miércoles, 18 de marzo de 2009

Taxi driver

“Por la noche salen bichos de todas clases: furcias, macarras, maleantes, maricas, lesbianas, drogadictos, traficantes de drogas. Tipos raros... Algún día llegará una verdadera lluvia que limpiará las calles de esta escoria”. Con este rotundo y políticamente incorrecto monólogo, el gran Paul Schrader nos presentaba al atormentado, solitario e insomne Travis Bickle, en la inmortal película dirigida por Martin Scorsese. Y supongo que pensarán ustedes que mi historia de hoy va sobre eso, sobre Taxi driver. Pues no exactamente, aunque sí va sobre lo que motivó, o imagino motivó, a que el ya mencionado Schrader regalase al mundo ese guión que tantas veces ha sido estudiado por sesudos críticos. No quiero escribir sobre la película, porque no necesita más comentarios. Es una historia que habla por sí misma, más grande que la vida, que dirían los gringos. No, de lo que realmente quiero hablar es de... los taxistas.

Recientemente alguien que se dedica a esto del audiovisual, curiosamente no recuerdo quién era (en parte por mi mala memoria, en parte porque lo que me decía seguramente me aburría), me decía indignado que odiaba a los taxistas. Cuando alguien me suelta una aseveración tan rotunda, me echo a temblar, porque suele ser muy común odiar de forma pasional algún tipo de profesión, y seguramente habrá gente que odie profundamente a los guionistas (vaya usted a saber, cosas más raras se han visto). Pero por suerte para los guionistas (o no, a lo mejor si nos odiasen más, quién sabe, a lo mejor incluso ganábamos dinero), hay una profesión que produce verdadera aversión, mucho más incluso que la del inspector de hacienda o el árbitro de fútbol: el gremio del taxi... Bien es cierto que a las cuatro de la mañana, y más en invierno, suplicamos al Altísimo por la aparición de cualquiera de ellos. Debo decir que no soy una excepción y también yo he pecado y soltado maldiciones por la boca hacia los llamados “pelas” (que así se le conocen en la capital del Imperio). Bueno, también he hablado mal de los mimos, pero esa es otra historia, que diría Kypling.

Uno de los motivos por lo que la gente que conozco pone a caldo a los señores de la luz verde, es por sus gustos radiofónicos y su estado de ánimo, generalmente alterado. Es cierto que un porcentaje importante de taxistas escucha esa cadena que pagan los señores obispos, donde un tipo bajito (cada día más auto convencido de su perfil como cómico) calienta al personal, tanto diestro como siniestro, soltando inquina de la buena, y encima de buena mañana. Junto a la emisora de Dios, la siguiente más sintonizada por los señores del coche con raya roja es Radio Olé, o sea la copla. Imagino que no resulta fácil contentar a los clientes con los gustos radiofónicos que, dicho sea de paso, son muchos y variados. En mi caso, suelo ser conformista y poco impresionable en este tema: si escucho copla, pienso en pescaito frito; y si escucho al señor chiquito enfadado de buena mañana, pienso en mi madre cuando me despertaba para ir al cole.

Otros de los motivos por los que la gente les odia es por el miedo a ser timados, en especial si los coges en el aeropuerto, donde hay decenas, decenas y decenas de taxis. Como buen y gran pecador que soy, debo decir que he tenido alguna que otra refriega por ello. Algunas veces con razón (debo tener pinta de guiri, o de tonto, todo es posible), pero también debo reconocer que en alguna ocasión me he puesto muy, pero que muy macarra. El motivo básicamente era que tenía el día atravesado (una especie de periodo menstrual muy personal), y el taxista era lo que tenía más a mano para buscar pelea. Lo bueno del gremio es que nunca defraudan si lo que buscas es eso, bronca.

Finalmente, hay personas que les odian porque se ponen a hablar durante el trayecto, o bien a intervenir en una conversación ajena, e incluso opinar, a veces con tono de encíclica. De nuevo aquí debo admitir que he pecado, oh Señor, perdóname. En especial, cuando las ganas de intervenir es a primeras horas de la mañana (de nuevo mi regla personal e intransferible), cuando lo último que uno desea es que alguien te suelte una disertación sobre el tipo de interés del dinero, y lo malote que es el gobierno, todo ello sin un café en el cuerpo.

