miércoles, 22 de abril de 2009

Elegir

Amanecía sobre Borneo. El tronar de las barcazas apenas hacía perceptible cualquier conversación. ¿Para qué? ¿Qué sentido tenía hablar si uno está a pocos metros de morir? El humo apenas dejaba percibir la playa, ni el destino de la primera oleada. El hombre con gafas de pasta volvió la cabeza para mirar a su amigo. Los dos estaban allí para dar constancia de la última batalla de la última guerra, la más devastadora que jamás el hombre había ideado. Desembarcaron en medio del caos, haciendo eses para esquivar los disparos de mortero que estaba masacrando a los atacantes. Milagrosamente consiguieron llegar hasta la base de una colina. Se parapetaron y vieron unas casamatas en la cima. Aprovecharon que nadie les disparaba para correr hacia ellas. Cuando llegaron no había señales del enemigo. Esperaron, oyendo la batalla de fondo, la muerte que les rodeaba. Al caer la noche, un comando de marines australianos asaltaron las casamatas pensando en encontrar a japoneses armados hasta los dientes. En su lugar hallaron a dos hombres armados con un bloc y un lápiz cada uno. Sin quererlo, los dos escritores se convirtieron en los primeros en ocupar una posición enemiga. Y entonces Dalton Trumbo cogió su pluma para escribir.

Años después, en una emotiva carta, uno de los mejores guionistas de siempre, recordaba tan peculiar momento, y otros más, vividos en el Frente del Pacífico, junto a un amigo que lo fue para siempre. Fue una última carta dirigida a la madre de quien le ayudó cuando la infamia acabó con su carrera. Fue una carta de agradecimiento y homenaje a un amigo muerto. Agradecimiento porque cuando Dalton Trumbo se convirtió en persona non grata para la industria cinematográfica (simplemente por no querer ser un delator), cuando apenas tenía 400 dólares en el bolsillo para mantener a su familia, fue su viejo amigo del frente el que le ayudó. Es ahí donde se mide el grado de amistad de la gente, cuando descubres si están a tu lado para unas risas, o para algo más que unas risas.

Resulta irónico que los morteros japoneses no acabasen con Trumbo, y sí lo hiciera un fanático malparido con ademanes mesiánicos que inició una caza de brujas en los tiempos en que el Telón de Acero se hizo más alto que nunca. Y el tal McArthy pensó que el enemigo estaba en casa, entre los titiriteros que se dedicaban a escribir, dirigir o interpretar el mejor invento de siempre. Y hubo diez que se negaron a pasar por el aro (los diez de Hollywood), que rehusaron colaborar, ser unos chivatos, unos chotas, unas ratas. Dicen que sólo hay una cosa peor que un converso, un converso y un delator.

Era simple y sencillo, sólo era una cuestión de elegir. Preferir trabajar y seguir haciendo películas, forrarse, estar junto al glamour, a las tías buenas, a la vida cómoda. Para optar por esa opción, sólo había que decir que ya no era un rojillo, o que si lo fue, lo fue erróneamente, así que entonces sólo bastaba con informar sobre quiénes eran los que estaban a su lado en aquellos tiempos traviesos. Era fácil, sólo tenía que tomar una decisión: la vida tranquila y segura, o simplemente no volver a trabajar en su oficio de siempre, que su nombre no saliera en ningún crédito de ninguna película, que su carrera simplemente se fuera a la mierda. Y Dalton Trumbo cogió su pluma y se puso a escribir. Y escribió al infame que prefería irse a la mierda, que prefería complicarse la vida antes que convertirse en delator. Y otros nueve como él siguieron su camino. Por desgracia, la mayoría de los que dijeron “no” tuvieron un final trágico, arruinados de por vida prefirieron poner fin a sus vidas antes de seguir arrastrándose.

Trumbo aguantó, se arrastró, en concreto por todo un país polvoriento. Cruzó el Río Grande, como hacen los mejores fugitivos, los que de verdad merecen la pena, en busca de una vida mejor que, en el caso del guionista, fue la ruina económica total. Escribió innumerables películas bajo seudónimo, cobró guiones a precio de principiante (o becario, si lo prefieren), y como encima era un puto genio, ganó un Oscar con el nombre de otro, que nunca pudo recoger. Pasó por innumerables oficios para, finalmente, gracias a la mediación de dos tipos (un actor mítico apellidado Douglas, y un director-productor judío, apellidado Preminger) conseguir salir del olvido. Por suerte para todos, esos dos tipos permitieron que el genio volviese a escribir acreditado, así que nos regaló dos obras maestras que hablaban de eso, de elegir: quedarte callado y ser un esclavo maltratado, o levantarte contra todo un Imperio bajo el nombre de Espartaco. Regresar a tu casa, allá donde los fanáticos habían exterminado a los tuyos, o meterte en un viejo y oxidado barco llamado “Éxodo”, rumbo a la tierra prometida.

