miércoles, 28 de octubre de 2009

El cromosoma 21

Hace muchos, muchos años, hubo un momento cinematográfico que me dejó alterado para siempre. En aquella escena, un tipo cubierto con una capucha, huía con andares oscilantes de una turba que creía haber visto en él a la reencarnación del mismísimo Belcebú. Acorralado en los baños públicos de una estación de ferrocarril, sin posibilidad de escape, la deformidad humana que atemorizaba a gentes de bien soltó el grito más desesperado que he oído jamás: “¡I’m not an animal! ¡I am a human being!”. Aquella escena, aquella película, me perturbaron siendo yo un pequeño ignorante de la vida. Era la obra de uno de los más peculiares agitadores fílmicos que existen. Su película me dejó marcado y quizás me hizo madurar de golpe. Su nombre era “El hombre elefante”.

El otro día volví a recordar aquella perturbación al salir de ver una gran película que está ahora mismo en cartelera. Se llama “Yo, también”, es española, pero eso da igual, porque cuando uno sale emocionado del cine lo último que mira es la procedencia de sus creadores. Por mí, como sin son marcianos. El día que se mire eso, yo dimito. Sí reconozco que entré con cierto escepticismo, porque si hay algo que define al cine patrio de manera negativa es lo políticamente correcto y el exceso de temáticas sociales. Ésta podría ser un ejemplo de ello al tener todos los ingredientes para hacer una película comprometida que te cagas: en este caso, la vida de los que nacen con el Síndrome de Down.

Para los que no estén al tanto del tema, comentarles que el abismo que media entre estos “hombres y mujeres elefantes” y la supuesta “normalidad” es un minúsculo cromosoma, algo jodidamente microscópico que escribe los renglones de una vida humana, en este caso renglones torcidos. Para colmo, el cromosoma en cuestión se numera como en la mili, o en los campos de concentración. Se le conoce como el cromosoma número 21 y es el responsable de tamaña diferencia. Por supuesto, como si de un magnicidio se tratase, se conoce al culpable pero no las causas que lo motivaron, aunque las estadísticas quieren dar a entender que el retraso en la edad de las mujeres al engendrar un hijo podría tener alguna relación. Ni idea, no sé si es un motivo para meter miedo, o es una certeza científica. Imagino que toda pareja que se encuentra en una situación parecida, deben sentir al principio que su mundo se derrumba al comprobar que su bebé, aparentemente normal, no lo es tanto.

En mi caso, cuando me he cruzado con algunas de estas personas siempre me he sentido incómodo. Nunca he sabido cómo reaccionar. He hecho lo que supongo hace una mayoría: ser más amable de lo normal, es decir, ponerme insoportablemente paternalista. Y eso me ha hecho sentirme aún peor. Eso me ocurría con un chico Down que trabajaba en una conocida productora en la que curré durante unos años. Siempre que compartía ascensor con él, inmediatamente se dibujaba en mi cara una sonrisa de gilipollas supino, partiendo de la base que además no suelo sonreír demasiado, o se me da fatal. Quizás sea este comportamiento, y el de otra mucha gente, de lo que trata esta magnífica, y en ocasiones, emocionante película. Para colmo, los guionistas y directores han querido dar una vuelta de tuerca al tratar la ilusoria historia de amor entre un ser con 46 cromosomas y otro con 47.

El protagonista de la película es Pablo Pineda, un conocido Down que ya había salido en televisión, primer licenciado europeo con el síndrome, y que sirvió de inspiración a los directores para escribir el guión, hasta el punto de pedirle que interpretase el papel que iba destinado para otro. Quizás por ello la película posee todavía más verdad. A ello se añade una preciosista estética semi-documental, el trabajo de actores profesionales y no profesionales y, sobre todo, la monumental interpretación de esa actriz llamada Lola Dueñas, que no deja de sorprender desde su magnética primera aparición en la estupenda “Mensaka”, y que en esta película consigue una complicidad y una química sorprendente con este peculiar “hombre elefante” al que hace poco leía en una entrevista que, tras su premio en el Festival de San Sebastián, su preocupación más cercana era la de estudiar una oposición, lo cual demuestra que su inteligencia está más allá de un cromosoma numerado.

Háganse un favor a sí mismos y vayan a ver esta peculiar historia de amor-desamor que, creíble o no (para eso es una ficción), está tratada con un sentido del humor que la hace más auténtica. Seguramente la próxima vez que nos metamos en un ascensor con estos hombres y mujeres elefantes, dejaremos de poner una sonrisa de gilipollas.

jueves, 22 de octubre de 2009

Papá, ¿por qué siempre mueren los buenos?