Pero aparte de estas motivaciones que pueden impulsar a odiarlos, siempre he pensado que ejercen un complejo y solitario oficio. Sobre todo solitario. Y como vamos por esta vida sin mirar lo difícil que son ciertos trabajos, y que lo único que queremos es que nos den el servicio, y rapidito, y calla la boca, y que si no te gusta tu trabajo yo no tengo la culpa, que es una frase hecha que usamos con bastante regularidad (por otra parte, a quién le gusta el trabajo que ejerce), pues realmente no llegamos a percatarnos de las dificultades que puede llegar a tener conducir un taxi en una jungla como puede ser Madrid, o cualquier gran ciudad del mundo.

Cuento todo ello porque recientemente me han llevado dos taxistas que podríamos decir, ¿son la excepción que confirma la regla? El caso es que ambos casos me llamaron mucho la atención e incluso me hicieron gracia (y yo soy poco de reírme), por lo peculiar de los personajes. Por supuesto, ocurrió en la noche, que es donde suceden siempre este tipo de cosas y donde todos los gatos son pardos, que dicen por ahí.

El primero de ellos me sacó una sonrisa hace apenas un par de noches, cuando regresaba del estreno de un cortometraje. Al meterme en el taxi, de pronto descubrí que hablaban en inglés. Sincronicé bien mis neuronas y comprobé que mi estado etílico no era del todo malo. Efectivamente, eran clases de inglés radiadas: la emisora del tal Vaugham, el tipo que se ha forrado con las clases de idiomas y que tiene emisora propia. No pude evitar sonreír al ver que la tenía sintonizada, y mi sorpresa fue mayor cuando le oigo preguntarme si me molestaba, que ponía otra emisora si era necesario (espero que no pensase que me iba a parecer menos taxi por no llevar la emisora de los obispos). Le respondí que no me molestaba en absoluto, que así yo practicaba también, que siempre es bueno, aunque sea a las dos de la mañana de un martes, y con unas cervezas en el cuerpo. Entonces el hombre me contó que hablaba, o lo intentaba, cinco idiomas: portugués, italiano, francés, inglés y catalán. Mi capacidad de asombro se amplió todavía más cuando me percaté que al buen hombre le faltaban la mitad de los dientes, lo que le hacía su pronunciación aún cosa de mayor encomio, y la verdad es las palabras que dijo en inglés las pronunciaba bien. Así que, casi sin darme cuenta, sin acelerones, llegué a casa en manos del taxista políglota que me deseó suerte al bajarme, al igual que yo a él.

El segundo taxista, sin embargo, me intrigó y sorprendió a partes iguales. Fue hace un par de meses, no recuerdo bien. Era pleno invierno, fin de semana, y con ganas de volver a casa, al refugio, y que me dejen tranquilo. La verdad es que no tenía yo el día, y lo que menos deseaba era un plomo que me diese la chapa, o bien un Fernando Alonso (que los hay) con ganas de superar su propio record personal pasando semáforos en ámbar, o bien entrar en un taxi que oliese a cuadra, que decía Will Smith en sus tiempos. Así que alcé mi mano en pleno centro deseando tener suerte (a veces tratas de elegir, pero son como las galletitas sorpresa de los chinos) y me introduje en el primero que paró. Lo que llamó mi atención nada más subirme al taxi fue la música grave y desgarrada que había de banda sonora. Nada menos que el legendario Leonard Cohen. Miré la radio por si era una emisora tipo Radio 3, que justo en ese instante radiaba una canción del pasado, un clásico vamos. Pero no. Al terminar, empezó a oírse otra canción del cantautor canadiense: era un CD. Obviamente, lo siguiente fue mirar al conductor. ¿Quién escucha a Cohen, de madrugada, en un fin de semana, con la locura rodeándote? Lo escuchaba un taxista con coleta, pelo canoso, gesto serio y apaciguado. El tipo para mi sorpresa no de decía ni mú, con lo cual, por otra parte, era toda una paz para los sentidos, además de llevar el taxi impoluto. Entonces giré mi cabeza hacia la derecha. En la ventanilla había un cartón pegado junto a las tarifas. Pronto descubrí que era una poesía: larga, hermosa, que hablaba de las oportunidades perdidas. Como siempre he sido un ignorante de la métrica, me atreví a romper el silencio que nos rodeaba, aparte de la voz de Cohen, claro está. Le pregunté si era el autor, alabando la brillantez de los versos, con la esperanza de empezar una conversación. Simplemente obtuve un “no” por respuesta, y el nombre del verdadero autor: Pablo Neruda, aquel chileno de “los 20 poemas de amor y una canción desesperada”, al que descubrí hace muchos años en una pantalla contando a un humilde cartero el significado de las metáforas. Pero poco más. Imaginé que otros muchos le habrían preguntado lo mismo y que no era un reclamo para buscar conversación. Simplemente la llevaba pegada en la ventanilla, quién sabe si para hacernos reflexionar a los que entrábamos en su taxi. Pero mi curiosidad en busca de personajes no estaba saciada. Necesitaba saber más sobre tan peculiar “pesetas”.

