sábado, 25 de diciembre de 2010

Cuéntame una historia, chico

Imaginen un mundo en el que no existieran las historias. O lo que es peor, imaginen un mundo en el que existieran, pero que no pudieses tener acceso a ellas. Nunca sabrías si Ulises llegó a su Ítaca añorada, o sucumbió al dulce canto de las sirenas. No tendrías conocimiento de si aquel tipo de la triste figura fue derrotado por ruedas de molino. Desconocerías el destino final de Long John Silver, ese pirata de pata de palo. No habría noticias de un monstruo milenario que cruzó océanos de tiempo para satisfacer su sed de sangre. Ni conocerías las aventuras de un genio, adicto a la cocaína y a tocar el violín para sobrellevar su existencia, mientras deduce por simple observación el más enrevesado de los misterios. No recorrerías el Misisipi en una balsa, huyendo de la incomprensión y la ignorancia. No lucharías contra una temible ballena blanca, ni sobrevivirías flotando sobre un ataúd en alta mar. No empuñarías una espada en compañía de otros tres para defender al rey de conspiraciones oscuras. Nunca visitarías el Perú buscando a un amigo secuestrado, en compañía de tu perro fiel y un borracho barbudo capaz de elevar a categoría de arte el insulto.

Hoy es la última entrada del año, no sabía muy bien que contar en ella. Dudaba si escribir sobre una ley de descargas de la que todos hablan, todos opinan, pero que nadie entiende, y que dicen es la garantía de futuro para los que intentamos contar historias; o dudaba si cerrar el año escribiendo sobre una crisis de la que no salimos nunca, en la que cada vez se hunde más gente, y que cada vez es más oscura; o escribir sobre un megalómano que se quiere mucho mirándose al espejo, del que todos hablan para no hablar de otras cosas, y que entrena al equipo de mi vida. Pero no se me da bien elucubrar sobre esas cosas, así que voy a contarles una historia, o mejor, recomendarles una para acabar el año.

Ayer, tras los fastos, cenas, sidras, vídeos de bodas pasadas y recuerdos de un año complejo, cuando ya todo el mundo se retiró, me puse un tazón de cola cao caliente con un chorro de coñac, como hago siempre, y decidí esperar al alba de la mejor manera que conozco: viendo una película. En concreto escogí una que había visto en su momento en el cine, que me perturbó, pero que curiosamente luego olvidé. Ayer decidí revisitarla, quizás porque tenía la sensación de que la película en el fondo me gustó mucho. Es un producto típico de la factoría de esos dos hermanos judíos con cara de estibadores de Baltimore que se apellidan Weinstein. Sus películas parecen pensadas para ganar oscars de Hollywood, y generalmente los suelen conseguir. Sus historias suelen tener un mensaje con claro trasfondo universal. Algunas son meros productos, pero algunas otras se han convertido en clásicos imperecederos. Ésta en concreto también acaparó premios y fue una de las que se llaman “películas del año”.

Premios aparte, que nunca debe ser motivo para movilizarse y ver algo, la película la dirige un tipo que nunca me produjo grandes sensaciones con sus dos películas anteriores. Primero aquella del niño bailarín, que la tengo casi olvidada, salvo la impresión de que al final de la historia quería reventarle una silla en la cabeza al niño de marras. Después hizo un tostón en el que di unas cuantas cabezadas sobre varias historias contadas en épocas distintas, pero en horas parecidas, donde destacaba la interpretación de un grande de nuestro tiempo como es Ed Harris. Ambas películas recibieron multitud de premios y su director, Stephen Daldry, en seguida fue reconocido como uno de los narradores a seguir. A mí, sin embargo, no me produjo nada especial, por lo que el visionado de su nueva obra, “El lector” (The reader), no me hacía esperar algo demasiado bueno.

Es una película basada en la novela escrita por un juez alemán llamado Bernhard Schlink en la que, entre otras cosas, narra los juicios a personas involucradas en los crímenes del Holocausto. Esa etapa de la Historia (de las muchas de ese tipo que ha habido y seguirá habiendo) en la que los lobos decidieron acabar con el ganado, mientras los pastores miraban hacia otro lado. El libro fue un éxito planetario, traducido a multitud de idiomas, y llevado finalmente al cine en inglés, como no podía ser menos.