No se le ocurrió mejor forma de homenajear a su amigo que acudir a un restaurante nocturno de una muy conocida cadena y pedir un "sandwich con fatatas". Así explica el periodista Antoni Daimiel lo que hizo el pasado viernes tras conocer la muerte de la persona que le acompañó durante 10 años en las madrugadas televisivas, aquéllas que les hicieron famosos a él y a un hombre bajito que siempre llevaba pajarita.

No quiero que suene a obituario porque los detesto, pero no puedo dejar de escribir unas líneas sobre la muerte de este entrañable personaje, periodista, o más bien humanista, que fue Andrés Montes. Y lo hago porque hace dos años, justo por estas mismas fechas, la caprichosa y voluble Parca decidió llevarse también de manera repentina al gran Juan Antonio Cebrián, el creador de ese mítico programa de radio nocturno llamado “La Rosa de los Vientos”. La pérfida siempre se burla de todos nosotros, llevándose antes de tiempo a los que hacen de este mundo un lugar habitable, a los que consiguen que te creas que realmente la vida puede ser maravillosa, aunque no lo sea.

Todo lo que se ha dicho y hablado de Montes, su peculiar forma de retransmitir, sus inicios en la radio (donde llamaba la atención a la sombra del ínclito García), su inventiva para poner motes, sus onomatopeyas, su forma de vestir, sus compadreos con los otros comentaristas, todo ello formaba parte del personaje que creó este periodista único. Obviamente, como todo personaje provocaba filias entre muchos, pero también fobias entre otros cuantos, especialmente los puristas que prefieren un tono monocorde en la retrasmisión de un espectáculo deportivo.

A mí me llamaban la atención varias cosas de este tipo. Una era el aspecto de dandi de otra época, tal y como pude comprobar en alguna ocasión en que le vi paseando por el barrio (vivía cerca de mi casa), con su sombrero de fieltro, el largo abrigo que cubría su cuerpo diminuto, su inmortal pajarita, como un personaje recién salido de una película de Fritz Lang. Otra de ellas era la especial y peculiar relación que mantenía con Antoni Daimiel, todo lo contrario de lo que él representaba: un periodista deportivo de gesto serio, sobrio e inalterable. Una especie de Keaton baloncestístico, meticuloso conocedor de todas las estadísticas del mundo de la NBA. Antoni siempre alucinaba cuando era interrumpido en medio de un dato vital por el fantástico mundo de su partenaire.

En aquellas famosas retransmisiones de madrugada de finales de los noventa, y primeros del dos mil, “el negro Montes” olvidaba el partido de la NBA que comentaba en directo para compadrear con el imperturbable Daimiel sobre las cosas de la vida. De pronto el partido era lo de menos y entraba en escena una conversación sobre restaurantes a los que ir, aunque se encontrasen a miles kilómetros de todos nosotros, pero al que sólo era capaz de acudir un tipo como Andrés Montes. Si no era la comida, era el cine (su verdadera pasión) y las teorías cinéfilas más peregrinas y disparatadas que uno jamás escucharía en boca de nadie medianamente serio (Seagal es un incomprendido, ¿verdad Daimiel?); y si no era el cine, era la música que escuchar, generalmente negra de la Motown. El partido ya no importaba, daba igual si Jordan había metido 50 puntos o Shakille destrozado alguna canasta. Lo primordial era lo que ambos comentaban, con total naturalidad, como si fueran colegas de siempre acodados en un bar, totalmente opuestos entre sí: uno serio, alguien que nunca desentona, junto a otro que provoca el giro de cabezas nada más entrar en una habitación. Allí estaban los dos, a las mil de la madrugada, hablando tranquilamente de sus cosas, pero delante de miles de telespectadores.

Formaron una pareja única, una especie de Gordo y el Flaco, tal y como Daimiel ha preferido definir su relación con Montes. Y resulta emocionante leer que el viernes pasado, tras visitar a la destrozada familia del pequeño periodista de gafas de culo de vaso, el imperturbable, serio y sobrio Antoni Daimiel decidió acercarse a uno de esos restaurantes con tiendas que, tiempo atrás, fue el refugio del peculiar periodista en sus tiempos de Antena 3 radio. Y una vez en la mesa, ante el camarero que tomaba nota, tras pedir primero una coca-cola light con mucho hielo y una jarra con más hielo (la manía del hombre de la pajarita), constató la grandeza de su difunto amigo y de cómo sus palabras inventadas calaron en la gente con total naturalidad: “Un sandwich con patatas, muy bien”, y el camarero ni se dio cuenta y marchó a la cocina.

A veces me gustaría volver a ser un niño y que mi padre viviera para preguntarle directamente: “Papá, ¿por qué siempre mueren los buenos?”.



