miércoles, 31 de diciembre de 2008

Escucha

Hace poco me hice un regalo en plan caprichito. Llevaba tiempo deseando meter la nariz en una serie de la que leía toda clase de parabienes. Había visto secuencias sueltas y me había bajado algún episodio en inglés, pero la jerga que usan algunos de los personajes me hacía sentirme más perdido que John Locke en su ataúd, ya que estamos televisivos. El caso es que por fin se editó en Apaña la esperada “The wire” (“La escucha”).

Leí la palabra obra maestra para describirla, y ya es complejo teniendo en cuenta el nivel al que ha llegado la ficción televisiva norteamericana con cositas como Los Soprano, El Ala Oeste de la Casa Blanca, Battlestar Galactica, The Shield, House, A dos metros bajo tierra, Hermanos de sangre, o las recientes y excelentes True Blood y Generation Kill (ésta última creada por los mismos tipos de "The wire"). Por supuesto, que se pueden añadir unas cuantas más que todavía no he podido ver, ya que uno tiene el tiempo limitado y debe hacer más cosas, pero una serie mediocre de estos señores está al mismo nivel que lo mejor del resto de la Galaxia (hay cosas muy buenas también por ahí, y si no vean la serie de terror The Kingdom del genialoide Lars Von Trier y aquí hay cosas buenas también, no se crean, el problema son los ejecutivos que dirigen las cadenas). ¡Ah!, no me olvido de la gran “Lost”, la serie que nos ha cambiado el mundo y lo ha dividido, en palabras del gran spoiler Hernan Casciari, entre los que la ven y los que, pobres de ellos, no la ven.

Qué puedo decir tras devorar la primera temporada de esta serie: pues que ahora que estoy pelado de dinero voy a atracar a alguna ancianita para comprar la segunda temporada (de un total de cinco). Casi no tengo palabras porque las expectativas que tenía no sólo se han cumplido, sino que han ido más allá y hasta el infinito, que decía Buzz Lightyear. Creo sinceramente que es una obra de arte, que la HBO debería recibir el Nobel de algo, me da igual, pero que no se puede tener un nivel más alto produciendo ficciones que, además, por muy exclusivas que parezcan, son de consumo general y entretenidas, aunque eso sí, requieren pensar, pero sólo un poco, tampoco se crean, no vamos a subir el nivel no le vaya a dar una hipoglucemia a los Vasile y compañía. Cuando pienso que la HBO realmente es una cadena de cable para acontecimientos deportivos y que quiso probar suerte en esto de la ficción. ¡¡¡Dios mío, por favor, que Teledeporte produzca ficción nacional!!! No creo que me hagan caso, al fin y al cabo soy un humilde guionista y no tengo ni idea de televisión ni de los gustos de la gente.

Si tengo que comparar esta historia con algo sería con la reciente “Gomorra”, la película italiana aclamada por todos, pero que desde mi humilde punto de vista ha sido excesivamente valorada por la crítica. No le niego cosas buenas a la película y una estética demoledora, además de estar seguro de que el libro es excelente y es una de las cosas que tengo pendientes, pero narrativamente está sobrevalorada, con tramas y personajes que se confunden, con un bajón brutal a mitad de película, llegando a aburrir cuando lo que te están contando es tremendo. No me gusta hacer comparaciones, pero ésta vez lo hago porque “The wire” cuenta exactamente lo mismo, pero en vez de en Nápoles, en Baltimore.

Es una historia que habla de la corrupción y la violencia a todos los niveles: desde los camellos y yonquis, hasta las altas esferas de la política. La diferencia es que en la serie en su 1ª temporada se centra en dos puntos de vista: los policías que tratan de desmantelar el tráfico de drogas en el Este de Baltimore, y los propios narcotraficantes que lo organizan de manera brillante.