No se puede contar mucho de ella porque sería desvelar mucho de ella. Sólo les digo que es una historia sobre la dignidad que todos tenemos y hasta donde te puede arrastrar el intentar mantenerla. Es una película que habla de la culpa en proporciones bíblicas, del descubrimiento de la carne, de la vergüenza en su grado más extremo, de la búsqueda del perdón. Creo que es una historia perturbadora, demoledora en algunos momentos, con una actriz en estado de gracia, una especie de Bardem con tetas que se deja el pellejo en cada papel. No les puedo contar más. Si la han visto ustedes, y opinan como yo, bienvenidos sean. Si la han visto, y les parece una mierda, ya saben eso de los gustos y los culos, así que allá ustedes. Y si no la han visto, no deberían tardar en hacerlo, para que, al terminar la proyección, comprendan mi introducción.

En todo caso, en estos tiempos oscuros, de futuros inciertos, donde se debate si una ley puede o no regular la cultura del futuro, donde las empresas cierran y echan a más gente a la calle, donde no valen los jóvenes ni los menos jóvenes para ningún trabajo, donde se contrata barato, donde nadie se queja y nadie se une, donde los políticos sólo miran el rédito electoral y no el bienestar general, donde los ricos son más ricos que nunca, donde se siguen leyendo noticas de muerte en fronteras de forajidos de leyenda, donde los don nadies siguen siendo anónimos en las necrológicas, donde suicidas criados en la miseria, convencidos en más allá lujuriosos, siguen llevando la muerta allá donde pueden, donde desvelar secretos es perseguido. En un panorama así, donde se podría vislumbrar en el horizonte a los cuatro jinetes del apocalipsis cabalgando sonrientes, no está de más decir lo que esa revisora de tranvía, llena de dignidad y vergüenza, le dice a su amante adolescente: cuéntame una historia, chico.

Feliz Navidad.

domingo, 5 de diciembre de 2010

El actor

La primera vez que le vi en una pantalla hacía de novio chulo putas celoso de, en aquel momento, una prometedora y bella Ariadna Gil. Luego siguió su carrera en papeles muy ligados a personajes macarras, marginales, degenerados o yonkis. Quizás le daban esos papeles por su peculiar careto. Su timbre de voz en aquellos tiempos era espantoso y apenas se le entendía cada vez que soltaba un diálogo, pero su físico tenía cierto magnetismo y ante todo una presencia poderosa. Con los años fue corrigiendo sus problemas de dicción y empezabas a ver a un intérprete que te lo creías en todos los registros, y que intuías se entregaba hasta el desfondamiento para hacer auténticos a sus personajes. Años después, es uno de los actores más celebrados del planeta. También es de los más odiados, en especial por estos lares, pero por motivos que tienen que ver con su constante posicionamiento en cuestiones políticas.

El caso es que ayer fui testigo de lo que, desde mi punto de vista, es una los mejores esfuerzos interpretativos que he visto en los últimos tiempos (obviamente hay otros muchos que también me han impresionado, se me ocurre ahora el Daniel Day-Lewis de Pozos de ambición). Así que, en un día histórico como el de hoy, en el que los tipos de camuflaje y botas con refuerzos han tenido que salir para mandar a currar a unos señores con sueldos de ejecutivo, quería hablar de otra peculiar profesión, no tan vital como la de controlador, pero que tiene su aquél ya que también se encuentra en el escaparate de la crítica: estoy hablando de los cómicos, esos a los que a veces se les conoce como titiriteros (cuando se les quiere insultar), a veces como faranduleros (cuando se les quiere trivializar), pero especialmente conocidos como actores (cuando sencillamente se les debe definir por hacer su trabajo).

Todo esto lo hago después de ver la desgarrada y emotiva interpretación de Javier Bardem en la última tragedia del siempre irregular, pero poderoso visualmente, Alejandro González Iñárritu, ese director intenso que trata de mostrarnos la vida en su lado más crudo, pero que siempre olvida que sí, que la vida es así, pero que incluso en esas situaciones debería haber algo de humor, aunque sea negro, porque tanta intensidad casi te obliga a pensar que mejor nos tiramos todos por un puente. Supongo que su pose de artista profundo le impide hacerlo, o quizás simplemente no sabe poner una nota de humor a ningún tema, salvo aquel mendigo existencialista que se reía con peculiar ironía de aquellos dos pijos que se querían matar entre sí en “Amores perros”, aunque aquello lo escribió Guillermo Arriaga.