(In memoriam)

jueves, 8 de octubre de 2009

La pianista

Era de dedos pequeños y ágiles. Lo pude advertir sin que ella se percatase de mi insolente mirada. Los movía con soltura encima de la hoja, practicando una música imaginaria que los demás apenas percibíamos. Seguía el ritmo grácilmente yendo de escala a escala, con la partitura encima de sus piernas cubiertas de unos vaqueros que se dejaban caer mostrando parte de su ropa interior, como es habitual entre los más jóvenes, y que pude comprobar al verla salir del vagón. No es que yo sea un adefesio, ni un viejo prematuro (quizás sí), porque incluso entre los cuarentones a veces se nos caen los vaqueros tal y como dicta la moda actual, aunque por motivos bien distintos y más ridículos. El caso es que aquella visión era un aliciente que hacía aún más interesante a la joven pianista.

Supongo que hay algo en este mundo cruel que todos hemos pensado o deseado hacer alguna vez: tocar un instrumento, ya sea bien o mal, ya sea para satisfacer un placer íntimo o para quedar de miedo en las fiestas. Puede ser que a algunos de ustedes no les haya interesado jamás, pero seguro que muchos lo han pensado o dicho en voz alta en alguna ocasión: “si volviese a vivir tocaría este o aquel instrumento”. Seguramente si volviéramos a vivir no tocaríamos ningún instrumento, lo más probable es que repetiríamos las mismas cosas aburridas que ya hicimos antes de que nos pudiese tocar una bola extra de partida, por lo menos yo. El caso es que si obtuviese ese premio y me diesen la oportunidad, no tendría ninguna duda sobre el instrumento al que maltrataría de forma impune: el piano. Hay otros instrumentos, todos estupendos, todos armoniosos, todos imprescindibles, pero creo, humildemente, que si hay uno que pueda describir el alma humana, para lo bueno o para lo malo, es esa caja de madera con cuerdas en tensión. Sin duda, en la Voyager iba alguna pieza de Chopin, sin duda que ET estará por ahí llorando en alguna esquina.

Fue esta mañana, entraba en el vagón tras estar horas mirando un monitor, y con el sueño acumulado de los madrugones. La ínclita línea 6 se llena de estudiantes a la hora de comer que regresan de la universidad. Entré adormilado, buscando un hueco donde caerme, lo vi junto a ella. Era hermosa y joven, así que deseché otras opciones y gané el pulso a otro espabilado que acechaba. Saqué de la cartera “El momento del parpadeo” de Walter Murch (ese genio que montó Los Padrinos, Apocalypse Now, La conversación, Julia o El paciente inglés), el libro de cabecera que todo montador (y no montador) debería tener. El cansancio empezó a quebrar la resistencia de mis ojos, pero fue algo imprevisible lo que me despertó. No quería volverme de forma descarada, sabiendo que a mi lado tenía el boceto de lo que sería una hermosa mujer. Tampoco podía mirarla en el reflejo del cristal frente a mí, había demasiada gente que lo tapaba. Pero fue algo imprevisible lo que hizo olvidarme de intentar encontrar su agraciado rostro, fue algo muy diferente a un bellezón lo que me hizo despertar y me hizo sonreír. La chica parecía tener unos apuntes sobre sus muslos, pero eran unos apuntes muy especiales. Me fijé con más precisión para encontrar en los folios unas escalas llenas de corcheas y semicorhceas, con anotaciones a lápiz debajo de cada pentagrama. Pero lo mejor eran esas manos que tocaban un teclado imaginario, con sus sutiles dedos moviéndose armoniosamente bajo las notas negras, avanzando melodiosamente de pentagrama en pentagrama, imaginando música, soñando música. El metro llegó a Guzmán el Bueno, que tiene poco de lo que le atribuye el apellido cuando la vi recoger los apuntes melódicos a toda prisa. Con sus vaqueros rotos y su pelo castaño, se levantó y salió al andén, sin apenas percibir su rostro.

Me quedé con una estúpida sonrisa dibujada en la cara, un gilipollas al que miraban el resto de viajeros. Quizás porque esa sonrisa era motivada por una ensoñación que tuve de repente. En ella me encontraba junto a la anónima pianista años más tarde, los dos desnudos en la cama. Y sí, piensen lo que quieran sobre lo que allí ocurría, pero tengo claro que en un momento dado yo le pedía que imaginase un teclado sobre mi espalda... y que tocase para mí.



(Les dejo con esta escena de la magistral peli "El pianista" de Polanski, la terrible historia de Wladyslaw Szpilman, aquel gran pianista que le miró a los ojos al monstruo... si al llegar a esta escena con el nazi que le ayudó no tienen un nudo en la garganta, es que tienen un problema, amigos)