Creada por un ex periodista de sucesos (David Simons) y un ex policía (Ed Burns), la historia es absolutamente realista, al igual que Gomorra, pero a diferencia de ésta última, el guión está a años luz. Es una historia coral, con muchos personajes, pero que en ningún momento te pierdes, pese a lo complejo de la trama. El eje principal de la historia es un solo caso, acabar con el organizador del tráfico de drogas de un barrio de Baltimore, el ladino y brillante Avon Barksdaled, y su aún más brillante secuaz, Stringer Bell. El encargado del caso es un policía honrado lleno de problemas personales, el también brillante Jimmy McNulty, rodeado de un grupo de policías formado para la ocasión, de manera sibilina, por los altos gerifaltes. Son detectives que vienen de distintos departamentos, algunos borrachos, otros inútiles, otros sin experiencia, otros liquidados por ser precisamente eso, buenos policías en su momento.

La historia se centra en las escuchas que montan los detectives en las cabinas de teléfono que sirven de comunicación a los camellos del barrio. A lo largo de los 13 episodios, los policías poco a poco van recobrando su autoestima hasta conseguir poner contra las cuerdas a los muy organizados narcotraficantes. No esperen tiros ni coches a dos ruedas, es una historia que trasmite verdad por todos los poros, los policías parecen de verdad y se equivocan como cualquier otro en su trabajo. Los narcotraficantes, que nacen en un ambiente de pura supervivencia, dan auténticas lecciones de vida y de estrategia para organizarse, como si fuesen un ejército y jugasen al ajedrez con la pasma. Te crees a los jueces prepotentes, a las fiscales trepas, a los comisarios chulescos, a los políticos corruptos, a la poli lesbiana y a su novia, al gánster violento y gay. Son 13 horas del mejor cine, de la mejor ficción en mucho tiempo.

Escucha: hay grandes series para ver, sin duda, pero mi consejo, amigo, es que estás perdiendo inútilmente el tiempo si todavía no te has acercado por el Este de Baltimore.


(Esta secuencia es ya un clásico de los blogs, pero resume perfectamente el nivel de la serie porque algo así no se suele ver. Son McNulty y su compañero intentando aclarar un caso de asesinato con el que un incompatente compañero de ambos hizo una chapuza... Y con esta recomendación termina el primer año de existencia de mi blogggggggggg, que ustedes lo pasen bien, y Feliz Ano, y que no nos den por el ídem en el próximo)

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Cuento de Navidad

Se llama Sandra, tiene 20 años, el pelo negro, la mirada despierta y un par de piercings adornan su bello rostro. Vive en un barrio obrero y cada mañana sale en su coche a trabajar a la cabina de peaje donde también trabajaba su padre. Un día, hace meses, los lobos, al olor de la sangre, le acecharon y le abatieron. Desde entonces, Sandra tiene un plan.

Llevo días dándole vueltas a la cabeza buscando inspiración para un cuento de Navidad. Pero nada. Eso demuestra mi poco espíritu navideño. Quizás la mejor historia navideña (Dickens aparte)que oído nunca se la cuenta Harvey Keitel, al final de la inolvidable “Smoke”, al agobiado escritor al que interpreta William Hurt, que busca (como yo ahora) un cuento de Navidad que mandar al periódico que le ha pedido que escriba algo típicamente navideño.

Como dudo que Keitel, o similares, vengan al rescate, he decidido que mi cuento de Navidad lo protagonice una chica sobre la que leí un artículo que cuelga, desde hace dos semanas, en el corcho que hay frente a mi escritorio. En realidad es una historia poco navideña, o quizás me equivoco, y es la más apropiada para estos días llenos de falsos e impostados sentimientos. En este caso, sin embargo, sí existe una generosidad sincera, además de mucha valentía, un bien tan escaso como el petróleo.

La chica en cuestión fue protagonista, a su pesar, de los telediarios de hace meses. Bajo la lluvia, entre rostros serios y atenazados, rodeada de micrófonos a la rapiña, abrió un folio doblado en varias partes, y escrito a mano, y dijo bien alto a quien lo quisiera escuchar, a los corderos y a los lobos de su tierra, a los que callan y a los que otorgan, a los que piensan como ella y a los que no lo hacen: “estoy orgullosa de mi padre y sólo puedo decir a los que le han matado que han sido unos hijos de puta”.