No hace falta ser Trumbo para darse cuenta de que las cosas no han cambiado demasiado. Ahora no ocurren en las playas de Borneo, en los despachos de Hollywood, en las colinas de Roma, o en las tierras de Oriente Medio. Simplemente hay que salir a la calle. Uno lo ve todos los días en la vida diaria, en las oficinas, en los trabajos. En todos esos lugares encuentras compartimientos mezquinos, seguidistas, insolidarios, facilones. Todos ellos causados por el miedo a moverse, a arriesgarse, a decir “no”, a levantar la voz, a plantarse, a exigir, a cambiar, a huir hacia adelante. Seguimos y seguiremos igual. Seguimos y seguiremos con miedo a elegir.


viernes, 17 de abril de 2009

El patito feo

Erase una vez una mujer fea y gorda, de gesto torcido y desagradable, maneras toscas y peculiares, a la que la gente miraba con sorna cada vez que se cruzaban con ella. Venía de un pueblo lejano de la fría y oscura Escocia. Y ella decía que tenía un sueño, que un día cantaría al mundo.

No tenía oficio ni beneficio al que aferrarse, salvo sus fantasías que muchos consideraban absurdas. Nadie la tomó en serio porque la realidad le decía que, a sus cuarenta y siete años, era sólo una desempleada más en tiempos de recesión.

Pero tenía fe, y así lo decía a quien quisiera escucharla, aunque no la creyeran. La miraban como una inútil que debía poner los pies en la tierra, ya no era tiempo para estupideces, para juegos de edad tardía.

Así que un día, la mujer fea y gorda, de gesto encorvado e ingrato, maneras toscas y peculiares, tomó una decisión, tras noches de sueños perdidos, anhelos pasados, esperanzas agotadas.

Fue en la televisión, el opio del pueblo, en un reality, donde los peleles sirven de carnaza a la masa, que así olvida sus penurias riéndose de otros, mientras ejecutivos miserables se forran con programas baratos y rentables.

Fue en un programa que trata de descubrir talento entre el pueblo corriente, pero cuyo objetivo es la chanza a costa de exponer a los más raros en el circo de la audiencia, y que un jurado se burle de sus sueños absurdos.

Enseguida sirvió de objetivo para el ojo del Gran Hermano, viéndola comer con soez ansiedad. Y los presentadores fueron hacia ella preguntándose quién sería la mujer gorda y fea de vestido barato y ridículo.

Y la mujer gorda y fea, de vestido barato y ridículo, entró con paso decidido en un vasto escenario repleto de público que, nada más verla, empezó a reírse. Y le dijo al jurado que ella sólo quería ser cantante profesional, pero al mencionar su edad, la sonrisa cínica invadió los rostros de todos.

Le preguntaron cuál iba a ser la canción que pensaba destrozar. Al responder que “I dreamed a dream” de “Les miserables”, parecía una broma pesada que les quería gastar. Quién en su sano juicio iba a querer interpretar una de las canciones principales de un musical basado en la inmortal obra de Víctor Hugo, aquel libro que hablaba de redención, sueños perdidos y sangrientas revoluciones.

Sonaron los primeros compases, y entonces la mujer fea y gorda, de maneras tocas y peculiares, que una vez soñó que su vida sería diferente al infierno que había vivido, demostró a sus detractores que algún día cantaría al mundo. Y con las primeras notas, todos nos dimos cuenta de que ese día había llegado.



(esta es la impresionante canción del musical)


(y esta la señora del momento...)

sábado, 4 de abril de 2009

El sueño del director

El niño baja la calle con un bastón en la mano. Uno, al verlo, se pregunta qué hace un niño ayudándose con un bastón para caminar. No parece tener ningún problema físico, e incluso para su estatura, le queda grande. Y la respuesta la obtienes cuando le ves llegar a la entrada de un cine, donde la reja está echada. El niño, entonces, usa el madero como gancho para atraer hacia la reja el tablero con ruedas donde cuelgan fotografías promocionales de una película. La película es “Ciudadano Kane”. Aquélla obra de un genio que cambió el mundo. Y el niño desengancha todas las fotos. Y una vez las tiene todas, echa a correr calle arriba.

Este momento, esta secuencia, es el sueño recurrente del personaje que interpreta Francois Truffaut en la película que él mismo dirigió y co-escribió. Se llama “La noche americana”, y es una obra maestra que cuenta al mundo qué es el cine y cómo se hace el cine. Todo ello visto a través de los ojos de su director, un hombre con problemas de audición, que tiene que resolver las innumerables preguntas que tiene todo el equipo que trabaja para su obra. Hacer de padre, de psicólogo, de general. Responder a todo, en todo momento, de manera adecuada y sin caer en el desaliento, sino quiere que el equipo caiga en picado. Y sus angustias sólo las puede mostrar en sus sueños, en un sueño recurrente donde el joven Truffaut roba los carteles de un cine, los carteles de una película inmortal.

