proporciones bíblicas, del descubrimiento de la carne, de la vergüenza en su grado más extremo, de la búsqueda del perdón. Creo que es una historia perturbadora, demoledora en algunos momentos, con una actriz en estado de gracia, una especie de Bardem con tetas que se deja el pellejo en cada papel. No les puedo contar más. Si la han visto ustedes, y opinan como yo, bienvenidos sean. Si la han visto, y les parece una mierda, ya saben eso de los gustos y los culos, así que allá ustedes. Y si no la han visto, no deberían tardar en hacerlo, para que, al terminar la proyección, comprendan mi introducción.
En todo caso, en estos tiempos oscuros, de futuros inciertos, donde se debate si una ley puede o no regular la cultura del futuro, donde las empresas cierran y echan a más gente a la calle, donde no valen los jóvenes ni los menos jóvenes para ningún trabajo, donde se contrata barato, donde nadie se queja y nadie se une, donde los políticos sólo miran el rédito electoral y no el bienestar general, donde los ricos son más ricos que nunca, donde se siguen leyendo noticas de muerte en fronteras de forajidos de leyenda, donde los don nadies siguen siendo anónimos en las necrológicas, donde suicidas criados en la miseria, convencidos en más allá lujuriosos, siguen llevando la muerta allá donde pueden, donde desvelar secretos es perseguido. En un panorama así, donde se podría vislumbrar en el horizonte a los cuatro jinetes del apocalipsis cabalgando sonrientes, no está de más decir lo que esa revisora de tranvía, llena de dignidad y vergüenza, le dice a su amante adolescente: cuéntame una historia, chico.
Feliz Navidad.
Hoy es la última entrada del año, no sabía muy bien que contar en ella. Dudaba si escribir sobre una ley de descargas de la que todos hablan, todos opinan, pero que nadie entiende, y que dicen es la garantía de futuro para los que intentamos contar historias; o dudaba si cerrar el año escribiendo sobre una crisis de la que no salimos nunca, en la que cada vez se hunde más gente, y que cada vez es más oscura; o escribir sobre un megalómano que se quiere mucho mirándose al espejo, del que todos hablan para no hablar de otras cosas, y que entrena al equipo de mi vida. Pero no se me da bien elucubrar sobre esas cosas, así que voy a contarles una historia, o mejor, recomendarles una para acabar el año.
Ayer, tras los fastos, cenas, sidras, vídeos de bodas pasadas y recuerdos de un año complejo, cuando ya todo el mundo se retiró, me puse un tazón de cola cao caliente con un chorro de coñac, como hago siempre, y decidí esperar al alba de la mejor manera que conozco: viendo una película. En concreto escogí una que había visto en su momento en el cine, que me perturbó, pero que curiosamente luego olvidé. Ayer decidí revisitarla, quizás porque tenía la sensación de que la película en el fondo me gustó mucho. Es un producto típico de la factoría de esos dos hermanos judíos con cara de estibadores de Baltimore que se apellidan Weinstein. Sus películas parecen pensadas para ganar oscars de Hollywood, y generalmente los suelen conseguir. Sus historias suelen tener un mensaje con claro trasfondo universal. Algunas son meros productos, pero algunas otras se han convertido en clásicos imperecederos. Ésta en concreto también acaparó premios y fue una de las que se llaman “películas del año”.
Premios aparte, que nunca debe ser motivo para movilizarse y ver algo, la película la dirige un tipo que nunca me produjo grandes sensaciones con sus dos películas anteriores. Primero aquella del niño bailarín, que la tengo casi olvidada, salvo la impresión de que al final de la historia quería reventarle una silla en la cabeza al niño de marras. Después hizo un tostón en el que di unas cuantas cabezadas sobre varias historias contadas en épocas distintas, pero en horas parecidas, donde destacaba la interpretación de un grande de nuestro tiempo como es Ed Harris. Ambas películas recibieron multitud de premios y su director, Stephen Daldry, en seguida fue reconocido como uno de los narradores a seguir. A mí, sin embargo, no me produjo nada especial, por lo que el visionado de su nueva obra, “El lector” (The reader), no me hacía esperar algo demasiado bueno.
Es una película basada en la novela escrita por un juez alemán llamado Bernhard Schlink en la que, entre otras cosas, narra los juicios a personas involucradas en los crímenes del Holocausto. Esa etapa de la Historia (de las muchas de ese tipo que ha habido y seguirá habiendo) en la que los lobos decidieron acabar con el ganado, mientras los pastores miraban hacia otro lado. El libro fue un éxito planetario, traducido a multitud de idiomas, y llevado finalmente al cine en inglés, como no podía ser menos.
No se puede contar mucho de ella porque sería desvelar mucho de ella. Sólo les digo que es una historia sobre la dignidad que todos tenemos y hasta donde te puede arrastrar el intentar mantenerla. Es una película que habla de la culpa en proporciones bíblicas, del descubrimiento de la carne, de la vergüenza en su grado más extremo, de la búsqueda del perdón. Creo que es una historia perturbadora, demoledora en algunos momentos, con una actriz en estado de gracia, una especie de Bardem con tetas que se deja el pellejo en cada papel. No les puedo contar más. Si la han visto ustedes, y opinan como yo, bienvenidos sean. Si la han visto, y les parece una mierda, ya saben eso de los gustos y los culos, así que allá ustedes. Y si no la han visto, no deberían tardar en hacerlo, para que, al terminar la proyección, comprendan mi introducción.
En todo caso, en estos tiempos oscuros, de futuros inciertos, donde se debate si una ley puede o no regular la cultura del futuro, donde las empresas cierran y echan a más gente a la calle, donde no valen los jóvenes ni los menos jóvenes para ningún trabajo, donde se contrata barato, donde nadie se queja y nadie se une, donde los políticos sólo miran el rédito electoral y no el bienestar general, donde los ricos son más ricos que nunca, donde se siguen leyendo noticas de muerte en fronteras de forajidos de leyenda, donde los don nadies siguen siendo anónimos en las necrológicas, donde suicidas criados en la miseria, convencidos en más allá lujuriosos, siguen llevando la muerta allá donde pueden, donde desvelar secretos es perseguido. En un panorama así, donde se podría vislumbrar en el horizonte a los cuatro jinetes del apocalipsis cabalgando sonrientes, no está de más decir lo que esa revisora de tranvía, llena de dignidad y vergüenza, le dice a su amante adolescente: cuéntame una historia, chico.
Feliz Navidad.