Se llama Sandra Carrasco y tiene un plan desde hace meses, desde que el arrebataron a su padre, un humilde trabajador al que decidieron exterminar por ser un peligroso enemigo del pueblo. Desde entonces, con el recuerdo de él en su memoria, Sandra, decidida, coge el coche y parte hacia el lugar donde los telediarios informan que la sangre, nuevamente, baña las calles de su querida y hermosa tierra.

La última vez que lo llevó a cabo fue hace pocos días, cuando acabaron con un empresario el cual, según ellos (los lobos), iba a terminar con el paisaje de su patria. Antes, ya lo había ejecutado meses atrás, cuando reventaron a un guardia civil que pasaba por allí, según ellos, porque son perros peligrosos, y a los perros peligrosos se les elimina.

El plan de la chica es muy sencillo y lo elabora siempre de la misma manera: mientras la gente permanece en silencio, o gimoteando, con las cabezas gachas, tras las gafas oscuras, ella se acerca decidida hacia los familiares de turno que les toca estar destrozados, les posa una mano en el hombro y les dice siempre las mismas palabras: “Soy la hija de Isaías Carrasco, asesinado por ETA. Te acompaño en el sentimiento”.

Ahora que estamos en Navidad, que no encuentro una historia típicamente navideña, que Harvey Keitel no viene a rescatarme, he decidido, como el humilde tamborilero que se acerca a Belén a tocar lo único que tiene (su viejo tambor), hacer algo parecido. En mi caso sólo puedo ofrecer en honor a Sandra lo único que sé hacer medianamente regular: escribir unas líneas, su historia, mi cuento de Navidad.


(Quería poner a Raphael y su inmortal Tamborilero, pero no hay forma de encontrar algo sin sus excesos de gestos. Por tanto, dejo el tamborilero que canta un coro al final de un episodio de esa otra obra de arte televisiva llamada "The West Wing", donde el gran Toby se hace cargo del cadáver de un mendigo que luchó en la Guerra de Corea... Pues eso, felicidades y esas cosas que se dicen)

miércoles, 17 de diciembre de 2008

La grandeza del enemigo

Decía alguien por ahí que la talla de un hombre se mide por la grandeza de sus enemigos. Y creo que algo de razón tenía quien enunció la frase de marras.

Soy madridista, con lo que ello implica. No sé bien el motivo, probablemente por obligación ya que mi difunto padre me hizo socio siendo yo pequeño. El caso es que, de todo que tenía que haber heredado de mi ancestro, y sin embargo no hice (no sé si por rebeldía, o por no repetir actitudes que no me gustaban un pelo), sólo hubo una cosa en la que le seguí: ser madridista.

No debería ser aficionado de este club por ciertas cuestiones, empezando quizás por los patéticos dirigentes que se asoman a su poltrona, y terminando por la casposidad que desprenden algunos de sus aficionados con los que me cruzo. De los ultras, ya ni mentarlo, porque se me ocurren un par de sitios estupendos donde tirarlos. Pero soy madridista, qué se le va a hacer, y además acudí al estadio durante muchos años (luego, me volví comodón). Ahora ya no soy socio, quizás por mi alergia a los carnets, y a la obligación de hacer algo o acudir a un sitio, por eso tampoco soy socio de un gimnasio, ni del Vips, ni de la Fnac, y mira que me dejo pasta en ellos.

Olvidemos mis absurdas disquisiciones, y sigamos con el tema de mi historia. Fue a mediados de los ochenta cuando realmente me hice madridista. La culpa fue de un grupo genial de jóvenes jugadores que acudieron al rescate de un equipo de leyenda que se hundía en la mediocridad. Fue el mejor fútbol que he visto y veré, y los lideraba un tipo rizoso, tímido y algo tartamudo que paraba el tiempo cuando entraba en el área, silenciando un estadio de 100.000 almas. Fue una especie de Mesías, arropado por sus discípulos de generación, y acompañados de un grupo de veteranos jugadores que, al igual que los forajidos de leyenda, tenían unos códigos éticos de otros tiempos, principalmente el de no rendirse nunca.

