martes, 25 de agosto de 2009

La factoría

El crítico, pálido y sepulcral, espera impaciente sentado a la mesa. Ya tarda el plato que le servirá para derrumbar el trabajo del chef. Por fin le llega la comida a la mesa. Es una receta antigua, un plato campestre que nadie en su sano juicio serviría al crítico gastronómico más implacable. Coge el tenedor, mira escéptico la combinación vegetariana, toma nota en su pequeño bloc y se lo lleva a la boca. Mastica una vez, dos y entonces... Sus pupilas se dilatan y vemos que el feroz y gélido crítico se transforma en un niño que llega a casa sorbiendo los mocos. Su madre termina de preparar la comida en la cocina. Le sirve el plato al crío y luego acaricia su rostro. El niño pincha el tenedor en su cuenco de Ratatoille y empieza a disfrutar de ella. Volvemos al crítico adulto que tiene la mirada perdida, con gesto atónito, tras recordar ese momento de su vida. No mueve un músculo salvo los dedos de su mano por los que resbala el bolígrafo que cae y rebota en el suelo. Ya no parece un cadáver viviente temido en todos los restaurantes de Francia. Ya no es ese hombre egocéntrico y vanidoso que hace temblar a los mejores chefs. Ahora vuelve a ser un niño, el niño que una vez fue, el niño que olvidó todo, hasta que dio un bocado a Ratatoille.

Éste es uno de los momentos más emocionantes y vibrantes que he vivido en una sala de cine en los últimos años. Es básicamente una secuencia brutal, la obra de un genio, algo parecido a lo que acaba de comer el crítico Antón Ego. Y no es una historia de Eastwood, Spielberg, Kubrick, Ford, Hitchcock, Wilder o Lean. No es un momento de una película de estos señores tan grandes a los que tanto admiro. Es la película de una factoría. Es una película además de dibujos animados en 3-D. Es una más de un puñado de obras maestras de un estudio de animación que empezó a funcionar hace más de una década de la mano de un visionario llamado John Lasseter.

Ya hace tiempo que quería escribir sobre esta agrupación de gente. Ya hace días que quería escribir algo con motivo del estreno “Up”, pero son muchos los que ya han hablado de esta película, el último eslabón a un tipo de cine que nos está cambiando la vida cada verano y que ya rozó la perfección en su anterior película “Wall-E”. Parece como si Buster Keaton y John Ford hubieran vuelto a la vida pero en dibujos animados. La premisa principal de este grupo de gente es la que debería tener todo cineasta cuerdo: divertir y entretener. Gracias a ellos ha regresado la mejor comedia de antes, el slapstik (digamos que el gag cómico visual) de los tiempos de Keaton. Pero todo esto, además, aderezado de momentos de profunda emoción que hacen imposible evitar que se nos humedezcan los ojos en muchos instantes de sus películas. Ford, Capra o Spielberg se reconocerían en esa forma genial de manejar los sentimientos. Probablemente los primeros quince minutos de “Up” son los mejores momentos de cine del año, con permiso de Eastwood, claro. De hecho hay algo que une la odisea de este viejo qafotas animado con cara de Spencer Tracy (acompañado de un gordinflón boy-scout), con la aventura de aquel viejo gruñón (veterano de Corea que duerme junto a su viejo fusil) que salva de una forma que nadie imaginaba a aquel chaval masacrado por unos pandilleros hijos putas.

Volviendo a la historia de la rata artista, estuve a punto de levantarme y aplaudir en plena sala de cine al ver aquel momento en el que el crítico volvía a su infancia en un solo bocado. El cine de verdad es imagen y acción. Los personajes son acción. La imagen es descripción de momentos, de sentimientos. Y es más poderoso que cualquier palabra dicha, y por ello es un arte colosal. Había muchas formas de resolver aquel momento, pero sólo un iluminado es capaz de hacer aquello en un solo plano. Y sólo otro iluminado puede ser capaz de regalarnos media hora de cine sin un solo diálogo como ocurría en aquella fábula llamada “Wall-E”, que hubiera emocionado al propio Asimov. Treinta minutos de pura acción visual donde se nos muestra un mundo devastado y apocalíptico, donde un robot arrastra su terrible e inocente soledad acompañado de una cucaracha. Y sólo otro iluminado de esa misma factoría puede hacernos ver (de nuevo sin un diálogo) el esplendor de la vida de dos personas que se aman en esta última obra llamada “Up”. O mostrarnos en un solo plano la avaricia capitalista del hombre, cuando el constructor con gafas de sol pone su codiciosa mano sobre el pomo de la verja del jardín que rodea la casa del pobre viejo, el lugar donde esconde los recuerdos de una vida plena.

