martes, 21 de septiembre de 2010

El mañana me pertenece.

Todos tenemos nuestras lagunas. Yo reconozco no haber leído “El Quijote”. Quizás se me nota mucho, así que algún día resolveré tal afrenta a la literatura. No es el único, algún que otro incunable no ha pasado por mis manos, si bien he devorado mamotretos más grandes e, incluso, debo haber sido de los pocos capaces de leer las más de mil páginas de “Los siete pilares de la sabiduría” de T.H. Lawrence. Les garantizo que es mejor ver la peli de David Lean, o sea “Lawrence de Arabia”. Y hablando de pelis incunables, o clásicos irredentos, también debo decir que alguna se me ha escapado, aunque no voy a dar los nombres para no mostrar mis puntos débiles.

Trato, pues, de recuperar clásicos en ambas facetas y curiosamente acabo de ver una película que nunca me atrajo demasiado, aunque trascurriese durante una época de la que sí he leído mucho, y que no puedo negar me atrae, quizás por lo oscura de ella. Supongo que el hecho de ser un musical no ayudaba para que me resultase atractiva. Además, su protagonista (Liza Minnelli) siempre me produjo cierta grima, pese a los genes que portaba (el gran Vincent Minnelli). Ciertamente son pocos los musicales que me enloquecen, quizás por el hecho de no entender que un tío se ponga de pronto a cantar sin venir a cuento. Me gustó algo “West Side Story”, quizás por el atrevimiento de ser la primera película de este género rodada totalmente en exteriores naturales, como era el caso del Bronx neoyorkino. También disfruté con “Cantando bajo la lluvia”, película que podría considerarse una comedia musical. Me inquietaron, pero no fascinaron, “Chicago” y “Sweeney Todd”, ésta última del freak de Tim Burton, tipo que no me resulta demasiado simpático y del que sólo me gustan “Mars Attack” (por su mala leche) y “Sleepy Hollow” (por su oscuridad).

El caso es que nunca había visto “Cabaret”, y ahora que pasamos por una crisis económica que recuerda a aquellos tiempos convulsos, y que no puedo gastarme un duro en una de mis perversiones favoritas como es comprar cine (las otras son libros y cómics, además de alguna más, claro está, pero éste no es el marco adecuado), me tengo que conformar con revisitar títulos ya vistos, o hacerme con los que hoy en día regalan los periódicos a precio de saldo. Gracias a mi anciana madre, y su diaria compra del periódico conservador de las tres letras, pude hacerme con este clásico que ya tiene 37 años. En su momento ganó ocho Oscars de Hollywood que, aunque pueda sonar a motivo suficiente para lanzarse a ella, ni siquiera me llamaban la atención para echarle un visionado. Pero por fin solventé la pereza de años y me propuse verla.

Debo decir que no me ha disgustado, es más, algunos de sus momentos han quedado impregnados en mi memoria, en especial del que ahora hablaré y que da nombre al "glorioso" título de entrada. Por supuesto, una de las cosas que hacen imperecedera esta obra es la interpretación del inconmensurable Joel Grey como “maestro de ceremonias”. Su personaje irreal, cuyas apariciones sólo son durante los números musicales, y en algunos momentos fantasmales que presagian el oscuro futuro por venir, es lo mejor de la película. Pese a mi grima inicial, hay que reconocer que Lizza Minelli borda el personaje principal de la película, la corista sensible y desinhibida que canta eso de que “la vida es un cabaret desde la cuna hasta la tumba”, y bien que es cierto. El atípico triángulo amoroso sorprende, por lo peculiar y por la época en la que se hizo la película, tiempos en los que la bisexualidad ni siquiera estaba en el diccionario. Los números musicales, universalmente conocidos incluso por los que no han visto la película, ya han pasado a la historia, pero no por sus coreografías espectaculares, sino más bien por lo contrario: por la sencillez de ellas. Es allí donde un notable Bob Fosse demostró tener el culo pelado como coreógrafo. También debo reconocer que me aburren otras tramas secundarias como la historia de la mujer rica judía y su pretendiente, ciertos momentos cuando se aleja la acción del Kit Kat Klub y, por supuesto, Michael York, la nariz más curiosa de la historia del cine.

Pero, temas musicales aparte, lo que me atraía de esta película era el contexto histórico en el que se desarrolla, del que tanto se ha escrito, y que fue el origen del Monstruo, además del fin de una ciudad (Berlín) que, a principios de los años 30, fue ejemplo de liberación y vanguardia. Hay una escena que creo merece un sitio en el museo por los siglos de los siglos, amén. Ya sólo por ese momento de celuloide, el señor Fosse tendrá siempre mi gratitud y mis respetos. Una escena arriesgada, valiente, políticamente incorrecta, como se debe esperar de un GRANDE del cine. De hecho, quizás por ello, esta secuencia estuvo censurada en Alemania durante décadas, porque no había valor para reconocer toda la verdad que contiene. Es una escena que resume todo lo que ocurrió en aquel país, que cuenta en unos minutos la semilla que tuvo como fruto el momento más oscuro de la historia de la humanidad. En ella se nos muestra a gente corriente y moliente uniéndose a cantar por los tiempos gloriosos que perdieron, se nos enseña que el inicio de la sinrazón no es obra sólo de unos pocos locos y malotes tipo Fu-ManChú, sino que parte de gente normal que hace su trabajo, ama a su esposa, besa a su madre, cuida a sus hijos, paga sus impuestos y ayuda a los ancianitos.