Los actores son una especie singular. Gente cuyo oficio no es imprescindible, pero cuya labor merodea durante nuestra existencia, nos guste o no. Es un oficio tan antiguo como el otro oficio más antiguo del mundo. De hecho, algo tienen en común: ambos se desnudan a su manera... y lo hacen por dinero. Es muy complejo mostrar ciertos sentimientos ante miles o millones de personas. Hay que tener un cuajo importante para hacerlo, ya sea llorando, riendo, follando o matando. Al mismo tiempo, es uno de los trabajos más privilegiados del mundo. Eso de un día ser un tipo con sombrero y látigo que huye delante de una bola gigantesca, otro día un tipo duro que lleva un bar allá en África, y al siguiente un tipo que recorre la Galaxia con una espada láser, son los deseos que tendría cualquier mortal que desea huir de su anodina realidad.

Durante años he compartido trabajo con ellos cuando trabajaba en series de ficción en la tele, pero apenas tenía relación o contacto, es lo que tiene llevar exteriores, o hacer la producción por delante del resto del equipo. Obviamente, ahora que ya he dirigido unas cuantas cosas, aunque sean pequeñas, y que es el objetivo que me he marcado en la vida (además de inventar historias sobre el papel, obviamente), he descubierto de cerca el apasionante proceso de trabajo que significa recrear a otras personas, a otros oficios, a otras vidas. Hacerlo real, creíble, como si la cámara sólo fuese un testigo anónimo que observa de manera indiscreta los vericuetos de la vida de unos personajes que tienen la responsabilidad de dar la cara por una historia, por infinitas historias. Cuando lo que ves en la pantalla desparrama verdad, entonces te da igual que el tipo que está ahí pegando tiros, soltando un monólogo o mascando su soledad ante un espejo, al terminar el último plano de la jornada se pire a su casa como cualquier otro hijo de vecino; cuando lo que ves te hace olvidar durante dos horas que el tipo que pone cara a una persona irreal se llama fulanito, es actor, encima es famoso, y puede que hasta te caiga mal; cuando todo eso pasa, y pasa bastantes veces, sencillamente no hay sinfonía, ni libro, ni oda que lo supere. Cuando una mirada en primer plano muestra desgarro, alegría, furia, dolor, tristeza, sólo te preguntas cómo lo pueden hacer, cómo pueden elevar a categoría de arte algo que se hace con la única herramienta que poseen: su propio cuerpo.

Por supuesto que hay actores pésimos, y por supuesto que se endiosan (quién no lo haría si todos los días te ven millones de personas). Por supuesto que tratar con algunos de ellos a veces es complejo, por no decir que insufrible. Algunos abren la boca y sólo saben decir chorradas, o cosas obvias. Algunos son capaces de ir por la vida como si les hubieran metido un palo por el culo, convirtiéndoles en unos gilipollas integrales. Todo eso es así, y pasa a menudo. Pero incluso cuando todo esto pasa, pero el resultado de su trabajo es creíble, lo compensa todo. Claro que también son muchos los que respetan su trabajo al máximo, que lo ven como lo que debe ser: un oficio difícil, complejo, inseguro, temerario y trascedente al tiempo. Su vida consiste en hacer felices a los demás, y lo hacen frente a todos y frente a todo, sin la ayuda de nadie.

Ayer fui testigo de un momento así. Generalmente me da igual que el actor sea del método, que se lleve el personaje a su casa, que sufra todo el proceso, o que simplemente use tres o cuatro artificios para hacer su trabajo. Si el espectador (porque yo sigo siendo ante todo un espectador) cree todo lo que ve, se convence de que esa persona de la pantalla es real como la vida misma. Es entonces cuando se produce un fenómeno único, un fenómeno en el que el tipo sentado en la butaca le da la mano al tipo que se proyecta a través de un halo de luz,y le susurra al oído: “te sigo hasta el infierno si es necesario, ya seas un asesino legendario, un oficinista trepa solitario, o un ex-asesino de niños y mujeres en el viejo Oeste. Te creo, me creo lo que haces, me creo lo que dices, y siento lo que tú sientes, y por ello te acompañaré hasta el final, sea éste el que sea”. Cuando eso pasa, cuando el personaje cobra absoluta realidad, se puede decir que no hay oficio más sublime en este mundo.

Ayer, al menos yo, le di la mano al desgarrado tipo al que le quedan dos telediarios y recorre una Barcelona oscura, violenta, cruel, creíble, pero curiosamente hermosa (al contrario que la postal-estafa que trataron de vendernos Roures y Allen), intentando atar los cabos de una vida que se le escapa entre los dedos de las manos como si fuera la arena de la Barceloneta. Ayer olvidé el nombre del actor al que unos odian por lo que dice tras una pancarta, o por la mujer (también actriz) con la que comparte su vida. Ayer vi a alguien real que sólo quería sobrevivir, el único motivo por el nos movemos en este mundo cruel. Ayer vi a un actor inmenso haciendo su trabajo.