No hace mucho visitaba un conocido centro comercial que sirve de paraíso para todos aquellos a los que nos gustan las películas, la música, los libros, los cómics. Me encontraba en la zona infantil, no sé muy bien por qué, quizás por impulso al estar pegada a la zona de cómics. Descubrí un viejo libro de infancia donde te ensañaban a ser un buen detective. Y al igual que Antón Ego volví emocionado a mi infancia y pensé que aún hay esperanza cuando algún loco todavía edita libros así.

Estaba a punto de irme cuando volví la cabeza y vi que en un rincón de la misma sección estaban las películas de dibujos animados, y entre ellas todas las películas de la factoría Pixar. Era un rincón al que asomaban los padres en busca de entretenimiento para esos enanos que no les dejan vivir en paz. Y entonces tuve una especie de visión del futuro, un flash-forward acelerado, una alucinación propia del mejor LSD. En esa visión me veía a mí mismo cogiendo todas las películas en 3-D, desde Toy Story a Wall-e, incluido una que recopila los mejores cortos de Pixar que sirven de introducción a sus obras. La gente me miraba flipada por mi locura momentánea. Con paso firme, y amontonando deuvedés en mis brazos, me dirigía hacia las escaleras mecánicas. Algún cliente puntilloso se chivaba a uno de seguridad. Pero ya no me podían parar porque estaba en la planta de abajo. Ahora eran dos los tipos de seguridad que me invitaban a detenerme a grito pelado. Yo no les hacía caso y la gente se volvía a mi paso. Iba esquivando clientes. Un murmullo se elevaba. Un chico de rastas con el chalequito verde del centro me intentaba detener, pero yo era invencible y me abría paso de un empujón, haciéndole caer a él y a sus rastas. Tomaba el camino de las estanterías llenas de deuvedés del mejor cine. Los seguratas me pisaban los talones, pero había mucha gente y eso les dificultaba la persecución. Por fin llegaba a mi destino: empecé a tirar al suelo carátulas que había en una estantería del fondo, y a colocar en su lugar las de juguetes que cobran vida, monstruos con problemas laborales, hormigas que acuden al psiquiatra, superhéroes con familias disfuncionales, peces perdidos, coches de carreras aventureros, ratas artistas y robots enamorados.

Pude terminar mi locura momentánea, pero enseguida varias manos me atrapaban y me tiraban al suelo. Luego me ponían los grilletes. La gente murmuraba sobre lo ocurrido, como si yo fuera un ladrón al que han pillado con las manos en la masa. Me llevaban hacia las escaleras con intención de reprenderme en algún despacho, cuando alguien, no sé quién, empezó a aplaudir. De pronto, el aplauso se multiplicó. Ya no eran uno, ni dos, ni tres... Eran todos los clientes de la planta los que aplaudían. Los guardias, confusos, se volvían preguntando qué ocurría. Uno de ellos se acercó al lugar que había provocado dicho fervor. Se abrió paso entre la gente para descubrir que sus emocionadas palmadas iban dirigidas hacia la estantería señalada como “cine de autor”... Y allá, junto a Murnau, Lang, Bergman, Passolini, Coppola, Fellini, Buñuel, Dreyer y Ford, se encontraban todas las películas de la factoría.



(Les dejó con la crítica de Antón Ego, con la voz inmortal de Peter O'toole)

martes, 4 de agosto de 2009

Viento en las velas


Era solo un vago recuerdo. Algo que vi en mi infancia, pero que de alguna forma me dejó marcado: una isla donde un huracán acababa con todo rastro de vida, unos niños que marchaban rumbo a la civilización, un barco pirata que se interponía en su camino, un capitán tosco y valiente que se sabía todos los trucos de la mar, una niña rubia de infinitos ojos azules que se topaba de cara con la madurez. Eran solo recuerdos que permanecían por ahí, como un viejo arcón en un sótano olvidado.