Al llegar a mi calle, no pude evitar preguntar por la iniciativa de la ventanilla. El tipo era parco en palabras, así que me entregó una especie de tríptico, con varias poesías, e información de una residencia para drogadictos, alcohólicos y excluidos de la sociedad, aquellos que han decidido no jugar ninguna mano más, y que esto lo aguante su mamá. Me dijo que colaboraba con ellos, que él también escribía a veces, pero por pura afición, y que si deseaba información, ahí tenía un teléfono. Y ahí quedó todo. Me bajé ojeando el folleto y me dirigí a mi casa, que ya eran horas. El folleto seguramente lo perdí entre mis innumerables papelotes, pero durante unos días me estuve acordando de él, de ese Travis Brickle solitario, callado, con su música de otro tiempo que, en las noches más salvajes de Madrid, donde salen bichos de todas las clases, recorre sus arterias con un cartón en la ventanilla que contienen las palabras del poeta que una vez dijo eso de “sucede que me canso de ser hombre”.


(Sé que esperaban el gran Are you talking to me... esta es otra versión)

sábado, 14 de marzo de 2009

Ese viejo cabrón y genial

Durante años, una famosa crítica de cine norteamericana le tildaba de fascista tras ver cada una de sus películas, aparte de otras lindezas que salían de su pluma. Nadie le tomaba en serio a aquel tipo de casi dos metros de alto, que empezó haciendo una olvidable serie del Oeste para la televisión, y que acabó en un país del sur de Europa al mando de un dictador con voz de pito, siendo dirigido por un peculiar italiano que quería hacer Westerns. Todos se habían olvidado de él en su país hasta que un director izquierdista le rescató para hacer el que fue, hasta ese momento, el papel de su vida: el de un policía justiciero, violento y fachilla que amenazaba con su Magnum a los macarras que se atrevían a desafiarle: “Come on, make my day” (“Vamos, alégrame el día”).

Hoy, han pasado cuarenta años, y no hay ser vivo en todo el planeta que no hinque la rodilla ante su obra. Los mismos que le tildaban de fascista, hoy se callan. Me resultó curioso escuchar no hace mucho a un gran escritor que adorna los viernes la contraportada del periódico más vendido de este país, decir que llegó tarde a Eastwood, quizás por sus prejuicios pasados hacia el personaje que interpretaba. Ahora, este mismo escritor y columnista, reconoce que tiene que rendirse ante la hondura y profundidad moral de la filmografía del ex “Alégrame el día”.

Puedo entender que la gente que lleva su ideología a rajatabla, no quiera asomar el morro a la filmografía de los primeros tiempos de este hombre. Pero para entender a un artista en su globalidad, hay que entender su vida y su pasado. Las películas de Eastwood de hoy no se entienden si uno no ve sus películas del pasado. “Sin perdón”, probablemente una de las mejores películas de siempre, no se entendería si uno no ve “Infierno de cobardes”, “El fuera de la ley”, “El jinete pálido”, además de la trilogía del dólar, o sea los spaghetti westerns de Leone. A mí, particularmente, no me gustan todas ellas, salvo “El fuera de la ley”, y “El jinete pálido”, una película incomprendida en su momento, pero que apuntaba directamente a lo que iba a venir después con William Munny.