Obviamente tengo poco de Truffaut, pero hace unos días me enfrenté a mi primer rodaje como director de ficción (ya hice un corto documental), acompañado en las labores de dirección por Hugo, un buen amigo con el que ya trabajé hace tiempo, y que es uno de los tipos que más energía le echa a esto de hacer cortometrajes y proyectos con poco dinero. Un auténtico Cassavetes con gafas, capaz de empapelar las tiendas de su barrio para que vayan a ver una película de hora y media de un tipo que conduce marcha atrás hasta Ávila, y todo por amor. Yo no he tenido el sueño recurrente de Truffaut, pero curiosamente, unos días antes del rodaje, y preocupado como estaba por el tema meteorológico (nos llovió y granizó de lo lindo) ya que teníamos que rodar en dos días doce minutos, tuve un sueño extraño.

La historia del corto es la historia de dos antiguos compañeros de colegio que se reencuentran en la cola del cine. Uno de ellos va a acompañado de su hermosa mujer. A simple vista parece un triunfador. El otro tipo va solo, parece huraño y extraño. El huraño reconoce al triunfador y le saluda. Y el hombre que va con su mujer no le recuerda, pero cuando el otro (el huraño), le empieza a contar cosas del colegio y las barbaridades que le hicieron, resurgen los fantasmas del pasado... y todo ello delante de su esposa. Eso es el resumen de doce minutos de historia que premió el Festival de Avilés, y que acabamos de rodar. Como decía antes, un sueño me inquietó a dos días de la grabación. Y es que me sentía en una ciudad parecida a Avilés donde un montón de gente (el equipo, supuestamente) me esperaba. Y cuando llegaba a la localización, es decir, a la puerta de un cine, no había tal puerta ni ningún cine. Y angustiado notaba que todo el mundo me reprochaba que yo tuviera la culpa de que no hubiese cine (quizás por mi pasado como localizador de un par de series muy conocidas), y me ponía a buscarlo como loco por las calles de la supuesta Avilés, con todos detrás de mí. Y desesperado me servía cualquier puerta que daba a la calle, donde se organizaba una improvisada y peculiar cola del cine.

Siempre he querido contar historias desde mi más tierna infancia, y uno veía lo molón que debía ser dirigir. Ya adulto, inicié mi carrera profesional, y entonces es cuando me di cuenta de lo complejo que es ponerse al frente de un equipo de medio centenar (o más) de personas, que te acribillan a preguntas para intentar ellos, a su vez, suplir sus propias inseguridades.

Recuerdo la entrevista que me hicieron para trabajar en mi primera película, como auxiliar de producción, y las palabras del jefe de producción para describirme un equipo de rodaje: “Mira, esto es como una caravana del Oeste, donde unos tipos, desde lo más peculiar hasta lo peorcito de cada clase, tienen que llevar un rebaño al otro lado del Río Grande, pasar todo tipo de penalidades, y cuando se llega a su destino, repartirse el dinero, para que unos se vayan de putas, otros a drogarse y emborracharse, y algunos regresen con sus familias”.

La verdad es que tragué saliva cuando oí la descripción, no sabía dónde situarme, si en las putas, en las drogas, o en las familias. Parecía que el término medio no tenía cabida, así que lo pasé fatal las primeras semanas, donde comprobé que más de un miembro del equipo estaba grillado, otros se pasaban con las sustancias perniciosas, y algunos tenían subido el ego a la enésima potencia. Mis sueños de infancia se fueron al traste en pocos días y me pregunté qué demonios hacía yo allí.

Han pasado ya unos añitos después de ese rodaje, que como el primer polvo (al menos en mi caso) fue un desastre, y me hizo reflexionar sobre el asunto: ¿estarán todos así de mal en esto del cine?, ¿acabaré yo igual? Por suerte hubo más rodajes (y también más polvos) y mi idea inicial fue cambiando. Un equipo de rodaje es una comunidad de emocionas diversas, de personalidades peculiares, de tipos extraños y de gente muy normal, pero todos ellos recuerdan mucho a un pequeño ejército, con un objetivo común, con una meta determinada, con un plan previsto, que siempre se va al traste al primer disparo (que se suele decir en la estrategia militar), y entonces reina el caos y parece que todo se va al infierno, pero siempre, siempre, y uno no sabe cómo o por qué, al final todo sale. Y ese equipo donde existen relaciones intensas de amor-odio, comparte finalmente una copa, y olvida rencores y rencillas, y recuerda los momentos con una sonrisa.

¿Y el director? El director se siente un extraño solitario, pero al mismo tiempo siente que es una especie de guía espiritual, y sabe que algunos le pondrán a caldo, y otros le admirarán, pero que todos, absolutamente todos los miembros del equipo, se dejarán la piel en la batalla, hasta el último suspiro. Y llegarán a destino, y el dinero se repartirá, y cuando se acabe el viaje, esperarán a que les llamen de nuevo, para cruzar el rebaño al otro lado del Río Grande.



(Les dejo con la secuencia del sueño)

(Y el arranque de una película que toda persona que se quiera dedicar al cine... debe ver)