Tuvo que ser un ensayo en una conocida revista literaria infantil (Clij) la que removió mi oxidado disco duro. Fue entonces cuando todo fluyó. En dicho ensayo se hablaba de una novela de principios del siglo pasado. Su autor es un desconocido para la mayoría, pero de su libro se basó una de las películas más desgarradoras que se han hecho jamás sobre la infancia. Desconocía yo hasta leer la revista que la película se basaba en una novela, pero tras leer la reseña corrí a buscar el libro, azotado por los recuerdos de aquella inmortal película. Lo encontré, lo leí y puedo decir que me pasó lo mismo que al leer “Matar un ruiseñor”, la célebre novela de Harper Lee y que fue adaptada al cine por Robert Mulligan y aquella interpretación de Gregory Peck, aquel padre que todos quisimos tener. Libro y película eran igualmente fascinantes.

“Huracán en Jamaica” (A high wind in Jamaica) fue la novela que le hizo pasar a la inmortalidad al hasta entonces desconocido Richard Hughes, un tipo que trabajó para el Almirantazgo, escribió para la radio de la BBC, estrenó teatro en el West End y acabó realizando guiones para la Ealing, aquel estudio cinematográfico británico que nos regaló unas cuantas obras maestras a mediados del siglo pasado y de donde salió el director de la película (Alexander Mackendrick) que se basó en su novela. Mackendrick fue también el director de otras dos genialidades llamadas “El quinteto de la muerte” (Lady killers) y “Chantaje en Broadway” (Sweet smell of success).

Richard Hughes centró y dedicó gran parte de su obra a los niños, y eso uno lo puede reconocer al leer su novela. Yo sólo tenía como referente lejano la película, pero tras leer el libro tengo claro que son muy pocos los que consiguen acercarse de manera tan lúcida al momento iniciático de la vida de toda persona, y Hughes ha sido uno de ellos, por no decir que el mejor. Son pocas las historias que no sólo muestran la inocencia de esa parte de nuestras vidas sino también la inconsciente crueldad que en ellas reside, y eso es lo que muestran tanto la novela de Hughes como la posterior adaptación de Mackendrick.

La historia nos cuenta el viaje de los cinco hijos de la familia Bas-Thornton y los dos de la familia criolla Fernández rumbo a Inglaterra, tras sufrir un brutal huracán que destruye la isla de Jamaica. Sus padres quieren que reciban una educación digna en lugar de hacerlo entre ruinas y costumbres salvajes. Durante el trayecto, el barco en el que viajan es abordado por una goleta pirata. Los niños son secuestrados accidentalmente ya que los piratas comandados por Jonsen (Chavez en la película) y Otto (Zac en la película) no son brutales y despiadados. Se inicia desde ese momento una historia de aventuras donde los niños se adaptan a la dura vida en el mar, y se inicia también la extraña relación de atracción entre la niña Emily y el capitán pirata.

Son muchos los momentos de esta historia que comienza como una aventura fascinante y termina de forma oscura. Es una historia dura y tierna en la que unos rudos piratas tienen que convivir con unos niños que los van a llevar a la ruina. Es un encuentro brutal con la mar y los viajes, pero también con vida y la muerte. Y tiene uno de los finales más desgarradores de siempre. La película fue interpretada en sus principales papeles por uno de los mejores cínicos que ha dado el cine, James Coburn haciendo del pragmático Zac, el lugarteniente del capitán Chávez, cuyo personaje fue interpretado por el viejo Zorba (Anthony Quinn), aquel camaleón humano que en esta película nos regala su mirada resignada hacia Emily tras ser condenado a muerte, una de las miradas más amargas que ha dado la historia del cine.

Cuando era pequeño, en una playa a la que siempre iba con mis padres, había un señor de barba y pelo cano que nos llevaba a los de la pandilla mar adentro con su pequeño bote de vela, donde nos tirábamos de cabeza y nos dábamos un buen chapuzón. El barquito se llamaba “Jolín que yate” y el nombre de aquel hombre ni lo recuerdo. Pasados los años sigo sin poner rostro y nombre a ese viejo que nos hacía felices a unos cuantos locos enanos, así que decidí que su nombre sería Chavez y el pequeño “Jolín que yate” una goleta pirata. Sólo espero que me perdone por no recordarle, al igual que Chavez perdonó a Emily por olvidarle rumbo de la horca.



(No he encontrado imágenes de la película, así que pongo esta gran canción de Simple Minds, que también habla de niños en un lugar donde una vez los lobos acecharon)