La grandeza que tiene el paso del tiempo es poder juzgar con perspectiva y darse cuenta que la obra de un hombre la es en su totalidad. De hecho, el propio Eastwood en las entrevistas que he leído, aparte de mostrar sensatez y humildad desbordante, reconoce que prefiere su filmografía postrera, pero que no renuncia a su pasado. Vamos, igualito a tanto converso que me sé yo. Se supone que uno es el resultado de una vida, de unas vivencias, de un gran cúmulo de errores cometidos (al menos servilleta, mogollón, que diría un chavalillo de hoy), y de algún que otro acierto. El propio ser humano es el resultado de miles años de evolución, según decía Darwin, lo cual da que pensar y es para echarse a temblar, viendo cómo las gastamos. Pero de dónde sale la música, la literatura y el arte, sino de las entrañas de una especie mezquina como la humana.

Eastwood, desde mi humilde opinión, es quien es tras interpretar un sinfín de películas y dirigir unas cuantas más. Algunas pueden ser olvidables, pero en aquella primera parte de su vida ya se reconocían las señas de identidad de este tipo, que a casi sus ochenta años, da una lección tras otra al resto de irregulares cineastas que pueblan el planeta. Y probablemente lo hace porque a veces la genialidad, y este señor es un genio, llega cuando uno tiene el culo pelado de golpes, y este señor los tiene. Y voy a citar dos películas de esa época, que yo considero magistrales, y que seguramente no piensen ustedes igual, pero ya saben lo que decía Harry “El sucio”: las opiniones son como los culos, todos tenemos una.

La primera es un thriller de espionaje de la etapa en la que el Telón de Acero todavía estaba alzado. Ayyy, qué pelis producía el Telón de Acero. Se llamaba “Firefox”, y la trama básicamente consistía en el robo de un prototipo de avión soviético, que resultaba ser invencible, por parte del espionaje americano. Para la misión, la CIA llama a uno de sus mejores pilotos de caza, interpretado por el propio Eastwood. El piloto luchó en Vietnam y vive atormentado con su pasado, intentando esquivar a sus fantasmas en forma de víctimas, en concreto una niña vietnamita. Si no era un precedente de William Munny, pues que alguien venga y me lo diga, come on, make my day. La película no es perfecta, quizás falla al final, cuando ya roba el caza ruso, y le persigue un piloto soviético en otro prototipo. Pero incluso a mí me gusta este final, que se convierte en una especie de duelo tipo western. Sin embargo, lo que me dejó marcado de aquella película fue toda su primera parte, que podría haber sido firmada perfectamente por el gordo que dominaba el suspense: sí señores, Hitchcock. En esa parte del metraje, Eastwood nos muestra el entramado que monta la CIA para infiltrar a su piloto en la base soviética donde ocultan al avión. Es un thriller oscuro, contado con gran ritmo, y una de las mejores recreaciones que ha hecho el cine de Hollywood de la Unión Soviética (con la caída del telón, Rusia ya permitió rodajes en su tierra). La historia está plagada de antihéroes que se sacrifican por un objetivo superior (el sacrificio, otro de los temas preferidos por Eastwood), y en la que los malos (la KGB) están descritos de una forma ejemplar, entendiendo sus motivos, y sin un pelo de tontos ya que desmontan poco a poco todo el entramado que han organizado los norteamericanos. Particularmente, creo que es la última gran película de espías que se hizo, guste o no guste la parte del avión.