Fui testigo de las grandes remontadas del Bernabeu, donde los equipos europeos, o el gran Barça de Cruyff, salían con tembleque en las piernas, y al que un cultivado jugador argentino, que demuestra que el fútbol es totalmente compatible con la mejor cultura, dio a conocer como “el miedo escénico”. Tras aquellos años gloriosos, ya tenía claro que no podría claudicar a ser aficionado de este club que ha sabido combinar a lo largo de su historia, el fútbol como espectáculo con la épica más pura. Y como lo facilón es ir con el viento y ser del equipo que mejor juega, pero como detesto profundamente a los conversos, pues sigo y seguiré siendo del Madrí, aunque vengan mal dadas.

He contado todo este rollo introductorio para definirme porque, obviamente, mucha gente no pensará lo mismo. Pero lo he hecho porque de lo que realmente quiero hablar no es de mi afición por el Real Madrid, más bien de su contrario, del gran enemigo, de la otra cara de la moneda, de su Némesis, del lado oscuro, de Vader (con lo que me gusta Vader, suspiro): el Barcelona, ese club que es mes que un club.

Durante años, en especial con el mandato de Núñez, pensaba que el Barça no era un rival digno, ni grande, ni un enemigo a la altura del Madrizzz. Presidido por un señor bajito bastante acomplejado, que siempre gimoteaba por las derrotas, que se quejaba de las ayudas al equipo de la Capital, que siempre tenía en la boca la palabra “Madrí”, que lloraba como un niño (ya saben aquello de Boabdil) cuando ganaba, que siempre salía en todas las fotos, y que salió a malas con todos los artistas que tuvo bajo su mando. Reconozco que sonreía maliciosamente con las desgracias y folletines que montaba aquel señor, o el desequilibrado de su Vicepresidente.

El caso es que me sigue saliendo la sonrisilla malévola cuando al Barça le van mal las cosas (¡al loro, eh!). Algunos verán en esto el típico rollo coñazo de la rivalidad entre las dos ciudades y su dimensión política. Como mi sentido nacionalista es parecido al que tenía el malvado Liberty Valance, “vivo allá donde cuelgo mi sombrero”, y como me gusta esa hermosa ciudat por muchas cosas, tanto de noche como de día, pues así saco de dudas a los que piensen en el tema étnico-patriótico. Lo mío es simplemente provocar de vez en cuando a algún culé descuidado con el que me cruzo, que si es bella y sin compromiso, pues mucho mejor.

Sin embargo, hay que reconocer las cosas de vez en cuando. Y yo últimamente sí que veo en el Barça al gran rival que buscábamos, al enemigo que uno desea tener, donde mirarse al espejo. De hecho, a veces es mejor tener grandes enemigos que ciertos amiguetes. ¿Y por qué es ahora el gran enemigo? Pues porque, para bien o para mal, durante años ha mantenido un estilo de jugar al fútbol, que es como decir un estilo de vida, unido casi siempre al espectáculo, y eso le hace grande. Y porque en los últimos años (al contrario que nosotros) ha tenido la sensatez de tener al frente del equipo a dos personas coherentes, sensatas y educadas, en especial quien lo dirige ahora mismo, un tipo al que siempre admiré por su forma de jugar al fútbol, como por su forma de entender la vida, además de ser un tío elegante y todo un caballero.

Pero sobre todo hay algo que ocurrió ayer, y que vi en los telediarios, que me ha convencido aún más en mi argumento de esta historia. Algo que incluso me emocionó, teniendo en cuenta mi alergia a esos colores. Fue el minuto de silencio que guardaron Guardiola y los suyos por la muerte de un humilde aficionado que acudía todos los días a verles, y al que, durante bastante tiempo, le estuvieron ayudando a salir adelante, teniendo en cuenta que era uno de los muchos que penan por este Valle de Lágrimas. Por este motivo, hoy más que nunca, puedo decir bien alto que con enemigos así, uno puede medir su grandeza.