Todo transcurre en un día soleado, en un paraje hermoso, verde y fastuoso. En las mesas exteriores de una taberna alemana, la gente pasa un agradable día en el campo. Las familias beben y comen, los niños corretean y juegan. Bryan (Michael York) y el honorable Maximilian (Helmut Griem) beben vino y se desean con la mirada. Es entonces cuando de fondo se oye una dulce voz. En primer plano vemos a un joven rubio, inmaculado, casi angelical, que entona una hermosa melodía. Las gentes dejan de comer y beber, se paran a escuchar, a observar al chico que, con nostalgia y emoción, da voz a las estrofas de la canción. Es una letra que rememora paisajes y lugares perdidos. De pronto, la cámara que nos ha mostrado la plácida forma de cantar del muchacho, baja desde su rostro inocente hasta la camisa parda que viste, junto a una esvástica que envuelve su brazo. La canción, que rememoraba lugares hermosos de su tierra, cobra ahora un tono imperial donde se anhelan glorias invisibles y tormentas por llegar. Poco a poco, al muchacho se le unen jóvenes, adultos, niños y familias enteras. Todos ellos ciudadanos normales que se levantan emocionados para cantar al unísono. Sólo un anciano se revuelve incómodo en su sitio, como si previere en esas estrofas lo que está por llegar. Es una escena hermosa que, incluso, llega a emocionar, lo que la hace más inquietante y, por ende, genial.

El caso es que si a un tipo como yo, al que no le gustan los musicales y las patrias, se le erizan los pelos con este momento, como sería en aquellos tiempos donde la gente corriente buscaba recuperar el mañana que, supuestamente, les pertenece.



(observen, vean, analicen, reflexionen...)

domingo, 12 de septiembre de 2010

Gente corriente

Hoy me he levantado con el colmillo atravesado. No es que yo sea Mister Simpatía, pero hay días en que la gente me cae especialmente gorda y en la que comprendo los sentimientos de asesinos en serie tipo Lecter o Jason. También me he dado cuenta que llevo tiempo sin escribir por aquí, quizás porque estoy enfangado en un relato enorme que quiero publicar por partes, para aburrir al personal y que luego se quejen y digan que es muy largo. Así que como hoy tengo un día atravesado, y quiero escribir para el blog, y no tengo ideas, voy a hacer algo que me produce especial placer: meterme con la humanidad.

Ayer, en una fiesta de cumpleaños, ya con unas cervezas de más, deseando largarme, aburrido como estaba de decir chorradas absurdas y estériles, en conversaciones absurdas y estériles, hubo un momento en que la cosa se puso un poco interesante, quizás porque aproveché para sacar ese lado oscuro (que uno tiene oculto a lo Hyde), en el que me gusta provocar al contrario palpándole la bolsa escrotal, o lo que comúnmente se conoce como tocar los cojones, vamos. Generalmente la gente rehúye el conflicto, es normal y lógico, estamos acomodados, ya no necesitamos pelear para sobrevivir y lo tenemos todo fácil. Ante todo somos civilizados, políticamente correctos, unas ONUS con patas. Lo civilizado es largar del contrario por la espalda, como Tomahawks preventivos, mientras no nos ensuciemos y quedamos superbién y superguay del Paraguay.

A veces, son muy escasas, hay gresca y te encuentras con la horma de tu zapato, con otro/a que recoge el guante de la provocación, y entonces responde. Algunos lo hacen de manera brillante, otros calentándose, lo que caldea el ambiente. En esas escasas situaciones, los contendientes suelen separarse cuando la cosa llega a extremos, diciendo eso tan manido y políticamente aceptable de “respeto tu opinión, pero no estoy de acuerdo” (¿Y si tu opinión es un coñazo, o una gilipollez, o una mierda, colega?). Pocas veces termina el asunto con violencia física, aunque puede darse el caso, sobre todo si hay alcohol de por medio y el de enfrente tiene una vena poligonera. Así que mi recomendación a los que lleven gafas como yo, y quieran ir provocando por la vida, es quitárselas a tiempo, que el mundo de la Optometría se ha puesto por las nubes. Todo ello salvo que seas de los que golpean primero, algo que no suele ser el caso si eres un gafotudo, y fuíste más bien de los que reciben primero, para lo otro hay que tener mucha calle. Pero como digo, estas situaciones son excepcionales, generalmente todo queda en una gresca dialéctica, más o menos brillante, más o menos caliente, más o menos absurda.