La otra gran película de aquella etapa, se llamaba “El jinete pálido”, una especie de remake de la otrora magistral “Shane” (“Raíces profundas”), la historia de aquel pistolero de pasado violento que trata de buscar la redención con unos pacíficos agricultores machacados por los ganaderos, y que se ve obligado a empuñar las armas, una vez más, para defenderles. Eastwood se atrevía a tocar un material intocable dándole una vuelta de tuerca, mostrándonos una peli con temática clásica del Oeste, pero mezclándolo con una historia de fantasmas, donde las plegarias de una niña que suelta un salmo hacia las montañas nevadas pidiendo ayuda para los suyos (unos mineros acosados por unos crueles terratenientes), se hace realidad con la aparición de un jinete fantasmal, montando un caballo blanco: “... Y cuando él hubo abierto el cuarto sello, oí a la cuarta bestia decir: ven a ver. Y yo miré. Y contemplé un caballo blanco. Y el nombre de su jinete era la muerte... Y el infierno le seguía”. De esta manera es presentado su personaje, con la niña leyendo el Apocalipsis, mientras su madre le prepara la comida. Las dos sienten un viento frío que suena, y contemplan a través de la ventana la llegada de un jinete de tez pálida que acompaña al padrastro de la niña. Con esta escena inquietante y única, gasté los cabezales de mi vídeo VHS, diciéndome a mí mismo que yo quería, algún día, presentar así a un personaje, de manera tan épica, tan misteriosa, tan turbadora. Pero nadie hablaba bien de esa película, y por aquellos tiempos, mejor me callaba la boca, y elogiaba “Bagdad café”, que quedaba mucho mejor, aunque apenas me acuerde de ella.

Hace una semana, se ha estrenado “Gran Torino”, su última película. Algunos decían que Harry “El Sucio” regresaba para ajustar cuentas, ahora ya en la tercera edad. Sólo puedo decir que mejor se acerquen al cine a contemplar el que parece testamento cinematográfico de un hombre genial (actor, músico y director). Es una película salpicada de un sentido del humor ácido y corrosivo, plagada de humanidad por todos sus poros y con un final que algunos han criticado, pero que nadie se espera. Como siempre, Eastwood ha sabido elegir un gran guión de un guionista novel, en cuyo material y personaje se vio reflejado. Justo lo mismo que se hace por estos lares con los guionistas que empiezan. Ese viejo cabrón y genial, que antes se cargaba macarras con un Magnum 44, y al que la izquierda no podía ver ni en pintura, deja a toda una platea sentada incluso cuando las luces se han encendido. Se lo prometo.




domingo, 1 de marzo de 2009

Sin perdón

“Hola, me llamo Iñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Prepárate a morir”. Así, de esta forma simple y sencilla, el personaje interpretado por Mandy Patinkin encara al tipo que, siendo niño, mató a su padre de manera gratuita y cruel, en la hermosa “La princesa prometida”. Y así, de una manera parecida, no tan cinematográfica, el otro día, un joven vasco llamado Emilio Gutiérrez, se dirigió hacia una taberna de su pueblo, armado con un pesado mazo. Al llegar al lugar, la emprendió a golpes con la puerta de entrada. Luego, se introdujo por el hueco que dejaron los vidrios rotos para destrozar todo lo que encontró en su interior.

Supongo que cualquier persona de bien que pasara por allí, o cualquier chino, búlgaro o tahitiano que viera esas imágenes por televisión, pensaría que el hombre habría perdido la chaveta, o que es un tipo violento que merece ser apartado de la sociedad, o al menos vigilado. Supongo que a cualquier checoslovaco, coreano o belicense les resultaría extraño que alguien tan violento no ofreciese resistencia a ser detenido por la policía, o ertzaintza, que así se dice policía en euskera. Pero imagino que un andorrano, paraguayo o indonesio que haya leído algo sobre la situación política del norte de un país que habita bajo el sol meridional de Europa, donde curiosamente no para de llover y el paisaje es verde muy verde, imagino que algunos de estos señores documentados de tan lejanos países entenderían la sumisión y lágrimas de este colérico tipo mientras le colocan los grilletes.

Qué facilón es opinar sin vivir en tus carnes muchas cosas: el dolor, la enfermedad, la humillación, la violencia. Qué fácil es juzgar y quedar superguay del Paraguay. Casi todos los comentaristas políticamente correctos del país dijeron lo mismo, con el mismo tono, con el mismo runrún: que entendían a este hombre, pero que no era bueno aprobar este tipo de conductas. Nadie se salió del guión. Bueno sí, los derechones sí, pero sus motivos son otros y me interesan muy poco. Es curioso que busquen la excusa perfecta para clamar y pedir justicia, cuando a unos cuantos de ellos también habría que ajusticiarles por un pasado vergonzante y facineroso. El caso es que, tras treinta y cuatro años de la muerte de un dictador cruel, casposo, cabrón, y de voz amanerada (al que por desgracia nadie pudo dar caza), todavía hoy, en una pequeña zona de la Europa desarrollada y democrática, el fascismo impera con total impunidad, apoyado por el fundamentalismo de un pequeña parte de la población, y amparado por otra, que mira hacia otro lado. Los que no opinan igual, los que disienten, los que levantan la voz, sólo tienen dos caminos: la tumba o el exilio.