(Les dejo con el genial sketch de Crackovia, el gran programa de humor de la TV3 -algo que se desconoce en TeleEspe, o telecalcetines... el humor, quicir, que diría Núñez- Observen la imitación de Guardiola y lo del crítico de cine y su "Bon dia. Spielberg caca")

martes, 9 de diciembre de 2008

Road to nowhere

Algunos no pueden andar, a otros les cuesta levantarse de la silla, la mayoría necesitan bastón para desplazarse. A uno de ellos le acompaña un respirador artificial, otra necesita una lupa de aumentos para ver las letras de las canciones, al más enfermo le han dado la extremaunción en cuatro ocasiones. Todos ellos saben que apenas les queda muy poco, que se acerca el final de la función, que ya han vivido demasiado y que deben dejar paso. Todos lo saben, pero cuando salen al escenario a cantar el mejor rock, punk y pop que se ha hecho jamás, olvidan por un momento su inmediato destino y se convierten en unos artistas únicos y excepcionales.

Debo ser yo, debe ser esta lluvia, o este frío, debe ser tanta película absurda, vacua, aburrida y pretenciosa que me he tragado últimamente. Tanto artista y tanto listo de los cojones, tanto realismo comprometido y tanta acción inútil. O puede ser que me haya vuelto loco, que seguramente será eso, pero el caso es que al final, tras semanas sin ver algo decente, han sido un grupo de ancianos que ya están más allá que acá, dirigidos por un exigente y humanista director, que se ha propuesto darles un objetivo cuando el resto del mundo les aparca a un lado, quienes me han hecho pasar dos horas únicas, olvidándome de todo lo que había a mi alrededor.

Se llama “Corazones rebeldes” (el original es Young@Heart, y no me pregunten el porqué de la traducción). Seguramente no es la mejor película documental de la historia, y seguramente lean alguna crítica que la ponga a caldo, pero si alguien no reconoce haberse reído o emocionado con ella en algún momento, o si no sale del cine con una media sonrisilla, olvidando por un momento todo lo oscuro de este mundo, es que le falla algo en el mecanismo interno.

Son un grupo de ancianos entre los 70 a los 90, e incluso más allá, que no tienen ni idea de lo que es el rock’n roll, el punk, o el pop más alternativo, pero que, animados por un visionario director del coro, cantan a su manera la mejor música del s. XX: Clash, Sonic Youth, Jefferson Airplane, Ramones, Jimmie Hendrix, James Brown, Dylan, Talking Heads, Doors o Coldplay, formando un repertorio variado que es interpretado de una forma que hasta ahora ninguno de ustedes habrán visto.

Ni siquiera lo calificaría como documental, ya que me parece un peculiar musical, que se pasa volando, que entretiene, que divierte (el anciano que no consigue coger el ritmo al “I feel good” de Brown y su grito de entrada, o la versión del Should I stay or should I go? cantada por una anciana de 92 años), que conmueve (la muerte de varios componentes durante los ensayos), y que tiene dos momentos memorables para recordar: el concierto que dan en una cárcel, donde los presos se acercan al final del mismo a saludarles y abrazarles agradecidos; y el concierto final, con la actuación de uno de sus componentes, Fred Knittle, un octogenario con forma de barril, que debe ir a todos sitios con un aparato que le proporciona oxígeno a su encharcado pulmón, pero que posee una voz de barítono y un sentido del humor irónico festivo que les hará preguntarse, como hice yo, de qué huevos me quejo en la vida.

No sé si se habrá estrenado en toda España, porque de los que llevan el negocio de la distribución espero menos que de un político en campaña, pero en Madrid la encontrarán en Versión Original (como debe ser) en tres salas. Así que ya saben, dejen las mierdas que estén haciendo y háganse un favor así mismos, corran a los cines para subirse al autobús de unos ancianos que, al final de sus días, han decidido que van cantando canciones, camino a ninguna parte.


(Les dejo con la interpretación que Fred Knittle, el anciano barrilete, hace de la conmovedora Fix you de Coldplay... en el cine mola mucho y emociona, lo garantizo)