Toda esta cháchara viene a cuento de que ayer saqué el lado provocador en un instante de la noche en el que me aburría. Fue con una chica que en principio no me cayó mal, pero la conversación, por obra de otros, derivó hacia preguntas sobre el mediometraje que estamos a punto de estrenar, y del que he comentado alguna cosa por aquí. Ella me dijo algo que me suelen decir muchos: que es demasiado largo para ser un corto. Yo le respondí que es un mediometraje, porque para eso dura casi media hora, y que todo depende de cómo esté contado: si es un coñazo, entonces la media hora parecerán las cinco horas del “Napoleón” de Gance, una obra indispensable, por otra parte. Ella no entendía bien el concepto mediometraje, e insistía en que había hecho un cortometraje demasiado largo, algo que me suelen decir con frecuencia. Suelo defenderme con un absurdo argumento que evoca nuestra memoria pasada. Siempre hablo de esa obra imperecedera llamada “La cabina”, aquella historia para televisión donde un tipo corriente y moliente se queda encerrado en una cabina. Todos enseguida recuerdan, todos enseguida afirman que era cojonuda, y nadie se acuerda de que era un mediometraje, e incluso película, si uno mira la definición de Wikipedia. El caso es que todo ello nos hizo llegar a otra discusión sobre el cansancio que le provocaban las películas de más de dos horas y que estaba harta de historias tan largas.

Como digo, la chica en cuestión no me cayó mal, pero de pronto soltó ese argumento que ya había escuchado en tantas y tantas ocasiones, un cliché que me sonaba, un Deja Vu dialéctico que ya había vivido, y eso fue la luz roja para buscar la vena, la provocación dialéctica. Argumenté, ya pasado de rosca, que era una pena que ya no se hiciesen películas de cuatro o cinco horas, quizás sólo por el regusto de escuchar a la gente bufar en desaprobación como si fueran búfalos en celo. Le argumenté que ya todo lo queremos trillado, facilón, mascado. Las películas tienen que durar dos horas, o menos, los libros 400 páginas, o menos. Los iPhones, los iPad y el resto de “íes” de la marca de la manzanita, nos lo ponen todo fácil. Curioso mundo éste donde el dedito índice ha cobrado tanto protagonismo, mientras que en el pasado sólo servía para hurgarse la napia en el semáforo o hacer un tacto rectal. Y no digo que estén mal, pero nos pesa el culo para someter a nuestro cerebro a algo más que una pantalla táctil. Básicamente le dije que nos habíamos vuelto una cuadrilla de gilipollas. Ella no estaba de acuerdo, porque si todo el mundo hace lo mismo, eso debe significar que tan malo no es y hay que innovarse. Puede ser, pero si algún día se pone de moda hacernos el tacto rectal en los garitos, espero ser un fugitivo más buscado que Han Solo.

Ya no se escriben libros de 1000 páginas, salvo que seas un loco, y tu editor otro parecido. Por no hablar de películas de más de tres horas, salvo que seas otro pirado, y tu productor un tanto de lo mismo. Todo tiene que ser trillado, convencional, corriente, pero no sólo la ficción, TODO: el trabajo, las hipotecas, las opiniones, las amistades, la familia, los amigos, las vacaciones, los amores, las conversaciones, las casas, los juegos, los principios. Si te sales de la medida (y de la media), si escribes 1000 páginas, si haces una peli de cuatro horas, si mantienes una opinión estrambótica, si nos eres políticamente correcto, si no quieres pareja, familia, hijos, hipoteca, vacaciones, si te sales de la tangente, si polemizas o levantas la voz cuando te pisan la moral, o el callo, eres un freak parecido al de la “Parada de los monstruos”, aquella peli de Todd Browning donde unos pobres enanos de circo eran manipulados por una rubia hija de la gran puta.

Supongo que la chica pensó que tampoco era cuestión de polemizar sobre algo tan banal, quizás pensó que soy un talibán conceptual, algo que suelo escuchar a menudo en boca de gente cercana a mí, quizás porque no merecía la pena discutir sobre ello, el caso es que finalmente concluyó el debate estando de acuerdo conmigo en la estupidez generalizada que nos rodea. Digamos que nunca se convirtió en una pelea dialéctica, sólo fue un intercambio de opiniones para volver a ser corrientes y molientes y empezamos de nuevo a hablar de naderías gilipollescas. Una pena, me volví a aburrir mucho, y al final me acabé marchando.

No sé, quizás los freaks de hoy son las Belén Esteban del mundo, manipuladas por ejecutivos de televisión, rubios o no rubios hijos de la gran puta que, algún día, cuando estén suficientemente forrados, las tirarán al cubo de basura de donde proceden, para buscar algo nuevo que ofrecer a la gente que no quiere complicarse la vida. Quizás en un futuro el dedo índice pasará a la historia, quizás lo táctil sea otra cosa, quizás el tacto rectal se hará con la mente y quizás cagaremos por la oreja, quizás todos estaremos de acuerdo en todo y así no habrá discusiones banales, quizás las películas duren media hora y los libros te los contará una maquina. Quizás sea un mundo feliz. Con seguridad será un mundo lleno de gente corriente.



(No sois vuestro trabajo, no sois vuestra cuenta corriente, no sois el coche que tenéis, no sois el contenido de vuestra cartera, no sois vuestros pantalones. Sois la mierda cantante y danzante del mundo...)