Casi 200.000 personas, según cálculos estimativos, han abandonado esa tierra verde y hermosa, adulterando de esta manera una democracia ficticia, por muchos anuncios promocionales que haga su gobierno para visitar sus montes, playas y probar su extraordinaria gastronomía. Y si les dices algo, si les insinúas la falta de libertad, ellos, los iluminados, enseguida se cubren con la piel de cordero, y les sale el lado de víctima llorona. No se puede entender que personas con apenas treinta años, en un lugar donde existe la riqueza y nadie se muere hambre, pueda escupir tanto odio hacia el contrario, hacia el diferente. Si uno lee las crónicas de la Alemania nazi, previa a la Segunda Guerra Mundial, sólo puede encontrar algo parecido.

Es una lucha desigual, donde unos matan, acosan, intimidan, insultan, escupen, amenazan a todo el que no piensa como ellos. Los otros, los diferentes, los impuros, tienen que cumplir unas leyes civilizadas para defenderse, las de cualquier democracia normal. Las nomas del Estado de Derecho luchan contra los iluminados desde hace tiempo, pero es muy complicado que pueda resolver el problema. Diversos presidentes del gobierno han intentado sentarse a negociar con esa otra parte enfurruñada, intentando el diálogo, el acuerdo. Pero ellos, los enfurruñados de entrecejo cruzado, sólo quieren la victoria y la claudicación del enemigo. Es muy difícil hablar con alguien que ha mamado tanto odio desde su más tierna infancia, bajo la sombra de excusas históricas, y sobre todo cuando se creen envalentonados para hacer lo que les venga en gana. No conocen el miedo, el acoso, el sudor frío. Actúan con la misma impunidad y prepotencia del matón de colegio, que se sabe secundado y apoyado por unos cuantos, mientras los otros callan o buscan excusas extrañas. Así que al orejón, al cagón, al narizón, al cabezón, al raro, sólo les queda rezar, salvo que, por un milagro, en plan western, uno de ellos se harte y decida revolverse y encararse con el matón. El que lo hace, sabe muy bien el precio a pagar. Emilio Gutiérrez ya lo ha pagado con el exilio. Los comentaristas superguays siguen entendiendo su acción pero reprobándola, es lo bueno de tener el culo a salvo y caliente.

De todas formas, pese a todo, pese a la oscura solución a un problema sin solución, me quedo con la imagen del tal Emilio Gutiérrez, dirigiéndose calle abajo hacia el Ok Corral, allá en Dodge City, con un pueblo callado y escondido que le entiende, pero que no le comprende. Y la única duda que me asalta es si yo mismo hubiese tenido valor suficiente para coger otro mazo y caminar junto a él, como Pike Bishop y su grupo salvaje camino de su apocalíptico final. Sinceramente, no creo que hubiese tenido ese valor. Probablemente haría lo mismo que el resto: ocultarme. Por suerte para mí vivo también con el culo caliente en un lugar donde puedo opinar lo que quiera.

Pero como soy un fabulador sin redención, quiero imaginarme que sí agarro ese mazo y bajo la calle junto a Emilio, camino de la taberna donde los valientes brindan por sus victorias cobradas en sangre. Y me imagino abriendo los portalones de entrada, y que todos los allí presentes se callan al vernos entrar, y entonces, con la misma mirada fría del crepuscular, atormentado y temible William Munny, soltar lo mismo que dice tras ver el cadáver de su mejor amigo decorando la puerta del salón, al final de esa obra maestra llamada “Sin perdón”: “Who’s the fella that owns this shit-hole? (¿Quién es el dueño de esta pocilga”).